Afganistán es, sin duda, una derrota y un revés importante para Estados Unidos. Pero mismo si en lo inmediato provoca un fuerte daño a la imagen de Washington y una fuerte crisis en la administración Biden, sus consecuencias estratégicas deberán juzgarse a mediano y largo plazo.
Los efectos inmediatos de la derrota
La debacle de Estados Unidos en Afganistán empezó en 2002, cuando éste entró en Afganistán sin una idea clara de qué hacer y cuándo y cómo salir. Y su última fase, la conquista de Kabul, es un corolario de la decisión de los Estados Unidos, acordada en febrero de 2020 en Doha con los talibanes, de retirarse de forma prácticamente incondicional. Sin embargo, la rapidez de la ejecución que Washington no esperaba [1] y su caótico desenlace -los escasos seis días que tardaron los talibanes en saquear Kabul, las imágenes de afganos desesperados colgando del fuselaje de los aviones estadounidenses reservándose para salir de allí- son un daño fuerte a la reputación de EEUU como superpotencia. The Economist describió con elocuencia la preocupación de Occidente por lo que estaba ocurriendo en Kabul a mediados de agosto:
Cuando quedó claro que el ejército afgano se estaba deshaciendo, el Sr. Biden presionó intransigentemente, a pesar de las probables consecuencias. Como resultado, el poder de Estados Unidos para disuadir a sus enemigos y tranquilizar a sus amigos ha disminuido. Su inteligencia fue defectuosa, su planificación rígida, sus líderes caprichosos y su preocupación por los aliados mínima. Es probable que esto envalentone a los yihadistas de todo el mundo, que tomarán la victoria de los talibanes como una prueba de que Dios está de su lado. También fomentará el aventurerismo por parte de gobiernos hostiles como el de Rusia o China, y preocupará a los amigos de Estados Unidos. El Sr. Biden ha defendido la retirada argumentando que Afganistán era una distracción de problemas más urgentes, como la rivalidad de Estados Unidos con China. Pero al abandonar Afganistán de forma tan caótica, el Sr. Biden habrá hecho que esos otros problemas sean más difíciles de tratar [2].
Todo lo anterior es cierto y puede complicar tácticamente los planes estratégicos de Washington, en especial con sus aliados. En particular, en Europa y en gran parte enfurecidos por su participación en el fiasco, se teme que el giro de Biden post Afganistán esté marcando el comienzo de una era más riesgosa de repliegue estadounidense, que podría envalentonar a sus adversarios, inquietar a sus aliados más vulnerables, socavar su impulso en materia de “derechos humanos” y echar por tierra algunas de las esperanzas de que Estados Unidos recupere un fuerte liderazgo mundial tras los cuatro años de mandato de Donald Trump.
Estados Unidos tomó la decisión de reducir sus pérdidas en una guerra de dos décadas con un costo financiero exorbitante y en gran medida imposible de ganar que, a lo sumo, se había convertido en algo marginal para sus intereses estratégicos fundamentales. Pero, desde otro punto de vista, hay que ver si esta decisión dañará la credibilidad de Estados Unidos en su principal área de interés estratégico: el Indo-Pacífico.
Hay que tener en cuenta además que esta guerra no estratégica ha contribuido a la fatiga imperial de la población norteamericana. Y desde el punto de vista financiero, es difícil pensar en otro país que pueda desperdiciar tantos recursos como Estados Unidos en Afganistán e Irak en los últimos 20 años y no sufrir el colapso del régimen. Como dice Antony Cordesman uno de sus principales analistas del prestigioso Center for Strategic & International Studies de Washington en una reciente intervención:
Si se analiza el costo de la guerra y la ausencia de cualquier justificación estratégica clara y coherente para llevarla adelante, difícilmente pueda inferirse que Estados Unidos debía haber destinado los recursos que destinó en un conflicto que no se inscribía en ninguna prioridad estratégica que justificara dos décadas de conflicto [3].
