Mirando al día después de la cuarentena, los empresarios piensan en menos salarios y más explotación. Las imposturas de “prohibiciones” que no impiden los ataques.
“Solo una crisis -real o percibida- da lugar a un cambio verdadero”, afirmaba Milton Friedman en el prefacio a la reedición de 1982 de Capitalismo y libertad. Una cita que se volvió célebre probablemente desde la edición de la Doctrina del shock de Naomi Klein. Aunque Friedman se refería a las disrupciones de magnitud como eventos capaces de romper la “inercia -una tiranía del status quo-” que en su opinión caracterizaba a “los arreglos privados y sobre todo a los gubernamentales” para imponer grandes empresas, como fue su establecimiento de las políticas neoliberales como nuevo statu quo que reinó de forma verdaderamente tirana en las últimas décadas, las patronales de todo el mundo le están dando desde el inicio de la pandemia del COVID un sentido más prosaico. El colapso de la economía, cuyo alcance real es todavía una conjetura pero con toda seguridad superará lo vivido desde la crisis de la década de 1930, la peor hasta el momento en la historia del capitalismo, está impulsando a las empresas a descargar ya desde hoy los costos sobre los asalariados. De acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo (OIT), 195 millones de empleos podrán sufrir las consecuencias en este segundo trimestre del año, nada menos que 7 % de la fuerza laboral mundial.
En EE. UU. estamos viendo cabalmente el verdadero significado de la flexibilidad laboral que tanto idolatran los liberales en todo el planeta. En apenas tres semanas se registraron 17 millones de solicitudes del beneficio de desempleo, algo que no ocurrió a este ritmo en ningún momento de la historia. “En vez de salvaguardar los empleos, EE. UU. se está apoyando en benenficios por desempleo reforzados para proteger a los trabajadores despedidos de la malaria económica”, afirman Emmanuel Saez y Gabriel Zucman en un artículo de The New York Times. Lo contrastan con lo que ocurre en Europa, donde los países pagan a las empresas para que sostengan a sus empleados; pero ya hemos visto ahí durante la Gran Recesión de 2008-2010 cómo después de la crisis, que derivó en un salto del endeudamiento público, la austeridad agravó la recesión y continuó la destrucción del empleo. No hay motivos para pensar que lo mismo (pero en escala mucho más aumentada) no vaya a ocurrir ahora. En Brasil, que ya es la envidia de las patronales argentinas por la reforma laboral que implementó Michel Temer en 2017, Jair Bolsonaro intentó ir un paso más allá y firmó un decreto que autorizaba a las empresas suspender el contrato de sus trabajadores hasta por cuatro meses sin sueldo, aunque debió dar marcha atrás en 24 horas. Pero reglamentó otro que permite la reducción de la jornada y de salarios o la suspensión del contrato por dos meses, con remuneración a través del seguro de desempleo.
Aunque desde algunas usinas ideológicas del gran capital anticipan que no será posible retomar después de esta crisis la normalidad previa, resignadas a aceptar algunas reformas en pos de asegurar la preservación del orden social, los dueños de los medios de producción muestran desde sus puestos de mando en la economía que no van a dejar pasar la crisis como oportunidad para imponer un nuevo avance sobre la fuerza de trabajo.
Karl Marx apuntó sobre el carácter necesario de una “sobrepoblación obrera” que no logra el privilegio de ser explotada por el capital. Este conforma lo que el definía como “un ejército industrial de reserva a disposición del capital”. No se trata de algo que ocurre solo con las crisis, sino de un rasgo permanente y necesario del funcionamiento de este modo de producción, que “crea, para las variables necesidades de valorización del capital, el material humano explotable y siempre disponible, independientemente de los límites del aumento real experimentado por la población” [1]. Pero hoy amenaza en convertirse en un ejército verdaderamente multitudinario, gracias a los despidos masivos y los cierres de empresas. Por la vía de este “automatismo” económico el capital impone su disciplina. Sigue Marx:
Durante los períodos de estancamiento y de prosperidad media, el ejército industrial de reserva o sobrepoblación relativa ejerce presión sobre el ejército obrero activo, y pone coto a sus exigencias durante los períodos de sobreproducción y de paroxismo. La sobrepoblación relativa, pues, es el trasfondo sobre el que se mueve la ley de la oferta y la demanda de trabajo. Comprime el campo de acción de esta ley dentro de los límites que convienen de manera absoluta al ansia de explotación y el afán de poder del capital [2].
