En estas páginas Pablo Oprinari, editor de la La Izquierda Diario México y dirigente del Movimiento de los Trabajadores Socialistas de ese país, traza un panorama crítico sobre el balance del sexenio de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), sus alcances, límites y las tareas que se desprenden para la izquierda revolucionaria en estas coordenadas. Este artículo fue publicado originalmente en Ideas de Izquierda México el pasado domingo 8 de septiembre.
Este 1 de septiembre, ante un Zócalo lleno, Andrés Manuel López Obrador dio un extenso discurso a manera de informe de gobierno. La extensa oratoria del tabasqueño pretendía dejar claro lo que considera es su legado para la historia de México y para la construcción de una tradición progresista en el país. Como no podía ser de otra manera, esto estuvo cruzado tanto por ácidas críticas a la oposición y una defensa de su controversial reforma judicial, como por críticas al gobierno de los Estados Unidos —al cual sin embargo considera como un “buen amigo y vecino”— así como una recurrente mención a la familia y su importancia para la cultura y la sociedad mexicana, con fuertes visos tradicionalistas y nacionalistas. Tal vez se trate de uno de los últimos encuentros del caudillo con sus seguidores en el Zócalo de la ciudad capital: en 2006 lo hizo como líder de una oposición que denunciaba el fraude calderonista, y desde 2018 como la cabeza de una administración que vino a preservar la estabilidad política y a restablecer la relación entre gobernantes y gobernados después de la crisis de Ayotzinapa y del desprestigio de la clase política mexicana. Era el momento justo para este discurso, que tuvo mucho de despedida, aunque esté abierto a la especulación cual será el lugar que AMLO ocupará en el futuro ordenamiento morenista.
López Obrador termina su mandato con más de un 60% de aprobación. Eso le permitió a Claudia Sheinbaum conquistar la presidencia con más votos que los que él obtuvo hace 6 años. También le brindó a aquel, la oportunidad de darse una despedida como la del pasado 1 de septiembre, algo inédito en las últimas décadas. Es verdad que otros gobiernos progresistas latinoamericanos terminaron sus primeros mandatos con buenos niveles de aprobación, y que el declive les llegó en momentos posteriores, como fue en el caso de Argentina o de Brasil. Tal vez por ese fantasma, Obrador dedicó tantos párrafos de su discurso a ensalzar la figura de Sheinbaum, buscando traspasar su popularidad, mientras pretende aprovechar su fortaleza para concretar fast track las reformas pendientes, como en el terreno judicial, donde está provocando una verdadera polarización nacional, que incluye movilizaciones estudiantiles en contra (y a favor) y paros de trabajadores del sector, alentados por la oposición de derecha.
De hegemonías, pasivización y estado integral
Por detrás de este panorama se encuentra una persistente hegemonía, cultivada por las políticas públicas desplegadas por su administración —en particular los programas sociales, la reforma laboral y los aumentos salariales—, las cuales cimentaron las expectativas que la llegada del tabasqueño generó en la mayor parte de la población y en la clase obrera en particular. Aquellas marcaron una tendencia a incorporar elementos de lo que Gramsci llamó décadas atrás “estado integral”.
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Si esta hegemonía tiene importantes límites que la relativizan —sobre lo cual volveremos luego— lo cierto es que la popularidad y el carisma alcanzado por López Obrador se basó en representar, para el imaginario popular, algo visto por millones como distinto a los anteriores gobiernos neoliberales y su legado de saqueo y una obscena corrupción. En el terreno ideológico el obradorismo no se quedó atrás y buscó darle sustento a su perfil progresista: presentando una perspectiva crítica y emancipatoria en el terreno educativo y cultural [1] (lo cual no pudo ocultar la mayor precarización en la educación y la baja presupuestal), un perfil descolonizador en la historia, además de asumir, como si fueran parte de su genealogía, las gestas obreras y sociales de las décadas previas. El conjunto de estos elementos fue fundamental para generar una pasivización relativa de la lucha de clases, aunque no impidió importantes procesos de resistencia, antes, durante y después de la pandemia, como hemos explicado en otros artículos.
