A raíz de la publicación de las denuncias de acoso machista por parte de Errejón, se ha generado en las redes y en los medios una oleada de denuncias, comentarios y opiniones que han ocupado el centro del debate y de los medios.
Lucía Nistal @Lucia_Nistal
Martes 29 de octubre
Intercambiando y debatiendo en común con compañeras, que sacamos una declaración de Pan y Rosas hace unos días, nos parece indispensable que desde el feminismo continuemos reflexionando de forma crítica sobre varias cuestiones y sentidos comunes que se están estableciendo, como están haciendo muchas compañeras, aunque sea difícil, aunque sea incómodo.
Antes que nada, el punto de partida: repudio a las diferentes formas de agresión sexual, acoso y comportamientos machistas por parte de Errejón que han sido denunciadas, las cuales deben ser consideradas e investigadas en cada caso de forma independiente.
Es también importante señalar la bochornosa respuesta de Sumar, negando la pertenencia de Errejón a la agrupación, igual que ha hecho Más Madrid, con declaraciones ambiguas e insuficientes que no son más que la continuación consecuente del tratamiento que han dado a esta cuestión: ocultando las denuncias, protegiendo a uno de los suyos y sin afrontar frontalmente un comportamiento profundamente machista, cuanto menos. Todo esto, mientras elaboraban de forma hipócrita el doble discurso supuestamente feminista de quienes decían que iban a “cambiarlo todo”.
A partir de aquí creo que tenemos que problematizar algunas cosas de lo que ha ocurrido después y regresar a algunos debates.
¿Es la denuncia anónima en redes nuestro “lugar seguro”?
Desde la rabia y el dolor, totalmente comprensible, algunos sectores reivindicaban las redes sociales de Cristina Fallarás como “espacio seguro” construido colectivamente y el método de la denuncia anónima como alternativa a la denuncia judicial.
En primer lugar, mientras respetamos la decisión de cada mujer sobre la decisión de acudir o no a la vía judicial, pensamos que esta, transformada en estrategia prioritaria de ciertos feminismos, no supone una respuesta que resuelva la violencia de género estructural. Como venimos defendiendo desde los feminismos antipunitivistas y explica Josefina Martínez en este artículo, la vía judicial y penal no suponen una respuesta que resuelva la violencia de género porque pone el centro en el castigo individual, oculta las relaciones estructurales que están detrás, fomenta la lógica del castigo y la intervención judicial y policial que se extiende a otras áreas de la vida social y nos ubica a las mujeres como sujetos vulnerables, necesitados de protección que, además, vendría por parte de las fuerzas represivas.
Ahora bien, existen otras formas de punitivismo, que reproducen las lógicas de la vía judicial y penal, y que se expresan en el método de la denuncia anónima y el “linchamiento” público que estamos viendo estos días y que permean a nuestros movimientos y espacios. Los problemas son varios. Por una parte, el método de la denuncia anónima no constituye un espacio seguro para nosotras. Al contrario, es un ejercicio de exposición en un entorno que puede tornarse hostil y que va a generar mayor vulnerabilidad. Como explican María Batalla e Irene Redondo, es “un entorno mediático donde el morbo vacío convierte la denuncia en espectáculo”. Se trata de una plataforma que no olvidemos es un negocio privado en manos de mega ricos reaccionarios que, de hecho, pueden cerrar y cierran cuentas a su antojo, penalizan los discursos críticos y fomentan con su algoritmo dinámicas de acoso, violencia y, en general, privilegian las posiciones más reaccionarias. No hay más que ver cómo lo usa la derecha para difundir los bulos más racistas.
Pero además, hay un peligro añadido. Para decirlo rápido: si cualquiera puede elaborar cualquier denuncia en un medio tan fácilmente manipulable y que inmediatamente va a ser difundida sin un ejercicio previo de diálogo y contraste, siempre cuidadoso y respetuoso, entonces ¿cómo nos protegemos de los bulos creados para dañar la imagen de ciertas personas, incluso de las propias mujeres? Esto puede llevar a una dinámica totalmente destructiva de espacios colectivos. Es decir, la policía ya no va a necesitar infiltrarse en nuestros espacios para hacerlos saltar por los aires.
