La presentación del ministro de Economía Martín Guzmán en el Congreso, el miércoles de esta última semana, dio algunas muestras más de cómo el gobierno pretende encarar la renegociación de la deuda y de sus proyecciones sobre las perspectivas de la economía.
El día anterior a su presentación, el ministro había anunciado que el vencimiento de capital del bono AF20, que iba a ocurrir el 13 de febrero, sería “reperfilado” –término que había sido puesto en circulación por la administración anterior para referirse de manera elegante a la decisión unilateral de posponer los pagos–. El comunicado de Hacienda se refería en términos muy duros a los fondos de inversión que habían exigido, para aceptar un canje en vez de dinero en efectivo, títulos en dólares y de plazos cortos. “Este gobierno no va a aceptar que la sociedad argentina quede rehén de los mercados financieros internacionales, ni va a favorecer la especulación por sobre el bienestar de la gente”, afirmaba el texto. Palabras igual de duras tendría Guzmán el miércoles: “no vamos a permitir que fondos extranjeros nos marquen la pauta de la política macroeconómica”, manifestó.
La decisión de postergar el pago y los fundamentos para hacerlo, apuntando contra los grandes fondos que en la opinión oficial estarían teniendo actitudes “no cooperativas”, son las señales de un endurecimiento de cara a las negociaciones luego de haber constatado lo que consideran como una intransigencia del otro lado de la mesa. Tal como había ocurrido en la Provincia de Buenos Aires la semana anterior, cuando Kicillof se vio obligado a desembolsar los USD 277 millones de capital e intereses que había manifestado 15 días antes no poder pagar –tras lo cual “reperfiló” la paritaria docente, postergando aumentos acordados por los gremios con Vidal–, esta vez fueron Alberto Fernández y Martín Guzmán los que descubrieron que estos fondos no quieren otra cosa que cobrar, y cuanto antes y más, mejor. Todo indicaría que Fernández y su gabinete imaginaron que por haber mostrado en los 60 días que lleva en el gobierno una fuerte inclinación favorable a los bonistas, aplicando a toda la sociedad una “solidaridad” que apunta a tenerlos como principales beneficiarios, y como venían pagando puntualmente los vencimientos hasta el momento –tomando para ello reservas del Banco Central para los bonos en dólares y apostando a “rollear” (entregar otro título a cambio del que vence) para los bonos en pesos–, recibirían del otro lado una respuesta que vendría más del corazón que del bolsillo, aceptando los canjes con quita que ofrecía Economía durante este interregno hacia la renegociación global pautada para marzo. Como advirtió Héctor Torres, quien pasó por el directorio del FMI como representante argentino, creer “que los acreedores pueden ser más ‘cooperativos’ si les pagamos con las pocas reservas que nos quedan, habla a las claras de la buena fe y de la candidez del ministro Guzmán”.
Torres señala una serie de errores que debilitaron la posición negociadora del gobierno, que es lo contrario a lo que sería deseable de cara a sentarse a la mesa con lobos de Wall Street. El primero, es haber gastado las pocas reservas que quedan para seguir pagando deuda en estos meses “para evitar la formalización de default”. Ahora “estamos a punto de formalizarlo” afirma. En su opinión, al momento de aprobarse la ley de Emergencia, el gobierno “podría haber usado esta demostración de ’responsabilidad fiscal’ para pedirle a los acreedores externos, un esfuerzo análogo al que le impuso a la clase media y a los jubilados argentinos”. En ese momento “la causalidad como la correlación temporal apuntaban claramente al autor del desastre económico heredado”.
Podemos agregar que toda la gestualidad lanzada desde el día uno para mostrar “buena fe” a los bonistas, que tuvo su consumación con la gira europea de Alberto Fernández en la última semana, generó otro efecto adverso para los objetivos de reestructuración: hizo subir el valor de los bonos ante la idea que se fueron haciendo los especuladores sobre la oferta que podría hacer el gobierno, con poca quita de capital. A mayor valor de los bonos, menos disposición de quienes los tienen en sus manos para otorgar concesiones. Esto también debilitó la posición oficial de cara a la renegociación. La tendencia alcista se mantuvo hasta que comenzaron los tironeos por el pago del bono de PBA.
