Adelantamos aquí un fragmento del prólogo a una nueva compilación de Ediciones CEIP-IPS cuyos textos dan cuenta del camino previo recorrido por Breton y Trotsky en lo que hace a las definiciones sobre la relación entre arte y revolución, del encuentro en tierras mexicanas y de sus repercusiones, tanto en la pluma de sus protagonistas, como en la de quienes lo comentaron posteriormente.
Por supuesto, la primera mitad del siglo xx está plagada de manifiestos de los movimientos estéticos denominados “de vanguardia” (el futurista, el dadaísta, el surrealista, el constructivista, etcétera). (…)
Sin embargo, aún teniendo en cuenta este contexto, insistiremos en que el “Manifiesto Mexicano” fue, como dijimos, un documento inaudito. No hay ningún otro manifiesto de talante similar que haya reunido la figura de un referente revolucionario mundial de la talla de Trotsky con la de un “jefe” de un movimiento vanguardista de la importancia del surrealismo como Breton. No hay, tampoco –y ambos fenómenos están estrechamente conectados–, otro documento que plantee en términos tan relativamente prácticos la relación entre política estética y política revolucionaria, y que lo haga en términos tan inequívocamente marxistas. Sobre esto volveremos más adelante.
Digamos por ahora que las motivaciones de Breton parecen claras. Ya desde mucho antes venía manifestando su profundo disgusto con el estalinismo y con las políticas culturales del PCUS, y a fortiori con la del PCF, en ese entonces probablemente el partido comunista más “estalinizado” de Occidente (y también el numéricamente más importante). Su malestar era perfectamente comprensible: nada podía ser más contrario al ideario de un estilo como el surrealista (basado en la libertad de la “escritura automática”, el magma enigmático de los sueños, la yuxtaposición arbitraria de fragmentos de imágenes del “inconsciente”, etcétera) que el dirigismo autoritario y unilateral del estalinismo, para colmo centrado en un estilo tan chato y esquemático como el del realismo socialista.
La rebeldía ante esas imposiciones tan insoportables, sumada a sus no ocultadas simpatías por el trotskismo (y en particular por la figura de Trotsky), ya lo habían empujado a tomar abiertamente posición contra la expulsión de Trotsky de Francia y a redactar –junto a sus compañeros surrealistas– el folleto Planeta sin visado [1], y ya le habían valido su expulsión (o su alejamiento voluntario, no está del todo claro) del PCF en 1935, repugnado por la farsa de los Procesos de Moscú. Por otra parte, se sabe que Breton estaba interesado en el arte mexicano. En primer lugar, en el arte precolombino –como corresponde a la mayoría de los vanguardistas, que en su búsqueda “primitivista” de alternativas para el arte occidental vuelven la mirada hacia África, Oceanía o la América anterior a la colonización–; pero también en el moderno muralismo mexicano (Rivera, Orozco, Siqueiros), al que interpretaba como una síntesis entre ese “primitivismo” formalmente renovado y los impulsos revolucionarios despertados por la revolución mexicana de 1910 y la bolchevique de 1917. Y Octavio Paz registra que Breton se había interesado por Diego Rivera tan temprano como en la década del ‘10, en la que el todavía poco conocido artista mexicano había exhibido sus primeras pinturas en una galería parisina [2]. De tal manera, no es de extrañarse en absoluto que cuando tuvo oportunidad de ser invitado a dictar una serie de conferencias sobre el surrealismo en México DF –donde el presidente Lázaro Cárdenas le había otorgado refugio a Trotsky, precisamente por intermediación de Rivera– abrazara entusiastamente la ocasión.
Pero, ¿y Trotsky? ¿Cuál podía ser su interés? Es verdad que, de todos los dirigentes de la primera línea de la revolución bolchevique –incluyendo al propio Lenin–, era seguramente el más interesado por las cuestiones del arte, la literatura y la cultura en general, y también el que mantenía la mente más abierta hacia las complejidades de la relación entre arte y política revolucionaria. Así lo había demostrado, entre otras cosas, en sus ensayos luego reunidos en Literatura y revolución, muchos de ellos escritos nada menos que en medio del fragor de la guerra civil [3], mientras Trotsky comandaba el Ejército Rojo.