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Esta hegemonía descansó también en la debilidad de la oposición conservadora, lo cual fue un resultado, prolongado en el tiempo y sin visos de recuperación aún, de la crisis orgánica abierta en 2014, que terminó pulverizando el peso institucional y electoral de los tres partidos integrantes del entonces llamado Pacto por México, el PRI el PAN y el PRD. Eso hoy le permite a AMLO contar con una mayoría calificada en la Cámara de Diputados y estar a un escaño de ello en el Senado, ocupando Morena el centro de una verdadera reconfiguración del régimen de partidos que, si inició en 2018, culminó en la derrota estrepitosa de la coalición opositora hace algunos meses. [2] El obradorismo ha aprovechado esta construcción hegemónica para avanzar en una mayor concentración del poder político y en imponer su agenda legislativa, ampliando los rasgos bonapartistas que se expresan en el peso que adquirió la figura presidencial y las fuerzas armadas, en tanto que reformas como la judicial combinan la elección popular de los jueces con la propuesta reaccionaria de “jueces sin rostro”. [3]
El obradorismo y la subalternización del movimiento obrero
No creemos exagerar si afirmamos que el obradorismo constituye un parteaguas en la historia política reciente, particularmente por la relación que conquistó con el movimiento obrero y de masas y sus organizaciones, lo cual va más allá de las vicisitudes de sus triunfos o de sus retrocesos electorales, como el que experimentó en las elecciones intermedias de 2021.
En primer lugar, porque, en torno a la figura del caudillo y una discursividad que remite constantemente al “pueblo” y a lo plebeyo, se constituyó un movimiento de base popular que aglutinó expectativas e ilusiones de amplios sectores sociales y con el cual López Obrador busca mantener una relación “directa”, que rompe los cánones de la política tradicional mexicana. Si bien esto rebasó las fronteras de la estructura estrictamente partidaria de Morena, se encolumna y sujeta a una conducción con una perspectiva política y programática burguesa, que no ha puesto en cuestión el orden social y económico del capitalismo dependiente. Lejos de ello, aunque contó con un apoyo social y electoral masivo, aunque muchos de sus gestos y algunas de sus políticas —desde los programas sociales hasta las reformas energética o judicial— generaron malestar en sectores patronales y el propio imperialismo estadounidense, el obradorismo ha preservado las ganancias de los grandes empresarios y ampliado las oportunidades para las empresas trasnacionales en áreas fundamentales, aún en aquellas donde se mantiene la rectoría estatal.
En segundo lugar, porque logró encolumnar a la mayoría de las organizaciones y las conducciones sindicales burocráticas, incluyendo a muchas que vienen de una larga tradición priista. [4] Cierto es que este alineamiento no siempre se expresó en apoyo electoral abierto, pero los contornos del mismo indican una subordinación de las organizaciones sindicales a las políticas laborales y al proyecto de AMLO. Morena ocupa así -y lo está logrando en apenas 6 años- el sitio que ocupó el priismo respecto a los grandes sindicatos, en un proceso evidentemente transexenal, aunque por ahora esto se basa (a diferencia del PRI) en las expectativas y aspiraciones de la clase trabajadora, y sus ilusiones en el accionar de la 4T. Las conducciones sindicales mencionadas (esto es, desde el SME y la UNT hasta la CTM y la CROC) asumen así un papel clave en la subalternización del movimiento obrero al nuevo partido de gobierno. Este proceso fue acompañado de lo que Gramsci llamó “transformismo”, esto es la cooptación y el pase a las filas del oficialismo de dirigentes obreros, campesinos, indígenas y de izquierda, lo cual le permitió fortalecer al Morena su perfil “progresista”.