Una administración que desde el día uno se orientó a ser “responsable” con las deudas heredadas, sin siquiera hacerse cargo de las denuncias realizadas por varias figuras que hoy ocupan altos puestos sobre las maniobras de fuga de capitales habilitadas por la misma, pero que a la vez prometía “negociar con dureza” para poner fin al ajuste (o al menos mitigarlo), curiosamente se puso rápidamente en una posición de debilidad. Esto se había reforzado con el pago de Kicillof la semana anterior. Recordemos que Kicillof arrancó afirmando que la provincia no contaba con fondos para pagar ahora el vencimiento de capital, y por tanto proponía postergarlo hasta mayo; luego agregó a la propuesta la oferta de adelantar parte del pago de intereses, y finalmente, a dos jornadas del “día D”, propuso pagar un 30 % del capital ahora y el resto en mayo. Ante la insistencia del fondo Fidelity, con capacidad de bloquear el acuerdo por tener más del 25 % de los bonos (el piso para reperfilar era la aceptación del 75 % de los bonistas), el gobierno de Kicillof debió elegir entre pagar o entrar en cesación de pagos. La decisión del gobernador también expuso las cartas de la administración nacional, al menos en la lectura de los acreedores: en caso de arrimarse al borde del default, los negociadores oficiales se echarían para atrás, cediendo a los reclamos de los acreedores.
El gobierno se encamina hacia la negociación sin reservas, sin crédito adicional ya que manifestaron que no desean pedirle más dinero al FMI, y sin amenaza creíble de default. Es decir, sin ninguna carta fuerte para poner sobre la mesa. Por eso, para recuperar margen, el martes “patearon el tablero”. Pero para descomprimir, el mismo decreto del reperfilamiento anuncia que el bono será gustosamente aceptado para comprar nuevos bonos y letras que emita el Tesoro, y que será tomado a “valor técnico” (lo que a priori significa sin quita, aunque queda condicionado a las aclaraciones que se realicen oportunamente).
Escenarios en danza
Por primera vez desde que asumió, el miércoles pasado Guzmán dejó entrever los escenarios sobre senderos fiscales y comerciales que maneja para los próximos años.
El punto de partida es que el resultado fiscal primario de 2020 sería similar al del 2019. Esto, después de los ajustes introducidos con la ley de emergencia de diciembre. Entre otros, el aumento de impuestos dirigido sobre todo a los sectores medios (las retenciones apenas se actualizaron al nivel que las había puesto Macri, y para los ricos con fondos en el exterior se otorgaron rebajas de impuestos a los Bienes Personales si repatrían solo parte de sus activos), y el recorte a las jubilaciones, que el viernes tuvo su primer capítulo. Los aumentos anunciados en reemplazo de la movilidad suspendida representan un ahorro para Anses de $ 8.500 millones entre marzo y junio. Desde 2021 en adelante, el gobierno definió tres escenarios, que van desde mantener el déficit fiscal primario hasta 2026 en el primero, hasta alcanzarlo en 2022. En este último caso, se lograría revirtiendo la reforma fiscal de 2017 de Macri, y bajo el supuesto de un crecimiento económico de al menos 2 % y exportaciones aumentando más de 4,5 % al año.
¿Qué dicen estos números respecto de la oferta hacia los acreedores? En primer lugar, confirman la aspiración del gobierno de patear los vencimientos de capital e interés por varios años, cuatro seguramente, planteo que circula desde el primer momento. Pero esto solo no alcanza. Para que las proyecciones del miércoles sean realizables, se impone aplicar a los bonos una fuerte quita, que puede ocurrir sobre el capital, sobre los intereses a pagar, o sobre ambos. La quita podría llegar a 30 %, número “mágico” que según algunos analistas no debería ser superado si el país espera atraer inversiones en sectores como Vaca Muerta, que es uno de los caballitos de batalla para la aspiración de subir las exportaciones que juega un rol considerable en las proyecciones de Guzmán.