La realidad es que, a pesar de su enorme importancia estratégica, el Indo-Pacífico ha recibido una parte relativamente pequeña de los recursos estadounidenses desde 2001. Combatir guerras terrestres prolongadas en Oriente Medio resultaba muy caro y naturalmente, dominó el presupuesto y la atención del Pentágono durante dos décadas.
La ausencia de un policía mundial
La debacle de Afganistán grafica el fin del período excepcional abierto luego de la implosión de la ex URSS hasta la Guerra de Irak, donde Estados Unidos como única superpotencia actuaba como una especie de policía mundial [4]. En 2013, Obama explicitaba esta situación, señalando que los EEUU no podían seguir asumiendo ese papel. En un discurso a la nación del 10 de septiembre de 2013, el ex presidente norteamericano condenó el uso de armas químicas por parte del presidente sirio Bashar al-Assad, pero añadió una nota de precaución: “Estados Unidos no es el policía del mundo. Ocurren cosas terribles en todo el mundo, y está fuera de nuestro alcance corregir todos los males”. Posteriormente, su presidencia fue seguida por la de Trump, ofensivo en el terreno económico contra adversarios e incluso contra aliados pero cauto en el terreno intervencionista. La retirada de Afganistán grafica de forma patética esta nueva realidad de la superpotencia estadounidense para todo el mundo. Washington buscará ser más cauteloso en sus intervenciones en el extranjero, sopesando más estrechamente sus intereses nacionales a cada paso.
Para los principales países europeos, la huida de Afganistán confirma su creencia en una América más imprevisible, más cansada de todas las tareas imperiales que ha realizado hasta ahora y menos fiable. También les deja para gestionar una ola de refugiados de proporciones previsiblemente colosales, reabriendo las líneas de fractura internas (entre el Este y el Oeste de la UE) y externas (con una Turquía acostumbrada a utilizar a los migrantes como armas).
Más desconcertante aún para los gobiernos imperialistas en Europa, es que la victoria de los talibanes puede fortalecer distintos movimientos de terrorismo islámico que, a diferencia de las afirmaciones públicas de los gobiernos occidentales, se siguen desarrollando. Según los expertos:
Aún cuando las organizaciones terroristas como Al Qaeda puedan ser más débiles en la actualidad, la escena terrorista, entendida como un conjunto, se ha fortalecido -según Guido Steinberg, un experto en terrorismo del Instituto Alemán para asuntos de Seguridad Internacional (SWP)- hoy hay más terroristas islámicos y en más lugares alrededor del mundo y se han comprometido en la realización de más ataques con más bajas que en 2001. Particularmente, la situción en Siria, Iraq y Afganistán es peor que en 2001 [5].
En particular, las miradas se dirigen al Sahel, en especial los signos preocupantes para París del fracaso de su intervención militar en Mali así como el creciente rechazo a su presencia neocolonial de varios de sus clientes africanos, lo que a ojos de algunos podría transformarlo en el “Afganistán de Francia”. La sola diferencia de talla, es que a diferencia de la intervención norteamericana en Afganistán, la “Françafrique” es estratégica para el imperialismo francés.
Desde el punto de vista del movimiento obrero y de masas, el mayor desorden mundial provocado por la crisis de la principal potencia imperialista, a la vez que la existencia de múltiples "polos" de poder, que cooperan y compiten entre sí para asegurar sus posiciones relativas puede abrir más brechas para la emergencia de la lucha de clases, como ya estamos viendo en la última década y especialmente en los últimos años.
Conflicto de grandes potencias en lugar de “construcción de naciones”
A pesar de la muerte de 13 soldados norteamericanos y la provocación deliberada que buscaban los responsables del atentado terrorista en el aeropuerto de Kabul, Biden ha efectuado la retirada del 31 de agosto a tiempo, detrás del objetivo de poder concentrar todas las fuerzas en la disputa estratégica con China. En su último discurso sobre el tema Biden dijo explícitamente: “El mundo está cambiando”, en relación con la retirada del Hindu Kush. Dijo, para graficarlo, que EEUU está “lidiando con los desafíos en múltiples frentes con Rusia”, y además está “involucrado en una seria competencia con China”.