Del castigo ejemplar al giro reaccionario sobre la sexualidad
Por otra parte, estas formas de denuncia reproducen la individualización de la responsabilidad, al tiempo que el centro se pone en una suerte de castigo o venganza no reparadora. Se trata de los “desbordes de la lengua penal en el cuerpo de la militancia” a los que se refería Virginia Cano [1], que señala la generación de una matriz criminalizadora e individualizante que llega a modelar nuestra forma de enfrentarnos a las acusaciones de violencia y abuso dentro de nuestros espacios.
Esto, a su vez, tiene varias consecuencias. Una de ellas es la ubicación de la violencia (o potencial violencia) en el cuerpo de todos los hombres, como algo inherente a su género, en un ejercicio cercano al esencialismo biologicista, a la consideración de los hombres como “clase enemiga” como se afirma desde las teorías del feminismo radical y, desde ahí, la concepción de las prácticas heterosexuales como un terreno peligroso. Por supuesto que el patriarcado atraviesa todas las relaciones y que, mientras luchamos y nos organizamos contra este sistema capitalista que reproduce y se sirve del machismo, tenemos que combatir en cada esfera de nuestra vida y en nuestros espacios contra toda forma de violencia. Pero de ahí a decir, como hemos vuelto a leer estos días, que “todo hombre es un potencial violador”, como si eso fuera su “naturaleza”, hay un largo trecho. De hecho, ese punto de partida es un obstáculo para trabajar desde una perspectiva emancipadora en lo inmediato y en perspectiva y me recuerda a las visiones esencialistas sobre las mujeres como seres irracionales, o desligadas del deseo, o destinadas a la maternidad, y otras tantas naturalizaciones de la opresión y la división en dos géneros opuestos.
Pero, además, arroja una mirada reaccionaria sobre la sexualidad. Y esto se está viendo de forma muy explícita en el relato minucioso de las prácticas sexuales del susodicho (y en otras denuncias) con la publicación de algunos artículos que se acercan al amarillismo y al morbo, y que en realidad están alimentando el juicio a la práctica sexual por sí misma y, como siempre, a las propias mujeres envueltas en ella, en lugar de en la falta o no de consentimiento. Como decían las compañeras del colectivo Cantoneras en su último artículo:
“La pesadilla de estos días es que el giro reaccionario sobre la sexualidad, su resacralización, venga de la mano del feminismo. La pregunta central debería ser en todo caso por la posibilidad de negarse, si esta existe, todo lo demás: cómo folla cada quién o si se mete rayas y dónde, no debería importarnos ni debería ser un argumento usado contra nadie. El feminismo no va de moral, ni pretende remoralizar a la sociedad –o no debería–, va de aumentar la autonomía de las mujeres de empoderarnos”.
Muchas compañeras y compañeres antes que nosotras han luchado por una liberación sexual que tenemos que reivindicar y convertir en trinchera desde la que seguir avanzando. Defendamos que las mujeres puedan follar con quien quieran, cuando quieran y como quieran, y pensemos desde el feminismo cómo ampliar este empoderamiento y esta libertad, alejándola de su reconfiguración en términos de libertad de mercado del capitalismo, en lugar de poner en el centro un discurso que cuestiona las prácticas desde una moral impuesta, que genera prejuicios sobre la sexualidad de las mujeres (y de los hombres) y que nos devuelve a la sospecha y la precaución permanente.
La trampa de la (re)victimización
Esto nos lleva a otro aspecto importante, cómo esta visión nos desarma, victimiza y revictimiza, reafirmando una representación de las mujeres como sujetos pasivos, sin agencia. Evidentemente las presiones sobre las mujeres que han vivido un acoso o una agresión pueden ser muy grandes, cuando se trata de agresores en instancias de poder, en entornos laborales esto es clarísimo con el acoso laboral o podríamos, y deberíamos, hablar de las jornaleras de Huelva. Por eso, es tan importante diferenciar lo que es un acoso entre pares, por ejemplo, que, de parte de un jefe, un profesor o alguien que ejerce una posición de poder.
