El paralelismo entre la política económica de Cambiemos y la Convertibilidad es una constante. Se trata de una misma familia de políticas, pero no es una simple copia ni el contexto es el mismo. En esta nota, una comparación entre la crisis del “modelo M” y la eclosión de 2001.
Compartimos este artículo de Francisco J. Cantamutto, quien es parte del colectivo editorial responsable de Entre la década ganada y la década perdida. La Argentina kirchnerista. Estudios de economía política (Buenos Aires, Batalla de Ideas, 2018), libro que ya hemos tenido oportunidad de discutir. La puesta en común de convergencias y matices en el balance sobre el período kirchnerista (sobre el cual realizamos nuestro aporte en La economía argentina en su laberinto) y las perspectivas actuales, tuvo su continuidad en una entrevista a dos autores de Entre la década..., Martín Schorr y Agostina Constantino. Conversación que dejó en el tintero profundizar cuestiones clave, como las alianzas políticas y el programa para constituir una alternativa obrera y popular ante la decadencia del capitalismo dependiente argentino, cuestiones que serán motivo de próximos artículos. Cantamutto suma este aporte al debate abierto, en el que busca establecer los paralelismos y diferencias entre la crisis actual y aquella que tuvo su punto culminante en 2001-2002.
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La revisión de los paralelos del programa de gobierno de Cambiemos con la Convertibilidad y su colapso han sido una constante en estos últimos años. Este ejercicio no es vano, pues en efecto, se trata de una misma familia de políticas. Sin embargo, no se trata de simple copia, básicamente porque algunas tareas ya fueron hechas y el contexto cambió. En esta nota nos centramos en revisar la comparación con la crisis que eclosionó en 2001.
En la crisis de la Convertibilidad, la recesión venía intensificándose desde octubre de 1998, y a fines de 2001 ya acumulaba una caída superior al 13 %. Esta dura recesión produjo un cambio en el saldo del balance comercial, que pasó al superávit en la cuenta de bienes en el 2000, y en el agregado de bienes y servicios en 2001. Para cuando la devaluación se produjo, el saldo ya era positivo. Es que las exportaciones e importaciones reaccionan muy poco respecto del nivel del tipo de cambio, aunque sí hay fuerte asociación entre el dinamismo interno y las compras al exterior. Se ajusta por importaciones vía nivel de actividad, y luego se magnifica por la vía cambiaria.
La coyuntura actual es de un largo estancamiento. El último dato oficial disponible (primera mitad de 2018) muestra una caída del PBI del 4 % respecto de tres años atrás, o del 2 % respecto de 7 años atrás. El saldo de la balanza comercial se ha deteriorado desde 2011, en particular desde la fuerte apertura implementada por Cambiemos. El saldo de la cuenta servicios –vía viajes y compras en el exterior– equivalen a todo el déficit comercial. Las exportaciones están estancadas, lo que indica que la devaluación y reducción de retenciones implicó una fenomenal transferencia de ingresos a los grandes exportadores sin generar mayor dinamismo de actividad.
La devaluación de 2002 ocurrió tras una década de tipo de cambio fijo, elevando la paridad cambiaria en un 200 %, y el pase a precios minoristas fue de apenas algo más del 40 %. La actual coyuntura indica un escenario de constantes devaluaciones: de $9,5 de diciembre de 2015 a los cerca de $40 que oscila, por sucesivos saltos. Esta devaluación “extendida”, lleva casi tres años, lapso en el cual el pase a precios supera el 120 %. En 2002, la pesificación de las tarifas de los servicios retrasó en términos relativos estos precios, operando como un gran subsidio indirecto a la producción industrial. Hoy, las tarifas de los servicios están subiendo en dólares, por lo que se le suma a su incremento el ritmo de aumento del tipo de cambio. Esto quita efectividad a la devaluación como forma de ganar competitividad. La suba de la tasa de interés (que alcanza el 60 % hoy) para contener la salida de dólares dificulta el financiamiento, incluso del capital de trabajo. El encarecimiento de costos no salariales, con liberalización comercial y un mercado interno encogiéndose es letal para la burguesía mercado-internista.
