El comunismo sigue dando que hablar a mucha gente: mientras las extremas derechas denuncian sus planes malévolos y los progres preguntan en qué lugar del mundo se aplica, en los últimos años coloquios y libros de intelectuales de izquierda (marxista y no marxista) se han vuelto a preguntar por su potencia, desde los enfoques más diversos. En esta oportunidad, intentaremos presentar algunos argumentos sobre su actualidad.
Proyecto y movimiento real
Llamamos comunismo a una sociedad sin clases, sin Estado y sin opresión, en que las personas se asocien libremente. La idea, vinculada fuertemente con Marx, no nació con él. Las rebeliones de Tomás Münzer y Graco Babeuf, por ejemplo, estuvieron guiadas por ideales comunistas, más allá de las formas en que fueran elaboradas teórica y discursivamente según los parámetros de épocas históricas muy diferentes. Entre los llamados “socialistas utópicos”, Cabet, Owen o Fourier también fueron partidarios de una sociedad sin clases sociales. De nuestro lado del mundo, las comunidades agrarias de los pueblos originarios practicaron desde antes de los incas costumbres fuertemente colectivistas y comunitarias. Es decir, que las ideas de Marx son parte de un anhelo de liberación más amplio y recogen críticamente ideales comunistas previos, en un contexto de surgimiento de la lucha de la clase trabajadora moderna.
Como señalara Emmanuel Barot en su libro Marx en el país de los soviets o los dos rostros del comunismo, para Marx el comunismo es un proyecto o un fin a realizar: la asociación libre de las personas en una sociedad sin clases. Pero también es el movimiento real que busca abolir el estado actual de cosas. En su primera acepción, es un objetivo pensado por fuera de la sociedad actual, pero en la segunda es un movimiento que tiene lugar al interior de la propia sociedad capitalista. El “comunismo-movimiento” es lo que nos permite pensar en el “comunismo-fin” o en el comunismo como proyecto en términos de algo realizable. Y ambos tienen razones biológicas, sociales, políticas y filosóficas.
La base corporal
El argumento neoliberal o libertariano del individuo absolutamente aislado tiene un problema vinculado a la imbricación entre biología y sociedad que nos caracteriza. Vos no nacés y te cortás por tu cuenta el cordón umbilical. La socialidad marca desde el nacimiento la vida de las personas, al mismo tiempo que la biología las iguala en términos materiales: tenemos un cuerpo que goza, sufre, enferma y muere. Marx, siguiendo a Feuerbach, llamó a esta unidad biológica de las personas como “ser genérico” en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, aunque el concepto aparece mediatizado por la concepción hegeliana de autoproducción del sujeto humano por el trabajo. El “ser genérico” fue luego dejado de lado por Marx en función de una concepción más compleja que apeló a las relaciones sociales para dar cuenta de la famosa “esencia humana”. Sin duda que la estación feuerbachiana fue un episodio superado en la trayectoria de un joven Marx abriéndose paso hacia una nueva concepción de la filosofía, la historia y la política. Sin embargo, no por ello resulta menos fundamental a la hora de buscar cuál puede ser la base material para una ética de la solidaridad. La coexistencia de los cuerpos antecede la comunidad social y política, no la garantiza (existen divisiones de clase) pero es una precondición necesaria para pensar un proyecto de sociedad basado en otros valores que la competencia entre individuos supuestamente aislados.
Cooperación y solidaridad
Otra cuestión a considerar contra la imagen de una sociedad compuesta de individuos aislados compitiendo entre sí, es que precisamente el capitalismo es un gran experimento de cooperación a gran escala. Pero esa cooperación queda invisibilizada como tal. La ideología burguesa la da por sentada mientras se sirve de ella, destacando de la moderna producción de mercancías y reproducción de la vida social el comando capitalista y no la coordinación de millones de personas que objetivamente colaboran en la realización de tareas simultáneas (no siempre convergentes, por la “anarquía de la producción” capitalista). Esta cooperación social, liberada del comando capitalista, que surge de la estructura clasista de la sociedad, sería un punto de apoyo monumental para construir una sociedad comunista. Así lo muestran en pequeña escala y sorteando innumerables dificultades las fábricas recuperadas y bajo gestión obrera.
