“Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía”. Lenin
Cuando en octubre de 1917 –según nuestro calendario, el 7 de noviembre– los soviets, dirigidos por el partido bolchevique, tomaron el poder en Rusia, el panorama social no podía ser más acuciante. Agotada por la guerra y atrasada económica y culturalmente, el histórico triunfo de las masas oprimidas que tomaban su destino en sus manos abría nuevos desafíos para los insurrectos: la guerra civil y el asedio de los ejércitos imperialistas.
Las condiciones no parecían ser las mejores para la producción artística. Sin embargo, si la revolución permitió encontrar a los trabajadores y campesinos fuerzas de reserva para enfrentar la resistencia de las clases dominantes, con la misma radicalidad despertó la creatividad artística, cuestionó todas las convenciones estéticas y afianzó novedosos desarrollos teóricos. Las propuestas se plantearon en álgidas polémicas políticas y estéticas que hicieron de los primeros años de la revolución un laboratorio de ideas tan convulsivo como fructífero.
De cada tendencia según su capacidad
A pesar de las duras condiciones, el naciente Estado soviético tuvo todo tipo de políticas para que las masas pudieran acceder a la cultura a la que por siglos habían contribuido, pero sin poder disfrutarla. Además de la alfabetización –una de las deudas culturales más pesadas del zarismo– y la nacionalización de institutos, salas y museos, se van a fundar escuelas, a fomentar la organización de gremios de artistas, y a realizar espectáculos públicos tanto en las ciudades como en los frentes.
En las primeras resoluciones del comisariado encargado de las políticas artísticas, se explicita que el Estado apoyará a todas las tendencias artísticas, a pesar de que los diferentes grupos y asociaciones, como reflejan sus manifiestos y artículos, se enfrentan permanentemente pretendiendo cada una ser “la” voz de la revolución. También aquí la experiencia soviética planteó medidas democráticas que en algunos casos hasta el día de hoy siguen siendo radicales.
Acompañando en su propia idiosincrasia al despliegue del modernismo y las vanguardias en Europa, parte de esta renovación había cobrado formas y conceptualizaciones en Rusia entre la revolución de 1905 y el inicio de la guerra. Pero la revolución de octubre de 1917 llevaría la experimentación a un nuevo nivel, en un suelo fértil con que ningún otro modernismo pudo contar: aquel en que todas las instituciones, no solo las artísticas, estaban en discusión. Las polémicas entre los artistas, pero también en los organismos del nuevo Estado que dirigían las políticas culturales, fueron una marca del período.
Artistas y revolución
Las fuerzas sociales que sustentaban la revolución no eran claramente las mismas en relación con las cuales se habían formado los artistas. Así como los sectores burgueses eran relativamente nuevos en la estructura social del país, la pequeñoburguesía que componían intelectuales y artistas hacía poco que había consolidado un lugar dentro del decadente zarismo; muchos se contaban aún en la bohemia. Su tradición, cuando no directamente ligada a la burguesía, encontraba mayormente en el campesinado motivos y simpatías.
Apenas realizada la insurrección, el poder obrero encontró en ellos muchos enemigos, que pronto emigraron. Pero también descolocó a los que tuvieron frente a la revolución tantos resquemores como esperanzas. Con la denominación de “compañeros de ruta”, que tanto los consideraba como los cuestionaba, algunos de ellos se mantuvieron distantes, otros se sumaron a su causa y otros, también, vieron en ella una oportunidad de hacerse un lugar. Fueron también en este período, motivo de acalorados debates.
Los términos más generales de la polémica no fueron muy distintos a los que hubo en otros terrenos: ¿qué hacer con la herencia de la sociedad anterior? Fue una de las marcas del período la crítica social y política a la producción artística en todo lo que esta tenía de misticismo, esteticismo inocuo y conformismo. La revolución funcionaba como un corrosivo desmitificador ideológico también en las prácticas culturales. Pero las propuestas de cómo hacer el inventario y balance del arte previo no fueron unánimes. Una fuerte tendencia, referenciada en el Proletkult, abogaría por la ruptura radical con las tradiciones previas por considerarlas vehículos de una ideología ajena a las masas revolucionarias, y propondría la conformación de una nueva cultura proletaria que expresara el punto de vista de los protagonistas de la revolución.
