El texto que publicamos a continuación es una contribución para los debates de la próxima conferencia de la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional, impulsora de la Red Internacional de La Izquierda Diario.
Desde la crisis capitalista de 2008, pero con más agudeza desde el inicio de la guerra de Ucrania, venimos sosteniendo que se ha abierto una etapa caracterizada por la reactualización de las tendencias más generales de la época imperialista definida por Lenin como de crisis, guerras y revoluciones. Estas características convulsivas que se manifiestan en tendencias a las crisis orgánicas (o crisis orgánicas abiertas) en la periferia y el centro capitalista, tendencias proteccionistas, polarización política y alta conflictividad social, habían sido atenuadas con la derrota del último ascenso revolucionario, el auge de la globalización neoliberal y el triunfo de Estados Unidos en la Guerra Fría que dio lugar al breve “momento unipolar” de hegemonía norteamericana.
Como venimos definiendo, la guerra de Rusia contra Ucrania/OTAN no es una guerra de la misma naturaleza que las guerras asimétricas de Estados Unidos y otras potencias, como las de Golfo, la guerra contra el terrorismo o las de los Balcanes de fines de la década de 1990 y principios de los 2000. Es la primera guerra de gran envergadura en territorio europeo desde fin de la segunda guerra mundial. Y marcó el inicio de un cuestionamiento abierto, incluso en el terreno militar, al orden mundial comandado por Estados Unidos.
El “orden (neo)liberal” dirigido por Estados Unidos, que ha regido la geopolítica de la posguerra fría está en una profunda crisis (¿descomposición?). La Gran Recesión puso de relieve el agotamiento de ese mundo globalizado dirigido desde Washington. No solo emergió China como potencia y principal competidor de Estados Unidos, sino también una serie de potencias intermedias –como Turquía, Brasil, la India o Indonesia– que persiguen sus propios intereses nacionales, lo que algunos analistas comparan con el movimiento de no alineados, aunque en este caso se trata de países con dependencias cruzadas con respecto a Estados Unidos (y Occidente) y China.
Con la alianza entre Rusia y China formalizada en vísperas del inicio de la guerra de Ucrania se ha perfilado un “bloque anti occidental” que se presenta como “alternativa multilateral” a las exigencias norteamericanas, que actúa como polo de atracción para los condenados por “Occidente” como Irán o Corea del Norte. El surgimiento de este bloque aún en construcción, ha abierto objetivamente un espacio para “alineamientos múltiples” y alianzas fluidas, que diversos países utilizan según su conveniencia. De conjunto, conforman el llamado “Sur Global”, por ahora más un significante que una entidad económico-política con contornos definidos, pero que expresa gráficamente el debilitamiento de la capacidad de Estados Unidos de seguir imponiendo un alineamiento prácticamente automático (a excepción de un puñado de sirvientes de Washington como el gobierno de Milei en la Argentina que ha definido como política exterior volver a las “relaciones carnales”).
Algunos analistas y teóricos burgueses de las relaciones internacionales hablan de una suerte de reedición del “mundo bipolar” de la guerra fría, esta vez entre Estados Unidos y China. Otra corriente de la geopolítica, enrolada en el llamado “declinacionismo” plantea la emergencia de un “mundo multipolar”, y alimenta la ilusión de reconfigurar las “instituciones multilaterales” como forma de que Estados Unidos pueda conservar su preponderancia, y a la vez “compartir” cuotas de poder con otras potencias.
Estas no son discusiones académicas. Como quedó en evidencia en la guerra de Ucrania, un sector de la izquierda internacional considera que el bloque encabezado por China y Rusia es “antiimperialista” porque se opone a la hegemonía norteamericana, reeditando la posición “campista” típica de la guerra fría, pero en lugar de la Unión Soviética, esta vez se alinean con un bloque capitalista reaccionario dirigido por China que busca emerger como potencia profundizando sus rasgos imperialistas. Mientras que otro adoptó una posición “campista inversa” de alinearse con el bando de Ucrania/OTAN.
Intelectuales burgueses, liberales y “progresistas”, es decir no solo marxistas, vienen planteando diversas teorías en torno a la “crisis multidimensional” –geopolítica, económica, política, social, ambiental– que ha abierto un prologado período de inestabilidad y puede derivar en eventos catastróficos. No causalmente, el término “permacrisis” –un neologismo que refiere a crisis permanentes y simultáneas– fue elegido como la palabra del año en 2022. En un sentido similar, el historiador Adam Tooze ha retomado la categoría de “policrisis” formulada originalmente por Edgar Morin en la década de 1970, como alternativa a las explicaciones marxistas (en su versión determinista) de las crisis de los últimos 15 años.
Dicho sencillamente se trata de una situación en la que interactúan diversas crisis o shocks de tal manera que hacen “más peligroso el todo que la suma de las partes”. Como son crisis no lineales, que se retroalimentan, el sistema se vuelve impredecible. Lo que tiene de interesante la “policrisis”, al menos en el terreno fenomenológico, es no solo que al ser crisis no lineales el sistema se vuelve impredecible, sino sobre todo que en esta lógica, el intento de resolver una crisis –es decir una solución parcial– agrava otras o abre nuevas, por ejemplo, hacer un ajuste para resolver una crisis de deuda creo otras crisis: recesión crisis sociales, cataclismos políticos, etc., que terminan agravando la situación de conjunto.
El límite es que esta “matrix” de crisis interconectadas (y algunas que quedan relativamente sueltas) no da cuenta de las causas de la crisis sistémica del capitalismo y en última instancia es un “modelo de gestión de las crisis” sin plantear una alternativa de conjunto al sistema capitalista. Y menos aún la perspectiva de la revolución social.