Agrego otro aspecto de la cooperación no menor: las tendencias a la solidaridad (cuya base última es la comunidad corporal a la que hacía referencia antes) que existen entre las personas espontáneamente, como cuando alguien se sube al colectivo y no tiene crédito en la tarjeta SUBE y otra persona le presta la suya, en lugar de dejarlo abajo invocando las leyes de la oferta y la demanda. Por supuesto que se pueden mencionar montones de ejemplos de comportamientos poco solidarios. En efecto, estos tienen un lugar importante en una sociedad replegada en buena medida sobre la vida privada. Sin embargo, los lazos de solidaridad son más acordes con el carácter de artefactos biológico-sociales de las personas y con la cooperación social objetivamente existente –hoy mal utilizada al servicio de la ganancia privada– que la pretensión de ubicarse por fuera de las implicaciones colectivas. Bien entendida, la solidaridad colectiva no se contrapone con la libertad individual. Los liberales (en apariencia) sostienen que nadie tiene derecho a perjudicar al otro. Pero se puede perjudicar activamente o por omisión. De ahí que, en lugar de asumir una posición indiferente hacia los demás y centrada en uno mismo, la solidaridad vincula la felicidad propia con la del resto. Disfrutar de la vida y ayudar a vivir, como sugirió alguna vez Mario Bunge.
La base tecnológica
Yendo a un argumento más clásico, pero vinculado con el anterior, lo que permitiría arribar a una sociedad sin explotación es la propia potencia tecnológica que el capitalismo mismo ha logrado desarrollar, aunque su utilización deja bastante que desear, tanto desde el punto de vista del factor humano como desde el ambiental. Por supuesto que esta tecnología, en manos del capitalismo, se usa de diversos modos contra la clase trabajadora. Como han demostrado investigaciones como el clásico libro de Pietro Basso Modern Times, Ancient Hours, los avances de la informatización y la robótica aplicados a la producción no han implicado una reducción de la jornada laboral y un mayor bienestar para la clase trabajadora, sino un aumento de las horas trabajadas, empeoramiento en las condiciones de trabajo y crecimiento de la desocupación. A esto se suma la promoción de consumos alienantes, alimentados exponencialmente por la obsolescencia programada. En otras manos, la tecnología podría dar oportunidades totalmente distintas: reducir la jornada de trabajo, buscar la eliminación de las tareas insalubres, optimizar los procesos de trabajo para que sean más agradables y menos alienantes. Por supuesto que esto debiera ser pensado buscando revertir la tendencia del capitalismo a transformar las fuerzas productivas en destructivas. La crisis ambiental nos pisa los talones y no parece posible revertirla dentro de la dinámica capitalista de permanente búsqueda de ganancia.
Durante muchos años hemos debatido contra esa especie de “progresivismo” de Antonio Negri (que es una clara herencia del operaismo), especialmente respecto de su idea de un “comunismo sin transición” basado en nuevo sujeto caracterizado por el trabajo inmaterial, todo ello producto de una respuesta del capital a la “rebelión contra el trabajo” de los años ‘60 y ‘70. Más allá de que las teorías de Negri son tributarias de posiciones como las que hablan de un “capitalismo cognitivo” y también de postestructuralismo de Deleuze y Guattari, algo que se puede aprender del autonomismo es precisamente la importancia de aquellas prácticas que –bajo la sociedad actual– muestran que el proceso de socialización no es una arbitrariedad sino que tiene que ver con las propias tendencias contradictorias del capitalismo. La cooperación y el desarrollo tecnológico son muestra de ello.
La “hipótesis Mariátegui”
Pero en el comunismo no todo es modernidad. Tenemos también un costado “arcaico”, que es el de las tradiciones comunitarias, que tienen una larga historia y que, en América Latina, Mariátegui identificó como el “socialismo práctico” de las comunidades indígenas. Quienes se han formado en los parámetros del marxismo clásico (más precisamente ruso) suelen tener ciertos reparos ante esta idea mariateguiana, que constituye uno de sus muchos aportes originales a la teoría marxista. En esa mirada, se asocia el comunismo con un nivel de desarrollo económico mayor al del capitalismo. El problema que tiene esa perspectiva (además de que desconoce la mirada de Marx sobre la comuna rural rusa, al igual que la desconoció el marxismo ruso en buena medida) es que pone todo el acento en el desarrollo pero no presta atención a la práctica de las personas.
