“Hay nombres, /contraseñas sagradas de la Naturaleza, /que en el aire flotaban cual brillantes blasones. / Las naciones reunidas alrededor gritaban / al unísono: «¡Amor, Verdad y Libertad!» / De repente del cielo cayó una confusión / feroz sobre ellas: hubo combate, engaño y miedo; / vinieron los tiranos y el botín se llevaron” (Percy Shelley, Prometeo liberado).
El ensayo Ilustración sensible. Hacia un giro materialista en la teoría crítica, de Facundo Nahuel Martín, publicado recientemente por Ediciones IPS [1] –la introducción puede leerse aquí–, recorre temas de enorme actualidad (e incluso urgencia) como la ecología, la tecnología o el feminismo, enfocados especialmente desde algunos de los desarrollos filosóficos que parecen acercarnos a un nuevo resurgir del materialismo. El libro explora exhaustivamente qué denominan como tal estas teorías y sus presupuestos –en algunos casos muy divergentes aún en esta afinidad–, y en ese recorrido va armando un mapa, amplio e informado, de distintas tendencias teóricas contemporáneas (como el xenofeminismo, el ecomarxismo, los aceleracionismos, por nombrar algunas). Pero también, en la medida en que intenta caracterizar un “giro”, toma forma un mapa de tradiciones filosóficas previas (como las teorías críticas, las Humanidades, el positivismo, etc.).
Así, el libro nos va ofreciendo coordenadas que, además de fundamentar las posiciones del autor, sirven al lector para conocer, ampliar o revisitar debates con los que forjar sus propias posiciones. Aprovechándonos de ese trabajo, nos detendremos en algunos de esas coordenadas, especialmente algunas de las referidas al marxismo, con la intención de, en todo caso, invitar a la lectura del libro y a seguir la discusión. Esto último facilitado por la escritura misma –puede sonar a lugar común pero invito a los lectores a refutarme cuando lo lean–, porque siendo un ensayo que aborda cuestiones complejas de filosofía, de epistemología y de campos científicos específicos, lo hace de manera sencilla, con categorías “especializadas” pero sin jerga solo para entendidos. Y además, con ejemplos inesperados en este tipo de reflexiones –por ejemplo, del deporte–, lo que se disfruta y agradece en la lectura.
Giros y crisis
El autor ubica estas discusiones en una actualidad de crisis varias: de tradiciones teóricas –de las Humanidades, de las teorías críticas, del marxismo– y también sociales, políticas y biológicas, como la crisis ecológica. Crisis que son cada vez más debates ineludibles del mundo actual y que, como todas, traen efectos de indefinición y de afligida inquietud. Pero Facundo elige resaltar que son las crisis las que suelen abrir, también, momentos de creatividad teórica. Sin “entusiasmos estúpidos por el futuro ni al abandono de la crítica negativa”, el recorrido se aleja de la últimamente mentada melancolía como único horizonte crítico posible y se define por un carácter “sobriamente afirmativo” [28] respecto de las posibilidades de salir de la crisis actuando sobre ella.
Quisiera detenerme en el “giro materialista” que estas crisis posibilitarían. Porque “giros” en el terreno de las ciencias sociales vimos bastantes, al menos los que tenemos ciertos años: giros lingüísticos, posmodernos, posmarxistas, etc. Y se podría pensar: ¿el giro materialista será “un giro más”? Pero hay, creo, una diferencia importante: muchos de esos “giros” previos –con sus virtudes o defectos– parecían estar recluidos en el terreno de los especialistas; ¿cuántos fuera de la Academia se enteraron que habían atravesado alguno de esos giros? En muchos casos estos fueron –leídos retrospectivamente–, además, una cierta “adecuación” ideológica posterior a lo que ya había pasado en el terreno social como parte del proceso de imposición del neoliberalismo en los debates ideológicos. En cambio, las crisis que menciona Facundo traen reclamos que en muchos casos vienen un poco a mover el avispero del debate intelectual con problemas que se plantean desde movimientos políticos y sociales: feminismos, movimientos ecologistas, antirracistas, revueltas, movilizaciones, etc. ¿Qué efectos tendrá esto? ¿Se resistirá la Academia a tomarlos? ¿Los asimilará para de alguna manera conjurarlos, o los potenciará? ¿Se desarrollan en paralelo a ese “afuera” o interactúan con él? Veremos, supongo, es la respuesta que por el momento puede darse, pero sí parece estar claro que hay alguien más escuchando, más interlocutores con quienes dialogar, debatir o refutar, y eso complejiza pero enriquece el debate.
