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“Debemos ser capaces de reactualizar el proyecto comunista”

ENTREVISTA A EMMANUEL BAROT

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Ilustración: Sergio Cena

“Debemos ser capaces de reactualizar el proyecto comunista”

Juan Dal Maso

Ideas de Izquierda

Emmanuel Barot es profesor de Filosofía de la Universidad de Toulouse en Francia. Es autor de libros como Cámara Política. Dialéctica del realismo en el cine político y militante, Revolución en la Universidad y Marx en el país de los soviets o los dos rostros del comunismo, este último publicado en castellano en 2017 por Ediciones IPS. Barot integra la Corriente Comunista Revolucionaria del Nuevo Partido Anticapitalista de Francia.

En esta entrevista conversamos, a propósito de los 200 años del nacimiento de Marx, sobre el significado de sus ideas y práctica revolucionaria, incluyendo algunos de los temas tratados en su libro, junto con un repaso del estado del marxismo en Francia.

Se cumplen este año 200 años del nacimiento de Marx. ¿Cuáles te parecen que son sus principales aportes a la historia del movimiento obrero y el pensamiento teórico?

¡La pregunta no está a escala humana! El teórico marxista francés Henri Lefebvre dijo que el marxismo es un “pensamiento devenido mundo”, lo que solo se produce por las elaboraciones, por definición fuera de las normas, que son capaces de apoderarse del movimiento de la historia, y a la vez comprender conceptualmente sus mecanismos y sus motores, y reapropiarse prácticamente de estos últimos para convertirse en su sujeto consciente o, por lo menos, en un actor decisivo. La ambición de Marx y Engels fue desarrollar la crítica científica más grande al modo de producción capitalista en su conjunto, a sus “leyes” fundamentales, articulando de la manera más estrecha posible las determinaciones materiales o “estructurales” y la ideología, la política, la cultura, la lógica de las representaciones, las formas de conciencia social y de subjetividad, en síntesis, la “superestructura”. Conocemos la fórmula según la cual las “tres fuentes” del marxismo son la economía política inglesa, la filosofía alemana –especialmente la dialéctica hegeliana– y el socialismo francés: el primer aporte es esta elaboración de una concepción totalizante, del mundo y de la historia, desde el principio internacionalista, que rechaza todo reduccionismo o visión unilateral y propone de hecho una nueva imagen de la “ciencia”. Pero, contrariamente a Hegel, de quien extraen esta ambición totalizante, la comprensión de lo concreto como “síntesis de múltiples determinaciones” se opera en ellos sobre bases materialistas, en ruptura con toda ilusión religiosa o transcendente, siguiendo el hilo conductor del punto de vista de clase y de la lucha de clases como principal motor de la historia.

Es por eso que, en un segundo aspecto, el aporte es tan fundamental y único, y por eso la dialéctica en particular es tan “escandalosa” y “abominable” para los burgueses: esta teorización “en la concepción positiva de lo existente incluye la concepción de su negación, de su aniquilamiento necesario” (para retomar la fórmula del postfacio de 1873 a las segunda edición alemana del Libro 1 de El Capital). Dicho de otro modo, la concepción del mundo y de la historia, y la crítica de todo lo existente, se prolonga ella misma en una teoría y una práctica específicas, que pasa por la organización de un movimiento obrero consciente de su rol y de sus fuerzas, incluyendo una primera elaboración estratégica y táctica sobre los medios necesarios para la revolución.