Tanto en 2001 como hoy, la mayor parte de los fondos externos ingresan por la vía de la cuenta financiera, específicamente por la deuda tomada por el Estado. Entonces como ahora, estos volátiles fondos abandonan la confianza en el país, lo que elevaba la prima de costo por financiamiento, medida por el riesgo país. En 2001, pasó de 770 puntos básicos en enero a cerrar el año en torno a los 5.000 (para septiembre rondaba los 1.500). Hoy ese indicador oscila entre 660 y 770 puntos, tras haber iniciado el año en 350. Es decir, el riesgo de incobrabilidad viene subiendo, pero aún queda camino por recorrer respecto de 2001. Observado desde el indicador de solvencia que compara la deuda contra el PBI, todas las estimaciones coinciden con que se ha superado largamente el 60 % con el que se llegó a final de 2001. Lo mismo ocurre comparando con las exportaciones. Por supuesto, esto se puede acelerar rápidamente. Más aún porque en la coyuntura actual, a diferencia de 2001, no solo sube el riesgo país sino también las tasas de interés de referencia, lo que produce una combinación más perniciosa que entonces.
En 2001 el Banco Central perdió poco más de 12.000 millones de dólares, más del 40 % de las reservas totales. De ese total, poco más de la mitad se fugó en el último trimestre. En 2018, si se observa la caída desde enero a fines de septiembre, la cifra ronda una caída de 5.000 millones de dólares, un 10 % de las reservas totales (que más que duplican los niveles de 2001). Pero esta cuenta esconde que son los fondos provenientes del FMI los que están reponiendo las reservas ya fugadas del país. Entre abril y junio de este año, las reservas habían caído 14.000 millones de dólares, que fueron repuestos por el préstamo con el FMI. Desde entonces, la caída de reservas ya totaliza otros 12.000 millones.
A fines de 2000, De la Rúa había firmado un acuerdo de “blindaje” de protección con el FMI, el Banco Mundial, el BID, el gobierno de España y un grupo de bancos, por el cual se ponían a disposición del gobierno casi 38.000 millones de dólares. Se suponía que esto consolidaría la “confianza” del mercado financiero en el país. El FMI desembolsó en 2001 alrededor de 12.500 millones de dólares, con tres revisiones del acuerdo original. En diciembre, el Fondo bloqueó un envío por 1.200 millones de dólares, que trabó desembolsos de otros socios del Blindaje, y precipitó la crisis. En el último mes, Cambiemos debió iniciar una revisión del acuerdo con el FMI, motivo por el que se suspendió el desembolso del segundo tramo (de 3.000 millones de dólares) hasta llegar a un nuevo acuerdo, que recién ocurrió esta semana.
Tanto antes como ahora, la crisis no era de “confianza” ni de liquidez, sino de los fundamentos del programa económico, que basándose en la apertura y la toma de deuda pública carecía de herramientas para resolver sus propias contradicciones. La “confianza” y la “previsibilidad” son dos formas de reclamar un horizonte de elevadas ganancias garantizadas: el Estado que les garantice la persistencia de las condiciones de valorización para los capitales.
En tal sentido, la lógica de los acuerdos con el Fondo implica crecientes condicionalidades, de ajuste pero también de reforma estructural. En la coyuntura, solo se apunta a cubrir con liquidez los compromisos financieros, sin cubrir otras necesidades en la balanza de pagos. Este proceder aísla de manera creciente al gobierno de interlocutores, incluso dentro del propio redil (como muestra la renuncia de Caputo esta semana). La constitución de una oficina de monitoreo en el país colabora a esta imagen de aislamiento en favor de una tutela externa.
En este acotado margen, cierta heterodoxia está a disposición. Cavallo lo intentó con su paquete de Convertibilidad ampliada a una canasta de monedas y el aun vigente impuesto al cheque. En el equipo Dujovne aparece por la vía de dilatar la rebaja de retenciones y de contribuciones patronales, y evitar un recorte mayor en la AUH. Sin embargo, esta acotada heterodoxia no cuestiona la dirección de los cambios. Durante el 2001, la propuesta de “déficit cero” fue uno de los procesos más desgastantes, cuya cara más expresiva se notaba en las provincias, que un tiempo antes habían comenzado con la emisión de cuasi-monedas para cumplir sus obligaciones. Los anuncios de sobre-cumplimiento del ajuste fiscal por Dujovne suponen un proceso económica y socialmente insostenible.
Al mismo tiempo, a pedido del Fondo, se está procediendo a una política de “saneamiento” de las cuentas del Banco Central, por la cual las LEBAC no se renuevan en parte, emitiendo a cambio títulos a cortísimo plazo (LELIQ a una semana) y a un año (NOBAC), mientras el Tesoro recompra vía LETES y LECAP. Se supone que una parte de estos recursos empuja la devaluación (yendo a la compra de dólares) y otra se transfiere al Tesoro. Ahora bien, esta deuda en el Tesoro exige erogaciones en plazos cortos, que obligan a mayor toma de deuda en contexto de creciente costo financiero y desplazamiento de otros gastos. Es decir, se está procediendo a un salvataje estatizando el costo del principal instrumento de la bicicleta financiera.