Otra cuestión que evoca la lectura del ensayo alrededor del clima de debate ideológico actual es la relación que estas cuestiones tienen con el marxismo. Para discutirlo, tomarle elementos o defenderlo, muchas de estas teorías, señala Facundo, tienden a dialogar con lecturas marxistas previas. Esto podría considerarse obvio: en la medida en que estos problemas se dan en el marco del capitalismo y el marxismo es uno de sus más tradicionales críticos, tiene sentido recorrer algunos de sus tramos incluso para los no-marxistas. Pero lo cierto es que no fue tan obvio durante varias décadas, porque después del 1989 el marxismo fue desplazado del debate, cuando no denostado o disimulado. Decirse marxista, en cualquier variante, era ser un trasnochado. La crisis de 2008, como señala Facundo –es decir, la crisis de un neoliberalismo que habría llegado al fin de una historia que tuvo otra vez la mala costumbre de seguir cambiando– es la causa más evidente de esta transformación, aunque como suele ocurrir, muchos de estos desarrollos son de algunos años previos o posteriores. Calibrar qué tan amplia o con qué fuerza puede aprovecharse esa oportunidad de difundir, desarrollar y contrastar la teoría marxista –con la realidad, y con las dudas o aspiraciones que surgen– es otra de las tareas de la época a la que este libro hace su aporte.
Ciudadelas y genealogías
El ensayo tiene uno de sus ejes en lo que describe, siguiendo a Malabou, como la “Ciudadela de las Humanidades”, esto es, la predominancia en las ciencias sociales del siglo XX de una separación tajante (epistemológica y hasta ontológica) entre lo social, histórico o cultural de un lado, y la naturaleza del otro, “en su afán por expulsar el cientificismo reductivo, el positivismo y el materialismo mecanicista” [16].
Facundo señala que en la tradición de la teoría crítica esto se relaciona con la intencionalidad, inspirada en la crítica marxista de la ideología, de cuestionar lo que en la sociedad burguesa aparece como “natural y eterno”. Historizar y desnaturalizar eran herramientas privilegiadas para criticar lo dado como algo inmodificable. Esta tendencia se extiende, diría, un poco más hacia atrás que el marxismo: viene de la filosofía alemana del siglo XIX, desde la hermenéutica de Dilthey al idealismo objetivo hegeliano, pero también del peso puesto en la “segunda naturaleza” o en la tragedia de la cultura de Simmel, en que se forman muchos de los “marxistas occidentales” de principios del siglo XX, desde Lukács hasta los frankfurtianos –la etiqueta de Anderson es problemática, pero tomémosla aquí como forma de resumir–. Por eso es que para muchos de los refugiados en esa ciudadela, los propios Marx y Engels –sobre todo este último–, fueron considerados durante mucho tiempo excesivamente cientificistas o naturalistas en la medida en que nunca eliminaron o destrataron las discusiones teóricas sobre la naturaleza y las ciencias “duras” e, incluso, habían lidiado con ellas entusiasta y ofensivamente. Pero es muy adecuada la metáfora que retoma el autor de que esa ciudadela tiene la forma de “testudo”, una forma militar de espalda con espalda que sirve para defenderse cuando uno está rodeado. Y cabe preguntarse: si Marx y Engels no separaban esas cuestiones, ¿cuándo esa división pasó a ser parte de una actitud defensiva que se extendió hasta ahora?
