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El genocidio y la instrumentalización del antisemitismo

Warren Montag

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El genocidio y la instrumentalización del antisemitismo

Warren Montag

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Este artículo apareció originalmente en inglés el 24 de mayo en el blog de la editorial Verso Books. Agradecemos a su autor la gentil autorización para su traducción y publicación en IdZ.

Aunque hay judíos en la vanguardia de las manifestaciones en apoyo a un alto el fuego y por la liberación palestina, estas últimas han sido criticadas como antisemitas por parte de políticos y medios de comunicación dominantes, en un intento de desacreditar las demandas del movimiento.

Cuando me refiero al “problema” que el antisemitismo le plantea al sionismo, ya sea en su forma actual o desde la época de los primeros intentos de colonizar Palestina, no estoy hablando de las manifestaciones teóricas y prácticas de odio y prejuicio profundamente arraigadas en la historia europea (mucho antes de que la propia noción de “semita” apareciera en escena) y a las que el sionismo se ofreció como solución. En su lugar, propongo debatir, aunque sea brevemente, el propio concepto de antisemitismo, su significado y, especialmente, sus funciones cada vez más legales y políticas. Sabemos -o creemos saber- lo que significa el término antisemitismo: la atribución de un conjunto estable de características que en un momento histórico determinado se pueden señalar y asignar a los judíos, en tanto comunidad e individuos. Incluso podría hablarse de múltiples conjuntos (religiosos, genéticos y culturales) cuya unidad podría entenderse como una especie de diagrama de Venn que contiene elementos comunes y exclusivos. Muchos de estos atributos son malignos, e incluso los que parecen benignos han constituido históricamente, en un cierto nivel de abstracción, la base de doctrinas antijudías (por ejemplo, la supuesta inteligencia superior de los judíos que puede leerse como la astucia que les permite dominar a los demás). No se trata simplemente de creencias: conocemos demasiado bien las consecuencias prácticas que se derivan de tales ideas cuando son institucionalizadas en la Iglesia y/o el Estado.

Sin embargo, la actual guerra de Gaza ha sacado a la luz un uso de la noción de antisemitismo que está relacionado con el descrito anteriormente, pero como su reverso: el uso de la acusación de antisemitismo por parte de un Estado que afirma ser el Estado de todos los judíos, para desacreditar, castigar o hacer la guerra a quienes considera enemigos. Para que este uso sea eficaz, es necesario ampliar la categoría de antisemitismo a discursos y acciones que pueden no tener ninguna relación clara con los judíos o con las acusaciones comunes que se les hacen. Desde el punto de vista de EE.UU. en particular, donde una operación de este tipo, ya muy avanzada, ha demostrado tener un éxito al menos parcial, ahora es posible, y de hecho necesario, plantear la cuestión de su valor estratégico en la coyuntura actual.

¿Por qué el Estado israelí da prioridad a una campaña de este tipo cuando está inmerso en una guerra que, si la “comunidad internacional” permite que continúe, no tiene un final obvio salvo la destrucción total de la Gaza palestina mediante una combinación de violencia genocida contra la población civil y la expulsión de los sobrevivientes por la frontera sur hacia el desierto del Sinaí? La respuesta a esta pregunta está en el justificado temor de Israel al movimiento de masas mundial contra su guerra en Gaza y, sobre todo, su temor al poder y la determinación del movimiento en Estados Unidos, un movimiento en el que hay organizaciones judías que desempeñan un papel importante. Si este movimiento puede seguir influyendo en la opinión pública como lo ha hecho hasta ahora, Israel podría enfrentarse a un embargo de armas y a otras sanciones que afectarían gravemente a su capacidad de hacer la guerra y causarían penurias a su población. En consecuencia, detener este movimiento se ha convertido en un imperativo estratégico.

