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Red Internacional
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Tribuna Abierta. Cuando lo trans sí es transgresor

Reproducimos una réplica al artículo titulado "Cuando lo trans no es transgresor", de Laura Lecuona González, publicado en el Huffington Post edición México el pasado 16 de febrero. La autora sostiene que se trata de una publicación abiertamente transófoba.

Domingo 19 de febrero de 2017 01:47

El pasado 16 de febrero la editora, traductora, feminista, lectora en voz alta y en voz baja Laura Lecuona publicó el texto “Cuando lo trans no es transgresor” en The Huffington Post edición México. Dicho texto fue ampliamente compartido en redes sociales por miembros de la intelectualidad mexicana que suelen ser sensibles a diversos temas de actualidad que versan sobre discriminación, derechos humanos y nuevas subjetividades. Sin embargo, en esta ocasión muchos de esos lectores terminaron por suscribir una posición que, en su simpleza, es abiertamente transófoba, falaz y etarista.

Pero, qué dice exactamente este texto para merecer calificativos tan duros como los aquí vertidos. En primer lugar, asevera de manera injustificada que lo “progresista” consiste hoy en día en considerar como “transgénero” a aquellos niños o niñas que simplemente no cumplen con los roles o expresiones de género tradicionales. Es decir, que expresan algún tipo de inconformidad de género infantil.

Esta primera aseveración resulta absurda y, además, se lleva a cabo sin ofrecer prueba alguna de que esto pase. Por un lado, los criterios que se usan para diagnosticar a niños no suelen basarse únicamente en el rol o la expresión sino en una autoidentificación persistente por parte del menor. Suponer, desde luego, que el niño o niña está engañado no sólo puede considerarse etarista –es decir, que incurre en una discriminación por edad al presuponer que los niños son incapaces de reconocer el género con el cual se identifican– sino que puede resultar en una forma de abuso infantil que, además, es altamente conservador en su fundamento.

Sostengo lo último precisamente porque, si admitimos que los roles, expresiones e identidades de género son convenciones, entonces cuál sería el problema de permitirle a un niño o niña el explorar los roles de género o las identidades con las cuales se identifica. Hacerlo no implica limitarlos en ninguna forma y puede, por el contrario, proveerles de bases suficientes para decidir en la adolescencia el sendero que habrán de seguir.

Aquí podríamos imaginar un contraargumento que se base en las posibles formas de bullying a los que ello va a exponerlos. Pero este argumento es en realidad vacío ya que resulta inadmisible censurar una conducta sólo porque ésta está estigmatizada a raíz justamente de prácticas discriminatorias basadas en el prejuicio. Peor aún, obligar a un niño o niña a adecuarse a una identidad que sistemáticamente rechaza puede conducirle a una infancia profundamente infeliz y a verdaderas situaciones desafortunadas como los intentos de suicidio.

Sorprende, dada la relevancia que le otorga a la revista National Geographic, el que no prestara atención a algo que, tanto en el documental televisivo como en la revista, sí se aclaran. Esto es, que no es un proceso trivial en términos psicológicos el “diagnosticar” a niños trans.

Dejando de lado esta primera falla, el artículo continúa y posteriormente cita dos casos afamados de niños transgénero –Avery Jackson y Joe Maldonado– para sostener una segunda afirmación pero ahora de corte causal. A saber, que ambos son considerados transgénero porque no les gusta ni la ropa ni los juguetes tradicionalmente asociados con su sexo. De allí, concluye que de forma esencialista se les considera como transgénero precisamente porque se asume que hay una suerte de núcleo invariante que determinaría tales aspectos y que, por ende, justificaría asignarlos al género opuesto al asignado al nacer.

Avery Jackson en la portada de la revista de National Geographic

De nuevo, aquí la autora peca de simplismo y claramente no puso atención al documental o a la revista ya que en ningún momento se establece que la inferencia sobre la causalidad dependa de la ropa o los juguetes. Por el contrario, en los dos casos vemos que hay una clara agencia por parte de un menor que sistemáticamente se identifica con un género distinto al que le se asignó al nacer. Es decir, la autora vuelve a borrar el testimonio del menor en favor de una lectura puramente conductista.

Joe Maldonado

Y aquí podríamos entrar en el pantanoso terreno de las bases biológicas de lo trans. Desde el punto de vista biomédico, suele sostenerse que la identidad de género no sólo es innata sino que se expresa desde una muy corta edad. Yo preferiría dejar de lado estas argumentaciones pero sí señalaría que éstas no equiparan la identidad con las expresiones sino con la forma en la cual un sujeto, en este caso el niño, se posiciona a sí mismo dentro de un mundo generizado.

