Desde la publicación de Hegemonía y lucha de clases (Ed. IPS, 2018) de Juan Dal Maso, se han realizado distintas charlas de presentación del libro, con diversos panelistas invitados. En esta oportunidad, transcribimos las intervenciones de Ariel Petruccelli en la charla realizada en la Universidad Nacional del Comahue y de Martín Cortés en la Universidad Nacional de La Plata y las respuestas del autor a sus planteos, como parte de un debate que está en curso y tiene implicancias teóricas y políticas.
ARIEL PETRUCCELLI
Quiero reafirmar explícitamente que no es común, en la cultura de izquierda tal y como la conocemos habitualmente, que haya voluntad de dialogar intelectualmente, de leer en profundidad y detenidamente a autores que pertenecen a lo que podrían ser –a priori– otras tradiciones. Y me parece que un paso que da el libro de Juan es, justamente, romper ciertas fronteras de tradiciones que parece que eran claras y quizá no lo son tanto. Uno de los primeros ejercicios que hace él es resituar a Trotsky y a Gramsci. Y ahí es donde, por esos sentidos comunes que nos han indicado que Trotsky y Gramsci estarían –si bien dentro del marxismo– en dos mundos políticos opuestos, Hegemonía y lucha de clases comienza indicando que ambos son importantes dirigentes de una misma fuerza política, que es la III Internacional. El dato es indiscutible, pero parece haber sido olvidado. Es importante señalar, pues, que en su momento histórico específico, Gramsci y Trotsky estaban en un mismo barco. Solo más tarde, en base a reconstrucciones posteriores, pudo generarse la idea o, más bien, la sensación de que ambos navegaban en barcos diferentes.
En este sentido, Juan hace un esfuerzo inicial por romper esas fronteras que parecían más marcadas de lo que quizá son. Y, si rompiéramos aún más esas fronteras, podríamos encontrar que hay muchísimo marxismo revolucionario que ha sido prácticamente olvidado o que ha desaparecido, cuyos nombres hoy no resuenan y cuyas ideas no están muy presentes. Como, bien o mal, uno debe reconocer que están presentes las ideas de Trotsky. Se las comparta o no, su presencia contemporánea –marginal sin duda, minoritaria– existe. Como también existe la de Gramsci. Pero se han perdido otras, muy importantes. Si uno dijera Anton Pannekoek, Herman Gorter u Otto Bauer, lo más probable es que sus nombres no digan demasiado ni siquiera entre quienes militan a favor de la revolución, pese a que han sido pensadores revolucionarios de enorme valía. Y no son los únicos. Hay muchos otros. Como Rosa Luxemburgo, que posiblemente resuene hoy algo más, pero que probablemente muy poca gente haya leído por extenso. O Victor Serge. O Isaac Deutscher. O Max Adler. O el austro-marxismo en general. Es decir, hay muchas tradiciones de marxismo revolucionario, algunas con enormes riquezas intelectuales, que se han perdido por no haber tenido algún tipo de continuidad política o intelectual.
Si miráramos el panorama de los estudios contemporáneos, se puede decir que hay tres grandes estrellas de la tradición marxista que tienen una presencia al menos académica destacada. Uno es Georg Lukács, del que hay prácticamente una industria cultural sobre su obra; aunque, casi siempre, dentro de esa industria cultural, por las lógicas del mundo académico donde se la produce, encontramos al Lukács menos político, el Lukács de los estudios literarios. Es decir, un Lukács apolitizado. Algo parecido ocurre con la Escuela de Frankfurt (Theodor Adorno, Max Horkheimer), ya que hay mucha producción sobre ellos, mucho paper, mucho libro, mucho artículo; pero, justamente, la Escuela de Frankfurt fue de casi todas las tradiciones marxistas una de las menos volcada a lo político, quizá la menos militante. Y, nuevamente, se la estudia desde una perspectiva que poco tiene que ver con la reflexión estratégica, la reflexión sobre la intervención política, mediata o inmediata.
