El macrismo y su pobreza conceptual. Patricia Bullrich y el gatillo fácil como política oficial. Beatriz Sarlo y un pedido imposible al peronismo.
Martes 13 de febrero de 2018
Hace pocos días, en un conocido programa político, Beatriz Sarlo definió al momento actual como “vacío de ideologías”. “No tenemos grandes ideas fuerza,- agregó-lo que antes se llamaban utopías, horizontes de expectativas”.
Una mirada rápida confirmaría la definición de la conocida ensayista. Mientras en el relato oficial abundan las frases hechas, en el peronismo el simple concepto de “unidad anti-macrista” se lleva todos los aplausos.
Sin embargo, que una concepción ideológica carezca de sofisticación o, incluso de coherencia interna, no la hace menos peligrosa socialmente. El discurso reaccionario la política oficialista alcanza la conciencia de millones de personas. No hay porqué subvalorarla.
La (falsa) idea del "éxito individual”
Salvo genéricas apelaciones a la “unidad de los argentinos”, el discurso macrista estuvo siempre estructurado alrededor de la realización y el logro individual. Una mirada neoliberal. Su pobreza es, precisamente, resultado de reflotar un proyecto que demostró, tempranamente en América Latina, su capacidad de hundir el nivel de vida de millones.
La llegada del macrismo a la vida política vino acompañada de un discurso meritocrático. Tras el triunfo en 2015, ese mismo relato fue usufructuado para justificar políticas de ajuste estatal.
El “triunfo” del esfuerzo individual demandaba un Estado que cejara en los controles y “trabas” a la actividad privada. La temprana eliminación de las retenciones agrarias funcionó como ejemplo ilustrativo de esa visión.
El discurso meritocrático pudo empalmar con la subjetividad de amplias capas de las clases medias. También de sectores altos de los trabajadores. Un resultado del ciclo neoliberal que encontró pocos o casi ningún obstáculo en los años kirchneristas. La limitada retórica sobre “el retorno del Estado” se evidenció, entre otras cosas, en más impuesto al salario que a la renta financiera.
El macrismo, en su construcción discursiva, no inventaba nada. Simplemente hacía un cut-paste de los alegatos político-ideológicos del neoliberalismo.
Ya hemos citado en otra ocasión a Owen Jones cuando, en relación a Gran Bretaña, afirmaba que “la retirada de la clase social fue el resultado de las continuas derrotas sufridas a manos del thatcherismo triunfante (…) el thatcherismo prometió una alternativa. Dejad atrás la clase trabajadora, dijo, y uníos a las clases medias de propietarios” (Chavs, la demonización de la clase obrera).
Meritocracia y demonización social
Todo orden meritocrático implica la exclusión de quienes han “fracasado”. Quienes no alcanzaron el éxito individual son degradados a parias que merecen ser marginados. Meritocracia y demonización social marchan juntas.
El ciclo neoliberal mostró esa dinámica en gran parte del mundo. Volvamos un momento a Owen Jones quien describe el proceso de demonización sobre los sectores pobres de la clase obrera. “El término chav engloba actualmente cualquier rasgo negativo asociado a la gente de clase trabajadora —violencia, vagancia, embarazos en adolescentes, racismo, alcoholismo y demás (…) el odio a los chavs es mucho más que esnobismo. Es lucha de clases. Es una expresión de la creencia de que todo el mundo debería volverse de clase media y abrazar los valores y estilos de vida de la clase media, dejando a quienes no lo hacen como objeto de odio y escarnio”.
En EE.UU, esa operación político-ideológica reviste rasgos similares, pero se ordena sobre el racismo estructural del capitalismo norteamericano.
En un recomendable libro, la periodista Keeanga-Yamahtta Taylor da cuenta de la brutalidad policial contra la comunidad negra. Señala que “la perpetuación de estereotipos profundamente arraigados que muestran a los afroamericanos como particularmente peligrosos, insensibles al dolor y al sufrimiento, descuidados y despreocupados, incapaces de empatía, solidaridad o la humanidad más básica, es lo que permite a la policía matar personas negras sin temor a ser castigadas” (De #BlackLivesMatter a la liberación negra, Tinta Limón, 2017).