Acá me parece que se suma otro elemento de peso: si esta división tuvo tanta pregnancia en el siglo XX fue en contraposición a versiones del marxismo –que de marxistas tenían poco, pero usufructuaban el nombre– que fueron las “oficiales” por mucho tiempo, difundidas por todo el mundo como indiscutibles. Me refiero a vertientes stalinistas y sus famosos manuales del DIAMAT, el HISMAT y fárragos del estilo. En ese sentido hay una cierta injusticia con estas variantes de las primeras “teorías críticas” pensada en su contexto: no es lo mismo exagerar en el antinaturalismo o el anticientificismo contra el aparato oficial soviético que exagerar en el historicismo o el culturalismo en tiempos de posmodernismos y giros lingüísticos, es decir, nadando a favor de la corriente.
Habría que decir que entre estas lecturas culturalistas también hubo diferencias en los fundamentos o en sus derivaciones –por ejemplo, respecto a la racionalidad instrumental, entre un Benjamin y un Adorno–, y que entre esas versiones marxistas mecanicistas y las culturalistas siempre hubo lecturas “emergentistas”, por tomar una definición que hace suya Facundo y que permite articular la autonomía de lo social con una visión realista de la ciencia y un monismo ontológico (es decir, reconocer la continuidad entre lo natural y lo social contra el dualismo antinaturalista pero a la vez distinguir en esa continuidad una especificidad de lo que es un constructo social): pienso en un Rolando García o en un Stephen Jay Gould en el campo de las ciencias naturales; pero también quienes abordaron más ampliamente la discusión filosófica, en un espectro tan amplio que puede ir desde Vigotsky a los praxólogos yugoeslavos como Markovic, y antes al mismo Trotsky en borradores que dejó sobre sus estudios filosóficos. Pero es cierto que esa polaridad mecanicismo-culturalismo dividió aguas en el marxismo durante todo el siglo XX y sigue planteado reconfigurar ese mapa en el siglo XXI.
Nuevos y viejos problemas
Entre lo social y lo natural está como mediadora, en una zona híbrida señala Facundo, la tecnología, otro de los ejes del debate de ideas actual, muy relacionado con otro de los temas acuciantes del presente, el de la ecología. En referencia a las definiciones que se han usado para caracterizar las relaciones entre sociedad y naturaleza en términos de “prometeísmo” –“la reivindicación de que no hay razón alguna para asumir un límite predeterminado a lo que podemos alcanzar o a los modos en los que podemos transformarnos a nosotros mismos y transformar nuestro mundo” [82]– y las consecuencias palpables que eso ya ha producido en el medio ambiente, el autor resalta el carácter prometeico del régimen tecnológico del capitalismo en la medida en que, subsumiendo todo lo posible a su lógica de valorización, disuelve como decía Marx “todo lo sólido en el aire”, tanto las formas de existencia social como las naturales previas. Pero no necesariamente todo apunta al colapso en ese prometeismo moderno: ninguna ley natural o ninguna construcción histórica o cultural impiden que podamos ser “prometeicos frente al capital” [83], es decir, modificarlo radicalmente, también, con nuestra práctica. Acordamos, pero como señala Facundo, durante el siglo XX esa fue otra de las acusaciones habituales hacia el marxismo por lo que se consideró una desmedida insistencia en el desarrollo de las fuerzas productivas.