Se han escrito millones de páginas sobre la Tesis XI sobre Feuerbach según la cual “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, de lo que se trata es de transformarlo”. Pero no se ha terminado de meditar a fondo sobre su importancia, que es una revolución absolutamente extraordinaria en la concepción misma de la teoría y de su relación con la práctica. Si el marxismo es un “pensamiento devenido mundo”, esto es porque es un pensamiento que se ha formado con el objetivo consciente de fusionarse con el movimiento obrero existente, y esto se ha logrado. La continuación de la historia ha marcado bien las discontinuidades, las contrafinalidades, las crisis, las traiciones, las desviaciones de todo tipo. Pero ese doble aporte, más allá de los 170 años que nos separan este año del Manifiesto Comunista, es el que, a mi modo de ver, hace del pensamiento de Marx y Engels el pensamiento más actual que existe. Simplemente, como dijo Sartre, porque el momento de la historia que lo vio nacer –la dominación del capital– todavía está allí. Por eso él dice también en Cuestiones de método que el marxismo “todavía está en su infancia” y con todo su futuro por delante. Aun cuando lo ha escrito en 1957 (contra el estalinismo), yo pienso que esto es perfectamente válido hoy en día.

En 2011 publicaste el libro Marx en el país de los soviets o los dos rostros del comunismo. ¿Qué era lo que querías reivindicar?

Primero, como ya lo indiqué en el prólogo a la edición en castellano de ediciones IPS en 2017, reivindico aún más este pequeño libro, un libro militante, hoy en día que cuando lo escribí en 2011, donde el contexto político e intelectual era bien diferente. La acentuación de los fenómenos políticos que expresan la crisis sistémica del capitalismo internacional abierta en 2008, el grado de convulsiones y de tendencias a la “crisis orgánica” que salieron a la luz después, exigen aún más rearmar teórica y estratégicamente a las franjas de nuestra clase, de la juventud, que se han repolitizado y radicalizado en los últimos años, a escala internacional -en Argentina, como sabés mejor que yo, en Francia, sobre todo después de 2016, y en otros países–. No solo se trata de resistir y de rebelarse contra las políticas destructivas y reaccionarias; estamos en un período en el que debemos ser capaces de reactualizar el proyecto de una sociedad radicalmente diferente y realmente deseable, liberada de los principios de explotación y de opresión que caracterizan el capitalismo.

En tu libro hacés una distinción entre el comunismo como el movimiento real que busca abolir el estado de cosas y el comunismo como un proyecto o idea de sociedad ¿en qué consiste la diferencia?

Además del proyecto, hace falta –como hicieron Marx y Engels– reactualizar cada vez más, en las circunstancias actuales, su posición frente a quienes ellos llamaron, en los años 1840, socialistas “utópicos”, es decir, los proyectos progresistas de una sociedad racional pero profundamente afectados por la falta de una concepción complementaria, concreta, operativa, de los medios y los procesos que permitirían realizar este tipo de sociedad, que pasan por el enfrentamiento, por definición violento, con el orden burgués, concepción operacional que ponía de relieve para ellos un socialismo de otro tipo, un socialismo "científico" fundado sobre un materialismo realmente revolucionario. Es desde ese punto de vista, contra el regreso a cierto utopismo –el tema por ejemplo de “La Idea” de comunismo–, que el análisis de las relaciones entre las dos definiciones que dio Marx del comunismo me parece todavía más esencial hoy en día: el comunismo como “fin”, como objetivo, como horizonte de la historia, es compartido con las concepciones “utópicas”, al igual que, en cierto sentido, con las concepciones anarquistas: una sociedad que liquide las clases y el Estado opresor, organice la producción y las nuevas instituciones sobre la base de las necesidades reales del conjunto de la sociedad, o al menos de su inmensa mayoría, generalizando el principio democrático según el cual, al igual que “la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”, serán los “productores asociados” quienes decidan qué se puede y se debe hacer.

Pero cuando no se discute por qué uno lucha, sino cómo, se tropieza con las divergencias. Y para abordar ese plano me parece que recomenzar por La ideología alemana, donde Marx y Engels dicen también que el comunismo no es un “ideal” a realizar, sino al contrario, “el movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual”, es un buen método. Esta definición es mucho más compleja en realidad, rompe con toda forma de utopismo, pero está en el corazón de esta concepción “científica” de la historia según la cual es el sujeto revolucionario, la clase de los trabajadores en toda su diversidad, el que apoyándose en aquello que en el capitalismo y, más ampliamente, en la historia pasada, merece ser reapropiado, debe tomar el control de lo que ya existe, con el objetivo de transformarlo conscientemente. El comunismo es un objetivo, pero la forma misma de ir hacia él condicionará su fisonomía: es por esto que no hay y no puede haber una teoría sistemática del “comunismo” en Marx; eso sería prejuzgar el curso de la historia concreta.