Estos dos aspectos que mencionamos son cruciales para explicar la hegemonía lograda, y no reducirla a los resultados de una política asistencial. Y a la vez, para reconocer los verdaderos contornos (y límites) de su carácter popular y progresista, y la importancia que adquiere una estrategia de independencia de clase respecto al gobierno y su partido, como piedra de toque para edificar una alternativa política, basada en la acción autónoma de la clase obrera y su alianza con otros sectores oprimidos. En esto es importante considerar otras experiencias que surgieron en la región en momentos históricos previos, salvando todas las distancias y considerando las condiciones muy distintas. Desde los movimientos nacional-populares de las décadas de 1930 y 1940 —particularmente el peronismo argentino y el cardenismo— hasta la primera oleada de progresismos que ocuparon el centro político después del año 2000.
En el caso de los primeros, al tratarse de movimientos populares de masas bajo una dirección de corte nacionalista burguesa, la subordinación de las organizaciones obreras y la búsqueda de la autonomía (independencia de clase) eran entonces un problema político fundamental como parte de una estrategia política que superase, desde un anclaje revolucionario, una perspectiva que no apuntaba a trastocar el régimen capitalista. Por ejemplo, el posicionamiento de la izquierda frente al cardenismo dejó grandes lecciones para el presente: desde el accionar del Partido Comunista Mexicano, apostando al desarrollo de un frente popular bajo la conducción del Partido de la Revolución Mexicana encabezado por Cárdenas, y subordinándose al mismo, hasta el posicionamiento propuesto por León Trotsky y el pequeño núcleo de marxistas organizados en torno a sus ideas, planteando la independencia política y organizativa de los revolucionarios y la disputa estratégica con la burguesía nacional por la conducción del proceso histórico. Esto sin dejar de considerar que las diferencias profundas entre la experiencia obradorista y la cardenista respecto a las potencias imperialistas: mientras Cárdenas se recostó en el movimiento obrero y masas para realizar en un momento determinado, medidas como las expropiaciones petroleras y ferrocarrilleras, dándose fuertes roces con aquellas [5], López Obrador estuvo lejos de ello y, más allá de algunos gestos diplomáticos que buscaban sentar una imagen soberana del país, profundizó la integración económica y llegó a sostener que el xenófobo y racista Trump era su "amigo".
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Sobre los límites de la hegemonía obradorista
Toda hegemonía tiene límites, más aún cuando el contexto regional está cruzado por la inestabilidad económica y social y por el desarrollo de distintos momentos de la lucha de clases. Y cuando la principal potencia imperialista —de la cual depende en gran medida el auge inversor sediento de las ventajas del nearshoring— atraviesa un proceso de decadencia hegemónica y está más que sujeta a los vaivenes de la economía internacional, las convulsiones geopolíticas y sus disputas con el gigante chino. Hace algunas semanas, los mercados financieros mexicanos se sacudieron al ritmo de la bolsa japonesa y la caída generalizada de los mercados internacionales, en tanto que el peso ha dejado atrás los momentos de mayor fortaleza.
El carácter moderado que asumieron durante el sexenio las políticas obradoristas —aún aquellas que mencionamos y que fueron vistas como progresistas— estuvo marcado tanto por sus elementos constitutivos y originarios, como por los propios límites impuestos por la realidad del capitalismo dependiente mexicano y la inserción del país en una integración cada vez más subordinada a los Estados Unidos. Y esto implicó que el gobierno de AMLO sostuviera políticas conservadoras, que fueron continuidad del neoliberalismo y atacaron los intereses de los trabajadores, las mujeres y la juventud [6].
Ejemplo de ello fue la precarización laboral, un aspecto que no fue cuestionado por el obradorismo, aún y con las reformas al outsourcing, y que fue redoblado por la administración en el sector público. La misma es una “marca de fábrica” heredada del neoliberalismo por los progresismos de nuestro continente.