Aunque aún no hay una disputa abierta (militar) por la hegemonía, es decir, no estamos en los inicios de la “tercera guerra mundial”, se ha abierto un interregno en el que priman fenómenos transitorios propios de etapas en las que la relación de fuerzas aún está indefinida. Cuánto durará dependerá en última instancia del desarrollo y el resultado de la lucha de clases.
Una coyuntura incierta y peligrosa a la espera de la elección norteamericana
En el último año, la tendencia a las guerras y el militarismo se ha profundizado, reforzando la sensación de desorden mundial. A la guerra de Rusia contra Ucrania/OTAN, se ha superpuesto la guerra de Israel/Hamas en Gaza, que se irradia hacia la región. En 4 meses ya se han involucrado unos 10 países y amenaza con arrastrar a Estados Unidos a una nueva guerra no buscada en el Medio Oriente. Estos son hoy los dos grandes teatros de operaciones pero no los únicos. Hay otros potenciales frentes de batalla. En Asia, el escenario estratégico que verdaderamente le importa al imperialismo norteamericano, está latente el conflicto entre China y Taiwán (al que Biden, por el momento, ha decidido bajarle intensidad al reafirmar que no está en la agenda la independencia de la isla). Además han recrudecido las hostilidades en la península coreana, con Kim Jong-un rompiendo todos los puentes con el gobierno rabiosamente pronorteamericano y de derecha de Corea del Sur. Incluso en América Latina estalló la crisis del Esequibo entre Venezuela y Guyana que sin llegar a plantear seriamente una guerra, tuvo su arista militar con Gran Bretaña movilizando tropas. Esto sin contar la cadena de golpes de Estado en África, que más allá de las particularidades nacionales, han tenido como denominador común la expulsión de las tropas francesas (en algunos casos también norteamericanas por la continuidad de la “guerra contra el terrorismo”) y un acercamiento económico, geopolítico y militar al bloque de China y Rusia.
El gobierno de Biden está involucrado simultáneamente en las guerras de Rusia/Ucrania-OTAN y la de Israel en Gaza. En ambos casos, y sobre todo ante una elección que de momento parece perdida, la política de la Casa Blanca es sostener a sus aliados y a la vez evitar una nueva guerra abierta con tropas en el terreno, improbable en el caso de Ucrania pero factible en el de Medio Oriente. En Ucrania, la estrategia norteamericana era beneficiarse de una guerra subsidiaria para debilitar a Rusia (y de paso reforzar el liderazgo sobre la Unión Europea) sin poner ni un soldado norteamericano en el terreno, que si bien funcionó en las primeras etapas de la guerra, está mostrando sus límites.
La elección norteamericana de noviembre ha abierto un relativo impasse coyuntural, pero no se trata de un “esperar y ver” pasivo sino de una preparación activa de prácticamente todo el mundo para un cambio de rumbo. Por eso también es un año peligroso.
Si bien es cierto que en cuestiones fundamentales, como la política hostil hacia China (una cuestión de estado) hubo más continuidad que ruptura entre Trump y Biden, la extrema polarización entre el partido republicano trumpista y el partido demócrata que funge de centro político, expresa una profunda división estatal en torno a cómo perseguir mejor el “interés nacional” imperialista –si con mayor intervencionismo y conduciendo aliados (Biden) o con una política más unilateral con elementos aislacionistas (Trump).
Aunque aún faltan largos meses, y los demócratas tienen alguna expectativa de que la mejora económica ayude a la reelección de Biden (lo por ahora no sucede), el “factor Trump” ya tiene efectos en la convulsionada geopolítica mundial, influye en el curso de la guerra de Ucrania y también en la guerra de Israel en Gaza; y forma parte de los cálculos estratégicos tanto de los aliados occidentales como de enemigos declarados de Estados Unidos.
En particular la Unión Europea está conmocionada por una posible victoria de Trump, que ha vuelto a poner en cuestión la vigencia de la OTAN, e incluso sugirió que Estados Unidos no respondería en caso de que un miembro que no contribuya con la cuota mínima del 2% a la Alianza Atlántica fuera atacado por Rusia. En el marco de los reveses del bando ucraniano en el campo de batalla, crecen los cuestionamientos dentro de países de la UE por el alineamiento incondicional con Estados Unidos. El caso más sintomático es el de Alemania donde emergió una fuerza “soberanista” encabezada por la exdirigente de Die Linke, Sahra Wagenknecht, que plantea directamente retirar el apoyo a la guerra y recomponer la relación con Rusia, una política que según el sociólogo W. Streeck permitiría a Alemania “liberarse del control de Washington”.
Es un hecho que tanto Ucrania como Medio Oriente cayeron en la grieta electoral, con las consecuencias que eso implica. Biden busca mostrar algún éxito en política exterior (¿algún “empate” en Ucrania?) o como mínimo disminuir el repudio que genera su complicidad con el genocidio del pueblo palestino en un sector significativo de su coalición electoral. Por las mismas razones los republicanos no están dispuestos a entregarle nada que Biden pueda usar para reforzar su alicaída campaña.