Sin embargo, no podemos pasar por alto otra cuestión, quizá más fundamental, relativa a la guerra: ¿no ha castigado Israel lo suficiente al pueblo palestino como para hacerle comprender el costo de cualquier ataque dentro de Gaza? ¿No ha demostrado tanto la capacidad como la voluntad de hacer que cada hombre, mujer y niño de Gaza pague por las acciones de su gobierno? ¿Cuánta más muerte y destrucción puede causar Israel a la población de Gaza antes de que sus acciones se vuelvan autodestructivas? Lo que ocurre no se debe a que no exista gente que “piense más en frío” aun entre quienes componen el gabinete de guerra israelí, ni tampoco surge de que Netanyahu sea el único capaz de continuar la guerra con tal de mantenerse en el cargo. La explicación ni siquiera es el deseo de venganza, aún no saciado, por parte de una considerable mayoría de la población israelí. La incapacidad del gobierno israelí para detener la guerra, incluso cuando el interés nacional lo exige o cuando los más sobrios del gabinete de guerra muestran cierta conciencia de la insensatez de continuarla, nos dice que esta guerra y la frecuencia de las guerras de Israel desde su fundación están, al igual que su negativa a ofrecer cualquier solución viable a los palestinos, profundamente arraigadas en los dilemas y contradicciones del proyecto colonial sionista. Si queremos detener la guerra hay que explicar el hecho de que, en lugar de poner fin a sus actividades militares, Israel aspire a acabar con el movimiento en su contra, especialmente en Estados Unidos, y de este modo permitirse proseguir la guerra sin obstáculos hasta un final inconcebible. En particular, debemos entender tanto el compromiso inquebrantable con la guerra como el valor estratégico del antisemitismo para llevarla a cabo.

A pesar de las protestas contra Netanyahu, las divisiones que una vez enfrentaron a la sociedad israelí a nivel interno han tendido a desvanecerse hasta lo insignificante ante la guerra contra Gaza (la principal excepción es la cuestión aún no resuelta de la exención de los judíos haredíes del servicio militar [1]). Una gran mayoría de los judíos israelíes se opone a un Estado palestino y opina que la creación de un Estado palestino no haría nada para detener el terrorismo (27,5%) o provocaría un aumento del terrorismo (44%). Más de dos tercios de los encuestados [2] se oponen a permitir la entrada de ayuda humanitaria en Gaza, incluso en el caso de que en su entrega y distribución no intervengan ni Hamás ni la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo. Lo más sorprendente es que el 94% de los judíos israelíes piensan que el ejército israelí ha utilizado “la fuerza adecuada o muy poca” en Gaza [3]. Un 88% de todos los judíos israelíes “piensan que el número de palestinos muertos o heridos en Gaza está justificado por la guerra”.

En realidad, la cuasi unanimidad que en este momento caracteriza la respuesta de la población judía de Israel a la cuestión central de la guerra no puede explicarse únicamente por la indignación popular ante el ataque de Hamás al sur de Israel el 7 de octubre de 2023. Por el contrario, la posibilidad misma de esa cuasi unanimidad hacía necesario que previamente se forjara una comunidad judía israelí, una tarea que, a pesar de décadas de progreso, sigue estando incompleta en ciertos aspectos. La consolidación de las culturas extremadamente diversas que componían el mundo judío en 1948 en una comunidad unificada, si no homogénea, significaba redefinir estas culturas y sustituir las diversas lenguas propias de las diferentes regiones en las que se encontraban las comunidades judías (cuya diversidad superaba con creces la división tripartita de los judíos en asquenazíes, sefardíes y mizrajim) por un hebreo reconstruido para el uso moderno y ricamente dotado de préstamos de lenguas europeas. No se trata de una cuestión trivial: la herencia europea que los israelíes reivindican ahora no solo los separa de los “árabes” que los rodean, sino que también sirve para jerarquizar a las poblaciones judías de Israel en función de su proximidad a la cultura europea. Además, la cultura europea a la que esta jerarquía remitía era decididamente la de Europa Occidental y Central, y no la “yiddishlandia” de Europa Oriental, donde vivía la inmensa mayoría de la población judía mundial antes de la Segunda Guerra Mundial. Figuras tan dispares como Theodor Herzl y David Ben Gurión describieron a menudo las lenguas y culturas del galut (exilio o diáspora) con términos tomados de tratados antisemitas franceses o alemanes. Uri Avnery, una figura pintoresca y paradójica que temía la “judeización” de la nación israelí laica (y no judía) por parte de la población haredí (estrictamente religiosa), pero que también era amigo íntimo de Arafat y apoyó el reconocimiento del gobierno de Hamás en 2006, contó la sorpresa que le generó cuando a él, en la época en que estaba en Palestina [antes de la creación del Estado de Israel, N. del T], con solo diez años de edad y como refugiado alemán, le enseñaron que:

Todo lo relacionado con la cultura del exilio judío era despreciable: el shtetl judío, la religión judía, los prejuicios y las supersticiones judías. Nos enseñaron que los judíos "exiliados" se dedicaban a "actividades etéreas" [del yiddish Luftgesheftn] - negocios bursátiles parasitarios que no producían nada real, que los judíos rehuían del trabajo físico, que su configuración social era una "pirámide invertida" que debíamos derribar para crear una sociedad sana de campesinos y trabajadores [4].

Por decirlo en términos hegelianos, el sionismo se convirtió en el medio por el cual la cultura judía realmente existente en su diversidad y complejidad fue negada, es decir, reducida a nada, pero a “una nada de la que podría surgir algo”: una nueva cultura y un nuevo judío, despojados de todo lo que para los sionistas recordaba la debilidad y el parasitismo de los judíos, incluso sus nombres, ya fueran de origen árabe, ladino o yiddish. Fue a través de esta transformación dialéctica, entendida como el resultado y no como la condición original, como se haría realidad la auténtica comunidad de Eretz Israel. Tanto antes como durante décadas después de la Nakba, todas las instituciones del Estado sionista trabajaron para llenar el vacío, ya fuera extirpando los remanentes del “judío del gueto” como fabricando una nueva cultura considerada adecuada al nuevo judío. La nueva cultura, sin embargo, equivalía a lo que Derrida ha denominado una prótesis originaria: la cultura sionista es nueva en virtud de su retorno a las glorias de la república hebrea instituida por Moisés, residente en la tierra prometida al pueblo judío por Dios; se trata del mismo pacto al que se refieren hasta los dirigentes sionistas seculares israelíes de hoy cuando se les pregunta por la validez de sus reivindicaciones sobre Palestina. Merece la pena señalar que Netanyahu, en su calidad de Primer Ministro, declaró sus objetivos genocidas ante las cámaras (aunque en hebreo, el idioma en el que expresa más libremente su racismo y las fantasías genocidas que genera), recordándole a los soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel, que se estaban preparando para invadir Gaza, el mandato expreso de Dios transmitido por Samuel a Saúl respecto a los amalecitas, una nación que pretendía impedir el regreso de los judíos a la tierra prometida. Samuel le dice a Saúl, recién ungido rey de Israel, que debe escuchar las palabras precisas de la orden expresa de Dios (Sam 15: 2-3) de destruir a Amalec (a la nación amalequita), es decir, a todo hombre, mujer y niño, e incluso a su ganado, y debe hacerlo sin piedad y sin dejar un solo sobreviviente. En este caso, como insiste Netanyahu, ser misericordioso es desobedecer a Dios.