Gramsci es un caso diferente. No pudo ser sustraído por completo de su rol político, como sí se lo pudo hacer con Lukács y con la Escuela de Frankfurt. Pero en su caso se produjo una lectura no solo sesgada sino incluso arbitraria. No se lo despolitizó, pero, por decirlo de alguna manera, se lo socialdemocratizó, se lo reformistizó. La mayoría de la gente tiende a pensar que Gramsci es un socialdemócrata, un pensador o un militante de alguna corriente reformista del socialismo, lo cual es absolutamente falso. Gramsci vivió y murió como un revolucionario convencido, no como alguien que esperaba una reforma social, o que se contentara con administrar un poco más “redistribuidoramente” el capitalismo. Entonces, me parece que un mérito muy importante del libro de Juan es restituir a Gramsci ese carácter revolucionario. Es importante, no porque sea el primero que lo haya hecho, sino porque, en general y aunque otros lo hayan hecho, es algo que tiende a ser olvidado. Y porque tanto partidarios como detractores imaginan un Gramsci que no es el Gramsci real. Por supuesto que no hay en la obra de Juan un Gramsci trotskista, ya que es lo suficientemente seria, informada y erudita para no caer en barbaridades de ese tipo. Pero Hegemonía y lucha de clases sí muestra que son dos pensadores que pertenecen a una misma organización internacional, a un mismo período histórico, que tienen un lenguaje común, preocupaciones semejantes y que tienen una inspiración revolucionaria compartida.
En el primer capítulo, Juan analiza cómo Trotsky utiliza un concepto que tiene una gran prosapia gramsciana, como lo es el concepto de hegemonía, pero que no es un concepto que Gramsci inventó; él lo toma, justamente, de los documentos de la Internacional Comunista. Es decir, de un mismo tipo de escritura y de debates en los que participaban Trotsky, Lenin, Otto Bauer, Rosa Luxemburgo y otra gente. En el segundo capítulo, lo que hace es indagar qué sabe y qué piensa Gramsci de Trotsky. Ahí podemos ver que Gramsci no siempre está bien informado sobre las posiciones de Trotsky. En este sentido, considero que en este libro hay un trabajo muy riguroso de reconstrucción histórica, que sirve mucho para hacernos una idea de quién era quien, qué pensaba cada quien y, al mismo tiempo, qué cosas ignoraba cada quien. Pensemos también que era un mundo de comunicaciones mucho más difíciles que en la actualidad. Por lo que no era dificultoso que ocurrieran incomprensiones, o que, por ejemplo, Gramsci asumiera como propias de Trotsky posiciones que eran las que sus enemigos le atribuían, pero que no eran las posiciones efectivamente defendidas por Trotsky.
En el último capítulo, hay un estudio que es muy interesante y muy serio, de un clásico de los estudios sobre Gramsci que es Las antinomias de Antonio Gramsci, de Perry Anderson. Juan hace un análisis muy detallado de ese texto, desde una perspectiva que yo, en lo personal, no comparto. Da a entender que el texto de Anderson es un texto que ya estaría superado. Yo no creo que lo haya sido. Pudo haber sido superado en algunos de sus detalles específicos, pero me parece que cualquier pensamiento revolucionario en el mundo contemporáneo tiene que volver a hacerse cargo de los problemas que Anderson detecta en ese texto, hallándolos en la obra de Gramsci. Y ahí hay un problema muy enorme, que es la pregunta sobre cómo hacer revoluciones en sociedades capitalistas fuertemente desarrolladas. Porque por supuesto que podemos anhelar la revolución y podemos rescatar conceptos como el de la hegemonía, pero cómo hacer una revolución en países capitalistas avanzados, industriales, con sistemas democráticos plenamente consolidados, sigue siendo una incógnita histórica. No le reprocharía a Juan que no revelara esa incógnita: nadie la ha revelado. Pero creo que esa es la tarea colectiva o una de las tareas colectivas fundamentales, que quienes sigamos soñando con un mundo no capitalista tenemos que abordar. Y acá, para cerrar, quisiera indicar una tensión entre el libro de Dal Maso y otro libro que produjo la misma corriente en la que él milita, que es el libro de Matías Maiello y Emilio Albamonte, Estrategia socialista y arte militar. ¿Por qué? Porque perfectamente podrían ser miradas complementarias, pero también podrían ser miradas opuestas. Pensar la política desde Carl Schmitt no es lo mismo que pensar la política desde la perspectiva gramsciana que emana de Benedetto Croce. Ahí hay –o puede haber– una fuente de tensiones. Y, como toda fuente de tensiones, las tensiones que genere pueden ser productivas o también pueden ser improductivas, que no desemboquen en nada. Como esto es un proceso en curso, no sé en qué va a devenir, pero me parece muy saludable y bastante excepcional a como venía siendo la cultura de izquierda en las últimas décadas en la Argentina, que al interior de una misma fuerza se hayan podido producir textos que, a priori, tienen puntos de partida muy diferentes. Después habrá que ver si esos puntos de partida se pueden conciliar o no, pero, en todo caso, saludo esta situación y me parece que una tarea a futuro sería debatir en paralelo los análisis de Dal Maso a partir de Gramsci y los análisis de Maiello y Albamonte a partir de sus lecturas en clave clausewitziana o schmittiana de la política.