La experiencia soviética demostró, como decía Trotsky, que el socialismo –considerado en la tradición como antesala del comunismo– no se construye por automatismo económico. No en vano el propio Lenin batalló por el desarrollo en gran escala de la cooperación en la URSS. Entonces, la tecnología es condición necesaria, pero no suficiente. Personalmente, tengo mis serias dudas de que alguien se haga comunista porque lo emocionen las máquinas. Y la tradición comunitaria de los pueblos originarios, cuya fuerza volvimos a ver recientemente en la lucha de Jujuy, es un punto de apoyo para la lucha por el comunismo. Su defensa de la práctica cooperativa por sobre la competitiva y su búsqueda de una relación equilibrada con la naturaleza son imprescindibles para recrear una perspectiva comunista. Pensemos también que estas tradiciones comunitarias anteriores al capitalismo son convergentes con las que supo desarrollar la propia clase trabajadora en busca de una socialidad diferente a la del capitalismo, creando todo tipo de instituciones colaborativas, desde partidos y sindicatos hasta clubes y teatros.
La cuestión de la transición
Marx y Engels sentaron las bases de la concepción comunista moderna y contemporánea al señalar que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases y que la clase trabajadora explotada por el capitalismo tenía que llevar a cabo su propia revolución social para terminar con este.
En el Manifiesto comunista señalaban que la clase trabajadora (“el proletariado”) debía constituirse en clase dominante y acometer una serie de medidas en pos de superar el capitalismo (aclarando que estas medidas podían variar según el lugar y la situación y que no todas eran necesariamente revolucionarias):
1. Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos. 2. Fuerte impuesto progresivo. 3. Abolición del derecho de herencia. 4. Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes. 5. Centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio. 6. Nacionalización de los transportes. 7. Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo. 8. Proclamación del deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el campo. 9. Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad. 10. Educación pública y gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material, etc.
Posteriormente, luego del perfeccionamiento represivo del Estado burgués tras el golpe de Napoleón III, como puede verse en La lucha de clases en Francia (1850) y la carta a Weydemeyer (1852), Marx asume la formulación de la dictadura del proletariado, cuya primera expresión histórica concreta vería en la Comuna de París de 1871. Este gobierno de la clase obrera, representando a la mayoría de la población contra los parásitos capitalistas, tendría por función la de llevar a cabo las medidas de expropiación del capital y construcción del socialismo.
En la Crítica al Programa de Gotha, Marx distingue dos fases en el desarrollo social posterior al capitalismo:
[En la primera fase, N. del R.] Lo que el productor ha dado a la sociedad es su cuota individual de trabajo. Así, por ejemplo, la jornada social de trabajo se compone de la suma de las horas de trabajo individual; el tiempo individual de trabajo de cada productor por separado es la parte de la jornada social de trabajo que él aporta, su participación en ella. La sociedad le entrega un bono consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo (después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que rindió. La misma cantidad de trabajo que ha dado a la sociedad bajo una forma, la recibe de esta bajo otra distinta. Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto este es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, por que bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero, en lo que se refiere a la distribución de estos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo otra forma distinta. […] En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, solo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!
Esta distinción entre dos fases, también conocida como distinción entre socialismo y comunismo, fue luego recuperada por Lenin en su crítica del estatismo reformista de la socialdemocracia en El Estado y la revolución y por Trotsky en sus reflexiones sobre la burocratización de la URSS en La revolución traicionada. Las revoluciones del siglo XX agregaron una cuestión adicional: la transición al socialismo en países con un desarrollo capitalista menor al de los países metropolitanos sumaba una suerte de precuela a estas dos etapas poscapitalistas esbozadas por Marx.