Y ya antes de su exilio, todavía en medio de sus batallas políticas con el incipiente poder estalinista, se había hecho tiempo para polemizar con las ilusiones de la mal entendida proletkult, pergeñando allí su famosa idea (que más adelante desarrollaría con mayor detalle en La revolución traicionada) de que era absurda una oposición entre la cultura burguesa y una imaginaria “cultura proletaria” –que, mientras no se alcanzara plenamente el socialismo, no podía ser otra cosa que un reflejo empobrecido de la cultura existente, la burguesa: cuando la revolución socialista se completara, en cambio, ya no tendría sentido hablar de cultura “burguesa” y “proletaria”, sino que toda la cultura sería sencillamente socialista–. Por supuesto, esto había llevado a Trotsky a una inclaudicable oposición a las políticas culturales del “realismo socialista”, en tanto expresión “estética” del despotismo ideológico del régimen de Stalin.
Ahora bien, este interés ya antiguo de Trotsky por el arte y la literatura (y por su lugar en la política revolucionaria, no olvidemos) no alcanza por sí mismo para explicar su compromiso en la confección de un documento conjunto con Breton. Es cierto que estaba perfectamente al tanto de la evolución de Breton y su grupo de seguidores surrealistas –Pierre Naville, otro ex surrealista devenido trotskista, lo mantenía sistemáticamente informado de estos asuntos–. Pero de todas maneras, en 1938, año del encuentro entre ambos, ciertamente “el Viejo” tenía problemas mucho más urgentes en la cabeza, desde los Procesos de Moscú a la Guerra Civil española, pasando por el ascenso del nazismo en Alemania o por los preparativos para la fundación de la IV Internacional, por no hablar de la masacre de buena parte de su familia y de su propia precaria situación.
Por otra parte –y aún considerando su permanente apertura a los temas estético-literarios– Trotsky no es en modo alguno lo que llamaríamos un “vanguardista” en materia de arte: su tolerancia no debe confundirse con una preferencia; esta se recuesta más bien del lado del realismo (aunque no, ya vimos, en el sentido de esa fantochada grotesca que es el “realismo socialista”, sino más bien en el de lo que Lukács hubiera llamado el realismo crítico de los grandes narradores “totalizantes” del siglo XIX al estilo de Tolstoi, Balzac o Dostoyevski, como correspondía a una formación no sistemática hecha con el crítico Bielinsky). Sus conocimientos de los objetivos del movimiento surrealista eran escasos y fragmentarios –pese a que sabemos que había ojeado algunos números de la revista La Revolución Surrealista–. Es recién en el propio año 1938, ya enterado de su próxima visita, que lee rápidamente algunas de las principales obras de Breton que le llegan a través del gran crítico norteamericano Meyer Schapiro [4].
Y además, Trotsky, con ser un eximio escritor, no es un artista (el propio Breton, más allá de su fascinación casi patológica por la figura del “Viejo”, ha señalado que la “complexión artística” le era absolutamente ajena, a pesar de su gran interés por el arte y los artistas [5]), sino un dirigente revolucionario: sus puntos de vista sobre el arte están como si dijéramos construidos desde una plataforma política, y no estética. Digámoslo así: Trotsky se acerca al arte desde la política, Breton se acerca a la política desde el arte. El encuentro a mitad de camino no podía dejar de producir algunos chirridos, y así fue. No obstante, el encuentro existió, y en su propio terreno resultó altamente productivo.