MARTÍN CORTÉS
Yo quisiera sugerir algunas líneas de lectura no solo de este libro Hegemonía y lucha de clases, sino también del libro anterior de Juan (El marxismo de Gramsci), porque, en su conjunto, forman parte de un tipo de lectura de Gramsci y de la relación entre Gramsci y Trotsky. Pero también quisiera sugerir algunas líneas sobre la colocación intelectual de Juan; porque en estos dos libros, y en muchas otras de sus intervenciones, considero que hay una posición muy productiva que está generando, efectivamente, muchos diálogos con figuras y espacios diversos.
En este libro, hay algo que aparece sugerido en el tercer ensayo –el texto sobre Perry Anderson y su clásico ensayo sobre Gramsci–, en el que Juan intenta colocarse en una posición en la cual, en cierto sentido, confiesa su incomodidad. Una incomodidad que yo llevaría a su posición, en general, en los debates intelectuales contemporáneos en la Argentina, a la cual él llama “tercera posición”. Se trata de un lugar que se ubica en contra del trotskismo antigramsciano y en contra del gramscismo antitrotskista; desde esa colocación intenta producir un diálogo. Y se trata de una colocación que, en su historia, es compleja; porque, efectivamente, hay una acumulación de posiciones muy fijas en ambos campos, que hacen de ese lugar una posición muy original y, en cierto sentido, solitaria. Pero las posiciones solitarias también siempre son las más productivas para sugerir y abrir debates.
Eso tiene una primera traducción en ese tercer ensayo, que es la colocación de Juan entre Anderson y Gianni Francioni –que es el filólogo italiano lector de Gramsci que responde duramente al ensayo de Anderson– Las antinomias de Antonio Gramsci. Ese debate tiene otra discusión de fondo, muy importante hoy –quizá demasiado– en los debates gramscianos contemporáneos, que es la discusión entre filología y política. Es decir, entre lecturas de Gramsci en función de un uso determinado y de una interpretación, que busca rápidamente colocarse en sus consecuencias teórico– políticas; y un lado que busca reponer con la mayor fidelidad posible el trabajo efectivo que Gramsci realizó. Francioni señala con precisión las lecturas incorrectas que Anderson hace de la letra de Gramsci. Pero eso no agota el problema: la intervención de Anderson tiene un propósito teórico–político, que es el de tomar distancia de las interpretaciones dominantes de Gramsci en Italia, es decir, las del Partido Comunista Italiano, vinculadas con el eurocomunismo, con tendencias reformistas, etc. Pero, para hacer eso, hace una lectura de Gramsci que no es justa en términos de las atribuciones que realiza a los planteos del propio Gramsci. Francioni reacciona señalando esos problemas de interpretación, pero sin introducirse en la discusión política, sino con la intención de recuperar y de resituar la justeza del planteo de Gramsci; fundando de esta manera un modo de trabajo que todavía hoy, con sus tensiones y demás,continúa.
Me parece que lo interesante es que la posición que toma Juan en ese capítulo es efectivamente una tercera posición, la cual implica un interés filológico y, al mismo tiempo, un interés político. Es decir, un interés por discutir las lecturas de Gramsci que realiza Anderson y un interés por discutir también las consecuencias políticas de los planteos de Francioni. Sobre todo, porque Francioni “compra” ya hechas las posiciones de Gramsci sobre Trotsky, las cuales –en el otro ensayo sobre el modo en que Trotsky aparece en los Cuadernos de la cárcel– encara Juan. Ese segundo ensayo podríamos llamarlo identitario: hace una filología pero trotskista, o sea, muestra lo que efectivamente dice Trotsky y lo mal leído que está por Gramsci.