En ese tenso tironeo, está estancada en el Congreso la ayuda financiera para Ucrania, Israel y Taiwán, que el “Freedom Caucus”, el bloque de la derecha republicana radicalizada, condicionó primero a la aprobación del cierre de la frontera sur y al endurecimiento de la política migratoria, y una vez que la consiguió se retiró del acuerdo. Detrás de este obstruccionismo está Trump que cuestiona el financiamiento y la intervención en conflictos donde no está en juego directamente el interés nacional imperialista. Claro que esto último es motivo de discusión. No sin cinismo, quienes apoyan la guerra con argumentos “democráticos” señalan la torpeza republicana en no reconocer que la aventura le está saliendo bastante barata a Estados Unidos: no hay ni un soldado propio en el terreno (ni para el caso de ninguna potencia occidental). Y el financiamiento acordado para este año no llega ni al 0.25% del PBI combinado de la UE, el Reino Unido y Estados Unidos. Por otra parte, un detalle importante que suele pasar inadvertido, es que gran parte de ese dinero queda en Estados Unidos, en manos de las empresas del complejo militar industrial.
El más perjudicado es Zelenski, no solo se posterga la ayuda de la que depende el frente ucraniano, sino que en caso de que Trump ganara la presidencia promete suspender toda ayuda norteamericana a Ucrania. Como quedó claro en la entrevista por demás amigable que le hizo Tucker Carlson, Putin se siente empoderado, ante la perspectiva de un triunfo de Trump no tiene incentivos para negociar cediendo y solo aceptaría una rendición total de Ucrania.
La aguda polarización interna (tendencias a la crisis orgánica) y la imagen de debilidad que proyecta Biden –agravada por la imagen de senilidad que promueve con todo el partido republicano– obstaculizan las políticas que intenta negociar el gobierno norteamericano para bajar la tensión en Medio Oriente, y más en general erosionan la influencia y la capacidad de imponer orden de Estados Unidos, por lo que si bien hay un cierto compás de espera, en un marco más general de deterioro de las relaciones interestatales y acumulación de contradicciones no se pueden descartar acontecimientos “inesperados”, que como el ataque de Hamas el pasado 7 de octubre, precipiten nuevas crisis.
El impasse de la guerra de Ucrania
A dos años de iniciada la guerra, y luego del fracaso rotundo de la contraofensiva ucraniana de la primavera de 2023, el conflicto se encuentra estancado. Desde el punto de vista táctico, ha entrado en una etapa en la que se combina la guerra de desgaste terrestre con el uso generalizado de drones, que compensan para Ucrania la carencia de municiones y le da cierto margen de maniobra para atacar blancos en territorio ruso. Pero a la vez amplifican la capacidad de destrucción de Rusia que ataca sin tregua las ciudades y la infraestructura ucraniana.
En gran medida el fracaso de la ofensiva ucraniana se debió a un cambio de estrategia de Rusia, que corrigió los errores que le costaron caro en 2022 y adoptó una estrategia de defensa en profundidad, que se mostró infranqueable. A un alto costo en bajas y municiones, Ucrania solo pudo avanzar apenas unos kilómetros. Desde el punto de vista de la dirección político-estatal, la decisión de Putin de desarticular al grupo Wagner y eliminar a E. Prigozhin le permitió recomponer la autoridad del Kremin y poner orden en el mando militar.
En síntesis, en un marco en el que como dice el analista L. Freedman “la ofensiva es esquiva para ambos”, Rusia ha sacado una ventaja considerable, a pesar de avanzar poco territorialmente, y mantiene la iniciativa gracias a la renovada capacidad de su industria bélica.
Varios analistas “realistas” ya admiten que esta situación adversa para Ucrania parece muy difícil de revertir. La falta de resultados y de una estrategia que ponga fin a la guerra (Zelenski no se baja del objetivo de recuperar todo el territorio ucraniano incluido Crimea) dejó expuestas las diferencias en el bando ucraniano, lo que derivó en el relevo del popular General Valery Zaluzhnyi, un movimiento que los socios imperialistas de Ucrania ven con preocupación.
Zelenski está sufriendo una erosión acelerada de su capital político, crece el descontento interno por la fatiga de la guerra y abundan las denuncias de corrupción. El congreso se niega a aprobar un plan audaz (y brutal) de incorporar y entrenar entre 400.000 y 500.000 nuevos reclutas para reforzar las diezmadas filas del ejército, cuyo promedio de edad es 40 años.
La apuesta de Zelenski, que depende de manera absoluta de la asistencia militar y económica de las potencias imperialistas, es que Occidente lo siga armando y financiando. Pero encuentra cada vez más dificultades.
La Unión Europea ha demorado meses para lograr aprobar un paquete de ayuda a Ucrania –50.000 millones de euros en cuatro años– por la oposición del primer ministro húngaro, Víctor Orbán, políticamente cercano a Putin. Orbán ha utilizado su poder de veto para obtener mayores concesiones de la UE, entre ellas la liberación de fondos retenidos por sus políticas “iliberales”. Aunque finalmente pudieron doblegarlo, fue al precio de un desgaste importante. Lo mismo que la ampliación de la OTAN con la incorporación de Suecia y Finlandia, a la que Erdogan postergó todo lo que pudo.
En Estados Unidos –que es el principal aportante individual a la causa ucraniana– Biden choca con la oposición del partido republicano en el Congreso que primero había condicionado la aprobación del paquete de 60.000 millones para Ucrania al cierre de la frontera sur y el endurecimiento de la política migratoria, pero una vez que consiguió esa concesión de Biden, como decíamos, retrocedió del acuerdo.
Ante los reiterados fracasos, el gobierno de Biden está evaluando entregarle a Ucrania los 300.000 millones de dólares de reservas de Rusia, congeladas en distintos bancos centrales, un movimiento que difícilmente tenga legalidad y desde el punto de vista político es muy cuestionado sobre todo por potencias intermedias y del “Sur Global” que ven que pueden sufrir el mismo destino.