Enseguida procuraremos analizar esa “productividad” con algunos tramos del manifiesto mismo. Pero antes, nos ha quedado abierta la pregunta de por qué el interés de Trotsky en producir ese documento. Ese interés no es puramente político –en el sentido estrecho o instrumental del término–, pero sin duda el elemento político tiene para él la máxima importancia, y Trotsky lo enmarca en su lucha casi obsesiva contra todos los aspectos de la burocracia estalinista. En el campo estético-cultural, un “frente único” –por así decirlo– con el movimiento de vanguardia más prestigioso y publicitado del momento parecía la manera más contundente de marcar su oposición a la política del “realismo socialista”, sin que esa oposición se confundiera con otra cosa que una oposición de izquierda; y también para ello era útil la inequívoca posición de Breton, en ese momento, en pro de una política revolucionaria. Como es sabido, la intención de ambos era que el manifiesto, aparte de su valor intrínseco, oficiara como documento de base para la construcción de una Federación Internacional de Artistas Revolucionarios Independientes (FIARI), que se constituyera en algo así como la “pata” cultural de la IV Internacional, en un contexto en el que la posición del trotskismo en el mundo estaba considerablemente debilitada, con la parcial excepción de los EE. UU. “Parcial”, decimos, porque aún allí (donde el Socialist Workers Party, SWP, era comparativamente más fuerte que los agrupamientos trotskistas europeos) Trotsky tenía sus dudas respecto de ciertas vacilaciones de la Partisan Review y pensaba que la publicación del Manifiesto en la revista (como efectivamente se llevó a cabo, contrastando con el fracaso de la FIARI) podía reforzar su propia posición ante aquellas oscilaciones [6].
Pero no se trata solamente de eso. Hay una auténtica vocación de Trotsky por pensar las difíciles relaciones arte/revolución, y por pensarlas más allá de las necesidades de la coyuntura política. O, más precisamente, por la articulación de esa coyuntura política con la problemática más general arte/revolución, y por mostrar cómo las cuestiones particulares de la coyuntura deben entenderse al mismo tiempo en su propia singularidad y en aquella articulación. Trotsky sinceramente piensa –y este pensamiento quedará claramente manifestado en el Manifiesto– que en última instancia una sociedad puede ser juzgada por el arte que produce, ya que el arte es la manifestación más alta del estado de cultura y las relaciones sociales. El arte no es una mera “superestructura” –en el sentido más ramplón del marxismo vulgar– sino que es la expresión imaginaria y simbólica (e “ideológica” en sentido genérico) de una cultura. De allí se deduce que un marxista pueda, y deba, utilizar la situación del arte para juzgar críticamente la de la sociedad que lo produce. En una carta a Breton escribe Trotsky:
Nuestro planeta se está convirtiendo en un asqueroso y maloliente cuartel imperialista. Los héroes de la democracia (…) hacen todo lo posible por parecerse a los héroes del fascismo (…) y mientras más ignorante y obtuso es un dictador, más destinado se siente a dirigir el desarrollo de la ciencia, la filosofía y el arte. El instinto de rebaño y el servilismo de la intelectualidad constituyen un síntoma más, y no insignificante, de la decadencia de la sociedad contemporánea [7].
Es una durísima imputación a la sociedad de su tiempo –tanto la europea “occidental” como la burocrática “soviética”–, y al rol de los intelectuales en varios niveles, desde los aduladores del estalinismo (“los Aragon, Ehrenburg y otros embaucadores de baja estofa”) hasta los eclécticos bienpensantes incapaces de tomar una posición clara (“los caballeros que –como Barbusse– componen con el mismo entusiasmo biografías de Jesucristo y de Josef Stalin”). Ni siquiera se salva de su diatriba un figurón de la izquierda francesa de entonces como André Malraux, a quien le atribuye una imperdonable “falsedad” en sus descripciones de la situación alemana y española “tanto más repugnante por cuanto trata de darle forma artística (…) típico de toda una categoría, casi de una generación de escritores: los que dicen mentiras amparados en su solidaridad con la Revolución de Octubre, ¡como si a la revolución le hicieran falta las mentiras solidarias!”.
Quizá Trotsky, aquí, no sea del todo justo al poner en la misma bolsa a Aragon (un ex surrealista pasado con armas y bagajes al más obsecuente estalinismo) con Barbusse (un socialista liberal bienintencionado y más bien melifluo) y Malraux (un escritor de estilo exquisitamente potente, autor de esa gran novela sobre la revolución china que es La condición humana, y cuya soberbia y aventurerismo no deberían menguar el mérito –para un intelectual burgués– de haber acompañado a la Revolución china, o de haber organizado a la aviación republicana al comienzo de la Guerra Civil española [8]). No obstante, más allá de los ejemplos particulares, hay en esas pocas líneas una rica condensación de ideas muy pertinentes para entender la posición de Trotsky.