El texto continua y, sin darse cuenta de la violencia que ello supone, entrecomilla constantemente la identidad transgénero de estos niños. Esto no sólo la pone en duda sino que, además, desdibuja la experiencia de ambos para reducir el asunto a un mero aspecto semántico-definicional.

Este acto, por parte de la autora, es el equivalente al que encontramos en la prensa de nota roja o amarilla y que suele entrecomillar los nombres de las personas trans pues éstos no son, según se sugiere, verdaderos ya que, de nuevo, estas personas no son genuinamente hombres o mujeres. De nuevo, se filtra aquí un etarismo con el gesto transófobo que no reconoce los nombres elegidos por las personas trans.

Sea como fuere, el texto sigue adelante y levanta una gravísima acusación en contra del establishment psiquiátrico al acusarlos de llevar a cabo una práctica eugenésica al recetar drogas retardantes de la pubertad para aquellos menores que duden de su identidad de género o que estén ya seguros de que se identifican con un género distinto al asignado al nacer. Juzga, además, que ello va en contra de los propios gays y lesbianas.

Esta parte del texto merece que nos detengamos nuevamente para mirarla con más calma. Por un lado, la analogía con la eugenesia es curiosa pues lo que se pretende con esta práctica es justamente ampliar el tiempo de reflexión del menor para darle, sin presiones, un intervalo suficiente para decidir sin que la biología termine por imponerle un cuerpo que quizás vaya a generarle mucho estrés o ansiedad.

No entiendo, sinceramente, dónde radica la analogía con una práctica que apostaba por la biología y no por la autodeterminación como piedra de toque del destino humano. No entiendo, tampoco, la semejanza con una práctica que imponía una visión sobre un sujeto sin importarle su propia voz. Aquí, por el contrario, no se toman decisiones irreversibles sino que se dan bases para que el sujeto pueda reflexionar y autodeterminarse sin que ello le presuponga una carrera contra el tiempo.

Leer: Movimiento Queer y lucha de clases

Ahora bien, tras llevar a cabo tan pavorosa analogía, la autora da un paso más y responsabiliza a la Teoría Queer de las prácticas de la propia psiquiatría. Me imagino en este punto que Judith Butler, Paul Preciado, David Halperin, Eve Sedgewick y otros teóricos queer se sentirán sorprendidos al verse asimilados a prácticas de medicalización y psiquiatrización que ellos mismos han criticado por más de veinte años. Sorprende en este punto la abierta y rotunda ignorancia de la autora.

Y es que, en contra de lo allí dicho, la Teoría Queer no sólo se ha resistido a la medicalización sino que ha sido profundamente escéptica de las prácticas institucionalizadas que convalidan o invalidan las experiencias sexo-genéricas de los sujetos. La Teoría Queer no busca erigirse como el nuevo espacio de validación, lo que busca es señalar que la institución no lo es de manera legítima.

Leer: Judith Butler y la Teoría Queer

Sostiene la autora en este punto que mejor sería ayudar a estos jóvenes a aceptar sus cuerpos y sus formas de ser. Pero aquí se cuela, de nuevo, una ingenuidad epistemológica en torno a la propia forma de vivir el cuerpo y una suerte de naturalismo biologicista que, si lo encontráramos en otras esferas, nos resultaría caduco.

Desde muchas disciplinas, incluidas la fenomenología, el psicoanálisis o la psiquiatría, se dice que la relación con el cuerpo depende de imaginarios socialmente mediados. La relación con el cuerpo es compleja ya que éste tampoco está allí, dado, acabado, y coherente. El cuerpo registra las vivencias que tenemos, registra nuestros dolores, logros, ejercicios, excesos, etc. El cuerpo es, literalmente, un espacio de escritura de la propia biografía.

De allí se sigue que es fundamental el respetar la autodeterminación que cada quien tiene a la hora de ir trazando el tipo de cuerpo que desee. Esto no niega, desde luego, que los imaginarios que guíen dicha escritura puedan estar influenciados por preconcepciones opresivas. Pero suponer, sin demostrar, que estos jóvenes son gays o lesbianas y que estarían mejor con su cuerpo “dado” es básicamente negar la posibilidad de que el sujeto trans pueda existir como un sujeto viable. Y es aquí donde el texto alcanza su máximo grado de transfobia. Ello precisamente porque da a entender que todo sujeto trans está realmente engañado y no ha logrado aceptar su cuerpo. Éste sí es, dicho sea de paso, un compromiso esencialista.