La política de Estados Unidos y las potencias occidentales de aislar a Rusia a través de un duro esquema de sanciones económicas no tuvo los resultados esperados. Aunque el verdadero costo de la guerra se verá en los próximos años, en el corto plazo Rusia ha sorteado con relativo éxito las sanciones económicas, en gran medida por su alianza con China y crece gracias a la economía de guerra. Los mercados que ha perdido en Europa, en particular Alemania, fueron compensados en parte por el aumento de las exportaciones de crudo a precio de descuento a los países “amigos” China, la India, y varios países africanos.
Putin acaba de asumir la presidencia del bloque del BRICS, que se ha ampliado a nuevos miembros, entre ellos Arabia Saudita, Etiopía (Argentina desistió por la política del gobierno de extrema derecha de Milei). Y a fuerza de represión y bonapartismo recargado, se prepara para asumir el quinto mandato presidencial dado que ha eliminado de la contienda electoral a Boris Nadezhdin, el candidato que amenazaba con unificar el frente antiguerra, mientras que Alekséi Navalni, uno de los principales opositores que Putin mantenía encarcelado, apareció muerto en prisión en circunstancias por demás oscuras.
La mayoría de los analistas militares consideran que no hay condiciones para una nueva ofensiva de Ucrania durante 2024 y que en la medida en que los ataques de Rusia lo permitan, lo aconsejable sería pasar a una posición de “defensa activa” para evitar seguir perdiendo territorio y recomponer las defensas.
El gobierno de Biden está en una posición complicada. La fatiga de guerra también se siente en el terreno doméstico. La campaña republicana de que son recursos despilfarrados en países lejanos encuentra eco en sectores del electorado. Después de agitar la “victoria de Ucrania” Biden debería evitar que una negociación en la que Ucrania resigne el 18% de su territorio actualmente bajo ocupación de Rusia, sea percibida por los enemigos de Estados Unidos como una derrota de Occidente.
Si el año pasado el escenario que se veía más probable era el de un “conflicto congelado” al estilo de la guerra de Corea, ahora crece la probabilidad de que la guerra continúe al menos un año más, alternando coyunturas de estancamiento con ofensivas por parte de Rusia.
Como hemos señalado en otras elaboraciones, Rusia viene avanzando en el plano táctico, aunque al precio de aumentar su dependencia con respecto de China y tener a la OTAN en sus fronteras. Sin embargo, la estrategia norteamericana de desgastar a Rusia usando a Ucrania como carne de cañón parece haber alcanzado sus límites, la magnitud de ese desgaste y su significado estratégico está aún por verse.
El peligro de una guerra en Medio Oriente
Estados Unidos venía impulsando una política de “normalización” de las relaciones entre los Estados árabes y el Estado de Israel, con el objetivo de aislar a Irán y dar por muerta la lucha nacional palestina. Esta política fue iniciada por Donald Trump en 2020 con los Acuerdos de Abraham, y continuada por Biden que en los días previos al sorpresivo ataque de Hamas de octubre pasado, venía avanzando con la “normalización” de las relaciones entre Israel y Arabia Saudita. Pero a diferencia de Trump, la política de Biden incluía el restablecimiento de cierto nivel de relaciones con el régimen iraní.
Más allá de que no compartimos ni los métodos ni la estrategia de Hamas, su acción puso nuevamente en la escena la lucha histórica del pueblo palestino contra la opresión del estado de Israel, un régimen de apartheid redoblado bajo los sucesivos gobiernos de Netanyahu y sus aliados de la extrema derecha religiosa y los colonos.
La brutal guerra del Estado de Israel contra el pueblo palestino en Gaza, con el apoyo de Estados Unidos y las potencias europeas, ha desbaratado ese esquema geopolítico y amenaza con escalar a una guerra regional, que en última instancia podría derivar nada menos que en una guerra entre Estados Unidos e Irán.
De hecho ya se han visto involucrados en acciones militares de distinta envergadura prácticamente todos los aliados de Irán que integran el llamado “eje de la resistencia”: Hezbollah en el Líbano, las milicias relacionadas con el régimen iraní que actúan en Siria, Irak y Jordania, y los hutíes que vienen atacando barcos comerciales en el Mar Rojo, lo que provocó bombardeos de Estados Unidos y Gran Bretaña en Yemen. Además de una escaramuza que no pasó a mayores entre Irán y Pakistán por el doble atentado en Irán en el que murieron unas 100 personas, que si bien no tiene relación directa con la guerra en Gaza, no se lo puede separar del tenso clima regional. El incidente más serio fue el ataque a una base de Estados Unidos en Jordania por parte de aliados de Irán, que terminó con la muerte de tres soldados norteamericanos. En un delicado equilibrio entre no quedar débil y no escalar, el gobierno de Biden respondió con un ataque a 85 blancos de milicias aliadas de Irán en Irak y Siria pero se cuidó de no atacar directamente a Irán.
El gobierno de Biden se encuentra en una situación cada vez más complicada. Es el principal aliado y sostén financiero y militar del estado de Israel, y ha mantenido su apoyo incondicional al gobierno de extrema derecha de Netanyahu y los partidos de los colonos y la ultra derecha religiosa, que declaran abiertamente sus intenciones de expulsar al pueblo palestino de Gaza y Cisjordania. No solo es cómplice, sino que es el que habilita el genocidio de Israel en Gaza. Pero a la vez, su política es bajar la intensidad del conflicto, con la colaboración de Arabia Saudita y otros aliados en el mundo árabe, para evitar que se desarrolle la dinámica hacia una guerra regional, lo que llevaría nuevamente a Estados Unidos a involucrarse directamente con tropas en el Medio Oriente.
