El asesinato por parte del gobierno de Estados Unidos del general Suleimani, la segunda figura del régimen iraní después del ayatola Alí Khamenei, es un salto en la escalada de hostilidades que fue in crescendo en los últimos tres años, desde que el presidente Donald Trump decidió retirarse del acuerdo nuclear auspiciado por Obama, las potencias europeas y las Naciones Unidas.
Trump, que había agitado en la campaña que sería el presidente que pondría fin a las “guerras eternas” de Estados Unidos en el Medio Oriente, tomó una decisión que puede terminar desatando una nueva escalada bélica, aunque sea bajo las formas asimétricas que han revestido las guerras en las que se involucró Estados Unidos en las últimas dos décadas. Trump pegó y ahora vendrá la respuesta. La cuestión es saber cuándo, dónde y cómo.
Según el gobierno norteamericano, el asesinato de Suleimani no cambiaría la estrategia de “máxima presión” que viene aplicando la Casa Blanca contra el régimen de Teherán. En una extraña declaración que desafía la lógica del sentido común, la administración republicana sostuvo que escaló para “desescalar” (sic), y que se trataría de una acción preventiva para evitar una guerra casi segura si Irán concretaba los ataques que supuestamente estaba planeando Suleimani. Como se ve la justificación está floja de papeles y no hay forma de disfrazar de acción defensiva lo que en sí mismo es un acto de guerra porque se trata de la ejecución lisa y llana de un funcionario de un estado soberano. No es ningún secreto que en el arsenal de la política exterior de Estados Unidos existía el rubro asesinato político de líderes enemigos. Pero estos se hacían tradicionalmente en operaciones encubiertas llevadas adelante por agentes del “Estado profundo” y formalmente fueron prohibidos por un decreto (Executive Order) de G. Ford en 1976 que de esta manera buscaba poner algo de orden en la actividad semiautónoma de la CIA. Pero durante las décadas de excepción que siguieron a los atentados contra las “torres gemelas” del 11 de septiembre de 2001, en el marco de la llamada “guerra contra el terrorismo”, esta práctica que le da al estado imperialista norteamericano la facultad de asesinar sin juicio previo alguno a quienes considera sus enemigos –que también practica el estado de Israel bajo el nombre de “asesinatos selectivos”– ha sido rehabilitada a plena luz del día. En esa lógica se inscribe la cacería de Bin Laden, la ejecución sumaria de Abu al Baghdadi, el líder patético del Estado Islámico, bajo la presidencia de Obama, quien dicho sea de paso, de candidato pseudo pacifista devino en el “señor de los drones” una vez en la presidencia, realizando centenares de asesinatos extrajudiciales por ese medio.
El salto no está entonces en el método (asesinatos con drones) sino en el objetivo. No se trata de terroristas sueltos devenidos parias como Bin Laden, sino de un oficial de alto rango de la República Islámica de Irán. Tanto George Bush Jr. como Obama tomaron en su momento la decisión consciente de no dar la orden de asesinar a Suleimani, incluso cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo –quien más cerca estuvo fue el general McChrystal en 2007– porque no querían pagar el precio de encender un conflicto en una región con alto material inflamable, perder a los aliados europeos y empeorar aún más la posición de Estados Unidos en el Medio Oriente, después de dos décadas de guerras. Es decir, matarlo era y es puramente una decisión política. Trump lo hizo. E incluso tuiteó que Estados Unidos debería haberlo hecho hace varios años. El inoxidable primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, que viene presionando por una política más guerrerista de Estados Unidos contra Irán, y que se encuentra él mismo en una delicada situación interna acusado de corrupción, salió rápidamente en apoyo de Trump.
¿Por qué ahora?
Sobre esto hay diversas hipótesis. Algunos analistas que apuntan a la situación doméstica de Trump complicada por el impeachment consideran que el ataque está calcado del manual de Bill Clinton, quien en medio de una situación similar, en 1998, lanzó un ataque militar contra Irak conocido como Operación Zorro del Desierto.
Sin embargo, aunque la política doméstica y la campaña electoral sin dudas inciden, la clave de la explicación sigue estando en la política exterior errática y por ahora sin grandes logros de Trump que se reduce a utilizar las sanciones económicas –incluyendo las guerras comerciales– y las amenazas por Twitter como tácticas sin una estrategia clara más que pegar para negociar.