Esta postura, que tuvo muchos defensores entre los dirigentes de los organismos abocados a las actividades artísticas –como Lunacharsky– nunca dejó de ser paradójica, ya que muchos de los artistas que formaron parte de sus círculos e iniciativas, entre ellos renombrados representantes de las corrientes vanguardistas, no dejaban de ser por ello a la vez representantes de lo viejo, aunque en una ubicación más bien bohemia, como la de los futuristas.
Otros criticaron ácidamente los presupuestos de dicha postura, e incluso dentro del partido bolchevique llegó a ser una discusión, como muestra el acta [1] de una reunión de dirigentes del partido –entre otros Lunacharsky, Bujarin, Riazanov, Radek y Trotsky–. Trotsky por ejemplo reiteró los argumentos de su libro Literatura y revolución: que la noción misma de una cultura proletaria estaba lejos del marxismo. Lo que ésta suponía era una analogía entre la consolidación de la burguesía como clase dominante y su ascendente sobre la ciencia, el arte y la filosofía, con la consolidación de un Estado de una clase que no llega al poder como clase poseedora y que por otro lado no busca perpetuarse en el poder sino por el contrario, disolver la misma división en clases. La analogía así no comprendía ni el carácter de la clase que ha tomado el poder, ni el carácter transicional del Estado obrero. El triunfo de la revolución, en todo caso, sería el desarrollo de un arte socialista, no marcado por un punto de vista de clase particular.
Por otro lado, tampoco era precisamente dialéctica la evaluación del desarrollo cultural, que no refleja simplemente los sentidos comunes de una determinada clase sino que con sus propias reglas elabora también aspectos de la vida que no le son exclusivos. Una cosa es criticar en dichas expresiones sus deudas con la visión burguesa del mundo, otra es privar a las masas de la posibilidad de apropiarse de lo que hay de riqueza cultural en ellas. Si la revolución no debe ser ingenua, tampoco debe pretender legislar sobre prácticas sociales que tienen sus propios desarrollos. Esta posición es la que al margen de la polémica sostuvo el Estado obrero durante la primera década de la revolución, de allí que sus declaraciones, aun cuando destacan los desarrollos culturales de las masas y critican duramente la ideología burguesa, definen no legislar sobre estilos, temáticas o tradiciones.
En nombre de la revolución
La querella sobre la herencia también llevó a la cuestión de qué tendencia lograba un contacto efectivo con las masas de trabajadores y campesinos con las que se embanderaba. Así como las tendencias vanguardistas se consideraban en sus experimentaciones formales como portadores de la radicalidad de las masas revolucionarias, las tendencias ancladas en formas más tradicionales reclamaban su cercanía efectiva el pueblo que no entendía las complejas producciones vanguardistas.
Señalemos que, por un lado, las vanguardias soviéticas estuvieron sí ligadas a sectores de masas. Sus producciones fueron ampliamente difundidas entre trabajadores y campesinos, hicieron propaganda de las ideas revolucionarias en fábricas, en la plaza pública e incluso en el frente. Por otro lado, como en el caso de la poesía futurista, utilizaron elementos ligados al folklore, incluso a expresiones de lenguas y culturas regionales. También es cierto que la experimentación y el desafío a las formas tradicionales puede apreciarlas cabalmente quien conoce dichas formas, y en ese sentido, muchas de las efusivas disputas entre los grupos de vanguardia tenían un alto componente de círculo cerrado.
Por otro lado, también es cierto que en un vasto territorio donde el Imperio ruso había sojuzgado la cultura de otras nacionalidades, la revolución hizo emerger con fuerza también expresiones artísticas ligadas al folklore que eran fuertemente realistas y tradicionales. El carácter reivindicativo y liberador que recorría estas expresiones bien podía también considerarse hijo legítimo de la revolución, aunque también es cierto que la defensa acrítica de lo tradicional por ser masivo dejaba indiscutidos los elementos que en ellas pudieran ser conservadores e incluso reaccionarios.
Esta contraposición no encontró solución en esos primeros años, y cuando lo hizo, bajo la bota stalinista, fue definida hacia un “realismo socialista” que de realista y socialista tuvo poco.