No puede tener más que un objetivo general cuya concretización se basa en la victoria, y sus formas, del movimiento real de la clase obrera tomando en sus manos su destino y sabiendo sacar lo mejor que la sociedad actual, al precio de contradicciones reaccionarias, ha podido desarrollar (al nivel de la ciencia, de la tecnología, en síntesis, de esta dimensión de las “fuerzas productivas”). Es allí, entonces, donde emerge la cuestión propiamente estratégica de las condiciones para la conquista del poder por el proletariado, y de la forma del poder revolucionario, por definición transitoria, que este debe instaurar.

¿Cómo se puede definir la racionalidad científica en Marx?

La racionalidad científica que formularon Marx y Engels no tiene equivalente. Desde su surgimiento hizo explotar los cánones de cientificidad, sean los de las ciencias positivas, los de la “ciencia especulativa” o incluso los de las “ciencias humanas”, cuyo paradigma no se terminará de elaborar hasta el giro decisivo del siglo XX. Decir que esta racionalidad es totalizante es, en primer lugar, decir que busca integrar y articular todas las formas de cientificidad “locales” o “regionales” que existen: todo es bueno para conocer, por poco que se identifiquen los dominios y límites de validez de cada dominio del saber, para pensar mejor las articulaciones y las conexiones. Pero para evitar dar lugar a una simple colección de saberes o ciencias, hace falta un centro de gravedad, doble en este caso.

Esta es la tesis materialista, en primer lugar, que reconduce toda forma de realidad, por lo tanto, de conocimiento de esa realidad, en búsqueda de las formas más diversas, hasta la que parece más “ideal”, por las cuales la materialidad se expresa o se despliega. Es la tesis dialéctica, entonces, la que ha sido y sigue siendo mucho más objeto de caricaturas, de debates sin fin, pero también de zonas de sombras, desde el siglo XIX. Para resumir, se puede decir que esta tesis (de la) dialéctica es la idea según la cual lo real no es solamente un conjunto de hechos y de leyes; es un proceso que está trabajado por contradicciones internas, cuyo movimiento es constitutivo de todo lo que deviene. Por supuesto, cuando se precisan las preguntas son enormes: la dialéctica de la historia y la dialéctica de o en la naturaleza, por ejemplo, no podrían ser tratadas, como ha hecho el estalinismo en forma abusiva, de la misma manera.

Bensäid hablaba de una tensión entre una concepción “anglosajona” (empirista) de la ciencia y otra “alemana” relacionada con el hegelianismo, ¿qué opinás de esa lectura?

Yo estoy de acuerdo con esa “tensión” que puntualiza Bensaïd en Marx intempestivo (y recomiendo a todo el mundo leer este libro fundamental, y sobre ese punto preciso, el capítulo 7, “Hacer ciencia de otro modo”); hay una tensión que expresa claramente que Marx y Engels son bien de su época. Y el siglo XIX, quizás aún más que la Ilustración, es un siglo de trastorno revolucionario en absolutamente todos los dominios de la ciencia, una época donde el “positivismo”, la fe en la ciencia “dura”, están en la cima, pero donde simultáneamente se opera la emergencia conflictual, que va a atravesar todo el paradigma “evolucionista” en la antropología, en la historia, después en la sociología naciente, de una voluntad de emancipación de las ciencias humanas respecto del imperialismo del modelo físico-matemático. Marx y Engels estaban apasionados por las matemáticas, la física, la química, las ciencias de lo vivo (¡hay que recordar en ese punto que Darwin representaba para ellos una cima y un punto de inflexión!), el racionalismo integral de las Luces, tanto como por la pujanza de conceptualización propia y única del pensamiento hegeliano, mientras estaban al corriente de los últimos avances en antropología.