Lejos del optimismo que primó hasta hace algunas semanas, la negociación promete ser dura y larga. El cronograma presentado por Economía el 29 de enero tenía como fecha límite para el acuerdo el 31 de marzo. No es algo que parece que vaya a ocurrir. Las tratativas se realizarán entonces al filo de la cornisa. En abril y mayo la perspectiva de default se irá haciendo cada vez más patente, a medida que se gasten los últimos dólares que quedan para pagar vencimientos. En el medio, habrá que ver lo que ocurre con los próximos vencimientos de la deuda en pesos (que suman nada menos que $ 850.000 millones hasta junio) después del reperfilamiento del AF20. El gobierno quiso encapsular la decisión sobre este bono, pero es probable que tenga dificultades para rollear próximos vencimientos. Esto podría llevar a nuevos reperfilamientos, porque la alternativa de emitir para pagar fue rechazada por el presidente. Todo puede sumar más ruido en una negociación de por sí compleja.
Partiendo de la propuesta “de máxima” que realizó Guzmán, el gobierno podría buscar presentar como un “éxito” si el resultado de la reestructuración lo obligara “solamente” buscar el equilibrio fiscal el año próximo, y algún superávit moderado en 2022. Es decir, cediendo algo respecto de la propuesta actual, acelerar el ritmo de ajuste propuesto por Guzmán, pero buscando presentarlo como un esfuerzo “moderado”. No está dicho que vayan a poder alcanzar un acuerdo en estos términos. Por la dureza de los acreedores y la presión del FMI, cuya misión está desde el miércoles visitando el país, pueden verse obligados a mayores concesiones bajo la amenaza del default, que es un fantasma para los acreedores pero más lo es para el gobierno.
Un acuerdo a mitad de camino entre la rapacidad de los lobos de Wall Street y la propuesta de Guzmán, ¿qué significaría? Una combinación de: más robo a los jubilados, como el que tuvo lugar ahora aunque el gobierno se esforzó en maquillarlo con los anuncios sobre medicamentos; más recorte al gasto público, continuando la paralización de obras que empezó Macri y continúa Alberto Fernández; reinicio de los tarifazos, porque no habrá plata para subsidios; ataque a los salarios de los estatales, que vienen de perder 38,4 % de su poder de compra durante los años de Macri según estimaciones de la Junta Interna de Delegados de Ate-Indec; por último, pero no menos importante, una economía con débil crecimiento o paralizada, ya que dado el panorama económico mundial actual, no resulta muy probable el salto exportador imaginado por Guzmán, ni hay ningún motor a la vista para la economía argentina, salvo que imaginemos una “lluvia de inversiones” como la que nunca pudo conseguir Macri.
Ante este panorama, hay sectores del espacio oficialista que han salido a plantear que un default podría ser mejor que “un mal acuerdo”, como afirmó Juan Grabois. Son expresiones de un amague de descontento con el panorama que trae la estrategia oficial, pero que también le permiten al gobierno contraponer lo que busca lograr a la “catástrofe” que sería caer en cesación de pagos. Con este “fantasma”, que trae reminiscencias del 2001/02, responden a cualquier planteo de repudio o desconocimiento soberano de la deuda odiosa que dejó Macri, argumentando que “las deudas se pagan”, como si no estuviéramos ante una estafa monumental.
La ilusión de salir del problema de la deuda renegociando y pagando
La idea de que la única salida “realista” al problema de la deuda es negociar con los buitres (y con el FMI), da la espalda a toda la historia argentina de los últimos 40 años. La deuda se pagó decenas de veces (más de USD 600.000 millones desde la dictadura), pero sin embargo no dejó de aumentar. En 2005 fueron muchos quienes dijeron que la deuda sería pagable sin problemas después de la reestructuración que fue celebrada desde amplios sectores “progres” como un gesto soberano, curioso porque se realizó dándole la espalda al expediente de la causa Olmos que el juez Ballesteros había girado al Congreso en 2001, donde detectó 477 ilícitos en el proceso de endeudamiennto desde la dictadura. Pero ya en 2011, afrontar esos vencimientos llevó a imponer restricciones cambiarias que impactaron sobre la economía, todo para cuidar los dólares para Wall Street. Pagar esa deuda exigió recursos que podrían haber tenido mejores destinos, como por ejemplo tomar medidas para estimular algo del cambio estructural que durante esos tiempos desde el gobierno afirmaban que estaban teniendo lugar, pero como reconocía hace un tiempo el hoy ministro de Producción Matías Kulfas, nunca ocurrieron. Después vinieron los fallos en favor de los buitres, que hicieron visibles los efectos de volver a aceptar en 2005 la prórroga de jurisdicción que permite a los acreedores litigar en Nueva York y otras cortes.