En su libro Communisme et stratégie Isabelle Garo señala que la distinción canónica entre estas dos fases, derivada del texto de Marx, surge de una lectura cuestionable de su pensamiento. Siempre según Garo, Marx discutía un proyecto de programa que se acercaba más a lo que luego sería el llamado Estado de bienestar que a una posición comunista y por eso simplificó al extremo su planteo, por razones pedagógicas. Pero la fijación de estas etapas como predeterminadas sería no compatible ni con la concepción marxiana de revolución permanente ni con la idea del comunismo como movimiento real. Efectivamente, la transición supone momentos o fases, pero no necesariamente etapas predeterminadas en un sentido tajante. Pero, como ha mostrado la experiencia histórica, el nivel de fluidez de la transición depende de condiciones materiales más que de las voluntades.
¿Y el estalinismo?
Nunca hay que darlo por muerto. Siempre puede surgir, en condiciones de asedio capitalista, una casta que diga que como es garante de la revolución merece vivir mejor que el resto.
Sin embargo, la experiencia del siglo XX no pasó en vano. El estalinismo manchó el nombre del comunismo, pero las rebeliones de Berlín en 1953, Hungría en 1956 y Praga en 1968, mostraron otras posibilidades: intentos de establecer un socialismo revolucionario desde abajo que fueron aplastados por la burocracia pero que dejaron su testimonio, en el sentido más pleno y digno del término: plantaron una bandera que coincidía –sin saberlo en su gran mayoría– con la que enarbolaran Trotsky y los oposicionistas en la vieja URSS.
Las reflexiones de Trotsky aportan cuestiones centrales para pensar una sociedad de transición al socialismo que eluda las trampas del estalinismo: pluralidad de partidos que defiendan la revolución, instituciones de democracia directa que tomen decisiones políticas, económicas y culturales, planificación económica discutida democráticamente. El alcance masivo de la comunicación digital, que en manos de la burguesía contribuye a la proliferación de fake news e ideología procapitalista a gran escala, podría servir para apuntalar la transparencia y la posibilidad de igual acceso a la información, en los marcos de una democracia obrera y popular que amplíe los canales de participación y decisión de maneras hasta hoy desconocidas. A quienes sugieren que es necesario combinar la institución del sufragio con la organización de tipo soviético, le decimos que eso ya existía en la Constitución rusa de 1918, aunque –pequeño detalle– el sufragio no era exactamente “universal”: los explotadores estaban privados de derechos políticos.
Idealismo, realismo y tarea estratégica
No falta quien señale que estas ideas están exentas de realismo. Pero lo que no es realista es seguir por este rumbo destructivo y pretender que vaya a tener mejores resultados que los actuales. Los que quieren solucionar todo con el libre mercado, o son incautos o lisos y llanos mentirosos. Por otro lado, quienes hacen culto del “reformismo sin reformas” no tienen idealismo ni realismo (como dijera alguna vez Mariátegui sobre el supuesto “pensamiento iberoamericano”): en vez de grandes ideales, defienden una “realpolitik” decadente que ya no puede entusiasmar a nadie, pero pretenden presentarla como un elemento moderador de los problemas que ellos mismos reproducen con su propia práctica. Contra la aceptación de la decadencia de esta sociedad, las palabras de André Breton que citamos en el título, uniendo a Marx y Rimbaud, están más vigentes que nunca.
Después de largas décadas de restauración burguesa se abrió un período de inestabilidad sistémica, marcado por la crisis, la guerra y las revueltas populares (incluidas algunas luchas más “clásicas” del movimiento obrero organizado como en Francia). Grandes muchedumbres se han puesto periódicamente en movimiento durante los últimos años, pero sin encontrar una gran causa por la que pelear más allá de demandas más o menos inmediatas. De ahí que las revueltas en muchos casos fueran seguidas de recomposiciones estatales más o menos conservadoras. Faltó menos el “movimiento real” que el claro objetivo de “abolir el estado actual de cosas”. Está planteada una lucha ideológica, estratégica y programática por buscar una convergencia entre uno y otro, sabiendo –como dijo Trotsky alguna vez– que la historia puede saltar etapas, pero nosotros no podemos saltearnos las etapas de la experiencia de la propia clase trabajadora.
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