A los enemigos de Estados Unidos, que no son pocos, no se les escapan las señales de debilidad. Entre ellas que Trump con su “diplomacia personal” no ha podido evitar que Corea del Norte se transforme en un estado nuclear sin que Kim Jong Un pague hasta ahora algún precio por el desafío. La política en el Medio Oriente es otro punto débil. Trump ha abandonado el enfoque “multilateral” con el que Obama intentaba contener a Irán, sin otra que la reemplace más que intensificar la hostilidad regional fortaleciendo las alianzas tradicionales con los enemigos de Teherán: Arabia Saudita (a la cabeza de un “frente sunita” integrado por Emiratos Árabes Unidos y otras monarquías del Golfo) e Israel. Mientras tanto, Irán mantuvo relativamente a la Unión Europea dentro del acuerdo nuclear, aunque más no sea de manera simbólica contra la política unilateral de Estados Unidos, y reforzó su alianza con Rusia nacida como necesidad frente al enemigo común y sellada en Siria. Y viene de concertar un tratado de libre comercio con China, con lo que ha limitado el efecto de las sanciones estadounidenses.
En el último año, Trump amenazó y retrocedió dos veces: una cuando Irán derribó un dron militar norteamericano, y otra cuando fue atacada la principal refinería petrolera de Arabia Saudita, incidente atribuido al régimen iraní. Esta vez fue distinto. Si bien Estados Unidos había respondido con bombardeos de rutina al ataque perpetrado por milicias ligadas al régimen de Irán contra una de sus bases militares en Kirkuk que se cobró la vida de un mercenario norteamericano (“contratista civil”), lo que terminó de decidir la acción militar fue el cerco a la embajada norteamericana en Bagdad. Recordemos que tanto el secretario de Estado Mike Pompeo, como el propio Trump, transformaron en bandera contra Hillary Clinton la toma de la embajada norteamericana en Bengazi (Libia) por parte de milicias islámicas que culminó con el asesinato del embajador Christopher Stevens. Difícilmente el régimen iraní tenía en sus cálculos que iba a pagar un precio tan alto por esta acción que no tenía como objetivo la toma de la embajada sino reconducir el agudo proceso de movilizaciones contra el gobierno de Irak y la influencia iraní hacia una movilización contra la presencia de Estados Unidos.
Como dijo en clave de estrategia militar el jefe del estado mayor norteamericano, el general Mark Milley, “la amenaza de la inacción excedía la amenaza de la acción”.
La apuesta de Trump
Trump apuesta a que Irán no tenga resto para una respuesta de magnitud por la precaria situación económica, la creciente impopularidad del régimen teocrático, que viene enfrentando una oleada de movilizaciones en Irán, Irak y el Líbano, y por haber liquidado a uno de sus principales estrategas militares y de política exterior. Sin embargo, esta apuesta tiene mucho de aventura y poco de estrategia.
Lo más probable es que la respuesta de Irán vaya por los flancos, ya que no parece tener ni la capacidad ni la fuerza para arremeter contra alguna figura de igual estatus que Suleimani en la administración norteamericana. Pero eso no quiere decir que un golpe enmarcado en la “estrategia de los débiles” no sea dañino para Estados Unidos.
Sin ir demasiado lejos, en el Golfo Irán tiene una serie de opciones, desde bases militares norteamericanas hasta posiciones estratégicas como el estrecho de Ormuz que podría interrumpir el mercado del crudo con consecuencias para la economía global.
En lo inmediato, Trump tendrá que tomar una decisión sobre la presencia norteamericana en Irak. Todo indicaría que el país que George Bush (h) invadió y ocupó siguiendo la estrategia neoconservadora, para “rediseñar el mapa del Medio Oriente”, va a pasar definitivamente a la órbita iraní. El gobierno iraquí en todos sus estamentos, denunció los ataques norteamericanos como una violación a su soberanía y podría pedir el retiro de los 5000 soldados y personal militar que Estados Unidos aún tiene desplegados en el país. En última instancia, el imperialismo norteamericano sigue pagando el costo del enorme error de cálculo que llevó a la segunda guerra de Irak y que terminó fortaleciendo las aspiraciones regionales de Irán.
El conflicto por lejos excede al Medio Oriente, involucra a Europa y también a otras potencias. Ni Rusia ni China tienen ningún interés en que se legitime una política imperialista agresiva de Estados Unidos que mañana podría tenerlos como blanco. Rusia ya tiene una alianza táctica con Irán en Siria. Y China continuó comprando petróleo iraní en abierto desafío al embargo norteamericano.
Independientemente de los motivos que hayan llevado a Trump a esta decisión, lo cierto es que en la política mundial se viven momentos de incertidumbre. Una nueva muestra de los mayores antagonismos que atraviesan las relaciones interestatales, en momentos en que en varios países vienen ocurriendo movilizaciones y rebeliones populares. En todo el mundo, urge el repudio a esta agresión imperialista y el desarrollo de la movilización, que ha comenzado en el propio seno de los Estados Unidos este sábado, con marchas frente a la Casa Blanca y en setenta ciudades, minoritarias por ahora pero sintomáticas de que Trump tiene también el frente interno convulsionado.
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