Pero, si nos tatuamos, si nos ejercitamos, si nos bronceamos, si nos perforamos, si nos vestimos de cierta manera, y en todo ello nos reinventamos y reinventamos nuestras corporalidades, ¿por qué suponer que la mirada y acción del sujeto trans sobre su propio cuerpo es menos legítima? Y, ojo, el sujeto trans no es trans porque se hormonice o porque se someta a cirugías. Lo es, ante todo, porque se identifica con un género que no es el asignado al nacer y busca corporeizar eso por medio de diversas tecnologías que no necesitan pasar por el bisturí. La ropa, el corte de cabello, el nombre, son ejemplos de estas estrategias. Y no tendríamos ninguna buena razón para considerar que estas prácticas son ilegítimas.

Quizás, diría la autora, su punto versa acerca de las prácticas o tecnologías medicalizadoras cuando se aplican sobre jóvenes menores de edad. Pero aquí, de nuevo, emerge una visión tutelar que confunde la voz de un niño de tres años con el de una joven de 15 años. Legalmente pueden ser considerados menores pero sus desarrollos psicológicos no son para nada comparables. El adolescente ha comenzado ya a desplegar una autodeterminación y autocomprensión que deben ser escuchadas. Las terapias de retraso hormonal atienden a dicha voz pero no lo hacen de forma ingenua. Lo hacen simplemente para darles el tiempo necesario para meditar y, eventualmente, decidir de manera autónoma qué es lo que desean ser.

Lo que la autora nos pide resuena, aquí sí, a eugenesia. Es la voz tutelar de una razón de Estado que se juzga competente para decidir la vida de cualquiera sin atender a sus propias experiencias o deseos. Y lo hace por medio de un naturalismo sobre el cuerpo que debería resultarle escandaloso a los teóricos de la raza, a las filósofas, a la intelectualidad, a las traductoras y lectoras –en voz alta y baja, en especial si son feministas– y, en suma, a cualquier persona abierta a la diferencia.

El texto, desafortunadamente, no se detiene allí. Equipara a los psiquiatras y a los teóricos queer con un tercer grupo de personas que, por medio de estrategias de protesta sumamente radicales, han amenazado la integridad de aquellas voces feministas que se comprometen con la distinción sexo-género y que consideran que el sexo descansa en una clara base biológica. Pero es obvio que esta última equiparación es muy injusta y, de hecho, no se sostiene lógicamente.

Primero que nada, no es el caso que todos los que criticamos a las feministas que excluyen del feminismo a las personas trans incurramos en estrategias como las allí citadas. De hecho, diría yo, son muy minoritarias. Por el contrario, el discurso transófobo que dichas voces propagan no es inocente ni es, tampoco, menor en el tipo de violencias que desata.

Segundo, la razón por la cual los diversos feminismos post-estructuralistas, queer o trans se han dado a la tarea de rechazar la distinción sexo-género descansa precisamente en que esta división es históricamente contingente y propia de una mirada occidental nacida a mediados del siglo XX.

Esa distinción, por un lado, pierde de vista que el referente del término sexo suele “fugarse” en las discusiones médicas pues esa biología puede construirse en términos de genes, hormonas, gónadas o genitales de tal suerte que muy diversas particiones son posibles. De allí que se hable de la construcción social del sexo. Por otro lado, se pierde de vista que hay culturas en las cuales los sujetos no viven sus prácticas sexo-genéricas por medio de la distinción sexo vs género o por las variables asociadas como orientación sexual o identidad de género.

Es un tremendo error de pensamiento el confundir términos analíticos propios de los saberes occidentales con los términos con los cuales los diversos seres humanos a lo largo y ancho del mundo se viven, se interpretan y se comprenden en sus dimensiones eróticas, afectivas, sexo-genéricas y corporales. No ha sido ni la necedad ni la irracionalidad lo que ha llevado a problematizar la distinción sexo-género. Ha sido, precisamente, el reconocimiento de nuestras muy profundas diversidades.

El texto de Laura Lecuona deja de lado todas estas sutilezas. Prosigue en su ceguera al cuestionarse si este activismo es transgresor pero, en el proceso, asume la muy endeble equiparación ya problematizada. Además, pierde de vista que los sujetos trans suelen reconocer muy diversas maneras de vivirse, de nombrarse, de comprenderse. Sostiene de manera totalmente falaz que hay un rechazo absoluto a decir que una mujer trans “nació niño”. Otra vez vemos en este comentario que Laura Lecuona ni siquiera leyó o vio con calma el documental de National Geographic que critica. Términos como “AMAB” o “AFAB” suelen usarse en inglés y significan “assigned male at birth” o “assigned female at birth”.