En esa combinación hay una operación de lectura muy potente y, al mismo tiempo, un interés porque esa operación tenga consecuencias en la coyuntura, se deje afectar también por ella misma, se comparta y se ponga en discusión con las variadas operaciones de lectura sobre Gramsci que están circulando por allí. Esa colocación tiene que ver con cómo discutir Gramsci y Trotsky, pero también con cómo discutir hoy en la izquierda en la Argentina. Tiene que ver con aflojar toda una cantidad de posiciones fijas que impidieron diálogos durante mucho tiempo.
Además, hay una intervención –y esto me resulta lo más original– sobre las lecturas de Gramsci en Argentina. Ahí hay una gran novedad: es la primera incursión, en un sentido muy fuerte y con densidad, del trotskismo en las lecturas de Gramsci en este país. Y eso significa meterse en una historia de lecturas; o sea, hacer eso de modo gramsciano implica hacerlo metiéndose en los modos en los cuales Gramsci fue leído en la Argentina, y Juan no esquiva eso. Efectivamente, hace su relectura de las apropiaciones de Gramsci que hacen el Partido Comunista Argentino, el grupo Pasado y Presente, Ernesto Laclau, etc. Su posición, dicho rápidamente, es la de constatar los permanentes deslizamientos de las lecturas gramscianas argentinas hacia el frentepopulismo. Ese es el diagnóstico de Juan de las lecturas de Gramsci en Argentina.
En términos teóricos, lo que Juan sugiere es que las lecturas de Gramsci en Argentina suponen una suerte de deslizamiento de la hegemonía a la revolución pasiva. Es decir, una especia de confusión, de superposición entre esos dos conceptos, y una mirada, finalmente, no reticente de la revolución pasiva como fenómeno político, por parte de los gramscianos argentinos en sus diferentes capítulos. Como si estos comenzaran con el problema de la hegemonía y se deslizaran hacia el problema de la revolución pasiva, pero como posición política. Y, el intento de enlazar la hegemonía con la revolución permanente de Trotsky funciona, justamente, como el modo en el cual Juan intenta intervenir en ese debate, poniendo a la revolución permanente como aquello que puede despasivizar a interpretación de la hegemonía que realizarían las lecturas gramscianas en Argentina.
El problema de la hegemonía en este libro se aborda en el primer capítulo, el cual considero que es el más importante; porque el de Anderson es muy interesante, pero tiene algo de discutir en la interna, en los estudios gramscianos, en lo que dijo Anderson, etc. El segundo capítulo, como señalé, tiene esa dimensión identitaria. Y luego está el texto fundamental, el que discute efectivamente esa relación entre hegemonía y lucha de clases entre Gramsci y Trotsky, más en un sentido de modos de producir un encuentro y también de identificar desencuentros teóricos.
Quisiera tomar como una característica del trabajo de Juan lo que él dice sobre el modo de trabajo de la cuestión de la hegemonía en Trotsky. Él primero confiesa que podría haber pensado la hegemonía como un concepto en “estado práctico” en Trotsky –tomando la figura de Louis Althusser–, pero se decide por otras figuras sumamente interesantes. Una de ellas es la elipsis o zeugma, y la otra la figura de la metonimia. Elipsis es “aludir a la hegemonía sin nombrarla o nombrarla una vez y aludir a ella omitiendo nombrarla las veces restantes”; metonimia es “hablar de la hegemonía a través de otras palabras relacionadas con ella, como veremos que ocurre a propósito de la dualidad de poderes”. Me parece una gran virtud del libro enfocar de ese modo el trabajo en torno de la hegemonía, porque permite sacar a la luz las ambivalencias del concepto de hegemonía tanto en Trotsky como en Gramsci. Y permite abrir el concepto; es decir, no hacer una definición de una vez y cerrada del problema de la hegemonía, sino mostrar las diferentes dimensiones en las que aparece y los diferentes modos en que dialogan, o dejan de dialogar, Trotsky y Gramsci en el modo de concebirla.