Toda su obra es “sincrética” en este sentido, y es esto lo que hace que “la ‘ciencia de Marx’ se mueva decididamente sobre la “base epistemológica’ de su época” como dice Bensaïd. No solamente esta base es ella misma profundamente plural, en movimiento y en desarrollo exponencial, sino más aún, Marx y Engels se esfuerzan en obtener de ella lo más que pueden, al mismo tiempo que refundan radicalmente, como decía más arriba, la relación de la teoría con la praxis, lo que redobla la complejidad de su operación. Estas “tensiones”, en resumen, son reales y sobre todo inevitables: son la marca de un pensamiento que se esfuerza por captar su época en todas sus dimensiones, para poder influir mejor. Difícil evitar que no se produjeran “tensiones” diversas y variadas…

Ilustración: Sergio Cena

En tu libro hablás sobre el discurso científico de Marx y planteás cuatro niveles o regímenes de discurso: hipotético-deductivo, anticipatorio, crítico y transicional. ¿Cómo se caracteriza cada uno?

En relación con el comunismo he identificado sistemáticamente lo que pensé que eran cuatro regímenes de discurso, partiendo de presuponer que son coherentes entre ellos. Me parece, por un lado, que todos son la expresión de un cierto grado o tipo de conceptualización –la más abstracta, por ejemplo, tal como el Libro II de El Capital y los esquemas de reproducción, podría incluso dar lugar, al menos en parte, a una modelización matemática– y son complementarios, testimonio del objetivo de Marx de integrar tanto las ciencias de la naturaleza o las matemáticas como los dominios de conocimiento que no caen bajo su jurisdicción, como la antropología, etc. Ellos contribuyen a esta visión totalizante y dialéctica que ha hecho del marxismo una forma sin igual de intentar “hacer ciencia”. Y a mi juicio, ellos se dejan ordenar de lo más abstracto a lo más concreto, en el sentido del “método correcto” del que habla Marx en su introducción de 1857. Y en vista del lazo inmanente, orgánico, de la teoría y de la práctica, el régimen “transicional”, que es el más concreto, aquel por el cual, retomando una fórmula de Lenin, los “fines” se transforman en “tareas”, se ve que el pensamiento marxista termina, en virtud de su propio despliegue, de sumergirse en la historia y hacerse praxis. Y es aquí que llegamos al que es el más crítico.

Como decía Trotsky (es una de las “leyes” de su teoría de la revolución permanente): las verdaderas dificultades comienzan –como en Rusia...– cuando se toma el poder. La conquista del poder no es el final de la revolución, al contrario, es su punto de partida.

Este tema de la dictadura del proletariado no es muy popular en algunos ámbitos intelectuales. ¿Qué les dirías a quienes equiparan esa idea con un régimen totalitario como el stalinismo?

Es verdad: el stalinismo en el siglo XX ha arraigado en las representaciones la idea de que la dictadura del proletariado es una “dictadura” en el actual sentido habitual del término: un poder autoritario, injusto, destructivo, ejercido por un partido, un Estado, una oligarquía, una casta, que se impone brutalmente, con el terror policial y militar si es necesario, contra la inmensa mayoría. Pero en Marx, Lenin, Trotsky o incluso en Luxemburgo, designa esencialmente la forma “expansiva” del poder revolucionario de excepción, cuya tarea es que sea lo más temporaria posible, de la clase inmensamente mayoritaria en lucha por su emancipación.