Literatura y percepción
La experimentación artística del período estuvo marcada por la guerra mundial primero y civil después, de las que muchos escritores participaron. Shklovsky, escritor y teórico a la cabeza del formalismo ruso, cuenta en Viaje sentimental que en el frente los muertos podían llegar a utilizarse como mesa para comer, tan acostumbrados a ellos estaban, así como los cañonazos bien podían servir de despertador. Babel, en sus relatos de la guerra civil Caballería roja, relata cómo una carreta simple se fue convirtiendo en un arma de guerra llegando incluso a modificar la táctica militar. Bulgakov en La guardia blanca cuenta cómo, “a los ojos de todo el mundo”, los uniformes de los soldados se habían vuelto bolsas de arpillera. Así, cosas cotidianas entran en la lógica excepcional de la guerra y la revolución, pero a la vez, elementos relacionados con esos enfrentamientos se vuelven cotidianos. La búsqueda estética para dar cuenta de estos cambios produjo una serie de “desacomodamientos” en los géneros: poemas narrativos como “Los doce” de Blok, biografías de otros que se convierten en propias, como la de Maiakovsky escrita por Sklovsky, crónicas mechadas con cartas y documentos oficiales en Babel, relatos sin fábula o héroe como el de Mandelstam en El sello egipcio, son algunos de los casos en los que la experimentación formal pondría en cuestión los límites de las etiquetas literarias [2]. Pero también sirvió de desarrollo para la teoría literaria, sobre todo entrada la década de 1920, con el fin de la guerra civil. En sus distintas tendencias, la literatura soviética aparece preocupada por la forma de percepción y elaboración de una realidad completamente trastocada. Así como la revolución permitía ver la estructura cristalizada de la vida antes de la revolución, para muchos escritores el lenguaje poético mostraba la estructura cristalizada del lenguaje cotidiano.
Entre los futuristas, Klebnikov por ejemplo distingue entre la palabra pura y la usual. La primera, “enrollada sobre sí”, abre a lo que no se ve, es enemiga de la petrificación [3]. Respecto al más destacado futurista, Maiakovsky, Trotsky destacará también su talento para el extrañamiento: “Es capaz de presentar cosas que nosotros hemos visto con frecuencia de tal manera que parecen nuevas” [4].
El afamado simbolista Blok deja asentado que “lo cotidiano lo plasma el artista cuando ya no tiene vida”, es decir, cuando se ha naturalizado. Es tarea de genios, dirá, plasmarlo mientras está ocurriendo [5]. Sin embargo, la revolución supuso un cambio tan radical que no intentarlo al menos solo podía significar renunciar a escribir. Aunque ello le valdrá el abandono del séquito que lo reverenciaba y que permaneció hostil a la revolución, Blok lo intentará en su poema “Los doce”, uno de los primeros que tuvieron a la Revolución de Octubre como eje, sin halagarla precisamente pero intentando procesarla en sus propios términos.
Por su parte, Sklovsky postulará que la función de la lengua poética es ordenar los materiales de una manera tal que extrañe la mirada y así aumente la “perceptibilidad” de un mundo que cotidianamente se presenta cristalizado. Para su colega Boris Eijembaum, “la revolución hizo que la vida se convierta en arte, es decir, que se vean los detalles”, como recuerda Sklovsky al cierre de su autobiografía, indicando la analogía posible entre arte y revolución (a la que sin embargo enfrentó como parte de los socialistas-revolucionarios que no aceptaron al gobierno surgido de ella).
No parece casual que sea en este marco revolucionario que la noción de extrañamiento, que tendría un amplio desarrollo en el siglo y en otros lares, comenzara a cobrar forma.
Por supuesto, también aquí hubo enfrentamientos entre tendencias. El simbolismo, relativamente asentado en el período previo a la revolución, buscaba sus fundamentos en el neokantismo, al que respondía su acento en la percepción subjetiva. El formalismo, que estudió tan intensamente como criticó las ideas simbolistas, se recostaba más bien en un fundamento fisicalista donde el sujeto reaccionaba a una forma desligado de su participación en el fenómeno social del lenguaje (lo que le fuera agriamente cuestionado por el Círculo Bajtín en la pluma de Medvedev). Sin embargo, la diferenciación entre lengua poética y lengua cotidiana puede considerarse una preocupación común de las propuestas literarias del período que se nutrieron de sus experiencias en la guerra y en la revolución.