Pero allí se abre una especie de problema, y esta sería mi principal consideración sobre la que me parece interesante discutir: que toda esa apertura, ese modo de trabajar la hegemonía a través de la elipsis y la metonimia, no funciona tanto en el concepto de la lucha de clases. Este es un concepto que se nos presenta ya como una evidencia, es decir, no funciona como el concepto de hegemonía, el cual es descompuesto, revisado a través de estos dos autores, etc. Me pregunto, entonces, si todas las discusiones que nosotros tenemos –incluso las discusiones sobre el frente popular– no tienen que ver con todo lo que de zeugma y metonimia hay también en la lucha de clases. El concepto de lucha de clases también es un concepto habitado por tensiones y desplazamientos; quiero decir, es un concepto que solo de un modo muy rudimentario podría ser definido como el enfrentamiento directo de una clase con otra, sino que también está lleno de desplazamientos, de metáforas, de problemas internos, etc.
Creo que hay dos elementos en los cuales uno podría hacer funcionar la cuestión de los desplazamientos en el concepto de lucha de clases en el libro, que no aparecen necesariamente planteados de ese modo, pero que yo creo que están funcionando allí por debajo. Uno es la cuestión nacional, tema que también nos ocupa todas nuestras discusiones. Hay un interés por este tema, porque, obviamente, se trata de un interés que viene del concepto gramsciano de “voluntad colectiva nacional-popular”. Pero hay una pregunta allí, porque la misma se origina en los momentos de la lectura injusta que hace Gramsci de Trotsky, que es cuando dice que él es una especie de cosmopolita que no capta las singularidades de la realidad nacional, y, peor aún, lo contrapone a Stalin. Ahí Juan hace una lectura correctiva de la muy mala lectura de Gramsci, a partir del problema de la revolución en la periferia y del modo en el cual ese problema está inscripto en la noción de revolución permanente.
El trato conflictivo de la cuestión nacional solo puede aparecer –y esto sería una lectura sintomática del libro– allí donde se permite pensar el tránsito de la cuestión de la clase a la cuestión de la nación. Que también es un tránsito que tiene algo de zeugma y metonimia, ya que en él funcionan un desplazamiento y una serie de problemas. Eso efectivamente aparece en el modo en el cual se intenta corregir la lectura de Gramsci sobre Trotsky.
El hecho de detenerse en la respuesta a esa crítica injusta que Gramsci le realiza a Trotsky revela que se trata de un problema que hay que seguir pensando. Es un problema sobre el que Juan mismo pone la palabra “articulación”; podría ser acusado hasta de laclausiano por esa palabra. Sin embargo, está allí porque me parece que es una palabra que, justamente, da cuenta del problema de la continuidad discontinuidad entre entre clase y nación. Dicho de otro modo, sugiere que plantear la relación entre clase y nación como una relación de discontinuidad por principio, es, cuanto menos, problemático.
El otro elemento está vinculado con los apartados sobre el doble poder, donde también considero que funciona de fondo una complejidad mayor que la admitida. El texto se intenta separar rápidamente de algunas interpretaciones que presentarían un deslizamiento estatista de la cuestión del doble poder, que son las de Carlos Nelson Coutinho, las de Nicos Poulantzas, incluso las de Daniel Bensaïd. Allí se coloca la contraposición clásica entre el frente único proletario y el frente popular. Y acá me animo a hacer otra provocación. Yo no creo que quede tan clara en la argumentación, como pasa con la clase y la nación, la discontinuidad radical entre el frente único proletario y el frente popular. En el sentido de qué es lo que uno u otro definen; por supuesto, definen diferencias de método, de hegemonía, de la clase que conduce, pero lo que me pregunto es en qué sentido esos elementos son discernibles a priori; en qué sentido ese deslizamiento se puede evitar con una resolución a priori en una coyuntura política determinada. Creo que la respuesta relativa a las experiencias históricas y sus fracasos no sirve, porque en eso estamos todos: no hay nadie que tenga acá grandes triunfos para mostrar. Me parece que ahí hay un problema donde, de vuelta, la cuestión de la clase aparece como una especie de garantía y se evita entrar al problema de las complejidades propias del tránsito, de la traducción de la clase en sujeto político.
Hay momentos de la discusión de Juan con los “frentepopulistas” –entre los que me siento incluido– que toman una dimensión muy fuerte. Como cuando se sugiere que se trata de una “retrogradación teórica, estratégica y programática”. Los términos fuertes son importantes para todo debate, sin embargo, creo que esta afirmación no se condice del todo con el espacio objetivo que las intervenciones teóricas de Juan producen, en el sentido de un espacio objetivo de diálogo que él produce con estos mismos “frentepopulistas”. Y eso me parece que tiene que ver, de vuelta, con una colocación muy singular de su intervención y –me animaría a decir– con una colocación que tiene que ver también con otro modo de aparecer en los últimos años no solamente de Juan, sino de otras figuras, del trotskismo, del PTS, en los debates teóricos, pero también en los debates políticos de nuestra coyuntura.