Pagamos todavía hoy en día los costos del stalinismo, que no solamente ha desacreditado las ideas de revolución y comunismo, sino también ha desacreditado el pensamiento estratégico y esta reflexión vital sobre las formas de la transición revolucionaria más en general. En este sentido es “lógico” que esta fórmula todavía sea ampliamente rechazada en la actualidad por la inmensa mayoría de los intelectuales, y dé miedo incluso entre los que se reivindican de Marx, pero sobre todo a una escala popular.

Pero detrás de la fórmula hay una concepción que, a pesar del siglo XX, mantiene toda su agudeza: la burguesía jamás se dejará quitar sus privilegios. No será suficiente preguntarle amablemente. Si queremos cambiar de sociedad, hará falta arrasar y abatir su poder de clase, destruir el tipo de Estado que está a su servicio. Y para eso hace falta pensar bien en un poder alternativo, que incluya sus propias fuerzas de coerción, pero controladas democráticamente por el proletariado mismo, de manera de minimizar al máximo –esta es una lección del siglo XX que impone una lucidez superior en este plano– los riesgos de desviaciones autoritarias.

No hay una fórmula mágica o una receta milagrosa, pero si uno está de acuerdo sobre ciertos fines, porque son justos y deseables, no puede esquivar la necesidad de ciertos medios. La “dictadura del proletariado” no es otra cosa que la formulación más sintética del tipo de poder revolucionario que no es posible esquivar, si uno quiere cambiar la sociedad, dada la naturaleza y las formas de dominación de la burguesía y de sus aliados, tal como siguen existiendo hoy.

En su momento en Francia tuvo mucho peso la lectura humanista de Marx y después la althusseriana ¿Cuál es la lectura predominante de Marx hoy en Francia y en Europa?

En la actualidad ni la lectura “humanista” ni la “estructuralista” de Marx son predominantes. En realidad no hay una lectura predominante, y la situación es bastante compleja. Para no hablar más que de Francia, todavía estamos ante lo que André Tosel, filósofo marxista fallecido en 2017, había llamado ya a principios del siglo XXI los “mil marxismos”. No se puede negar, por supuesto, que pensamientos como el de Poulantzas, el de Gramsci corrido a la derecha desde el eurocomunismo, continúan teniendo un peso estructurante. Pero después de varias décadas de crisis, el marxismo en Francia está sobre todo muy fragmentado, en curso de renacer. Naturalmente es muy minoritario en la Universidad y ha recuperado derechos en el medio intelectual y militante bajo los efectos, por decirlo rápido, de la crisis de 2008, como algo inevitable en el panorama de los “pensamientos críticos” todavía vivos, pero debe ser pasado por la criba de toda una serie de fenómenos o de problemáticas nuevas. Esto da lugar –a semejanza de la “encrucijada” del marxismo europeo (e internacional) que representa Historical Materialism en Inglaterra–, a diálogos múltiples en torno a las cuestiones de género, de raza, de ecología, etc. Esto se traduce en sitios web, revistas, encuentros muy diversos, que reflejan su nueva vitalidad.

Sin embargo, sobre todo por falta de verdaderos cuadros organizados, al igual que en las conferencias anuales de Historical Materialism en Inglaterra, se podría decir que esos diálogos se reducen todavía a intercambios muy parciales o polémicas puntuales (por ejemplo con las corrientes autonomistas, ciertas corrientes antimarxistas al interior del “pensamiento crítico”). Estamos más bien ante un mosaico de posiciones que se expresan de manera yuxtapuesta, y no hay en este sentido debates realmente abiertos y estructurantes que tengan una centralidad inevitable –con la excepción podría ser, en razón de su actualidad viva, de las cuestiones del racismo, la islamofobia, etc., que atraviesan a la sociedad francesa, o el marxismo y la religión, en relación con las reflexiones más amplias entre el marxismo y las teorías decoloniales o postcoloniales–. Se podría decir, en este sentido, que hay “debates latentes”, pero que no llegan todavía a encontrar los medios de organizarse y desarrollarse. Esto reconfigura en todos los casos la división anterior entre un marxismo “académico” muy despolitizado y el marxismo “militante”. La frontera es muy porosa, muy móvil; el primero está forzado a repolitizarse bajo presión de la realidad, el segundo, forzado a dialogar fuera de sus círculos tradicionales para salir del aislamiento.