No hay nada nuevo en ese tipo de pronunciamientos; poco después de la guerra de 1973, el floreciente movimiento de colonos empezó a reconciliar el sionismo laico y el religioso, y la violencia de la milicia del Irgún (1931-1948), militantemente laica, y de Lehi (una escisión del Irgún en 1940, a menudo conocida como “la Banda de Stern”) antes y durante la Nakba fue justificada retroactivamente en términos halájicos, es decir, citando la ley religiosa judía. Fue entonces cuando la derecha israelí (tanto religiosa como laica) se centró en el debate sobre la guerra, relativamente olvidado, tal y como se la trata en la Torá y el Talmud, así como en los comentarios de Rashi (1040-1105), Maimónides (1138-1204), Najmánides (1194-1270) y Bahya ben Asher (1255-1340). La cuestión era qué está prohibido y qué está permitido en la guerra, lo que a su vez llevó a distinguir entre dos tipos fundamentales de guerra. La primera es la guerra opcional (miljemet reshut), en la que está prohibido matar a mujeres o niños o destruir cosechas y que debe ir precedida de una propuesta de paz que sea rechazada por la parte contraria antes de que puedan comenzar las hostilidades. El otro tipo de guerra, de especial relevancia para la actual guerra de Gaza, es la miljemet mitzvá, la guerra obligatoria ordenada por Dios. Ese tipo de guerras puede considerarse sin la menor exageración como una guerra de exterminio, en las que todo hombre, mujer y niño debe ser asesinado, sus animales y cosechas destruidos e incluso el recuerdo de su existencia “borrado”. No se trata de un estado de excepción en el que todo esté permitido. Al contrario, la guerra de exterminio es obligatoria y el no llevarla a cabo según la letra del mandamiento tal y como está escrito en la Torá será castigado por Dios (Deut. 20). Los intérpretes no se ponen de acuerdo sobre si, como en el caso de la guerra opcional, es obligatorio hacer primero una propuesta de paz antes de enfrentar al enemigo.

Pero, ¿contra qué naciones se ha declarado obligatoria una guerra de exterminio en las Escrituras? La lista es bastante corta: las siete Naciones de Canaán que precedieron al pueblo hebreo y le impidieron tomar la tierra que Dios les había prometido, y los amalecitas que acechaban a lo largo del camino a Canaán, aprovechándose de los débiles y enfermos entre los que huían de la esclavitud egipcia. De ahí se explica el resurgimiento de la cuestión de la guerra y de las obligaciones y prohibiciones impuestas a la nación que acata la llamada del Señor que se nos ordena no olvidar jamás. Desde el momento en que el proyecto sionista tomó forma y se imaginó a sí mismo como un “retorno” a la patria original del pueblo judío, que contrariamente al mito no era una tierra sin gente, sino que estaba poblada por un pueblo cada vez más visto como una versión moderna de las Naciones de Canaán o, peor aún, de Amalec, se reactivó la noción de la miljemet mitzvá. Con cada guerra, desde 1982 hasta 2023, los límites internacionalmente reconocidos impuestos a la conducta de los ejércitos tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial fueron, en observancia del mandato de Dios, gradualmente dejados de lado por las FDI en sus intentos de borrar de la tierra a sus habitantes originales.