“Tenemos que apuntalar la competitividad de Estados Unidos para hacer frente a estos nuevos retos”. No hay nada que “China o Rusia prefieran más” que “Estados Unidos se quede empantanado otra década en Afganistán”. Por lo tanto, en el futuro –a diferencia de lo que ocurrió en Afganistán– las misiones deben establecerse con “objetivos claros y alcanzables”, debe cerrarse “una era de grandes operaciones militares para rehacer otros países”. En lugar de la “construcción de naciones”, hay que mantenerse claramente centrado “en el interés fundamental de la seguridad nacional de los Estados Unidos de América”.
La realidad es que, visto desde un punto de vista más estratégico, la decisión de Biden de retirarse de Afganistán proporciona a los responsables de la toma de decisiones de Estados Unidos un importante margen de maniobra en los teatros geopolíticos esenciales, algo que no han tenido en dos décadas. En los próximos años es previsible una mayor implicación directa de Estados Unidos en la región de Asia-Pacífico. En el marco de las fuertes disputas inter-estatales que caracterizan la escena mundial, sería un grueso error equiparar los fracasos de Estados Unidos con la construcción de naciones (su flaqueza histórica en las guerras asimétricas como ya antes había mostrado Vietnam) con las capacidades convencionales de sus Fuerzas Armadas que muy probablemente entrarían en juego en un escenario de conflicto en el Indo-Pacífico, como interesadamente deja traslucir la propaganda china después de la caída de Kabul.
Efectivamente, China está utilizando la retirada de Estados Unidos de Afganistán para constatar el “declive de la hegemonía estadounidense” y mostrar a los socios de la superpotencia que no pueden contar con su apoyo político y militar, un mensaje cuyo principal destinatario es Taiwán. El objetivo es demostrarle que la intervención de las Fuerzas Armadas estadounidenses en caso de una invasión sobre tierras taiwanesas por parte del Ejército Popular de Liberación podría no ser tan evidente. Y que, por lo tanto, es mejor que Taipei acepte la unificación consensuada. Pero en contra de la narración interesada china, a diferencia de Afganistán, Taiwán es decisivo para la consecución de un propósito estratégico estadounidense: impedir que China tenga libre acceso al Océano Pacífico, condición necesaria (pero no suficiente) para convertirse en una potencia marítima y competir así con Estados Unidos a escala mundial. Por lo tanto, es poco probable que Washington permita a Pekín apropiarse de la isla. Por no hablar de que Taipei y los taiwaneses se oponen hoy a la absorción por parte de la República Popular.
Por otro lado, tampoco deben exagerarse las ganancias de China, y en menor medida Rusia, en Asia central. Efectivamente, especialmente China y Pakistán son los grandes ganadores de la victoria de los talibanes, como han señalado varios analistas internacionales. Pero al mismo tiempo, no podemos negar que en las pasadas décadas China y Rusia se han beneficiado de las operaciones antiterroristas de Estados Unidos en la zona y que, de ahora en más, un vacío de poder en Afganistán será un problema mucho mayor para ellos que para Estados Unidos, teniendo que cargar con más responsabilidades para resolver toda probable inestabilidad. Aún es muy pronto para saber si esto favorecerá o no los intereses estratégicos de Estados Unidos en el Indo-Pacífico. De un lado, no podemos descartar que China y Rusia se empantanen en el sur de Asia, como fue el caso de Estados Unidos, lo que les obligaría a desviar recursos de sus prioridades en Europa del Este y en los mares del sur y del este de China. En forma opuesta, existe la posibilidad de que China aproveche el miedo de Pakistán y/o Irán a otro estado fallido en Afganistán para crear una red de bases militares de gran valor estratégico en la cuenca del océano Índico. También existe la posibilidad de que la India, que está desesperada con su pérdida de influencia en Afganistán y el avance de su enemigo histórico, Pakistán, se vea arrastrada por esta desfavorable relación de fuerzas regional, desbaratando su renovado impulso para convertirse en un socio naval indispensable para Estados Unidos. Lo que es seguro es que Pekín será extremadamente circunspecto a la hora de comprometer cuantiosas inversiones en tan volátil país.