Uno de los puntos de apoyo de las ofensivas burguesas de las últimas décadas, fue la posibilidad de contar con una fuerte ampliación de este ejército de reserva. El desmantelamiento de las políticas que durante los años del boom posguerra habían pretendido que podían sostener el pleno empleo, algo en lo que terminaron fracasando por su impacto negativo sobre la tasa de ganancia, la inversión y la inflación, fue clave en este sentido. También lo fueron las sucesivas rondas de flexibilización laboral (que no significa otra cosa que precarización) aplicadas invariablemente en todos los países en las últimas décadas, que jugaron un rol clave para potenciar este imperio de las leyes económicas que sirven al capital (y que no tienen nada de natural a diferencia de lo que pretende la economía mainstream). Como decíamos en otra oportunidad, la precarización de amplios sectores de la clase trabajadora
[D]ivide las fuerzas de la clase trabajadora, poniendo trabas a su capacidad de arrancar mejoras en la disputa con el capital por el reparto de la “torta”. La informalidad laboral permite ante todo segmentar los estratos más bajos y pobres en la economía informal en beneficio de las patronales de los sectores menos productivos, que trabajan más al límite y lo compensan degradando aún más las condiciones laborales y pagando salarios bien por debajo de los trabajadores registrados. “Para cada sector empresario una condición de trabajo que se ajuste a sus requerimientos”, podría ser el lema...
Sin esta avanzada del capital contra las condiciones de trabajo, no habría sido posible el salto que consiguió la masa de ganancias (la porción del producto social que se llevan las patronales, y que no tiene otra fuente que el trabajo no pago apropiado como plustrabajo por el capital del valor que producen los trabajadores bajo su mando) en el reparto de la “torta”, es decir del ingreso social. La participación de esta masa de ganancias creció de forma casi constante desde finales de la década de 1970, y lo hizo a costa de la masa de los salarios. Gracias a la ofensiva patronal, durante estos años los frutos de los aumentos de productividad no se tradujeron en un aumento de los salarios reales (que siguieron estancados) ni en una reducción de las jornadas laborales, que por el contrario tendieron a aumentar. Como mostró 2008, y como sostenía Friedman, son las crisis momentos de gran oportunidad para estas avanzadas. ¿Habrá otra ronda de lo mismo después de la pandemia de 2020? Es lo que ya están buscando imponer los patrones.
Alberto, el gran simulador
En la Argentina de los miserables, los despidos están prohibidos desde la semana pasada por el Decreto 329/20. Pero no tanto, parece. Tecpetrol, la empresa de Paolo Rocca que hace dos domingos desató la ira presidencial por pretender avanzar con 1.500 despidos, los concretó el lunes pasado con aval del sindicato y homologación del Ministerio de Trabajo. Ese mismo lunes, Dánica, la tradicional productora de margarina, cerró su fábrica como medida de lock-out para no reincorporar trabajadores despedidos. Si bien el día viernes la empresa anunció que reanudaba sus actividades, advertía en un comunicado que lo hacía “con el compromiso de las autoridades laborales de restablecer en forma urgente el procedimiento preventivo de crisis que se encuentra paralizado desde enero por la intransigencia gremial”. Voceros de la firma no se privaban además de evaluar que las desvinculaciones no deben considerarse como “prohibidas”.
Antes de sacar la –aventurada– conclusión de que las patronales se están revelando contra la disposición de Alberto Fernández, habría que observar lo ocurrido en Quilmes el jueves. El dueño del frigorífico Penta, empresario amigo del peronismo, entró en lock out para no pagar sueldos e imponer despidos. Rápidamente se pusieron en acción las fuerzas policiales bonaerenses. ¿Para reprimir al empresario que incumplía el decreto oficial? No, para hacerlo sobre los obreros que rechazaban el cierre y pretendían cobrar sus sueldos. La jornada terminó con un obrero hospitalizado que estuvo varias horas en terapia intensiva. Para el ministro de Seguridad de la provincia, Sergio Berni, que al igual que el gobernador Axel Kicillof y la intendenta Mayra Mendoza esquivó la responsabilidad por la represión, se trató de todos modos de una acción completamente justificada, aunque con un “método” incorrecto. A confesión de parte…
El mapa conformado por el Observatorio Despidos durante la Pandemia de La Izquierda Diario, registra desde el 20 de marzo más de 10 mil despidos y suspensiones. El informe del relevamiento agrega que estas dos medidas “no son el único mecanismo por el cual las empresas pretenden preservar sus ganancias a expensas de los trabajadores”. En más de 20 casos “el ataque hacia los trabajadores se ejerce vía reducción del salario”. Los porcentajes de descuentos sobre el salario de bolsillo oscilan entre el 25 % y el 85 %, e incluso registran casos en los que directamente se suspenden los pagos. “Vacaciones adelantadas, pago en cuotas de sueldos adeudados por meses ya trabajados, y otras variantes de la misma miseria patronal completan el panorama”.