En primer lugar, y aunque parezca paradójico, la idea implícita de que, si bien en materia de literatura es irrenunciablemente defendible la más absoluta libertad, esta libertad es hasta cierto punto condicional cuando el “tema” de la obra es explícitamente político; ya que en este caso es reclamable una cuota innegociable de responsabilidad con la verdad (con la verdad “objetiva”, hasta donde ella pueda ser determinada; no, por supuesto, con una “verdad” decretada por el Estado, como en el caso estalinista): pero siempre que al mismo tiempo entendamos que ese “condicionamiento” de la libertad es un factor de la crítica posterior al texto, y no puede ser, de ninguna manera, un diktat previo de los aparatchik del gobierno o del partido, mucho menos un argumento para la censura.
En segundo lugar –y abundando en lo anterior– la “solidaridad” con una “buena causa” (aunque sea, en el ejemplo, la Revolución de Octubre, que para Trotsky es la causa suprema, pese a su actual degeneración burocrático dictatorial) no es por sí misma garantía alguna, ni de “estar en la verdad”, ni de valor estético-literario, ni siquiera de “utilidad” política: defender lo indefendible, aunque se lo haga contra el fascismo o el imperialismo, no deja de ser una falsedad, y lo es tanto en términos políticos como artísticos: quien se miente a sí mismo –aunque lo haga “inconscientemente”– necesariamente miente a los demás también como artista, y está por lo tanto imposibilitado de crear una obra verdadera también en términos de verdad estética.
Como se ve, pues, la “liberalidad” de Trotsky respecto de la creación artística no implica en modo alguno ninguna suerte de neutralidad valorativa o indiferencia ética. Al contrario: hay una decisiva dimensión moral implicada en la crítica a Malraux –nuevamente, ya sea que la consideremos justa o no: lo que nos importa ahora es la idea– de que la “falsedad”, muy especialmente la política, es mucho peor cuando se trata de embellecerla artísticamente. Es altamente improbable que Trotsky haya tenido oportunidad de leer el famoso ensayo de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, publicado en París un par de años antes de estas frases suyas; pero es llamativa la coincidencia con las críticas benjaminianas a lo que el filósofo alemán denomina la estetización de la política. Y en efecto, si bien el objeto inmediato de la crítica de Benjamin a esa “estetización” (es decir, a la transformación de la experiencia histórica de los sujetos, tanto la social como la artística, en un espectáculo “bello” para la pura contemplación estática y deshistorizada) es la cultura fascista, su señalamiento es perfectamente aplicable al “realismo socialista”, así como a las “bellas mentiras” de los aduladores a que se refiere Trotsky.
Entonces, como decíamos, las buenas intenciones, la defensa de las causas justas o los contenidos “progresistas” o incluso revolucionarios, no garantizan la verdad artística. Y si recién observábamos cómo Trotsky coincidía con Benjamin seguramente sin conocerlo, ahora podemos observar cómo en cierto modo anticipa a Bloch y a Adorno, cuando en la ya citada carta a Breton continúa diciendo:
En el arte, el hombre expresa (…) su necesidad de armonía y de una existencia plena (…) que la sociedad clasista le niega. Por eso en toda auténtica creación artística se haya implícita una protesta, consciente o inconsciente, activa o pasiva, optimista o pesimista, contra la realidad (…) El capitalismo en decadencia es incapaz de asegurar siquiera las condiciones mínimas necesarias para el desarrollo de aquellas corrientes artísticas que en cierta medida satisfacen las necesidades de nuestra época. Cualquier palabra nueva lo aterroriza supersticiosamente [9].
Es un párrafo asombroso, al menos para quienes –desde su esquematismo prejuicioso– piensan que un dirigente revolucionario necesariamente debe subordinar el arte a los objetivos políticos. Pero, en rigor de verdad, se podría decir que es al revés: la “autonomía relativa” del arte, que está indudablemente condicionada por lo político (precisamente eso quiere decir la palabra relativa: no que esa autonomía es “poquita” o “débil”, sino que está en inevitable relación con lo político, y es porque existe esa relación que se puede hablar de “autonomía”, pues ¿quién necesitaría ser autónomo respecto de ninguna relación?), la autonomía, pues, consiste en que el arte –la “auténtica creación artística”, dice Trotsky– no puede ser subordinada a (que no es lo mismo que “condicionada por”) ninguna “exterioridad”, política o de cualquier otra naturaleza. Eso es lo propiamente “revolucionario” del arte, y no su temática o sus contenidos intencionales.