Lo mismo podemos decir del extractivismo y el desarrollo de megaproyectos (por ejemplo como aquellos presentados para la industrialización del sudeste), que constituyen un proceso de acumulación por desposesión y que se articula con la necesidad de los grandes capitales de buscar nuevos espacios de acumulación capitalista. Allí están los resultados del Tren Maya, violentando el sentir y la decisión de los pueblos y comunidades, y las incursiones de las empresas canadienses y estadounidenses sobre los bienes comunes naturales de México. Quienes se opusieron a estas políticas —como es el caso del EZLN y el movimiento indígena del CNI— fueron perseguidas y reprimidas, desde el asesinato de Samir Flores en adelante, a lo largo de estos años.
Cuestiones tan elementales, pero tan necesarias y fundamentales, como las demandas históricas del movimiento de mujeres (por ejemplo, la legalización del aborto) no fueron resueltas por el gobierno, en tanto que la violencia feminicida continúa en ascenso.
Por otra parte, como ya dijimos más arriba, las disputas recientes entre AMLO y la embajada estadounidense —que una vez más mostró su vocación injerencista— no ocultan que, aunado al nearshoring que augura una nueva espiral de oportunidades de inversión para los capitales imperialistas, se acepta lo esencial de las políticas migratorias y en materia de seguridad requeridas por la Casa Blanca.
En este sentido, la militarización es un aspecto fundamental y responde evidentemente a la subordinación del progresismo al mandato yanqui: bajo López Obrador, como hemos planteado en Ideas de Izquierda, avanzó el rol preponderante de las fuerzas armadas en funciones de competencia civil, las cuales ofrecen grandes beneficios económicos y amplían su influencia. A la par, se desplegó una operación ideológica que presentó a aquellas como pueblo armado, permitiendo una recomposición de su imagen que no habían alcanzado ni Peña Nieto ni Calderón, y que solo podía lograr un gobierno “progresista”. Evidentemente, bajo esa política, el crimen de estado de Ayotzinapa no iba a ser resuelto y las fuerzas armadas resultaron, como hasta ahora, absueltas de ello.
Hemos enumerado distintos aspectos que deberían ser parte de una discusión real y profunda, sin concesiones, sobre el legado del obradorismo, por parte de la izquierda y la intelectualidad crítica. En un momento donde muchos que provienen de la izquierda apoyan al proyecto de la 4T, o evitan criticarlo mientras participan en sus “escuelas de formación”, un posicionamiento realmente crítico debería ser capaz de entrarle a este debate y evitar la justificación ideológica de un proyecto económico, político y social que no apuesta a quebrar la realidad de dependencia, explotación y opresión que caracteriza a México desde hace siglos.
La lucha por un socialismo revolucionario y desde abajo
En otros artículos de esta revista, escribimos sobre las posibles perspectivas del gobierno que viene. La hegemonía burguesa sólo puede preservarse si descansa en la pasivización y el adormecimiento de las masas. Por ende, que la misma se resquebraje, dependerá de que sectores de trabajadores, la juventud y el movimiento de mujeres retomen el camino de la lucha y avancen en una perspectiva que cuestione al gobierno, recupere la confianza en sus fuerzas y en su accionar autónomo e independiente, rompiendo la subordinación que contribuyen a recrear las conducciones burocráticas. En esto no se arranca desde cero: el gobierno de López Obrador tuvo que enfrentar, en los años previos, a quienes se manifestaron y pusieron en las calles sus reclamos y sus demandas; ejemplo de ello, fueron las y los trabajadores de la educación (desde la básica hasta la universitaria), trabajadores estatales, de la salud, entre otros. También los trabajadores de la industria, que en Matamoros realizaron una gran gesta obrera en 2019, o que durante la pandemia lucharon por sus derechos.
En ese camino, preparándonos para nuevas gestas de lucha y para avanzar en organizarnos, es fundamental abrir, desde la izquierda socialista, un debate ofensivo que no se detenga en la discusión sobre lo que hoy existe, sino que ponga en el centro el proyecto de sociedad por la cual luchamos.