Ésta no es la única restricción que impone el ajuste. Primero, el límite al aumento de los salarios del sector público, que promueve gran conflictividad –como se vio con el sector universitario hace pocas semanas. Segundo, la reducción de los subsidios en energía y transporte. La suba de las tarifas ya viene generando problemas sociales y económicos, y amenazan con completar una licuación salarial. Tercero, la reducción de las transferencias a las provincias, que tensiona la relación con gobernadores/as. Cuarto, el desplome de la obra pública, que fue el instrumento que permitió que 2017 mostrara alguna reactivación. Los cuatro elementos colaboran a un escenario de mayor conflicto social y político, que dificulta la construcción del acuerdo que el FMI pretender para garantizarse la sostenibilidad del ajuste. Las crecientes condiciones de ajuste en 2001 impulsaron la movilización social, y de hecho, el problema con las provincias facilitó la construcción de alianzas en la oposición, que finalmente bloquearían la posibilidad de un gobierno de “unidad nacional” como convocara De la Rúa en noviembre de aquel año.
De hecho, el Fondo espera que se apliquen una serie de reformas estructurales. En la carta de intención se destacan posibles privatizaciones (el Fondo de Garantía de Sustentabilidad de ANSES a la cabeza) y la flexibilización laboral. Se propone también cambiar la Carta Orgánica del Banco Central. Todo ello requiere de –difíciles– acuerdos en el Congreso, donde el gobierno nacional debe mediar entre realizar concesiones o ejecutar el ajuste pautado con el Fondo.
De nuevo, Cambiemos ya realizó una devaluación (de $9,5 a $40) equivalente a la que operó en 2002 ($1 a $3). Pero el timing no es trivial en estos ajustes. La capacidad de alterar los precios relativos vía el shock de aquel momento se ve opacada hoy por el “gradualismo”, que permite los ajustes de precio, elevando la inflación. El gobierno actual, como veremos, no elige este gradualismo, sino que se le impone por las condiciones sociales. Un elemento clave de la recuperación de la actividad de 2002 fue la cesación de pagos de la mitad de la deuda, que puso a disposición recursos externos. Pero si Cambiemos optara por entrar en cesación de pagos, vería rota su relación con el FMI, del mismo modo que si optara por cualquier mecanismo de control de cambios o intervención sobre el sistema financiero para frenar las corridas. Pareciera que solo le queda llegar a esa misma situación… pero en medio de una crisis que justifique salidas más regresivas. En ese sentido, incluso la amenaza de dolarizar circuló en estas semanas como lo hiciera en 2002.
La política del ajuste
El gobierno se encuentra en un brete. La débil confianza del empresariado nunca se consolidó, lo que se constata en el bajo ímpetu de la inversión y el alto componente de fuga de recursos. Esto hace que Cambiemos no tenga resultados de crecimiento para mostrar, ni haya podido frenar la inflación (imponiendo una resolución de la puja de precios). Esto lo diferencia, por ejemplo, de los primeros años de la Convertibilidad, donde se lograron congelar los precios y lanzar un proceso de acumulación que parecía convalidar el modelo. Estos logros se magnificaban ante la larga década de estancamiento y los brotes de hiperinflación de los años previos: un escenario de crisis que no se acerca al de 2015.
Pero aquí no se trata de una crisis para todos. En primer lugar, el capital financiero ha sido un gran ganador en la etapa, obteniendo rendimientos muy elevados en términos internacionales. Estas ganancias incluso se han incrementado más de un 60 % en 2018 respecto de 2017. Participan de ella no solo a la banca y los fondos de inversión, sino todos los capitales que se han valorizado por la vía del crédito y la inversión de portafolio. Los capitales ligados al sector energético también han visto grandes beneficios, al dolarizar sus ingresos y obtener concesiones regulatorias: se trataba de uno de los ejes para convocar la inversión. En un lugar más complejo están los capitales agroexportadores y los que operan en servicios públicos, que conjugan importantes concesiones con algunas dificultades –debidas a conquistas de otros sectores. Este conjunto guarda importantes similitudes con la coalición que sostuvo la Convertibilidad hasta el final.