Es verdad que suele haber una resistencia a decir que una mujer trans nació niño. Pero ello, como he dicho, no depende de la necedad o el imperialismo semántico de este colectivo. Depende de un punto que tiene mucho más que ver con la forma en la cual hemos venido repensando el género en los últimos 60 años. Básicamente, reconocemos que la identidad de género es un atributo que es cognoscible por y para la primera persona del singular y que es esta y sólo esta persona la que tiene la autoridad epistémica para testimoniar su género. De allí que nos resistamos a llamar “niño” a quien toda su vida se sintió mujer.

Sin embargo, hay casos, como el mío, en el que nos encontramos con testimonios en los cuales no sería impensable decir que fui, que moré una vida masculina, que hoy dejo de lado. Y si yo digo esto es, precisamente, porque cada sujeto trans va construyendo su propio tránsito. Y de aquí no se sigue ninguna clase de compromiso con un esencialismo.

Y es que la autora afirma, de nuevo sin probarlo, que este nuevo activismo trans se compromete con un esencialismo. Aquí la autora vuelve a equivocarse tremendamente. Quizás haya discursos clínicos psiquiátricos que operan con una visión esencializada e innatista de lo trans pero éstos no son los discursos de las teóricas queer o transfeministas. No son las voces de muchas personas trans que justamente celebran la posibilidad del devenir del cuerpo, la identidad y el deseo. No es, para el caso, mi voz.

De hecho, si la autora estuviera más informada, sabría que ha habido una suerte de lucha al interior de las voces trans entre aquellas que son partidarias de la fluidez, del cambio y del devenir y aquellas que son partidarias de una visión mucho más binaria y fijista y que asume que la identidad es inmutable y está dada. No es éste el espacio o el momento para tomar partido. Pero sí quiero señalar que las voces trans no son homogéneas, no son todas idénticas y no todas –en especial las voces transfeministas y queer– suelen asumir al género como un rasgo inamovible.

Para ir cerrando, Laura comete un acto más de simplificación al señalar que la falla de las voces trans le hace la tarea a grupos como el Frente Nacional por la Familia al ofrecer imágenes caricaturizadas y que permiten ser llamadas “ideologías de género”. Aquí, me atrevo a decirlo, el único hombre de paja existe en el texto de Laura. Al colapsar las voces trans en una homogeneidad simplona, no ha hecho más que mostrar su poquísimo interés en conocernos. Se arroja el derecho de opinar sobre nuestras vidas, sobre nuestras voces, sobre nuestra política, sin siquiera dialogar con nosotras.

Ese chovinismo sí es peligroso y sí es antifeminista. La invito a informarse acerca de las diversas voces trans que escriben desde posiciones como la ecología queer, el transfeminismo, el feminismo interseccional, etc.

Le invito, asimismo, a problematizar la dicotomía sexo-género que ella considera tan clara. Fenómenos como el travestismo o identidades no binarias en Estados Unidos, India o México, muestran que la distinción entre identidad de género y orientación sexual es mucho más inestable de lo que parece. Toda la discusión acerca de los cuerpos intersexuales muestra, así también, la fragilidad de la distinción sexo-género; el ejemplo claro es la falometría y la imposición de estándares culturalmente situados que presuponen que un pene debe tener una talla mínima. El sexo, lo dice Anne Fausto-Sterling pero también Eva Alcantara, es inherentemente inestable y es por ello que se le vigila y restaura todo el tiempo por medio de intervenciones médicas.

Pero a Laura eso se le pierde de vista. Extravía las voces trans e intersex y, con ello, una de las fronteras del feminismo. Una frontera que, dicho sea de paso, ha llevado a problematizar algunos elementos del mismo feminismo. Pero, sin ir más lejos, no todos los feminismos han aceptado, como Laura sugiere, la oposición sexo-género; pienso, por ejemplo, en los feminismos de la diferencia sexual, entendida ésta como término psicoanalítico. Como Marta Lamas nos ha enseñado, estos feminismos no se anclaban en la categoría “género” como eje de análisis sino en la construcción psíquica de posiciones que se ocupan o no, con las cuales se identifica o no.

Leer: 8 de marzo mujeres trans a las calles, ¿por qué movilizarnos?

Es grave que a una lectora feminista se le extravíen estas lecturas. Son omisiones pero no de ideas sino de personas, de mundos, de voces, de experiencias. Son omisiones con un costo que lesiona la posibilidad de la justicia. Dice ella que no hay que irse con la finta… en su caso, creo que ella misma ha opinado demasiado pronto y se ha ido con la finta de aquella que cree que nos conoce. Ante eso le respondo diciendo que no sabe realmente quiénes somos. Aquí estamos esperándola por si gusta venir a conocernos.