JUAN DAL MASO
Es cierto lo que plantea Martín sobre que en este libro la lucha de clases está más o menos dada por supuesta. Pero recogiendo el guante diría que, en la definición de la tradición marxista clásica, la lucha de clases es una lucha contra la clase dominante y su Estado, que va más allá de la lucha económica de obreros contra patrones en la fábrica. En ese sentido, había acuerdo entre Lenin y Trotsky: en el ¿Qué hacer?, el primero había planteado la necesidad de una lucha política que superara la lucha por demandas económicas, porque una revolución contra la autocracia zarista no se podía hacer con huelgas de fábrica. La figura del tribuno del pueblo, propuesta por Lenin, y la hegemonía –que ya venía de la tradición marxista rusa– como fórmula sintetizaban esta necesidad del proletariado de tomar las demandas de los demás sectores oprimidos, especialmente del campesinado, para dirigir una revolución democrático-burguesa contra la autocracia.
Mientras que Trotsky consideraba que esta “dinámica política” de la hegemonía era incompleta, porque la “dinámica social” de la lucha de clases iba a su vez a radicalizar la “dinámica política”. Iba a imponer a la clase obrera que la revolución democrático-burguesa no podía detenerse en tareas inmediatas como la liquidación del zarismo o la resolución del problema agrario e iba a obligar al nuevo gobierno a tomar medidas que afectaran la propiedad privada. En ese contexto, para Trotsky, la hegemonía surgía de tomar como propias las demandas de otros sectores oprimidos, así como de la lucha con mucha decisión por las propias demandas. Por eso, en su balance de 1905 aparece el soviet como organismo de democracia proletaria pero también de hegemonía, y la huelga de octubre y la posterior insurrección, como elementos que muestran la hegemonía de la ciudad sobre el campo y del proletariado en la revolución democrática. Estas cuestiones marcan a fuego su elaboración teórica y se van reelaborando a lo largo de los años, integrándose en su versión “madura” de la teoría de la revolución permanente y en sus reflexiones sobre los problemas de la revolución en Europa, la burocratización de la URSS, etc. Desde esta óptica, entre hegemonía y lucha de clases –entendida como lucha contra la clase dominante y su Estado– hay una relación estrecha, no se puede pensar una sin la otra. Sobre las experiencias de los Frentes Populares, creo que muchas veces podemos perder de vista la densidad de ciertas experiencias históricas. En el caso de Francia, fue casi una “inocentada” comparado con España, donde el Frente Popular, con un control mucho más férreo del stalinismo, se transformó en un gobierno bonapartista que reprimía anarquistas, poumistas y trotskistas. Togliatti ahí cumplió un rol del que nadie quiere acordarse, como nadie se acuerda del Togliatti que hizo un gobierno de coalición con el ex fascista Mariscal Badoglio. La mayoría prefiere acordarse del Togliattti de la segunda posguerra, del partido con un millón y medio de afiliados, la política cultural y los buenos modales, pero no del Togliatti represor de la revolución española. A su vez el giro de los Frentes Populares implica una reformulación de la estrategia de la Internacional Comunista que había surgido con el objetivo de realizar revoluciones socialistas y, a partir de su VII Congreso, se redefine como ala izquierda de la democracia burguesa, subordinando a su defensa el desarrollo de la lucha de clases. Pero si llevamos la discusión del Frente Popular a la realidad argentina actual, es un hecho que nadie, salvo Martín, tiene esa propuesta desde el lado del kirchnerismo o la izquierda kirchnerista. Nadie dice, como John William Cooke –con quien no coincidimos en la estrategia–, que hay que hacer un Frente Nacional pero que la lucha de clases existe y no es un invento de los comunistas. Más bien se ha impuesto un discurso de orden, como el de pacto o contrato social que hemos escuchado recientemente.