La fusión gradual de la demanda del territorio que los sionistas laicos consideraban suyo por derecho y que los sionistas religiosos veían como la tierra prometida a Abraham por Dios, y cuya recuperación anunciaría la llegada de la era mesiánica, acrecentó el éxtasis en torno a la obligación de comprometerse con el exterminio de la versión moderna de Amalec. Las reglas de la guerra acordadas internacionalmente fueron sustituidas por el mandamiento de no olvidar nunca lo que Amalec había hecho, así como el mandamiento secular de no olvidar nunca a los seis millones cuya muerte nunca pudo ser suficientemente vengada. El mesianismo que florece hoy en Israel tiene poco en común con los mesianismos del pasado; no nace de un anhelo desesperado de liberación, como el que surgió a la sombra de las grandes masacres que tuvieron lugar en la Ucrania del siglo XVII y que reverberaron por todo el mundo mediterráneo, llegando hasta las comunidades sefardíes de Ámsterdam. Por el contrario, es producto de un equilibrio global de fuerzas cada vez más favorable a Israel y que le ha concedido una exención de facto del derecho internacional, incluso mientras Israel sigue recibiendo de Estados Unidos todos los medios más modernos de destrucción masiva. La sensación de tener un poder indomable sobre una población palestina medio muerta de hambre incluso antes de la guerra actual, se expresa como el mesianismo cataclísmico que solo se realizará con el exterminio de los habitantes originarios. La idea de redención a través del pecado o la transgresión que Gershom Scholem atribuyó a Sabbatai Zevi y sus seguidores en la Esmirna (Izmir) del siglo XVII se expresaba en festines con alimentos prohibidos preparados violando las leyes del Kashrut, o en orgías llevadas a cabo desafiando los mandamientos, tanto positivos como negativos, relativos a las relaciones sexuales. Para el Israel actual, en cambio, la redención está marcada por la anulación de las leyes de la guerra por la propia ley. Más allá de un estado temporal de excepción, es decir, una condición sin restricciones ni límites de ningún tipo, Dios ordena a los que hacen la guerra contra Amalec que maten a todos los hombres, mujeres y niños y que borren la memoria misma de Amalec, es decir, todo rastro escrito de su existencia. Menachem Kellner, en su ensayo “Y sin embargo, lo escrito sigue estando”, ha señalado la paradoja que se da en este caso: el mandamiento escrito de borrar su memoria es en sí mismo una exigencia de recordar que hay que borrar el nombre de Amalec, que queda así tachado pero no borrado, como si Amalec, el fenómeno, y no un pueblo concreto identificado en las Escrituras, pudiera reaparecer en cualquier momento y debiera ser destruido de nuevo. Kellner señala que estas discusiones, concebidas durante las Cruzadas y desde el interior del Estado persecutorio surgido de la Reconquista ibérica, pronto quedaron relegadas a los márgenes del pensamiento jurídico judío, donde permanecerían durante siglos. Fueron los paramilitares sionistas, a partir de la década de 1930, los que las sacaron del olvido, y las FDI las que las convirtieron en el centro de los interminables intentos de negar y justificar simultáneamente el innegable e injustificable asesinato en masa y la hambruna que siguen infligiendo a los hombres, mujeres y niños de Gaza.

En los Discursos (III, 30), Maquiavelo declara que Moisés se vio “obligado a matar a un número infinito de hombres” para tomar y mantener la Tierra Prometida frente a sus enemigos, internos y externos. “Infinito” no es aquí una mera hipérbole; es la observación de Maquiavelo de que un orden político fundado en el desalojo violento o la eliminación de los que precedieron a ese orden se enfrentaría necesariamente a una secuencia interminable de guerras en las que ninguna victoria podría ser definitiva. Curiosamente, la relatora especial de la ONU, Francesca Albanese, hizo circular un borrador del documento “Anatomía de un genocidio”, fechado el 25 de marzo de 2024, sobre la situación en Gaza que podría leerse como una versión actualizada del postulado de Maquiavelo:

Como el colonialismo de colonos pretende adquirir tierras y recursos indígenas, la mera existencia de los pueblos indígenas supone una amenaza existencial para la sociedad de colonos. Por lo tanto, la destrucción y la sustitución de los pueblos indígenas son "inevitables" y se llevan a cabo a través de diferentes métodos en función de la amenaza percibida para el grupo de colonos. Entre ellos se incluyen la expulsión (traslado forzoso, limpieza étnica), la restricción de movimientos (segregación, encarcelamiento a gran escala), los asesinatos masivos (homicidio, enfermedad, inanición), la asimilación (borrado cultural, eliminación de niños) y la prevención de nacimientos. El colonialismo de colonos es un proceso dinámico y estructural y una confluencia de actos dirigidos a desplazar y eliminar a los grupos indígenas, de los cuales el exterminio/aniquilación genocida representa la cúspide.