Y esto, en algunas ocasiones, puede llevar a las agredidas a buscar vías anónimas de denuncia (o, en casos graves, a la denuncia judicial, claro). Desde luego, no se trata de culpabilizar o exigir. Pero sí debemos problematizar este mecanismo en lugar de naturalizarlo o elogiarlo, para, desde ahí, construir otras alternativas.
A esta construcción de alternativas quiero regresar más adelante, pero hay otra consecuencia de esta victimización que tenemos que poner en cuestión, como han hecho muchas autoras desde hace años. Se convierte el estatuto de víctima en una suerte de identidad y el dolor o la sensación de agravio desde la que se habla convierte a la forma de vivir la experiencia propia en verdad absoluta por encima de cualquier otra consideración que queda además en contraposición a todo lo que queda fuera, fomentando la atomización propia del neoliberalismo.
Y estamos viendo estos días cómo la derecha se frota las manos con esta oleada destructiva, fingiendo, de forma totalmente hipócrita, preocuparse por la violencia hacia las mujeres y señalando la “hipocresía de la izquierda”.
No me refiero aquí a ese mantra de “le estáis haciendo el juego a la derecha”, que en general es empleado desde el progresismo para evitar cualquier crítica que se hace desde su izquierda. Los primeros que le hacen el juego a la derecha son ellos, el neorreformismo que decía que venía a cambiarlo todo, enarbolando el feminismo y el antirracismo, mientras además de acoger prácticas machistas graves en su interior, defendían políticas que mantienen los presupuestos contra la violencia de género tan bajos que no llegan ni para hogares para víctimas de violencia, que aprobaban políticas contra las más precarias, como denuncian Las Kellys, avanzaban en legislación racista contra nuestras hermanas migrantes y un largo etc. Ese doble discurso del progresismo, todo él, el de quienes forman parte de un gobierno que da fondos públicos a las grandes multinacionales, asesina migrantes en las fronteras y es cómplice de un genocidio, nos indigna profundamente.
La discusión es cómo señalamos esto y desarrollamos una estrategia contra las violencias y el patriarcado, mientras combatimos a la derecha que se finge indignada, desmontamos su discurso hipócrita y no permitimos que instrumentalicen el dolor de las víctimas como arma política para dirimir pugnas entre aparatos, como de hecho sucede dentro del neorreformismo, ni para exigir penas más duras que sabemos que acaban siendo dirigidas siempre hacia las y los luchadores, las propias feministas organizadas, la juventud y los y las migrantes. Un discurso del que la derecha se sirve también para justificar políticas racistas, intervenciones imperialistas e incluso genocidios, como estamos viendo estos días con Palestina, defendiendo la labor “civilizatoria” y de “protección de las mujeres” de esas intervenciones. Es lo que la teórica francesa Françoise Vergès llamó Feminismo civilizatorio y oras autoras han denominado femonacionalismo.
¿Entonces qué hacemos?
La visibilización de la violencia hacia las mujeres y el cuestionamiento a todo tipo de comportamientos machistas que ha logrado el movimiento de mujeres es una gran conquista que, de hecho, seguimos peleando cada día. Y es indispensable para seguir avanzando en este camino que planteemos claramente que no todo comportamiento machista es igual, ni exige la misma respuesta.
La aprobación de la [ley del “solo sí es sí”, tal como planteaba Cynthia Burgueño en su artículo La ley ‘Sólo sí es sí’ y el callejón sin salida del punitivismo, nos llevó a discutir en términos punitivos, en números de años de cárcel y términos para incluir en el código penal y, desde Unidas Podemos y la propia Irene Montero, nos explicaban el avance feminista que suponía, dentro de este marco, ampliar el paraguas que incluye la palabra “agresión”. Esta lógica es la que emerge en gran parte del debate de estos días, donde se tilda de violencia o de agresiones indiferenciadas comportamientos muy distintos. Como explica Laura Macaya:
“Esta ‘extensión’ del concepto de violencia de género ha servido para aumentar la sensación de riesgo y peligro en las mujeres tanto en su vida cotidiana como, especialmente, en su relación con los hombres y el uso del espacio público. Se produce una especie de pánico moral, el pánico sexual, que supone una sobredimensión de los riesgos sexuales atribuidos a las acciones de individuos o grupos concretos que conduce de forma irremediable al irracionalismo y el conservadurismo.”.