Sobre lo que plantea Ariel acerca del texto de Anderson, como hay una contraposición de tradiciones, se sigue utilizando como punto de referencia en distintos debates. Además, el propio Anderson lo volvió a publicar con un estudio preliminar en el que hace algunas precisiones, pero ratifica lo esencial de ese texto. Por estos motivos, creo que era pertinente volver a discutirlo. ¿Está superado? Depende desde qué punto de vista nos hagamos la pregunta. El problema de pensar la revolución en países occidentales u occidentalizados es un tema que sigue estando vigente. No lo inventó Gramsci, ni lo inventó Anderson, pero este hace bien en ponerlo en discusión con su trabajo, en el que debate contra las posiciones del PCI que pretendía llegar al socialismo, a través de una alianza con la Democracia Cristiana y del parlamentarismo. Entonces, desde el punto de vista político, el texto de Anderson no está superado para nada, porque los problemas a los que hace referencia no se resolvieron en la práctica.
Pero desde el punto de vista conceptual, el trabajo de Anderson tiene debilidades importantes. En primer lugar, toma muy en serio el relato sobre la continuidad entre las elaboraciones de Gramsci y la política del PCI en la segunda posguerra. Él igualmente lo separa de Togliatti y también del eurocomunismo, dice que Gramsci era un revolucionario que no propuso abiertamente esas posiciones, pero lo deja planteado casi como un horizonte moral, porque según Anderson su teoría habría habilitado las desviaciones posteriores. En ese marco, hay dos o tres cuestiones que constituyen lecturas erróneas: la primera, dice que Gramsci extendió la cuestión de la hegemonía para tratar la dominación burguesa en Occidente, pero nunca dio una explicación convincente del rol de la democracia parlamentaria. Esto es un anacronismo porque en el período de entreguerras la democracia parlamentaria estaba en crisis en todos los países de Europa, con regímenes bonapartistas fascistas. En este contexto, Gramsci construye el concepto del “Estado integral” que hace referencia a cómo el Estado se extiende a esferas que antes no controlaba, como partidos y sindicatos, destacando la estatización sindical y la integración de los sindicalistas en el Estado, como forma de entender lo que pasó en la “sociedad civil”. Anderson no desconoce este tema, pero no lo reconoce en la obra de Gramsci. Esto a su vez incide en el tratamiento que hace Anderson de la cuestión de la guerra de posiciones como una evolución gradual similar a la “guerra de desgaste” de Kautsky. Creo que está demostrado en el libro, que Gramsci va desarrollando una argumentación en la que primero distingue guerra de posición y de maniobra como dos formas de lucha, luego tiende a presentarlas como estrategias diferenciadas e incluso contrapuestas y, finalmente, a partir del tratamiento de la problemática de la revolución pasiva y los procesos de restauración de la autoridad estatal, retoma la idea de combinar ambas formas de lucha y la posibilidad de que, al desarrollarse las fuerzas constreñidas por las direcciones restauradoras o reformistas, la guerra de posiciones vuelva a transformarse en guerra de maniobra. Yo no sé si proponer que esta es la posición definitiva de Gramsci sobre el tema, pero me parece fácil de comprobar mediante una lectura atenta de los Cuadernos de la cárcel, que esas variaciones existen y que el pensamiento de Gramsci es mucho más complejo que el abandono de la estrategia revolucionaria en función de una evolución gradual, cuestión que se puede corroborar con el informe de Athos Lisa sobre la organización militar que proponía Gramsci. Anderson no le atribuye que haya realizado este abandono abiertamente, pero sugiere que sentó las bases para una posición de este tipo.
Sobre la relación de este libro con Estrategia socialista y arte militar. Ambos libros tienen como referencia el debate que plantean Laclau y Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista. Emilio y Matías debaten sobre el intento de “desmilitarizar” el marxismo y en ese sentido retoman la discusión sobre la presencia de Clausewicz en el marxismo, haciendo una especie de “trabajo de excavación” que demuestra en qué medida está incorporado su pensamiento en el de Engels, Lenin o Trotsky, y volviendo a pensar muchas categorías y reflexiones del marxismo a través de un tamiz clausewicziano, para postular la necesidad de un marxismo estratégico. Yo me concentro más en discutir el concepto de hegemonía para restituirlo a la tradición marxista clásica, ligado también a la cuestión estratégica. O sea, son reflexiones distintas, pero apuntan al mismo objetivo: pensar sobre la actualidad de la revolución frente a un mundo que hoy es mucho más “Occidente” que en el pasado.
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