Hasta el momento, los intentos diplomáticos que incluyen reponer en el horizonte la falsa “solución de dos estados” han sido completamente infructuosos. Es que hay una contradicción entre el interés de Biden, que busca recomponer las alianzas entre el estado sionista y las monarquías árabes, impensable si Netanyahu no detiene la matanza en la franja de Gaza, y la estrategia de supervivencia de Netanyahu que es sostener la guerra lo más posible, dado que es su única esperanza de retener el poder y eventualmente no ir preso. Netanyahu además ha redoblado la apuesta con el ataque masivo en Rafah, ante lo cual Egipto, que junto con Qatar está participando en las negociaciones indirectas con Hamas para la liberación de rehenes, planteó la posibilidad incluso de retirarse de los acuerdos de Camp David. Por esto, el secretario de estado Antony Blinken planteó que la situación en Medio Oriente es la más peligrosa desde 1973.
“Soft landing” sobre terreno resbaladizo
La acumulación de contradicciones y riesgos “extraeconómicos” parece haber salido del radar pragmático de los grandes billonarios. Las previsiones más pesimistas sobre la economía mundial no se han materializado en lo inmediato. En su actualización de las perspectivas internacionales de enero de este año, el FMI revisó modestamente al alza el crecimiento mundial ubicado en 3.1% para 2024, sobre todo por el desempeño mejor de lo esperado de Estados Unidos y China. Para 2025 prevé un crecimiento del 3.2% (el promedio histórico para el período 2000-2019 fue de 3.8%). En cuanto al comercio global espera que se expanda un 3.3% en 2024 y 3.6% en 2025, muy por debajo del promedio histórico de 4.9%.
Según el FMI la economía global se encamina hacia un “soft landing”, es decir, hacia una salida de la inflación, que se disparó en la pospandemia y como efecto secundario de la guerra de Ucrania y las sanciones, sin que la suba de las tasas de interés –la medida monetarista adoptada por los bancos centrales para bajar la inflación– haya producido una recesión global o peor aún, un escenario de “estanflación”. Sin embargo, más que optimismo es una visión menos pesimista: la expansión es lenta y sobre todo vulnerable a riesgos geopolíticos, como los ataques a buques comerciales en el Mar Rojo por parte de los hutíes en Yemen, que incluso si se mantuvieran en su nivel actual, podrían interrumpir las cadenas de suministro y las rutas comerciales, encareciendo los commodities.
Es importante destacar que detrás del promedio general hay desigualdades. En rigor la que está en mejor forma, al menos coyunturalmente, es la economía norteamericana, creció un 3.3% anualizado el último trimestre de 2023, la inflación descendió del 8% en 2022 al 3.1% en el final de 2023 (aún por encima del objetivo del 2% de la FED). La tasa de desocupación se mantiene en 3.6%, a niveles prácticamente de pleno empleo. Sin embargo, como señala el economista marxista M. Roberts, el crecimiento está por debajo y la inflación por encima de los niveles prepandemia, en particular los precios al consumidor en Estados Unidos y Europa están un 17-20% arriba. Este dato explica que la gran mayoría de la población trabajadora y de clase media norteamericana no perciba la mejora en su situación personal, lo que disminuye el impacto electoral positivo para el actual gobierno de la “bidenomics”.
Además, la FED no ha anunciado, como esperaban los mercados, ninguna baja de la tasa de interés en el corto plazo (algunos especulaban con que el descenso podía comenzar en marzo) por lo que crece el peso en las economías domésticas y corporativas de los intereses de las deudas.
Según Economist, hay al menos tres señales de preocupación a futuro. La primera, que los consumidores ya habrían agotado el exceso de ahorro durante la pandemia por lo que muchas firmas esperan una caída en sus ventas; la segunda, una posible retracción del consumo en China y la tercera, una desaceleración del “boom manufacturero” que se había insinuado con la aprobación de llamada “ley de los Chips”, un poderoso paquete de estímulo de 52.000 millones de dólares para la producción local de semiconductores, del que finalmente solo se ejecutó una pequeña parte. A este panorama se suma el riesgo bancario-financiero que supone la expansión de los negocios entre los bancos tradicionales y el sector de “bancos en la sombra”, un sector de prestamistas informales como las fintechs, al que las instituciones financieras norteamericanas ya han otorgado préstamos que superan el billón de dólares. Estos eventos, como la crisis de 2023 disparada por el colapso de Silicon Valley Bank, hacen sonar las alarmas y dejan expuestas las vulnerabilidades del sistema bancario, que bajo la presidencia de Donald Trump se liberó de las tímidas regulaciones que siguieron a la crisis de 2008.
La Unión Europea escapó por apenas unas décimas a la recesión (se prevé un crecimiento anémico de 0.65) a excepción de Alemania, que registró un retroceso del 0.3%. El bloque europeo de conjunto está atravesando una crisis importante con el sector agrícola que en un contexto de caída de los precios internacionales, ha perdido competitividad frente a las importaciones provenientes de Ucrania, y que se ve perjudicado por las normativas de la UE (Política Agraria Común) entre ellas la reducción del subsidio al diesel, que descargan el costo de la llamada “transición verde” principalmente sobre los pequeños productores.
Un cuarto de siglo después, volvió el debate sobre si Alemania es nuevamente el “hombre enfermo” de Europa, o si sufre de fatiga, como considera el gobierno, y necesita un shot de cafeína. La inflación, el militarismo, las tensiones geopolíticas que conspiran contra la orientación exportadora y sobre todo el fin del modelo productivo basado en la energía barata proveniente de Rusia son algunos de los elementos que explican esta situación. La prolongada estabilidad de la era Merkel quedó atrás y Alemania está entrando tardíamente a una dinámica de crisis políticas y conflictividad social sin precedentes en las últimas décadas.