Una extensión que, añade, desplaza a otras expresiones de desigualdad hacia las mujeres. De manera que, si bien tenemos que señalar y actuar contra toda forma de machismo, tenemos que ser capaces de diferenciar entre distintos grados, porque como todas sabemos y por mucho desagrado que todo ello nos produzca, no es lo mismo que nos hagan ghosting o gas lighting, un piropo no deseado, un acoso en redes o en el trabajo, por parte de un igual, un superior o un portavoz de un partido socio del gobierno, o una violación. Incluir todo dentro de la misma categoría supone una grave banalización y considerar como una agresión cualquier comportamiento sexual no deseado, como una insinuación o un piropo, representa a las mujeres como seres vulnerables, infantilizados, sin deseo y con miedo, y esto acaba permeando nuestras formas de experiencia.
Es importante esta diferenciación no para disculpar a nadie ni dejar de responder, sino para evitar fomentar ese pánico moral del que habla Laura Macaya y para pensar cuál es la respuesta que tenemos que dar, considerando las diferencias en las relaciones de poder y en el nivel de violencia. Esto es indispensable si nuestro objetivo no es el castigo ejemplar e individual, una lucha defensiva que nos limita a una resistencia perpetua, que reproducen las lógicas represivas del sistema penal, acaba siendo dañina para las propias víctimas y el entorno y que sitúa al feminismo ante la impotencia de cualquier posibilidad de transformación social.
Por el contrario, para las compañeras que somos parte de Pan y Rosas, una corriente internacional de mujeres feministas y socialistas, nuestro horizonte está en la “reparación”, en la transformación colectiva, combatir los comportamientos machistas, generar otro tipo de relaciones y avanzar juntas contra este capitalismo patriarcal.
Otras compañeras hablan de “justicia transformativa”, como aquí las compañeras del CSO La Cinétika:
“La justicia transformativa pone el foco no solo en la reparación del daño a las personas afectadas, sino que también busca transformar la condiciones estructurales y contextuales que dieron lugar a la violencia en un primer momento, y de esta manera trabaja también la prevención de futuras violencias”.
Y esto tiene que ver también con cómo generar “espacios seguros” de verdad. Es fundamental generar en nuestras organizaciones y espacios de militancia relaciones interpersonales basadas en el respeto y la confianza, donde seamos capaces de cuestionarnos mutuamente nuestros comportamientos y crecer en colectivo, en un entorno de camaradería, donde las compañeras puedan cuestionar y enfrentar cualquier actitud machista o racista, sea de la gravedad que sea. Socializamos en un entorno de capitalismo neoliberal individualista terrible, pero podemos y debemos combatir estas presiones de forma colectiva y generar los espacios para ello.
Frente a la victimización a la que nos empujan, recuperemos nuestro empoderamiento y generemos las herramientas para responder ante ellas.
Organizarnos contra el capitalismo patriarcal
Pero somos conscientes de que este “empoderamiento” pasa por atacar las condiciones que llevan a la reproducción de esas violencias en el sistema capitalista patriarcal: por organizar e imponer que haya comisiones de mujeres y personas LGTBI en cada centro de estudio y de trabajo independientes de las autoridades o jefes, por exigir financiación para ofrecer alternativas habitacionales, laborales y formativas a las mujeres que salen de una situación de violencia y a sus hijos, por acabar con la precariedad laboral que dificulta la denuncia del acoso laboral y hasta la ruptura de la convivencia con un maltratador, por acabar con la ley de extranjería que sitúa en una triple vulnerabilidad frente a la violencia a las mujeres migrantes, con los CIES donde tienen lugar todo tipo de abusos, por imponer la separación de la Iglesia machista y homófoba del Estado, por denunciar a la justicia patriarcal…
Pero no nos podemos detener ahí, mientras vemos cómo, a pesar de mantener discursos progresistas, las políticas de frontera que defienden gobiernos como el del PSOE con UP y ahora con Sumar y que dejan morir a miles en el Mediterráneo o durante el tránsito migratorio, o cómo la compra y venta de armas al Estado genocida de Israel que el gobierno progresista no ha cortado en ningún momento está financiando el asesinato de miles y miles en Palestina, muchas de ellas mujeres y niños.