Ese proceso acompañó la conformación de una élite negra que hizo propio el discurso meritocrático y se convirtió en parte de los mecanismos de sostenimiento de la opresión racial.
Dicho sea de paso, y para profundizar en tema, se recomienda el excelente documental Enmienda XIII, que puede verse en Netflix.
“Delito”, impunidad y lucha de clases
El relato macrista de la meritocracia se estrelló contra los límites que la economía y la relación de fuerzas le imponen a su gestión.
Ni la (tan) esperada “lluvia de inversiones” ni las políticas de ajuste fiscal lograron generar condiciones para el despegue de una economía que brindara amplias posibilidades al “emprendedor” individual. Las tensiones de la economía en el terreno internacional, y su refracción a nivel local, están lejos de garantizar una reversión rápida o sencilla de esa dinámica.
En ese marco, la demonización de diversas capas sociales pasa a ocupar un lugar destacado en la agenda discursiva cambiemita. Los “delincuentes” y “el delito” se erigen como dos significantes vacíos capaces de articular el reaccionario relato oficial.
La “doctrina Chocobar”, lanzada por Patricia Bullrich el lunes pasado, lo expresa en la coyuntura. En ella, la impunidad del accionar de las fuerzas represivas es una piedra basal. Lo confirma el recibimiento oficial al policía que mató por la espalda a Pablo Kukoc.
Se reactualiza la práctica de garantizar impunidad a las fuerzas represivas. Los casos más resonantes son aquellos relacionados con las muertes de Santiago Maldonado (Gendarmería) y Rafael Nahuel (Prefectura). Pero nadie debería olvidar que, mucho antes, la ministra de Seguridad avaló públicamente a gendarmes que habían baleado a una murga de niños y adolescentes.
El martes pasado, a horas de las declaraciones de Bullrich en favor de Chocobar, el gatillo fácil policial volvió a apretarse. Un efectivo del Grupo Halcón asesinó a otro joven, de solo 17 años. Fue en Quilmes. También por la espalda. Con dos balazos. Esa es la Policía que la gobernadora Vidal dice estar “limpiando”.
En el discurso oficial, el “delito” se extiende a quienes ejercen el legítimo derecho a la protesta. Bien los saben quiénes integran la comunidad mapuche. También los trabajadores que salen a enfrentar despidos y encuentran militarización y represión estatal.
Patricia Bullrich podría plagiarse a sí misma y afirmar que “no está dispuesta a tirar ningún Chocobar por la ventana”. Las razones serán claras. La represión a la creciente protesta social hace necesario el concurso de fuerzas represivas avaladas desde la cúspide del poder estatal.
A modo de cierre volvamos un momento más a Sarlo. La escritora y ensayista, desde fuera del “movimiento”, le propuso al peronismo articular un discurso que contenga la idea de un nuevo Estado de Bienestar. "Si no piensa eso, ahí sí que va a quedar afuera de la historia”, lanzó mordaz.
Pero la historia reciente -es decir los últimos 30 años- evidencia los enormes límites del peronismo para una tarea de esa índole.
En los 90, el menemismo logró encolumnar a casi la totalidad del movimiento en la travesía del ajuste neoliberal. A su vez, los doce años de ciclo kirchnerista dejaron una herencia de pobreza estructural y alto trabajo en negro. Ello ocurrió a pesar de haber disfrutado de condiciones económicas internacionales cuasi-excepcionales.
El peronismo que discute su reunificación -con la mirada puesta en el 2019- tiene figuras que pasaron por esas dos experiencias. Los Solá, Randazzo o Alberto Fernández son solo algunos de los nombres de esa historia de un movimiento que hoy sufre el mismo vacío ideológico que afecta al oficialismo.
Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.