El progresismo obradorista mostró sus límites; son los de un capitalismo con “rostro humano” que no pretende combatir las consecuencias de este sistema de explotación capitalista -como la precarización, la devastación ambiental, la violencia estructural contra las mujeres o la militarización- ni atacar las bases profundas del mismo, ni quebrar la dependencia profunda que nos subordina a los Estados Unidos. Además, ante cualquier atisbo de crisis económica o de que peligren las ganancias de los banqueros e industriales, lo que se otorgó con la mano derecha será suprimido con izquierda, y las condiciones laborales y de vida de las grandes mayorías retrocederán nuevamente.
Ante eso, es más que necesario reactualizar la perspectiva socialista. Para proponer la lucha por un nuevo orden social, basado en expropiar a las grandes empresas y trasnacionales y en romper los pactos y acuerdos que nos subordinen (económicamente, pero también política, militar y diplomáticamente) a los Estados Unidos o a cualquier otra potencia imperialista, y que han llevado a México -bajo los gobiernos neoliberales, pero continuado también bajo el actual- a ser una fuente proveedora de mano de obra barata y precarizada para las transnacionales, con cientos de miles de muertos y desaparecidos como resultado de la militarización y los feminicidios.
Una perspectiva que postule una verdadera y radical transformación social, para poner el conjunto de la economía en manos de las y los trabajadores, quienes mueven los resortes de la producción, el transporte, las comunicaciones y el comercio. Donde la técnica y los avances tecnológicos no estén al servicio de precarizarnos aún más, sino de que vivamos mejor, trabajemos menos horas y tengamos la posibilidad de dedicarle más tiempo al ocio, la cultura y el esparcimiento. Y donde comencemos por las demandas históricas de los pueblos indígenas; ya que la autonomía y el conjunto de los derechos que reclaman, solo pueden ser resueltas mediante la alianza revolucionaria de los trabajadores de las ciudades y el campo.
Una perspectiva socialista y desde abajo, basada en la organización democrática de los productores de la sociedad, esto es, las y los trabajadores, así como los campesinos e indígenas pobres, los cuales tomarán en sus manos el conjunto de las decisiones, comenzando con planificar democráticamente la economía de acuerdo a las necesidades de las mayorías, buscando el equilibrio con la naturaleza, hasta garantizar vivienda, salud, educación y cultura para todas y todos, así como otros aspectos claves como el fin de la represión y el respeto a la autonomía de los pueblos indígenas. Esto será infinitamente superior a la actual democracia burguesa, donde las grandes mayorías solo pueden votar una vez cada tres o seis años y, como mucho, en ejercicios plebiscitarios de participación ciudadana), y de la práctica obradorista qué, mientras invoca al pueblo, limita la participación popular a votar a mano alzada en sus mítines, pero sin derecho a resolver en ninguno de los aspectos fundamentales de la economía y la sociedad.
Para construir la fuerza material, la organización política anclada en la clase trabajadora, la juventud y el movimiento de mujeres, capaz de luchar por este objetivo, es fundamental mantener la independencia política y organizativa frente al nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum así como frente a la oposición burguesa, así como apostar al triunfo de las demandas de la clase obrera, los campesinos, indígenas y el conjunto de los sectores populares, impulsando la lucha, la movilización y la organización independiente, superando las trabas y las treguas que querran imponer las conducciones mayoritarias y burocráticas.
Una perspectiva como la que planteamos, socialista, sólo puede lograrse a partir de una revolución social protagonizada por la clase trabajadora junto a sus aliados del campo y la ciudad, para conquistar un gobierno de los explotados y oprimidos de México, retomando así la lucha revolucionaria que hace más de 110 años iniciaron los campesinos insurrectos de Morelos encabezados por Zapata al grito de Tierra y Libertad. Ese debate es el que hay que instalar entre las y los trabajadores, los campesinos e indígenas pobres, las mujeres y la juventud: qué sociedad queremos y cómo luchar por ella.
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