En otro nivel está China, que como dice Roubini, está en un “aterrizaje accidentado” que viene de arrastre con un crecimiento estimado por debajo del 5,2% de 2023. Si bien el FMI mejoró su pronóstico de crecimiento para 2024 –de 4.2 a 4.6%– la tendencia sigue siendo a la desaceleración económica producto de una combinación de factores. Algunos de los más inmediatos son la costosa y prolongada quiebra de Evergrande dejó expuesta la burbuja inmobiliaria y de la construcción, un sector que da cuenta de al menos el 20-25% del PIB. La caída bursátil que hizo que los mercados de China y Hong Kong perdieran 1.5 billones de dólares solo en enero de 2024, que ahora el gobierno de Xi Jinping está tratando de revertir mediante la recompra de acciones de empresas estatales. Una tendencia persistente a la deflación –el índice de precios al consumidor registró en enero la caída más abrupta en 15 años– que es un síntoma de las dificultades estructurales, que ya tiene un impacto negativo en la economía mundial, sobre todo por la reducción de la demanda de importaciones –entre ellas la soja.
En síntesis, hay un relativo consenso en cuanto a la “foto” de la economía global. Incluso N. Roubini, el más “catastrofista” de los economistas burgueses, reconoce que sus vaticinios más ominosos no se han cumplido. Sin embargo, señala algunas “megaamenazas estanflacionarias” que opacan el relativo optimismo. Entre ellas menciona la posibilidad de que la suba de tasas (que por ahora se mantienen en los niveles alcanzados en 2023) tenga un efecto retardado sobre las economías centrales en 2024, el peso de la refinanciación de deudas –corporativas y de hogares–, y el endeudamiento estatal, que es crítico en países de la periferia capitalista, con el caso de Argentina como el más agudo, y otros países de bajos ingresos del llamado “Sur Global” directamente en default. Entre los países importantes expuestos a posibles defaults (en 2022 se contabilizaban hasta 50 en esa situación) están Egipto y Pakistán, que han entrado en durísimos programas de ajuste con el FMI, lo que ya está teniendo consecuencias sociales y políticas. El patrón de endeudamiento en el caso de Pakistán, como en otros países asiáticos como Sri Lanka, y sobre todo en África, se caracteriza por el peso de los préstamos de China en la composición de la deuda, en particular por los megaproyectos de infraestructura de la Iniciativa de la Ruta de la Seda. Ante la imposibilidad de repago, estos países han recurrido a los conocidos “programas de rescate” del FMI.
Para M. Roberts las perspectivas son aún más sombrías, dado que por fuera de Estados Unidos, en la mayoría de los países el crecimiento continuará una dinámica de desaceleración, con tendencias recesivas en Europa y América Latina (en este caso por el impacto de la crisis argentina), por lo que más allá de los números, la percepción general estará más cerca de una recesión que de un “aterrizaje suave”. Pero sobre todo, existen factores de riesgo extraeconómicos, entre los que se cuentan desde algún shock geopolítico que vuelva a llevar para arriba los precios internacionales de energía y alimentos, hasta crisis político-estatales y estallidos de la lucha de clases.
Neoliberalismo “zombie”. Guerra comercial y tendencias proteccionistas
Más allá de la coyuntura, las tendencias proteccionistas que se vienen desarrollando en los países centrales como consecuencia de la crisis capitalista de 2008 y el agotamiento de la hegemonía globalizadora neoliberal, podrían dar un salto con una nueva presidencia de Trump.
Si bien el alcance de la crisis de la globalización es un tema aún sujeto a debate, es un hecho que la llamada “hiperglobalización” llegó a su fin. Y que el ciclo neoliberal está agotándose, aunque el neoliberalismo mantiene una sobrevida, o incluso retorna como ofensiva recargada sobre los trabajadores en sus versiones paleolibertarias y autoritarias de la extrema derecha, como la sintetizada en el delirante discurso de Milei en Davos señalando como principal enemigo al “colectivismo” que supuestamente habría capturado al mundo capitalista.
Desde la Gran Recesión de 2008, se viene produciendo no sin contradicciones un retroceso de la globalización en un contexto general de creciente competencia y guerra comercial entre Estados Unidos y China. Este retroceso de la globalización neoliberal se profundizó con la pandemia en 2020 y con las guerras y tensiones geopolíticas que han dejando en evidencia la vulnerabilidad de las cadenas de suministro. El ejemplo más reciente es el impacto en el comercio internacional de los ataques por parte de los hutíes en el Mar Rojo, un derivado de la guerra (genocidio) de Israel en Gaza.
La cantidad de neologismos que aparecen en los medios financieros expresa a su manera la dificultad para definir este nuevo paradigma en el que confluyen economía y geopolítica. Los más optimistas de la resiliencia capitalista hablan de “slowbalisation”, es decir, la continuidad sin cambios significativos de la etapa globalizadora, pero en cámara lenta. Los que ven una crisis irreversible hablan de “desglobalización”, mientras que una mayoría de analistas burgueses se inclinan por escenarios híbridos. El neologismo más novedoso es la “glocalización”, es decir, un situación intermedia entre la regionalización y la globalización, que más bien se definiría por la negativa y se podría resumir en la fórmula ni globalización ni autarquía.