Ello nos lleva a la pregunta: entre aceleracionistas y decrecionistas actuales, ¿el marxismo es tecnófilo o tecnófobo? Es una discusión de larga data porque de nuevo, la experiencia del “socialismo real” hizo que muchos identificaran al marxismo con un productivismo que se lograría con más tecnología y la naturaleza… bien gracias. Pero a la vez hubo amplias corrientes marxistas más bien tecnófobas, que consideraron a la tecnología como la expresión más acabada de la racionalidad instrumental de un capitalismo que, además, desarrolló más bien fuerzas destructivas. Una respuesta rápida que evite ambos polos podría ser que el problema son las relaciones de producción de esta sociedad y no la tecnología en sí. ¿Pero eso presupondría que la tecnología es neutral y que simplemente forjando otras relaciones sociales se solucionaría el problema? Y acá el tema se vuelve espinoso. Porque el uso de los combustibles fósiles como fuente de energía predominante –ejemplo que recoge el libro– se explica por propiedades físicas y químicas naturales que los caracterizan, pero también por formas sociales de desarrollo de ciertas tecnologías en detrimento de otras. Es decir, habría que reconocer cosas que bien señala Facundo: que efectivamente es muy difícil pensar que una lógica como la del capital, que busca subsumir todo lo que encuentra, deje al margen de contaminar con esa lógica justamente a la tecnología, que de hecho es un terreno por el que es más reivindicado por sus defensores el capitalismo y que se ha vuelto “sentido común” (es el que permitió que llegáramos a la Luna, que se desarrollaran tales o cuales vacunas, etc.). Y no está tan mal, como primer instinto, ponerse en guardia ante la propaganda capitalista tecnologicista. Pero también es cierto que si vemos la tecnología solamente como un terreno completamente subsumido a la lógica del capital, quedarían pocas posibilidades de emancipación: porque si eso que media entre nosotros y la naturaleza, y que expresa buena parte de nuestras capacidades y potencias de trabajo y de conocimiento, está ya totalmente subsumido por el capital… ¿qué quedaría por subsumir? Viviríamos ya en un mundo de replicantes a lo Phillip K. Dick, donde nuestra subjetividad ya habría sido devorada por el capital, o solo nos quedaría esperar a que esa misma lógica termine de reventarse por sí sola –y con ello a buena parte de nosotros– y que los que queden verán (Facundo incorpora también el debate con los colapsistas en el libro).
Además, sin la tecnología no podríamos proponernos desarrollar un socialismo más justo o igualitario, porque los marxistas no pensamos tampoco el socialismo como esas imágenes grises y monótonas de soldaditos vestidos iguales de la propaganda capitalista, es decir, como una generalización de la escasez. Queremos robots o big data que sirvan para la producción y nos liberen tiempo de ocio para desarrollar nuestros deseos, nuestros talentos y compartirlos con otros. Sino no sería posible eso de “pescador a la mañana y poeta a la noche” según el Manifiesto. El marxismo siempre criticó al socialismo utópico por su falta de anclaje en una fuerza social material que pudiera eventualmente realizar esa utopía, pero si hubiera que ubicarlo en alguna de sus variantes sería más del fourierismo desbordante que de vertientes ascéticas.
Los desarrollos que explora Facundo en el libro permiten considerar esas facetas contradictorias de la tecnología y reafirmar algunas definiciones: el problema son las relaciones de producción sin duda, pero dentro de ellas tampoco la tecnología es neutral, porque no es inmune a la lógica del capital. Pero la lógica del capital tampoco es inmune a sus propias contradicciones y a las batallas que podamos presentarle.
Estructura y sujeto
Hay una discusión que hace Facundo –incluso consigo mismo en escritos previos– sobre la constitución de la subjetividad en el capitalismo, señalando dentro del marxismo un polo que describe como “perspectiva antagónica” al capital –que “se funda en el antagonismo irreductible entre el capital y ese otro (nunca del todo) subsumido” [229]–. En sus versiones autonomistas, por ejemplo, son las formas de trabajo y subjetivación o las propias prácticas de resistencia a la explotación las que han impuesto al capital distintas formas de adaptación; en la versión del marxismo abierto, el cambio vendría de la resistencia en los márgenes de esa lógica. El otro polo sería el de los “críticos inmanentes en sentido estricto”, aquellos que atribuyen “las potencias de transformación social a la subjetividad subsumida por el capital” [230], es decir, a que son las propias contradicciones internas del capital las que generan las crisis y dentro de ellas a los sujetos que lo ponen en cuestión. En sus versiones más extremas –como la de Juan Iñigo Carrera– esto es una perspectiva en la que el capital, básicamente, se transforma a sí mismo, pero Facundo más bien discute la postura más moderada de Moishe Postone.