La guerra de Gaza de 2014 constituyó uno de los experimentos de estrategia militar y política más importantes de la historia del Estado israelí. Las FDI mataron a una media de 45 civiles (diez de ellos niños) al día durante 50 días. Los objetivos fueron hospitales, escuelas, edificios de departamentos y refugios de la ONU, y el gobierno israelí los justificó con argumentos contrarios al derecho internacional que no hacían sino provocar aún más la creciente indignación mundial ante la matanza. Los resultados de este experimento fueron bastante sorprendentes: a pesar de las condenas emitidas por muchos gobiernos y organismos de la ONU y a pesar del auge de un movimiento mundial de Solidaridad con Palestina mucho mayor que nunca, Israel no se enfrentó a ninguna sanción significativa. Otros resultados, sin embargo, fueron profundamente preocupantes: el experimento produjo profundas divisiones entre los judíos de la diáspora, con un número significativo de críticos de las acciones de Israel y empezando a cuestionar la noción misma de sionismo a una escala no vista desde la Segunda Guerra Mundial. Grupos como Voz Judía por la Paz aumentaron exponencialmente sus filas al pasar a posiciones antisionistas, mientras que la elección de Trump en 2016, para disgusto de muchos sionistas liberales, demostró que el antisemitismo podía coexistir muy cómodamente con una política de apoyo incondicional a Israel. La Guerra de Gaza de 2014 costó a Israel relativamente poco económica o militarmente; los sucesivos gobiernos israelíes, sin embargo, temían sus efectos sobre los judíos de la diáspora, de cuyo apoyo financiero y político dependía Israel. La creciente desilusión con el proyecto sionista era bastante evidente, especialmente entre los menores de 35 años. Aún más chocante para los israelíes era la disposición de las organizaciones judías no sionistas y antisionistas a colaborar con grupos palestinos y organizar acciones conjuntas. Por si fuera poco, la dinámica que se gestó gracias al reconocimiento por parte de los grupos judíos de la justicia de las reivindicaciones palestinas, y la aceptación del hecho de que Israel era una sociedad de colonos, consiguió atraer a un número cada vez mayor de estudiantes y jóvenes cuyos orígenes no eran ni judíos ni musulmanes, pero que comprendían la importancia histórico-mundial de la lucha por Palestina.

Aunque en un principio el Gobierno israelí recibió con alivio la elección de Trump en 2016 y el aumento del poder y la legitimidad de la extrema derecha proisraelí en Europa, con la esperanza de que las medidas autoritarias, junto con las movilizaciones islamófobas extraparlamentarias, pusieran freno al crecimiento del movimiento de solidaridad con Palestina, pronto se sintieron decepcionados. La estrategia del movimiento BDS [Boicot, desinversión y sanciones] fue adoptada por los activistas como un medio no violento pero potencialmente eficaz de obligar a Israel a reconocer el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación y a desmantelar el sistema de apartheid que se le impone. Dado que Israel es extremadamente vulnerable a cualquier interrupción del comercio y depende en gran medida de las importaciones de combustible, productos agrícolas y alimentos en general, así como de materias primas básicas, la perspectiva de una reducción de las importaciones procedentes de EE.UU. o la UE, antes considerada improbable, hubo que tomársela en serio, mientras se hizo urgente el desarrollo de una estrategia eficaz para impedirla.