En términos generales, y con las diferencias lógicas según el país, esta reconfiguración implica garantizar cadenas de suministro más próximas (nearshoring) y en lo posible ubicadas en países amigos (friendshoring) o alejados de los puntos calientes geopolíticos, lo que en la jerga geopolítica y económica se conoce como “derisking”. Además de la relocalización nacional de ciertas manufacturas y un grado mayor de intervención estatal que la aconsejada en el credo neoliberal (el caso más emblemático es el de la “ley de chips” y de “reducción de la inflación” en Estados Unidos). En diversas elaboraciones venimos señalando la tensión entre la estructura internacionalizada del capitalismo, de la que se benefician grandes monopolios, sobre todo norteamericanos como Apple, y las tendencias proteccionistas junto con la competencia tecnológica cada vez más aguda, como se ve en la carrera entre Estados Unidos y China por el dominio de la Inteligencia Artificial que fue uno de los temas centrales del foro de Davos.
El gran interrogante es qué podría significar para la economía y el comercio internacional una nueva presidencia de Trump. Durante su presidencia, bajo el lema de volver a hacer grande a Estados Unidos (MAGA) Trump se retiró del Tratado Transpacífico y otros acuerdos de libre comercio, reformuló el TLC con México y Canadá, ahora T-MEC (entre otras cuestiones limitó la posibilidad de que China se beneficie de aranceles promocionales y promovió la reducción de la brecha salarial con México en la industria automotriz). Pero la medida más disruptiva que tomó fue lanzar la guerra comercial con China, impuso un arancel del 25% a las importaciones y luego refocalizó el ataque en el sector tecnológico (5G, y otras tecnologías de uso militar), que Biden mantuvo prácticamente intactas.
Las bases de esta suerte de “nuevo orden comercial”, fueron expuestas por Robert Lighthizer, el encargado de comercio en la administración trumpista, en un libro reciente titulado No Trade Is Free. Changing Course, Taking on China, and Helping America’s Workers. Desde la tapa despliega el programa de la derecha populista, que como se sabe tiene gran parte de su base electoral en los sectores perdedores de la globalización. Este influyente funcionario y actual asesor de campaña, plantea una guerra comercial recargada contra China, que empezaría por revocar el estatus de “relaciones comerciales normales permanentes” que le fue otorgada a la República Popular a su ingreso en la OMC, en el año 2000.
En esta campaña Trump se presenta con un programa proteccionista recargado. “Tariff Man” como se auto apodó hace unos años, prometió sin grandes precisiones imponer una tarifa universal del 10% a cualquier importación, que se elevaría en la misma proporción para países que impongan tarifas a bienes norteamericanos (“ojo por ojo, tarifa por tarifa”, dijo). Y prometió dar por terminado el Marco Económico Indo Pacífico para la Prosperidad, un acuerdo comercial lanzado por Biden en 2022 con 13 países de la región, que sin proponer rebajas arancelarias se proponía recuperar influencia frente a China.
Independientemente de las formas tácticas (guerra comercial y acuerdos bilaterales en el caso de Trump, o ampliar acuerdos comerciales o socios en el caso de Biden) y de los momentos de mayor o menor enfrentamiento comercial, el problema estratégico que enfrenta Estados Unidos es la necesidad de avanzar en el “desacople” de su economía con respecto a China, sobre todo en áreas críticas, teniendo en cuenta que la perspectiva es que recrudezcan las rivalidades y disputas económicas, geopolíticas y eventualmente militares.
Crisis orgánica, polarización y lucha de clases
Paradójicamente, 2024 será el mayor año electoral de la historia moderna –4.000 millones de personas, en más de 60 países irán a las urnas–. Pero a la vez, en la mayoría de esos procesos electorales volverá a quedar en evidencia la profunda crisis de la democracia liberal, un proceso que viene desarrollándose al ritmo de las tendencias a las crisis orgánica que desde hace más de una década atraviesan países centrales y periféricos. Quizás la expresión más gráfica de la crisis orgánica sea la elección norteamericana, en la que la disputa por la máxima posición del poder mundial es entre Joe Biden, el candidato demócrata con evidentes problemas de senilidad, y Donald Trump, que llegará a la contienda con decenas de causas judiciales, incluida la acusación de promover un golpe de Estado por la toma fallida del Capitolio del 6 de enero de 2021.
El agotamiento del “consenso neoliberal”, es decir, la alternancia en el gobierno de las variantes conservadoras y socialdemócratas del “extremo centro” (Tariq Ali), en el marco de una profunda polarización política y social, dividió a las clases dominantes y derivó en la crisis de los partidos burgueses tradicionales y el llamado “momento populista” tanto de izquierda (fenómeno Sanders, Podemos, e incluso un poco más atrás en el tiempo Syriza) como de extrema derecha, como la presidencia de Trump, con fuertes rasgos bonapartistas. Estas tendencias bonapartistas tienen distintas expresiones, como el fortalecimiento del presidencialismo, y el creciente peso del poder judicial (como se vio con la Lava Jato en Brasil), o el rol de la Corte Suprema en Estados Unidos cuya mayoría conservadora avanza sobre derechos democráticos (aborto) o en desmantelar aspectos del “estado ampliado” (acción afirmativa).
En esta coyuntura prima como fenómeno el ascenso de la extrema derecha, que electoralmente se erigió como vector del descontento de amplias capas sociales, incluidos sectores populares. Este fenómeno expresa aunque no de manera directa sino con múltiples contradicciones, los intentos cesaristas autoritarios de la burguesía para revertir a su favor la relación de fuerzas y cerrar la crisis orgánica. La necesidad de una suerte de “cesarismo” es debatida públicamente por los intelectuales de la derecha trumpista. Esa discusión de “teoría política” está bajada a tierra en el programa Project 2025 de la Heritage Foundation –el think tank conservador surgido con el reaganismo– que plantea abiertamente la necesidad de “institucionalizar el trumpismo”, es decir, reforzar la rama ejecutiva, desmantelar agencias federales y formar una burocracia estatal puramente conservadora. A esto se refieren algunos medios liberales cuando hablan de que Trump instauraría una “dictadura” (civil, se entiende).