Lo nuevo es que el período que se abre va a ver posiblemente un salto en la confrontación entre las grandes potencias. Y el movimiento está lejos de ser solo de los Estados Unidos y sus adversarios estratégicos, China y Rusia. Así, la Armada francesa, a principios de año, ha actualizado su documento de estrategia con los objetivos a alcanzar de aquí a 2030, bajo el título Mercator 2021. Éste documento parte de un supuesto fundamental: el aumento de las fricciones geopolíticas observado en los últimos años está erosionando los cimientos del tradicional equilibrio de poder en todas las latitudes del planeta. La competencia entre las grandes potencias está resurgiendo, la carrera armamentística se profundiza y el conflicto puede llegar a nuevos ámbitos, como el espacial y el cibernético. Francia se ve naturalmente afectada, sobre todo en el mar. Considera que el Mediterráneo, una zona clave para la proyección de su poder naval, se está llenando de fuerzas hostiles a causa de las reivindicaciones conflictivas de los países costeros, que aumentan los riesgos de incidentes militares. La prioridad de Mercator 2021 es prepararse para el combate naval y el conflicto en el mar con fuerzas de capacidad similar. En sus palabras: “El riesgo de escalada de la violencia entre potencias, la proliferación de las armas convencionales modernas y la multiplicación, mientras tanto, de las confrontaciones en el mar, conducen a visualizar el posible retorno del combate naval de alta intensidad“ [6].
Más sorprendente aun es el caso de Alemania. Según expertos alemanes:
Al igual que Estados Unidos, Alemania también está aprovechando éste "punto de inflexión" para centrarse más en las luchas de grandes potencias con Rusia y China. Esto es evidente por los cambios en las políticas de armamento y militares de los últimos años. Por ejemplo, los principales programas de armamento de Alemania ya no se centran en la guerra contra la piratería y la contrainsurgencia, sino en los enfrentamientos entre grandes potencias: buques y submarinos de combate polivalentes, aviones de combate de alta tecnología, capacidades de guerra espacial. Las maniobras, que simulan la guerra contra Rusia, se han potenciado enormemente, extendiéndose ahora desde el Ártico hasta el Mar Negro; un ejemplo destacado son los grandes ejercicios Defender Europe, que practicaban el redespliegue de tropas estadounidenses, con la ayuda de sus aliados europeos, en el sureste de Europa para enfrentarse a Rusia. Al mismo tiempo, la Bundeswehr, en el marco de los preparativos en curso para un posible conflicto armado con China, ha ampliado su cooperación militar con varios países de Asia y de la región del Pacífico -con Australia, Japón; Corea del Sur, India, en particular- y, por primera vez en muchos años, ha enviado, a principios de agosto, un buque de guerra alemán, la fragata Bayern, al Pacífico y al Mar de la China Meridional. En Alemania, también, el fin de la guerra en Afganistán ha liberado también el potencial de enfrentamientos entre grandes potencias [7].
Está claro que el período al que nos encaminamos está lejos de ser pacífico. A pesar del salto en su declinación hegemónica de las últimas décadas, en especial después del fracaso utópico y reaccionario de los neoconservadores y de la crisis mundial de 2008/9 –comparado mismo con los años 1970 cuando sufrió la derrota de Vietnam–, Estados Unidos no resignará su hegemonía fácilmente. Las voces interesadas en Occidente que anuncian el advenimiento de un siglo “chino”, que se han multiplicado después del daño a la imagen del actual hegemón, solo buscan alimentar una unidad interclasista contra el peligro “amarillo”. Más que nunca, en estos tiempos turbulentos, la vanguardia obrera a nivel internacional debe mantener una política independiente de los distintos polos de poder que se están enfrentando.
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