Esta polaridad, que la discusión ecológica a su manera reactualiza, dice Facundo, reedita la clásica discusión entre “agencia y estructura” frente a la que intentará una visión alternativa: “Creo que la posición antagónica es, en lo fundamental, ontológicamente correcta, pero por razones explicables en términos materialistas. […] si la naturaleza es autónoma frente al capital, la subjetividad humana también lo es, al menos, en parte” [232].
Acordamos, pero ¿hay necesariamente entre esos polos una diferencia ontológica? Quiero decir: la tensión entre qué determina el cambio social, si las contradicciones de las estructuras sociales o la lucha de clases, es una discusión clásica en el marxismo, efectivamente. Para muchos está en el propio Marx –entre el famoso “Prólogo” del 59 y El manifiesto comunista, para simplificar– aunque lo hayan considerado siempre (con razón a mi entender) como un naturalista. Y también hay vertientes del marxismo que se han dividido por el peso dado a uno u otro elemento desde lecturas antinaturalistas de Marx (Lukács o Althusser, por ejemplo). No es entonces la posición ontológica la que, necesariamente, ha dividido aguas en este punto.
Volviendo a los dos polos que señala Facundo, existen versiones extremas en que el capital parece convertirse él mismo en un sujeto, al modo del idealismo hegeliano, desplegándose por el mundo (y esto sería idealista no solo para los naturalistas sino para muchos culturalistas). Pero también versiones moderadas cuyo hincapié en la lógica del capital pretende resaltar el peso que este ha cobrado en el mundo moderno, la forma en la que reconfigura ciertas prácticas e instituciones previas más específicamente, como el caso de la tecnología antes mencionado. La lógica impuesta por el capital es contradictoria no solo porque delinea tendencias y contratendencias en su funcionamiento específico (lo que Facundo llama características “normativas”, por ejemplo la tendencia a la caída de la tasa de ganancia), sino porque efectivamente todo lo que incorpora a esa lógica lo hace abstrayendo elementos de la realidad en su favor, pero no eliminándolos. Si fuera por el capital solo importa el valor de cambio coagulado en valor, pero no puede desprenderse del trabajo útil, al que necesita cuando va a probar suerte al mercado para realizar la plusvalía. Si pudiera distinguirlo, el trabajador sería idealmente solo fuerza de trabajo para el capital –y así lo trata de hecho–, pero no ha podido separar la fuerza de trabajo de los trabajadores concretos que, por ejemplo, tienen la mala costumbre de hacer huelgas. Y si fuera por el capital, la naturaleza serían “recursos”, dones gratuitos o simples gastos, no ese metabolismo del que todos somos parte. En ese sentido el capital siempre deja cosas afuera –que le pueden ofrecer resistencia–, pero también esas cosas nunca fueron tanto un “afuera” sino elementos sociales-naturales que distinguió de forma productiva para sí, es decir, para apropiarse ganancias, que a la larga son insostenibles. Creo que en este nivel estamos, en definitiva, diciendo lo mismo: en Marx no hay una definición del capitalismo como una sola y misma contradicción desarrollándose a sí misma en una totalidad cerrada, aunque sí hay “jerarquías” en la totalidad contradictoria que esa lógica configura. Por eso puede reconocerse una lógica “dominante” que reconfigura elementos de la realidad a la vez que compra con ello nuevos/viejos problemas. Incluiría también allí no solo el problema de sujetos que resisten, sino instituciones sociales enteras que se reconfiguran manteniendo a la vez elementos previos, como el mismo patriarcado –de lo que se ocupa por ejemplo la “teoría de la reproducción social–.