Como plantea en un interesante artículo F. Lordon la dinámica es que la extrema derecha avance sobre la derecha tradicional. La nota de Lordon es sobre Francia, a propósito de la votación de la dura ley migratoria, mostrando cómo Macron tomó el programa de Marine Le Pen, pero con las diferencias que correspondan en cada caso, esta es una tendencia general. Como se ve por ejemplo en Argentina, en la tendencia a la integración del PRO (el partido de la derecha macrista) al gobierno libertario de La Libertad Avanza. Dicho esto, es necesario precisar el alcance del fenómeno y su significado para las perspectivas de la lucha de clases. Como muestra el inicio del gobierno de Javier Milei en Argentina –hasta ahora el único exponente de la extrema derecha paleolibertaria en llegar al poder– se trata de intentos bonapartistas débiles e inestables, sobre todo porque aún tienen por delante la tarea más ardua y riesgosa de cambiar la relación de fuerzas, es decir, derrotar a la clase obrera y los sectores populares.
La contracara de este avance de la extrema derecha es la disposición a la lucha que están mostrando importantes sectores de trabajadores, jóvenes y sectores populares. Estamos atravesando la tercera oleada de lucha de clases desde la crisis de 2008. La primera tuvo como puntos más altos la Primavera Árabe de 2011, los “indignados” en el Estado Español y la lucha en Grecia contra el ajuste que terminó con la traición de Syriza en el gobierno. La segunda oleda, más radicalizada y “revueltítisca” irrumpió con la movilización de los chalecos amarillos en Francia, y siguió con el levantamiento de octubre de 2019 en Chile, luego en Ecuador, y la lucha contra el golpe de estado en Bolivia, y fue interrumpida por la pandemia. En estos años se desarrollaron a nivel internacional grandes movimientos como el de mujeres, movimientos antirracistas y movimientos ambientalistas juveniles, que plantean debates estratégicos de diferente orden y donde hemos intervenido audazmente desde las organizaciones que conformamos la FT-CI. Desde la extrema derecha, estos movimientos han sido ubicados como blanco contra el cual polarizar y generar “batallas culturales”, mientras que desde diferentes variantes “progresistas” se ha buscado su institucionalización.
Las consecuencias de la guerra de Ucrania y la pandemia dieron lugar a esta tercera oleada que tiene claramente un componente más obrero que las anteriores, como muestra el proceso de huelgas y organización sindical en Estados Unidos, o las importantes luchas obreras en los centros imperialistas, como la oleada de huelgas en Gran Bretaña y Francia. El proceso más avanzado fue la lucha contra la reforma de las pensiones en Francia de 2023, en el que Révolution Permanente ha tenido una destacada intervención, impulsando junto con sectores de vanguardia obrera, juvenil y de sectores de la cultura la Red por la Huelga General. Este extendido y masivo proceso de lucha no pudo triunfar por la política conciliadora de las direcciones sindicales que se negaron a organizar la huelga general y le permitieron a Macron sobreponerse a la crisis y avanzar con medidas bonapartistas. La profundidad del proceso se ve en que en los últimos años, prácticamente el conjunto de las clases subalternas ha entrado en acción.
En los últimos meses han irrumpido las movilizaciones de los productores agropecuarios en varios países europeos –Alemania, Francia, Polonia, el Estado español– aunque con más contradicciones porque en algunos casos intervienen sectores burgueses, expresan también estas tendencias a la lucha. En Alemania decenas de miles se vienen movilizando contra la extrema derecha de Alternativa por Alemania y sus planes de deportación masiva de inmigrantes.
Lo más dinámico es el surgimiento de un movimiento masivo contra la guerra de Israel en Gaza y en solidaridad con el pueblo palestino, fundamentalmente en los países centrales, con una impronta antiimperialista que no se veía desde el movimiento contra la guerra de Vietnam. A pesar de los ataques brutales de los gobiernos imperialistas, que son cómplices del genocidio del estado de Israel y acusan a quienes se movilizan de “antisemitismo”, decenas de miles se siguen movilizando en Londres y otras ciudades exigiendo el fin de la guerra de Israel en Gaza. Probablemente la magnitud de la masacre contra el pueblo palestino y este imponente movimiento hayan influido en la decisión de la Corte Internacional de Justicia de hacer lugar a la denuncia por genocidio que presentó Sudáfrica contra el Estado de Israel, un hecho inédito que aumenta el desprestigio y el aislamiento del estado sionista y sus aliados, empezando por Estados Unidos y su presidente Joe “Genocide” Biden.
Aunque es un país secundario, en el próximo período Argentina estará en el centro de la atención mundial. Para la extrema derecha internacional es una posición valiosa, como se vio en la concurrencia a su asunción en diciembre pasado de sus referentes –el clan Bolsonaro, Santiago Abascal de Vox, José Antonio Kast de Chile y Víctor Orbán, entre otros–. También en su viaje mesiánico a Israel y en la invitación a foros de la extrema derecha como la Conferencia de Acción Política Conservadora en Washington. Pero también se perfila como un gran “laboratorio de la lucha de clases”, donde el PTS como venimos discutiendo, está llamado a jugar un rol clave, para pelear por el frente único obrero, la autoorganización y la huelga general que abra la perspectiva de la lucha por el poder obrero.
En última instancia, como planteaba Trotsky recuperando una acertada conclusión de Lenin a los inicios de la primera guerra mundial, “si no triunfan unas cuantas revoluciones, vendrán otras guerras”.
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