En Francia parecería haber un reanimamiento importante de sectores del movimiento obrero. ¿Qué relación y qué posibilidades ves para el desarrollo de la izquierda combativa en Francia y, más en general, para la difusión de las ideas marxistas?

En relación directa con lo anterior, los giros recientes de la situación política (procesos bonapartistas, crisis de la Unión Europea, desarrollo de la extrema derecha, etc., y sobre todo la reactivación después del 2016 en Francia de fenómenos de lucha de clases), constituyen en efecto la evidencia de “canteras” y de terrenos favorables para las ideas marxistas (de Marx, Gramsci, Lenin, Rosa Luxemburgo pero también de Trotsky, en particular, sobre la cuestión de los Estados en “Occidente”). Pero esta posibilidad se enfrenta, por una parte, a un malestar profundo y creciente en la Universidad, y por otra, a una crisis histórica de las organizaciones de extrema izquierda del trotskismo francés, entonces las recomposiciones después de muchos años de “la izquierda de la izquierda”, con una influencia notable ejercida por los neorreformismos y los neopopulismos de izquierda (con la France Insoumise de Mélenchon, muy influenciada por Laclau y Mouffe), son importantes. Pero estos últimos, por dominantes que puedan ser, no llegan a hegemonizar toda la radicalidad emergente.

Esto nos plantea una situación muy contrastante, donde se dan avances pero solamente de modo molecular por el momento, sin dar lugar a nuevas “síntesis” o nuevos paradigmas. Las ideas marxistas tienen, en esta nueva etapa, la posibilidad de reencontrar una audiencia y una legitimidad más profundas. Por no tomar más que un síntoma, la película El joven Marx de Raúl Peck (que salió en 2016) suscita mucho interés y diálogo a una escala acorde con muchas de las preocupaciones y aspiraciones que renacen, ligadas a esta combatividad que ha resurgido poco después. Pero estas ideas tienen, al mismo tiempo, que volver a probarse para volver a “apoderarse de las masas”, para penetrar plenamente en esta nueva “vanguardia” de la clase trabajadora y la juventud, para devenir “fuerzas materiales” (como dijo el joven Marx). El peso del posmarxismo e incluso del antimarxismo, el descrédito histórico aportado por el stalinismo, afectan al proyecto revolucionario, al comunismo; en efecto, continúan ejerciendo una presión importante. Esto se expresa notablemente en la juventud ante todo, por la importancia (que se une al neorreformismo en sus alas derecha) de las corrientes autonomistas y de una forma de izquierdismo posmoderno más o menos emparentado o teorizado (marcado, conscientemente o no, por las ideas de Foucault, Deleuze, Negri o Agamben), que aprovecha tanto el espacio abierto por el debilitamiento de las organizaciones tradicionales más o menos burocratizadas como la inmadurez de las corrientes marxistas revolucionarias en construcción.

En resumen, estamos en un período eminentemente transitorio e inestable de la lucha de clases, y se expresa naturalmente en el plano de las ideas y de los pensamientos donde las coordenadas, aun cuando no es evidentemente en el modelo de una transposición mecánica, se modifican poco a poco ellas también. Más allá del símbolo de los 50 años del Mayo del ‘68, los 200 años de Marx, –que va a generar acontecimientos públicos, universitarios y militantes–, la coyuntura de movilización de los ferroviarios y el movimiento estudiantil contra la selección y la represión, y la política del presidente Macron, en el terreno de la intelectualidad marxista la situación francesa todavía necesita decantarse en profundidad.


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Juan Dal Maso

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(Bs. As., 1977) Integrante del Partido de los Trabajadores Socialistas desde 1997. Autor de diversos libros y artículos sobre problemas de teoría marxista.