Pero en la medida en que estamos hablando de condiciones pero sobre todo de sujetos de cambio social, con lo que estamos lidiando es no solo con sus determinaciones sino con problemas, en todo caso, del “materialismo práctico” que Facundo señala siguiendo a Bhaskar y Foster, aquel que “que afirma el papel constitutivo de la agencia transformadora humana en la reproducción y transformación de las formas sociales” [49]. Incluso, diría, un poco más: estamos entrando en problemas de estrategia, es decir, de cómo sería posible triunfar, eventualmente, en esa transformación necesaria. Ahí se abren, claro, nuevas preguntas (¿la clase obrera sigue estando en un lugar privilegiado para detener esa maquinaria, o se adaptó al consumismo o está tan precarizada que ya no tiene esa capacidad? ¿Tiene que limitarse a sus demandas en cuanto clase o debe tomar otras demandas en sus manos? ¿Puede triunfarse contra el patriarcado o el racismo reformando al capitalismo o inevitablemente hay que acabar con él para terminar con toda forma de opresión?, etc.). Son sin duda preguntas de distinto nivel de concreción, y no sería justo pedir que el libro aborde todas las derivaciones políticas de estos problemas teóricos. Pero son cuestiones que están imbricadas en los polos que señala Facundo –que de hecho señala unas cuantas en su recuento–, porque sobre ellas disputan, creo, más que sobre lo ontológico: si apostar a la clase obrera o a los movimientos sociales, si a los países capitalistas más desarrollados o a las periferias, si a destrabar las limitaciones impuestas por la lógica del capital o rehabilitar o buscar otras por fuera de ellas, si la resistencia debe o puede ser puramente sindicalista o debe apelar a otras demandas como motor del cambio o debe combinarlas. Por eso la definición “ontológica” no resuelve esa tensión entre “estructura y sujeto”.
Esos problemas requieren también de desarrollos teóricos. No solo ontológicos y epistemológicos para tener fundamentos para la acción, sino porque la acción revolucionaria misma requiere su teoría, que no es la misma que la de las ciencias naturales o la filosofía. Está probablemente más cerca de la teoría de la guerra o del arte en el sentido de ser una teoría de una práctica, que tiene que tener en cuenta azares, roces, experiencias, tiempos y capacidades distintivas. Y creo que en eso se distinguen los desarrollos del marxismo revolucionario no solo con las teorías críticas sino con los marxismos que, durante buena parte del siglo XX, abandonaron la teoría estratégica.
Puntos de vista
Algo similar me parece que sucede con el tratamiento de la “epistemología del punto de vista” que, señala Facundo, buscarían evitar la falsa “neutralidad valorativa” positivista que reproduce sesgos dominantes; una necesidad con la que no se puede no estar de acuerdo, y de hecho algo con lo que el marxismo discutió desde sus orígenes. Facundo insiste en que no se trata de postular perspectivismos indiscriminados donde no importen las razones: los puntos de vista deberían ser corregibles según se adecúen mejor o peor a explicar lo que quieren explicar. Pero sí se trata, en todo caso, de considerar la experiencia de los distintos grupos oprimidos “no solo por obvias razones morales, sino también por razones epistémicas: al mirar el mundo desde sitios marginales, los grupos oprimidos plantean preguntas de investigación bloqueadas o improbables para los grupos dominantes” [190].
No negaríamos la necesidad de tener efectivamente en cuenta lo que dicen de sus experiencias los oprimidos bajo los prejuicios habituales de que, por esa condición, o bien no entenderían sus determinaciones o bien no podrían expresarlas y por eso sería necesario hablar por ellos. O, más en general, no dudaríamos de que, además de ser oprimidos, esos sujetos tienen determinados deseos, intereses, formas de pensar las cosas, posiciones, etc. que no tienen por qué ser inferiores a otras. Tampoco podría negarse la necesidad, en la teoría, de tener en cuenta que el investigador nunca puede ubicarse, parafraseando a Marx de los Grundrisse, por fuera de lo investigado. Efectivamente, la teoría requiere un trabajo específico, y eso implica que viene cargada, como toda práctica social, con determinaciones sociales, políticas, comunitarias, culturales o particulares de experiencias, etc.