La solución obvia habría sido alcanzar un compromiso, realmente viable y aceptable para ambas partes, con los representantes elegidos por el pueblo palestino. Sin embargo, aceptar tal solución (en contraposición a las propuestas inviables que Israel había hecho en el pasado) habría comprometido todo el proyecto sionista, permitiendo a los palestinos tener su parte de la tierra que Dios había prometido únicamente al pueblo judío, y provocado la ira del creciente movimiento de colonos. En su lugar, la estrategia predominante ha consistido en una limpieza étnica a cámara lenta mediante la agresión de los colonos (con el apoyo de las FDI) en Cisjordania y el estrangulamiento económico de Gaza, jalonada por guerras breves pero cada vez más destructivas. Pero los israelíes han subestimado sistemáticamente el alcance de la resistencia palestina y la negativa a renunciar a su derecho al retorno a las tierras y hogares que les fueron robados durante la Nakba. Con la resistencia palestina en Gaza y Cisjordania surgieron protestas cada vez más audaces y combativas en Europa y Norteamérica, así como la revitalización de las campañas del movimiento BDS.

Como respuesta, el Estado israelí ha dedicado importantes recursos a estudiar las guerras en Líbano y Gaza, prestando mucha atención a las críticas internacionales que suscitaron estas guerras. Ha analizado cuidadosamente las áreas precisas de preocupación, y las estrategias discursivas y retóricas implementadas en la articulación de dichas preocupaciones, llegando incluso a identificar y apropiarse siempre que ha sido posible de ciertas palabras y frases clave (por ejemplo, autodeterminación, colonialismo, poder, como en el Black Power) que permitirían a Israel (recientemente fue clasificado como la cuarta fuerza militar mundial) posar como una nación oprimida rodeada de poderosos enemigos.

Estos esfuerzos no tuvieron especial éxito en los campus y en los movimientos sociales, donde grupos como el Zioness Movement (“Desvergonzadamente progresista, orgullosamente sionista”) se vieron obligados a defender las guerras cada vez más brutales de Israel contra el pueblo palestino. Las campañas de persuasión, armadas con falsedades más o menos evidentes vendidas como “La verdad sobre Israel” y condimentadas generosamente con teorías conspirativas islamófobas, no consiguieron impedir el crecimiento del movimiento de solidaridad con Palestina. Estas estrategias demostraron ser mucho más eficaces a la hora de sumar para su causa a políticos en todos los niveles de gobierno, especialmente en combinación con el apoyo de grupos de lobby como la ADL y el AIPAC. Israel y sus amigos estadounidenses tenían la expectativa de que lo que no han logrado mediante movilizaciones en los campus o a nivel comunitario lo pudieran conseguir a través de otros medios y con nuevos aliados.

Al igual que el sionismo laico y el sionismo religioso han tendido a converger cada vez más en Israel desde la guerra de 1967, el sionismo cristiano de Estados Unidos, con sus millones de seguidores y su ferviente devoción al Estado de Israel realmente existente, comenzó a desempeñar un papel importante en la política estadounidense hacia Israel durante la administración Obama. Dado que este movimiento considera que el retorno de los judíos a la patria que les dio Dios es esencial para el regreso de Jesucristo para redimir a la humanidad, sus miembros respaldan fervientemente los intentos de Israel de borrar a los palestinos de su tierra, incluso mediante colonos armados. Apoyan a la extrema derecha israelí en su proyecto de limpieza étnica y abrazan la identificación del pueblo palestino con Amalec. Además, el movimiento sionista cristiano ha destinado importantes fondos a ayudar a los judíos de la diáspora a “regresar” (o “hacer Aliá”) a Israel y a garantizar que dispondrán de los recursos necesarios para establecerse allí de forma permanente. En la actualidad, Cristianos Unidos por Israel (CUFI), con sus 10 millones de miembros, constituye la mayor organización “pro-Israel” de Estados Unidos. Recientemente, se han opuesto activamente al trabajo antisionista y de solidaridad con Palestina en los campus y son los principales impulsores de que se aprueben leyes a nivel estadual y local que definen como antisemita a quienquiera que plantee que Israel está cometiendo un genocidio en Gaza o llevando a cabo una campaña de limpieza étnica contra los palestinos. De esta manera criminalizan efectivamente el movimiento de masas existente contra la actual guerra de Gaza.