Como vimos con la llegada de Cambiemos al gobierno, los “pagos seriales” realizados durante 2005-2015 al precio de imponer cada vez más restricciones sobre la economía y la sociedad, prepararon las condiciones para el “endeudamiento serial” de 2016-2018, que terminó en la crisis y el regreso del FMI.
Desde 2018, los ajustes y medidas tomadas en acuerdo con el FMI para encarar la crisis y mostrar vocación de cumplir con los acreedores, no hicieron más que hundir la economía y acercar cada vez más la perspectiva de cesasión de pagos descontrolada.
A la luz de la historia económica argentina reciente, la solución que ahora el gobierno quiere presentar como “sustentable”, ni siquiera en caso de éxito puede prometer más que patear por algunos años el eterno problema de la deuda, cuya hipoteca es parte de la sangría de recursos que contribuyen a perpetuar el atraso y la dependencia. Ninguno de los “modelos” que hay en danza para la renegociación (aunque el ministro Guzmán dice que quiere “romper el molde” y sentar un nuevo precedente) son prometedores: Uruguay (2003), Grecia (2013), Ucrania (2015), por nombrar algunos, tuvieron que hacer fuertes ajustes a cambio de postergar vencimiento y (en algunos casos) obtener quitas, lo que golpeó la actividad económica, hizo caer salarios, significó ajuste de las jubilacioens, etc. Muchas veces esto no impidió tener que recurrir a nuevas reestructuraciones en poco tiempo. ¿Un “alivio” de ese tipo es el que esperan obtener de la renegociación?
Una salida “de otra clase”
Desde la izquierda planteamos el repudio soberano de la deuda, pero no como una medida aislada como suele ocurrir con el default, al cual los Estados capitalistas solo se arriman después de haber hecho hasta lo imposible por pagar, e imponiendo siempre las mayores penurias al pueblo trabajador como en 2002 (donde el default fue acompañado de una megadevaluación que licuó salarios y permitió un aumento sideral en las ganancias, como explicamos en La economía argentina en su laberinto). Por el contrario, planteamos el desconocimiento de la deuda ligado a una serie de medidas de emergencia que podrán ser alcanzadas mediante la movilización popular. Entre ellas, la nacionalización de todo el sistema bancario, expropiando a los bancos privados para formar una banca estatal única, y el monopolio estatal del comercio exterior.
La nacionalización del sistema financiero es central para enfrentar el chantaje de la clase capitalista y su fuga de fondos, acelerada en tiempos de crisis. Digamos de paso que está es una medida que está lejos de ser “socialista”, y ha sido tomada por muchos países dependientes en tiempos de crisis, como México en 1982; incluso era planteada por el programa del Frejuli en 1973. Las entidades financieras cumplen un papel clave en la transferencia hacia “guaridas fiscales” de los activos financieros no declarados ante las autoridades fiscales de personas ricas y grandes empresas, que se agudiza en tiempos de crisis. Está ampliamente documentado el proceder en el país de los bancos HSBC, Citibank y Río durante la crisis de 2001. No existe manera de parar la sangría de la riqueza nacional y el ahogo financiero sin poner fin a este rol de los bancos privados. La concentración de todo el sistema de crédito en manos del Estado puede transformarse en una poderosa herramienta para generar crédito barato para la vivienda popular, para el pequeño comercio, talleres y pequeñas firmas. Algo que los bancos privados –y también los públicos bajo las condiciones que impone la reglamentación general– vienen haciendo poco, y por lo cual cobran muy caro, mientras aumentan sideralmente sus ganancias (166 % crecieron en 2019) prestándole al Tesoro y al Banco Central. También puede permitir asegurar el valor de los depósitos para los pequeños ahorristas, a diferencia de lo que ocurre siempre en las crisis y defaults, cuando terminan saqueados por los bancos.