Efectivamente, hay distintos niveles de determinaciones sociales de las teorías, y la experiencia vivida de la condición de clase, raza, género, etc., puede contarse entre ellas. Pero la práctica epistemológica se ve determinada también por elementos culturales-históricos-sociales que no son necesariamente de carácter opresivo. Rolando García, por ejemplo, hablaba de “marco epistémico” para dar cuenta de una diferencia cultural entre Occidente, donde se desarrolló más la mecánica, y Oriente, donde ciertas cosmovisiones organicistas permitieron desarrollar más las ciencias relacionadas a los fluidos. Pero la explicación de por qué una cosmovisión facilitó cierto desarrollo y no otro requiere hipótesis concretas sobre esos marcos y esas teorías; quiero decir, no podría deducirse ciertas ventajas o desventajas de una u otra cosmovisión en sí misma.
De la misma forma, no queda claro en mi opinión por qué esta condición de oprimido tendría más posibilidades de “transparentar” determinadas formas de poder. Facundo apela a cierta ventaja de ubicación: el estar “afuera” o marginado de ese núcleo de poder. Es probable que la ubicación juegue un papel: mencionaba antes a los marxistas praxólogos: es probable que hayan tenido una visión menos estanca de los problemas naturaleza-cultura porque precisamente vivían en un modelo “socialista” que en cierta medida competía con la URSS, donde el encasillamiento stalinista fue más débil. Marx describió que los alemanes entendieran mejor algunos problemas del Estado como “ventajas del atraso”, justamente porque venían mal en eso de tener un Estado conformado en sentido moderno. Mariátegui tuvo probablemente algunas ventajas para leer ciertos problemas globales y locales porque miraba desde Perú (no solo por estar en Latinoamérica, sospecho, sino a la vez por estar en el país latinoamericano que fue espacio de uno de los imperios más desarrollados en tiempos precolombinos), y Trotsky constató los avanzados desarrollos del marxismo en un país atrasado donde aún dominaba el zarismo; de hecho, allí triunfó la primera revolución socialista (lo cual después cobró su precio, también). Pero la externalidad como ventaja para con un problema teórico, más circunstancial o más estructural, no es correlativa a la condición de oprimido frente a esa estructura que lo oprime. Podrá ser, en todo caso, ocasión para hipótesis concretas no generalizables, precisamente porque los planos que entran en la elaboración teórica, desde la experiencia individual hasta la comunitaria, no pueden reducirse a una sola condición. Me parece que las perspectivas que hacen hincapié en los “puntos de vista” parecen querer ampliar el panorama a otras experiencias pero, en definitiva, están cerrándolo o simplificando esas experiencias.
En el marxismo ruso, pero no solamente, hubo posiciones similares en ese caso de tintes obreristas, como las variantes “proletkultistas” que tendían a trazar una relación demasiado directa entre la condición obrera y ciertas posibilidades teóricas, por ejemplo, entre la experiencia en la producción fabril y la capacidad de una visión totalizadora más adecuada a la caracterización del capitalismo (Bogdanov). Sin duda los obreros tienen mucho para aportar, incluso considerando la forma alienada de producción capitalista, en describir cómo funciona la misma, e incluso a cuestionarla. Pero derivar de allí las definiciones epistemológicas o el método marxista es, si se quiere, poco materialista. Otros marxistas, de los “occidentales” como Benjamin, defendieron sí un “punto de vista obrero” en discusión con la socialdemocracia que había tomado sin derecho de inventario la hegemonía cultural burguesa y por tanto la reproducía. Pero a lo que se refería no era al origen social del individuo que la producía en tal o cual caso concreto, sino a que esa cultura dominante de la que era parte convenientemente “olvidaba” que toda esa “civilización” se basaba en la exclusión sistemática de las mayorías (de allí su famosa frase de que todo documento de cultura era un documento de barbarie). Un punto de vista de clase, y de la clase oprimida en particular, era no olvidar que es una marca de las sociedades clasistas la división entre trabajo intelectual y manual, y combatirla desnaturalizando las ideas dominantes de progreso sin desestimar tampoco cuánto de la fuerza emancipadora que eventualmente había en la civilización o la cultura no era virtud de la clase explotadora, sino potencialidad y alternativas que le fueron expropiadas a los explotados.