Contra todas estas violencias que ejerce el sistema capitalista patriarcal imperialista y que quedan en un segundo plano en la forma de abordar el debate de estos días, tenemos que organizarnos. Desde el feminismo socialista que defendemos las compañeras de Pan y Rosas tenemos claro que, aunque luchemos por avanzar aquí y ahora, no podremos desterrar por completo la violencia contra las mujeres si no acabamos con este sistema que se nutre de la explotación de nuestros cuerpos. El machismo no es un elemento extraño al capitalismo que se pueda extirpar quirúrgicamente. Como explica Andrea D’Atri:
“Si esta opresión patriarcal de las mujeres persiste es porque el capitalismo necesita de su subordinación para apropiarse, gratuitamente, de su trabajo de reproducción de la fuerza de trabajo. Y, además, porque para las clases dominantes, inculcar, sostener y legitimar el machismo que divide a hombres explotados de mujeres explotadas les permite mantener su dominio, como también le son funcionales la xenofobia, el racismo, el heterosexismo y todas las formas de discriminación”.
Por eso no hay salida individual posible, ni tampoco si partimos de una división impuesta que separa a las fuerzas que tenemos para enfrentarnos al sistema entre hombres y mujeres, igual que entre migrantes y nativos. Ya explicaba bell hooks [2] que “A medida que avanzaba el movimiento feminista, se hizo evidente el hecho de que el sexismo, la explotación y opresión sexistas no cambiarían a menos que los hombres también estuvieran profundamente comprometidos con la resistencia feminista”. Esto es algo en lo que se ha insistido mucho desde el feminismo negro, como las compañeras de Combahee River Collective que defendían una perspectiva socialista y, frente al feminismo liberal que quería separar su lucha del antirracismo y de los compañeros de militancia antirracista, planteaban: “Aunque somos feministas y lesbianas, sentimos solidaridad con los hombres Negros progresistas y no defendemos el proceso de fraccionamiento que exigen las mujeres blancas separatistas.”
Siguiendo ese hilo, hoy sigue siendo indispensable revertir la desmovilización de estos años de institucionalización del feminismo que nos ha dejado medio desarmadas y, al mismo tiempo construir una alianza con nuestros compañeros para enfrentar juntos al machismo, para combatir a aquellos que ejercen violencias contra las mujeres y para combatir este sistema que legitima y reproduce ese machismo, el racismo, la explotación y toda forma de opresión.
Un feminismo que luche contra la esencialización de todos los hombres como agresores y todas las mujeres como víctimas puede recuperar su potencial movilizador y subversivo y ser una vía para construir los vínculos de solidaridad de clase, de lucha antirracista, lucha antipatriarcal y anticapitalista. Un feminismo que se proponga tejer estas redes, buscar la unidad de los movimientos de mujeres y disidencias con la clase trabajadora y organizar nuestras fuerzas contra el capitalismo y todas sus violencias manteniendo independencia frente a las instituciones que reproducen este sistema es un feminismo indomesticable e inapropiable, ni por la derecha que intenta usarlo políticamente como hemos visto estos días, ni por supuestos progresistas que se saben el discurso pero actúan y gobiernan en nuestra contra.
Lucía Nistal
Madrileña, nacida en 1989. Teórica literaria y comparatista, profesora en la Universidad Autónoma de Madrid. Milita en Pan y Rosas y en la Corriente Revolucionaria de Trabajadores y Trabajadoras (CRT).