La principal diferencia al interior del bloque de poder es que no existe una escisión interna, como la que jugó un papel activo en el desgaste de aquel modelo, mediante el agrupamiento conocido como Grupo Productivo, comandado por la Unión Industrial. Desde la salida de la etapa kirchnerista, en cambio, los capitales más concentrados se encuentran unificados en demandas comunes, con cierta independencia del sector de actividad de origen. La Asociación de Empresas de Argentina, el Foro de Convergencia Empresarial o el Coloquio de IDEA son espacios de lobby común, que han dado forma al programa del gobierno de Cambiemos. Si bien existen algunos roces, esto no ha generado (aún) una ruptura como en la coyuntura 1998-2001. El apoyo del conjunto del bloque de poder no debe desestimarse.
Los sectores de ingresos medios y medio-altos han tenido un renovado acceso a bienes y servicios del exterior, la posibilidad de realizar viajes afuera del país y atesorar dólares sin trabas. Este sector terminó la Convertibilidad con sus ahorros bloqueados en el sistema financiero, y esa situación opera como cierta amenaza latente. No parece ser el escenario de hoy, de menor dolarización de depósitos que entonces, pero no hay que descartar que juegue un rol en la aceleración de la crisis, una vez desatada. La caída de depósitos en dólares de las últimas semanas y la brutal caída de las reservas de viajes al exterior indicarían que este sector está empezando a verse afectado.
Entre las clases populares, existen diversas situaciones. La desocupación hoy promedia poco más del 9 %, muy lejos del 24 % alcanzado en 2002. Esta distancia implica poder de negociación para quienes tienen empleo, el mismo que permitió que en aquel año los salarios perdieran un tercio de su poder adquisitivo. Durante el gobierno de Cambiemos, con diferencias entre ramas de actividad, los salarios han perdido alrededor de 11 %. El ajuste en 2001-02 se dio tras una década de derrotas sistemáticas para la clase trabajadora; en la coyuntura actual se da tras una década donde hubo conquistas –parciales, contradictorias, pero que aún así condicionan la subjetividad y organización. Entre quienes no viven de un empleo estable, el movimiento piquetero que fue clave en la caída de la Convertibilidad, que con su capacidad disruptiva produjo el lento pero persistente desgaste del modelo. Hoy este sector ha evolucionado en un movimiento territorial, ligado a la economía popular, con gran capacidad organizativa y de presión, cubierto además por una serie de disposiciones –de nuevo, insuficientes, paradójicas– que ofrecen un espacio de contención y resistencia. Quizás por lo mismo, este sector admite soluciones institucionales que en 2001 no tenían forma de implementarse. No puede dejar de señalarse que no pocas direcciones de estos movimientos están apostando a un rol de contención que facilita la tarea del ajuste. Finalmente, no se puede dejar de enfatizar la fabulosa capacidad disruptiva y organizativa que ha mostrado el movimiento feminista y de mujeres –principales perjudicadas de los ajustes– en la escena política.
Por diversos lados, con distintos formatos de organización e incluso más allá de quienes dirigen cada una de estas expresiones, la capacidad de ejecutar un ajuste de mayor magnitud enfrenta fuerte resistencia social. Como dijimos, el “gradualismo” de Cambiemos ha sido una imposición de las luchas sociales: las mismas que limitan la posibilidad hacia delante de un ajuste por shock.
Para una salida como la de 2002, no debe engañarse, no alcanza con una fuerte devaluación que licúe salarios. Incluso si ésta logra mejorar el saldo comercial, acompañada o no por mejores precios internacionales. La restricción externa hace muchos años que no se restringe a la balanza comercial, sino por otros elementos ligados a los flujos de capitales, entre los que se destacan los pagos de deuda e intereses y la fuga de capitales. Para rehabilitar una fase de crecimiento como la de inicios del siglo, sería necesario un freno a esos mecanismos de salida de valor en forma de divisas: la de entonces fue la cesación de pagos. Pero la condición de entrada de recursos para este gobierno, es no entrar en esta situación –tal es el sentido del acuerdo con el FMI– y no someter a los movimientos de capitales a controles demasiado estrictos –tal es la condición para ser mercado “emergente”.
Atado de pies y manos por su propia lógica, Cambiemos puede apostar a sostener cierto equilibro por la vía de la deuda con los organismos internacionales y otros socios de la gobernanza global interesados en su rol regional. A ello apuesta con el FMI y las reuniones del G20. Pero esto lo pone contra las cuerdas con las clases populares y tensiona de manera creciente incluso con fracciones del bloque de poder. A su vez, supone prolongar una situación de bajo dinamismo en condiciones de ajuste (como se lee en el presupuesto presentado para 2019). A nivel político, es una incógnita si el gobierno logrará acordar o no con la oposición, pero es una certeza que en cualquier caso nos estaría llevando un paso adelante frente al abismo y con esto, enfrentará una creciente resistencia.
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