Pero cómo, ¿no es que según el mismo decreto 329 no puede afectarse los salarios? No es tan así. El artículo 3 de la norma, fue un gran guiño a las mismas patronales con las cuales Alberto Fernández buscó mostrarse duro. Bajo las condiciones previstas por el artículo 223 bis de la Ley de Contrato de Trabajo, las mismas suspensiones que se “prohíben” en el título de la norma, quedan habilitadas en caso de disminución del trabajo o fuerza mayor. Gracias a esta “excepción”, que como suele ocurrir es una “letra chica” que define en gran medida el espíritu de la norma, las empresas pueden aplicar reducciones de salarios mientras dure la crisis. Para hacerlo, basta que estas suspensiones que sean pactadas individual o colectivamente entre el empleador y el empleado, y que luego sean homologadas por el Ministerio de Trabajo. Como reseña el Observatorio de Despidos, efectivamente en casi todos los casos “fueron pautadas en convenio con las cúpulas sindicales”.
Como observa Matías Aufieri, abogado integrante del Centro de Profesionales por los Derechos Humanos (CeProDH):
En este marco de imposibilidad de movilización que establece la cuarentena decretada, y de las centrales sindicales inmovilizadas por decisión propia, la situación más que nunca parece quedar librada al arbitrio del Ministerio de Trabajo mediante los Procedimientos Preventivos de Crisis históricamente homologados en perjuicio de los trabajadores sin mayor análisis. O en casos individuales, como lo es en la mayoría de las empresas que no cuentan con representación sindical, se perfilan juicios laborales individuales de aquí a los próximos años.
El arte imposible de la conciliación de clases en tiempos de crisis
Bajo el rótulo de “prohibir despidos”, la pretensión real del gobierno apunta entonces a diferirlos en el tiempo, dejando mientras tanto abierta la puerta para las suspensiones en masa. Alberto Fernández había prometido que en su presidencia se terminarían las bajas de salarios que rigieron en los tiempos de Macri, pero bajo el peso de la nueva recaída en la crisis no harán más que profundizarse. Los recortes que hoy imponen las patronales bajo el amparo del artículo 223 bis (y esto mientras el Estado solventa generosamente una parte de los sueldos y recorta las contribuciones patronales) actuarán como parámetro para las discusiones salariales que vengan después de la emergencia sanitaria, tiempos en los que seguramente continuará por largo tiempo la recesión.
En el marco de una economía mundial que se dirige a un terreno desconocido y en el que reina la incertidumbre, la destrucción en masa del empleo y la forzada convivencia con niveles de desocupación que más que dupliquen los registros previos a la crisis, buscarán ser presentados como una “catástrofe natural”, algo tan fatalmente inevitable como la pandemia. Pero si esta presentación no aplica para el Covid-19, que es la más grave (hasta ahora) de una larga serie de brotes virales masivos cuyo aumento fue posible por condiciones creadas por el capitalismo, mucho menos sostenible es el manto ideológico que busca encubrir las consecuencias de la devastación económicas sobre el empleo.
Como advertía Trotsky en el Programa de Transición, “el proletariado no puede tolerar la transformación de una multitud creciente de obreros en desocupados crónicos, en menesterosos que viven de las migajas de una sociedad en descomposición”, bajo “pena de entregarse voluntariamente a la degeneración”. La defensa de las fuentes de trabajo y de los salarios contra los ataques patronales no va a ser asegurada por ningún decreto, sino que depende de la movilización y la lucha de la clase trabajadora. Bajo el peso de la crisis, apelando a la inexorabilidad de las leyes económicas, las patronales afirmarán que no es posible asegurar el empleo y los salarios. Tal como anticipaba Trotsky en los años posteriores a la Gran Depresión:
Los propietarios y sus abogados demostrarán “la imposibilidad de realizar” estas reivindicaciones. Los capitalistas de menor cuantía, sobre todo aquellos que marchan a la ruina, invocarán además sus libros de contabilidad. Los obreros rechazarán categóricamente esos argumentos y esas referencias. No se trata aquí del choque “normal” de intereses materiales opuestos. Se trata de preservar al proletariado de la decadencia, de la desmoralización y de la ruina. Se trata de la vida y de la muerte de la única clase creadora y progresiva y, por eso mismo, del porvenir de la humanidad. Si el capitalismo es incapaz de satisfacer las reivindicaciones que surgen infaliblemente de los males por él mismo engendrados, no le queda otra que morir.
En la Argentina y en todo el mundo, está planteada para la clase trabajadora una dura pelea de autodefensa, frente a la decadencia, la ruina y el riesgo de nuestra salud que nos prometen los capitalistas. Rechazo de los despidos, exigencia de salario de cuarentena para todos los sectores precarizados de al menos $30.000, retomar el ejemplo de las gestiones obreras y ocupar y poner a producir toda fábrica que cierre o despida, son algunas de las respuestas fundamentales (que exigen disputar la dirección de los sindicatos a la burocracia sindical) como parte de un programa de salida a la crisis que descargue los costos de la misma sobre la clase de los explotadores capitalistas.
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