La crítica a la tradición artística anterior, la discusión con las formas de institucionalización del arte, la experimentación, el trabajo colectivo, la fusión de diversos géneros artísticos y la manifestación explícita de sus postulados y objetivos en una proliferación de manifiestos, son comunes a las manifestaciones vanguardistas del período. Aun cuando en muchos casos polarizadamente pretendieron decretar con efecto inmediato una fusión que solo podía desarrollarse con un avance de la revolución que asegurara a todos el tiempo de ocio para el desarrollo de sus capacidades y pusiera fin a la división entre trabajo manual e intelectual, dejaron sentada sin embargo allí una crítica que fue a la raíz del estrecho lugar asignado al arte en el capitalismo.
Aunque resulte paradójico, fue sobre todo analizando producciones artísticas de la vanguardia que se desarrollaron estos aportes teóricos, en los que se destacó el formalismo, cuya relación con la revolución fue más que problemática. Es decir que fue en contacto con las tendencias que pusieron el acento en la necesidad de unir arte y vida lo que contribuyó a la formulación de elementos teóricos que destacaron justamente la autonomía de las formas del lenguaje poético; concepto que siguió siendo productivo porque se sostuvieron en el mundo las bases sociales de esa autonomía.
Fantasía realista
El proceso de burocratización de la revolución que consolidó al stalinismo significó en el terreno cultural una reacción que año a año fue cercenando la creatividad artística y cambiando la política que se había dado el Estado obrero, hasta llegar a defender, en la década de 1930, como estilo único y obligatorio, al realismo socialista –en la mayoría de los casos, un culto a Stalin apenas velado–.
Algunos de estos cambios pueden rastrearse en los documentos de los organismos culturales del poder soviético. Como mencionamos, las tesis de 1921 [6] dicen que el Estado no debe apoyar una u otra tendencia. Pero el decreto del Comité Central del partido bolchevique de 1932 muestra el enorme salto dado en los pocos años en que se había pasado del “campesinos enriquecéos” de Bujarin con la apertura de la NEP a la colectivización forsoza del Plan Quinquenal. Se denuncian allí los “elementos extraños” en la literatura revolucionaria y se destaca el esfuerzo del gobierno para afianzar el “arte proletario”, pero como los artistas no cumplían con las tareas políticas que de ellos se demandaba, liquida los agrupamientos previos para constituir una única Unión de Escritores [7]. Poco después, esa línea se impondrá a toda la III Internacional y en concreto supondrá la censura y persecución de muchos artistas.
La versión positivista y vulgarizada del materialismo que se fue imponiendo en las ciencias, la filosofía y la historia, en el terreno literario consideraba la fantasía como una especie de desviación. Quizá precisamente por ello, variantes de lo fantástico (que tenían en Rusia una larga tradición) fueron las que dieron cuenta de una vida cotidiana que, al contrario que durante el período de la guerra civil, parecía tan naturalizada que lo extraño o imprevisto no tenía lugar o no era percibido. De esto trata en buena medida, por ejemplo, Maestro y Margarita de Bulgakov, donde la intervención maravillosa del diablo que protagoniza la novela tienen un efecto realista al dar cuenta de esa sociedad superracionalizada y planificada pero plagada de “manejos oscuros”, que no son otros que los de la burocracia; también el desarrollo de la ciencia ficción soviética será durante la segunda parte de la década de 1920 inspirada por la sátira social más que por los dispositivos tecnológicos.
La literatura del breve período inmediatamente posterior a la revolución, aún en las más difíciles condiciones, supo plantearse problemas formales, genéricos, lingüísticos y teóricos que excedieron largamente en el tiempo y espacio la actividad de sus autores, incluso cuando mucha de esta producción fue censurada o constreñida por el imperativo del “realismo socialista”. Muchos de estos problemas siguen vigentes porque la sociedad que los generó, el capitalismo, no logró destruirse y sigue asediando nuestra realidad, aunque a la vez haciendo todavía necesario buscar la forma de realizar los sueños de millones de obreros y campesinos que la animaron.
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