Como Bloch, Trotsky le otorga a esa autonomía de la “auténtica creación artística” un rol positivamente utópico (una “necesidad de armonía y de existencia plena… que la sociedad clasista le niega”); pero, como Adorno, sabe que no es el arte el que puede transformar radicalmente las condiciones sociales de esa alienación (“el capitalismo es incapaz de asegurar…”, etcétera).
Lo que sí puede hacer el arte con su “autonomía”, su imaginación y su libertad formal es indicar la existencia posible de un mundo de libertad no enajenada, cuya realización sólo puede ser llevada a cabo por los hombres y mujeres de carne y hueso operando sobre sus condiciones materiales de existencia. Exactamente eso, entre otras cosas, es lo que quiere decir Adorno con su afirmación en apariencia enigmática y para algunos contradictoria –pero se trata de una “contradicción” constitutiva de la dialéctica negativa, como la llamaría el propio Adorno– de que el arte es una promesa de felicidad… a condición de que no la cumpla [10]. En efecto: al mostrar que “otro mundo es posible” (ese mundo de “armonía y existencia plena” que dice Trotsky, y que en la sociedad de clases sólo el arte puede ofrecer, otra vez, no por su “contenido” sino por su absoluta libertad interna) el arte está generando un contraste, un conflicto con la realidad actual, sin pretender ni sustituirla ni poder transformarla. Es decir: está generando, en el mejor sentido del término, un malestar ante la percepción de la distancia entre lo deseable/posible y lo real. ¿Y qué otra cosa está diciendo Trotsky con su afirmación de que en la creación artística se haya implícita una protesta contra la realidad? Por lo tanto, de la “impotencia” del arte para transformar por sí mismo las condiciones sociales no se deduce ninguna incontaminada “pureza” ni una indiferencia o ajenidad respecto de lo social. Como dice claramente Trotsky en sus apuntes al Manifiesto (en una frase que luego pasó al manifiesto final): “(…) Tenemos una idea muy elevada de la función del arte como para negarle una influencia sobre el destino de la sociedad”. De allí la importancia no solamente ética sino política de la libertad artística. Sólo esa libertad “interior” puede aspirar a sortear lo más profundamente posible los condicionamientos de la sociedad de clases (y los límites asfixiantes del despotismo burocrático, debemos suponer) y generar la “utopía” de una humanidad mejor, aunque no esté en condiciones de realizarla en los hechos duros. No habría que extrañarse demasiado, entonces, de que en la defensa de esa libertad por momentos el materialista histórico Trotsky sea aún más extremista que el surrealista Breton. Como se podrá apreciar en el texto a dos columnas del Manifiesto de México que se publica en este tomo, allí donde originariamente el texto propone la frase-consigna “Total libertad en el arte, salvo contra la revolución proletaria” –frase que Breton había calcado de Literatura y revolución– el texto definitivo –sin dudas a instancia de Trotsky– dice simplemente: “Total libertad en el arte”. ¿Trotsky ha cambiado su posición, la ha “liberalizado”? Ariane Díaz sugiere otra solución: “Más que un cambio de posición, se trata de la misma idea en el particular contexto político e ideológico en que se escribe el MARI” [11]. Ya no estamos en los tiempos “heroicos” en los que esta cuestión podía formar parte de los intensos debates político-culturales al interior del bolchevismo; en 1938 la dominación estalinista es total, y se trata entonces de demostrar que –contra las falsificaciones grotescas del “marxismo” del PCUS pero también de los PC occidentales– la libertad artística no es enemiga de la revolución, como sí lo es, simultáneamente, de la opresión capitalista y la estatalista-burocrática.
A esta altura del escrito, en efecto, ha quedado perfectamente establecido que “la revolución comunista no teme al arte”, entre otras razones porque –como lo decíamos, de otra manera, más arriba– “la determinación de esta vocación [la artística, EG] puede pasar sólo como resultado de una colisión entre el hombre y un cierto número de formas sociales que le son adversas. Esta coyuntura, al grado de conciencia que de ella pueda adquirir, hace del artista su aliado predispuesto [de la revolución, EG]”.
COMENTARIOS