En noviembre de 2023, el medio de noticias en línea ynet.news.com (una versión en línea del periódico israelí Yedioth Ahronot) informó de que “el Ministerio de Asuntos Exteriores, junto con el Ministerio de Asuntos de la Diáspora, establecerá un grupo de trabajo” para combatir la creciente ola de activismo antisemita (es decir, antisionista y propalestino) en los campus de Estados Unidos. El artículo esboza el plan de acción propuesto, pero advierte que su aplicación “no debe llevar la firma del Estado de Israel”. Se debe “señalar y avergonzar” a los estudiantes y docentes que forman parte del movimiento de solidaridad con Palestina, para privarlos de futuras oportunidades de empleo, de manera que “paguen un precio económico significativo por su conducta”. El plan también afirma que “Israel mantendrá conversaciones con elementos del Departamento de Justicia de EE.UU. para trazar las herramientas legales que pueden utilizarse para hacer frente a los factores que supongan una amenaza en los campus, e impedir actividades que pongan en peligro la seguridad de los estudiantes judíos e israelíes”. Entre estos factores están los Estudiantes por la Justicia en Palestina y “organizaciones de estudiantes musulmanes que desafían los valores occidentales”. En parte, explica el artículo, esto implicaría “denunciar la financiación extranjera que reciben las universidades estadounidenses proveniente de sectores que fomentan la actividad antisemita y antiisraelí”. Por último, “se ha decidido enviar personas influyentes a los campus de EE.UU. en coordinación con organizaciones pro-israelíes y judías de la zona, y de su entorno, para crear una movilización o manifestación de apoyo en los campus. Hay que concentrar la atención en personas influyentes del ámbito de los derechos humanos, la diversidad y la identidad de género. Además, se pondrá en marcha una campaña continua de anuncios callejeros en los campus”.

Este breve artículo periodístico es extraordinario en varios aspectos. Que el gobierno israelí decidiera hacer públicos los detalles de un plan de intervención encubierta en un movimiento social estadounidense, afirmando en dos ocasiones que esta intervención “no debe llevar la firma del Estado de Israel”, puede parecer extraño, si no fuera porque este plan, con la excepción de algunos detalles concretos, ya se había puesto en práctica mucho antes de la guerra actual. Aún más sorprendente es la ausencia de toda referencia a la causa obvia del sentimiento antiisraelí que el artículo deplora: la guerra, la violencia genocida y la hambruna provocada, expuestas a la vista del mundo, que han hecho salir a la calle a cerca de un millón de personas solo en Estados Unidos y han bloqueado los campus universitarios de todo el país. Desde la perspectiva del gobierno israelí, el problema no es el asesinato masivo de niños y no combatientes, sino el sentimiento antiisraelí etiquetado aquí como “antisemitismo”. De hecho, ¿qué otra vía tiene Israel, dado su compromiso con la violencia genocida, que silenciar a los críticos de la guerra y criminalizar a quienes marchan contra ella? Pero es altamente improbable el éxito en este empeño. La solidaridad con Palestina ya es demasiado fuerte y quienes se involucran en esta campaña son demasiado numerosos. Y se hará más fuerte con cada niño de Gaza que muera de hambre, con cada bomba que destruya un hospital lleno de enfermos y heridos, con cada familia que quede a la intemperie, sin comida, agua ni refugio. Los gobiernos no han actuado. Ahora depende del movimiento detener esta guerra.

Traducción: Guillermo Iturbide


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NOTAS AL PIE

[1Nota del traductor: Se trata de judíos religiosos ultra-ortodoxos que declaran que su ocupación principal es el estudio de la Torá.

[4Uri Avnery, “The Judaization of Israel”. 09/11/2013
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Warren Montag

Profesor de literatura británica y filosofía política en Occidental College de Los Angeles (Estados Unidos). Editor de la revista décalages y autor de diversos libros sobre Adam Smith, Spinoza y Althusser.