Entradas de un diario íntimo (y otros papeles) en tiempos de corridas bancarias. Primer capítulo: 47 por 60.
Cecilia Rodríguez @cecilia.laura.r
Sábado 17 de agosto de 2019 00:00
Diseño de imagen: LIDteratura, en base a foto publicada en La voz del interior
10 de agosto
Retomo el diario. Parece mentira cómo pasa el tiempo.
Mañana Pablo va a fiscalizar, hace semanas que habla de eso, me insiste que vaya, que puede haber fraude. Yo que sé: la guita y los medios los tienen. Me comprometí a darle una mano antes del cierre y quedarme en el escrutinio. Creo que voy a cumplir, aunque si hace frío me va a dar fiaca.
Por algún motivo, hace semanas que se me para la pija en momentos y lugares insólitos. En el laburo, en el subte, hablando con la forra de la vecina. Paralelamente siento que me vuelven las ganas de escribir y publicar. Quizá sea que se enciende una esperanza y ya estoy ansioso.
Pablo es un tipo raro. Lleva años militando. Yo me fui a la primera que no me dejaron opinar. Pablo se quedó. Sigue pagando derecho de piso, de acá para allá. Un soldado. Igual, no habla como ellos, no se pelea con nadie. Tiene la línea, la entiende, pero no es de los cerrados. Por eso somos amigos. Nada. Que lo voy a ayudar. Si llega a haber buenas noticias lo acompaño al bunker. Espero que sí. Pero la gente es boluda, es capaz de volverlo a votar…
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12 de agosto
Fecho 12 porque son las 3. Llegué borracho y excitado. Mariela ya estaba acostada. Perdió —me dice— perdió por un montón. Sí. Perdió, perdió, mi amor, perdió, cómo te amo.
Resistí las ganas de tirármele encima. La tapé para que siga durmiendo y me vine a la compu. La estufa está prendida por primera vez desde que llegó la factura: ya sé, me apresuro, pero estoy alegre. Me volví a encontrar con varios compañeros. No daban más. Pablo me hizo parar el auto a cada rato para grafitear gatos. Los ojos eran crucecitas, como los dibujitos cuando están muertos...
Tengo que escribirlo y repetirlo en palabras para creerlo: cuarenta y siete por ciento, cuarenta y siete por ciento. Lo mejor de todo es la cara que tenía, de cheto derrotado, de cheto bien cogido. Ahora, a no bajar la guardia y en octubre lo rajamos. Lo rajamos y no vuelve más.
23hs. Todavía 12. Mariela se fue a dormir ofuscada. Saqué la compu de la pieza antes que apagara la luz. Tuvimos una discusión tonta, inexplicable. No es culpa nuestra. Es esto que pasa. El dólar a sesenta, ¡a sesenta!, ¡en un día! 47 por 60 se cobraron. Claro: llegás con el orto hecho una flor a tu casa. Te peleás por cualquier verdura.
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Mensaje nuevo
Para: [email protected]
Asunto: Aquí Marucha y el riesgo país.
Amiga, desde que descubrimos que los 90 no murieron y que todavía se puede usar el mail, me doy cuenta lo mucho que extrañaba hablar con vos, aunque lo hagamos con horas de distancia.
Sí, el día fue rarísimo. Fuimos del festejo a la agonía. Ahora siento que me pasó un tren por arriba. Anoche dormí poco, me quedé viendo resultados. Fede llegó a cualquier hora, me fui a las 6, estuve en el antro infernal hasta la una (por cierto, me cambiaron de supervisor) y recién cuando salgo miro el celular. Te imaginarás. Se me vino el mundo abajo. Mi vieja ya me había mandado 30 mil mensajes de pánico. Alarma en el cerebro. Me digo: vuelvo a casa, agarro el auto y voy al mayorista: hago una compra antes que remarquen. Pero resulta que apenas llego veo que el auto no está. Me digo: este boludo se levantó tarde, con resaca y lo llevó. La cagada es que no me avisó. En fin, le mandé un mensaje diciéndole de pasar por su laburo para agarrar las llaves y partir. Me empieza a dar vueltas, que no, que eso es más lío, que lo espere a que salga y vamos juntos. Nada, era más gasto de energía discutir que resolverlo.