Prometeísmos
Facundo señala que las teorías críticas “tienen, por lo general, una relación posibilitadora con el pensamiento estratégico situado. No son recetas para cambiar el mundo, pero hacen posible imaginar futuros radicalmente diferentes a partir del análisis inmanente del estado de cosas dado” [13]. En tiempos donde aún pesa al “no hay alternativa” neoliberal, esa especie de “reserva de posibles” es necesaria para alimentar la imaginación política. Pero también señala las potencialidades emancipatorias encerradas en las relaciones sociales capitalistas que depende de nuestra acción actualizar. Y esto es, creo, de suma importancia en el marco de los debates contemporáneos en la medida en que el marxismo no puede ser un reservorio de promesas a futuro –ya Terry Eagleton señalaba en Por qué Marx tenía razón que son los capitalistas los que trafican progresos y derrames que nunca llegan en el mercado de futuros– sino una apuesta a “destrabar el presente”, en el sentido de insistir en que existen hoy, en este sistema capitalista cada vez más destructivo sí, resistencias y contradicciones que pueden permitir una alternativa si podemos articularla como acción política.
Mencioné antes a Phillip Dick. Para seguir con autores de ciencia ficción: si esa acción va a dar futuros más a lo Ursula Le Guin en El eterno regreso a casa (un mundo que es una mezcla entre los pueblos originarios norteamericanos con una tecnología que sería una proto-internet), o si va a ser más tipo el new weird de seres “mutantes” en mundos o posrrevolucionarios, a lo China Miéville, no lo podemos saber. Pero quizás habría que volver a la figura problemática de Prometeo, que no tiene buena prensa en las discusiones ecológicas porque ejemplificaría esa voluntad de los seres humanos de hacer de aprendiz de brujo con la naturaleza. Como mencionamos, Facundo propone, siguiendo los desarrollos de algunos feminismos contemporáneos, que si el capital es prometeico con las formas de vida heredadas, existe la posibilidad de un “prometeísmo de segundo grado”, es decir, que podemos ser prometeicos frente al propio capital, trascendiendo sus lógicas y resultados y negándonos a aceptar sus límites, transformando cualitativamente lo que somos cultural o biológicamente. Hubo en la ciencia ficción, en lo que para algunos es la primera obra de ese género publicada, una reversión de lo prometeico. Me refiero a Frankestein de Mary Shelley, que tiene como subtítulo “o el moderno Prometeo”. ¿Quién sería? El Dr. Franskestein, que se quiso pasar de vivo dando vida a la materia muerta creando un monstruo que vino a por él. Por eso el libro se lee habitualmente como advertencia contra esa osadía. Pero la novela es mucho más que la reconstrucción del mito antiguo a principios del siglo XIX: “la criatura”, a la que no se le pone ni nombre, no es “una bestia”. Al contrario, habla elocuentemente, es instruido en todos los autores sociales ilustrados, y trata de comprender los comportamientos de los humanos y acercarse a ellos. Pero es despreciado y temido por su aspecto y condición por esos seres que dicen ser “civilizados”. La novela nos enfoca entonces en los peligros de las ilusiones ilustradas, sí, pero las limitaciones a la osadía humana no responden al fracaso científico-técnico o en una venganza de la naturaleza, sino a las relaciones e instituciones sociales de una época que ya era la capitalista. No sé si habría que “amigarse” con Prometeo, pero podríamos empezar por cambiar de raíz esas relaciones.
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