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El monopolio estatal del comercio exterior permitiría asegurar la disponibilidad de las divisas que hoy manejan discrecionalmente un puñado de firmas (solo 50 empresas manejan más del 60 % de las exportaciones). En tiempos como el actual apuestan a la especulación contra la moneda y profundizan la manipulación de operaciones que es moneda corriente. Las divisas son claves para el desenvolvimiento de la economía, y por eso el comercio exterior es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos privadas. Además de permitir definir las prioridades a establecer en las compras al exterior, de acuerdo a las necesidades de la producción y las inversiones en infraestructura más urgentes, y apropiar la renta agraria que hoy se lleva el agropower (junto con la expropiación de los grandes terratenientes), este monopolio permitiría aplicar políticas de precios sostenes para los pequeños productores, priorizando economías regionales (Mendoza, Alto Valle de Río Negro, etc.).
El plan de Alberto Fernández y Guzmán para renegociar con los acreedores es simplemente un planteo de dosificar los tiempos del ajuste, prendiéndole una vela a la esperanza de un salto exportador que permita tener en unos años los dólares que hoy escasean, para pagar. Una perspectiva que se presenta como “realista” basada en acomodarse a todas las “restricciones” de la Argentina capitalista dependiente, en un contexto que además no se parece en nada al de 2003-2013 con el boom de las commodities. Pero como vemos con la deuda, no hay nada de “realista” en aceptar estos condicionantes, que no hacen más que perpetuar el atraso.
La fuga de capitales, los onerosos pagos de la deuda, las remesas de ganancias de las empresas multinacionales que operan en el país a sus casas matrices, y la renta agraria, son fuentes de muestran que el problema no son los recursos potencialmente disponibles para realizar inversiones fundamentales largamente postergadas. El problema está en cómo los actores que concentran la apropiación del excedente hacen uso de él. Si cortamos con el vaciamiento nacional que producen los acreedores de la deuda, las grandes empresas (y el agropower), podrán surgir los medios para incrementar la capacidad de crear riqueza, para destinarse a mejorar o desarrollar las infraestructuras fundamentales, a la construcción de viviendas, escuelas, hospitales, a la modernización de los transportes, y a garantizar el acceso a la cultura y el esparcimiento. Al mismo tiempo, a través del monopolio del comercio exterior y un sistema financiero nacionalizado, podríamos apuntar a estimular los desembolsos requeridos para el desarrollo o adquisición de los medios de producción que resulten prioritarios. También es fundamental la nacionalización del sistema energético para terminar con el curro de las prestadoras de servicios públicos, que exigen tarifazos con el chantaje de frenar inversiones.
Si el no pago de la deuda va de la mano de estas medidas clave, junto con la ruptura con el FMI y su acuerdo, no solo se podrán evitar las catástrofes que se agitan como fantasma para justificar la rendición más o menos incondicional con los acreedores. Esto permitiría mucho más: es el punto de partida para frenar el saqueo y reorganizar la economía en favor de los intereses de las grandes mayorías.
Si la movilización popular impusiera una salida de este tipo, despertaría el entusiasmo y solidaridad de los sectores populares que vienen protagonizando movilizaciones y revueltas en América Latina, desde Ecuador hasta Chile.
Si de “invertir prioridades” se trata, solo con estas medidas se puede terminar realmente con la subordinación del funcionamiento de la economía a la sed de ganancia de los grandes empresarios, banqueros y usureros. La lucha por este programa implicará avanzar en la organización política independiente de la clase trabajadora y el pueblo pobre, echando a la burocracia de los sindicatos, y asumir, a partir de la propia experiencia, el objetivo de conquistar un gobierno de los trabajadores en ruptura con el capitalismo.
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