Terminé arreglando con Pablo, que estaba con el Uber y a él le venía bien hacer una compra y dividir. Fuimos hasta Avellaneda. Levantamos pasajeros ida y vuelta. Nos llevaron para cualquier lado. Llegué cansadísima y más tarde que si lo hubiera esperado a Fede.
Previsiblemente, me lo echó en cara. Qué boluda, por qué no esperaste, si sabés que Pablo es un muerto de hambre, que va a agarrar viajes a lo loco, era lógico. Siempre con su lógica. Acto seguido me empieza a cuestionar que compré muchas lentejas y no va que esa yerba tiene mucho polvo y que porqué justo ese queso que a él le da gas. ¡Ah! Y no sabés cómo se puso cuando vimos que Pablo se había llevado todo el café. Casi que lo acusa de ladrón hasta que le expliqué que yo había cometido el mismo error y teníamos todas las galletitas.
Un bodrio. Innecesario. Lo mandé a la mierda. Le dije que me dejara unas horas sola en la pieza. Se quedó en la cocina, escribiendo: hace bien. Mi abuela diría que un hombre es como un pollo: hay meterlo a la cacerola, a fuego lento, y no tocarlo hasta que esté bien tiernito. Mientras, una se dedica al resto de las labores —y a placeres tales como cartearse con la única e irrepetible Josefina Mora.
En fin. Lo importante de la historia es responder a tu pregunta: sí, el día fue muy raro. Colas en los supermercados, gente apurándose a comprar, la vecina con dos docenas de huevos y una bolsa de verduras, apenas con fuerza para cargarlas (la ayudamos con Pablo). Era como si nos estuviéramos preparando para una guerra.
Y allá, ¿cómo están las cosas? ¿volviste a verte con el australiano? ¡Contáme!
Te mando un abrazo, Jose querida. Escribime pronto, pero contame tus novedades. Acá hay un poco de crisis pero tampoco estamos tan mal. Y quién dice, si se jode mucho el asunto con Fede o con el riesgo país, tal vez acepte tu oferta ¿qué me ata sino? ¿el call center?
Te quiero,
Mariela.
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13 de agosto
Llamé para hablar con el viejo. Me dice que la cosa le recuerda a Alfonsín. Casi no se acuerda de mi nombre pero se acuerda de Alfonsín. Encima se ríe: Ahora les toca a ustedes, ¡pendejos! Trato de no tomarlo como algo personal ¿qué le puede importar a esta altura? Después, Sara toma el teléfono y me pasa el parte. Por suerte habla más de las peleas que tiene con papá y menos de lo que dicen los médicos. Antes de cortar aclara que a ella la cosa le recuerda a De la Rúa. Le prometí que iría pronto a visitarlos. No sé si cumpliré.
La situación con Mariela siguió mal. Invitó a comer a Pablo y a Débora, no quería estar sola conmigo. Hizo dos kilos de carne a la cacerola, un exceso. Pablo trajo un vino malo y otro regular. Brindamos. Ni fú ni fá. Intercambiaron café por galletitas. Charlaron a solas un rato. Escuché todo: solo hablaron del viaje a Avellaneda, de los pasajeros, de lo que vieron. Después Mariela se concentró en Débora y Pablo y yo nos quedamos en silencio, mirándonos, mareados.
Tuve una discusión chota con Débora. Le llegó que iba a haber un cacerolazo. A Pablo le llegó que no salgamos, que era una provocación, que podía haber muertos. No me gustó cómo le respondió ella. Pablo es buen tipo, no se pelea. Solamente estaba diciendo lo que le llegaba, solamente decía que si ya esperamos tres putos años, podemos esperar tres meses, ganarles bien y asumir. Y ella enseguida altanera, como si pecheara con la voz. Lo tiene de hijo. Me metí como un idiota a responderle. Nos gritamos. Cerramos la charla en tensos buenos términos. No hay pija que le venga bien. Creo que la tolero solo porque Mariela la quiere mucho y Pablo parece que también, aunque a veces se me hace que está medio grogi de tanto tragar flujo.
Continuará…
Cecilia Rodríguez
Militante del PTS-Frente de Izquierda. Escritora y parte del staff de La Izquierda Diario desde su fundación. Es autora de la novela "El triángulo" (El salmón, 2018) y de Los cuentos de la abuela loba (Hexágono, 2020)