Torsiones de culturas tragadas por la Modernidad; temporalidades contemporáneas que chocan entre sí y otras que a pesar de su distancia en la línea de tiempo, confluyen; tensiones sociales que permanecen transformadas por más que el relato de la Historia universal busque racionalizar y aplanar los relieves, tal como los meridianos lo hacen con el planeta. Un ensayo de Lluís Calvo y el meridiano de París como excusa para recorrer los vericuetos de la historia europea.
Un meridiano es una línea imaginaria, una abstracción hecha convención para determinar longitudes entre los polos. El de Greenwich (que lleva ese nombre por pasar por ese distrito cercano a Londres) se considera el meridiano cero y es la línea internacional del cambio de hora, es decir, desde allí se despliegan los husos horarios, lonjas del planeta con la misma hora oficial.
Pero los meridianos tienen su historia. Greenwich no fue el único meridiano de referencia (desde el de Fuerteventura de Mercator fueron varias las potencias que usaron meridianos que pasaban por sus territorios), ni fue siempre universal, ni siquiera para el mundo occidental. Para ello se requirió la Conferencia Internacional de Washington de 1884 donde, imbuidos del espíritu de modernización y racionalización que correspondía a la época, más de una veintena de países lo votaron como eje geodésico.
La otra propuesta fuerte, derrotada, era la del meridiano de París, que empezó a trazarse en 1667 y del que perviven aún hitos y placas indicativas en alguno de los lugares donde pasaba. Parte de esa historia es la que da inicio a El meridiano de París, el ensayo de Lluís Calvo, también poeta y novelista, nacido en Zaragoza y formado en geografía, que fue recientemente editado por Ediciones Godot.
Pero la historia del meridiano de París es, como el mismo autor enuncia, solo una “excusa” que
… utiliza el trazado del meridiano con el objetivo nada disimulado de cartografiar algunas de las ideas, movimientos, pulsos, historias y trasfondos artísticos que suceden a lo largo de un eje determinado [1].
A partir de las coordenadas de esta otra “línea imaginaria”, los capítulos hilvanan pequeños relatos oficiosos donde confluyen eventos políticos, culturales y obras de arte, desde la Edad Media hasta la actualidad, siguiendo el recorrido europeo del meridiano “derrotado”, que pronto se convierte en una metáfora de las múltiples historias perdidas, resignificadas, a veces alternativas a la historia oficial. El recorrido puede seguirse en el poema que da inicio al libro, y más en detalle en los acápites de cada capítulo donde conviven nombres famosos con otros poco conocidos.
En ellos encontraremos, por ejemplo, cómo la historia del último representante de una comunidad católica hereje, los enharinados, se entrelaza en una novela con la historia de otras comunidades que parecen estar siendo “engullidos por el tiempo” con la desaparición del mundo agrícola que habían conocido: los hablantes del occitano que “ya no pueden charlar con sus vecinos sino es con palabras aisladas [67]. O una deliciosa descripción de la Abadía de Concas, de arquitectura románica del siglo XII, para la cual un pintor agnóstico y moderno diseña, en las primeras décadas del siglo XX, vitrales abstractos que en vez de los vidrios coloreados apelan con el gris y la abstracción a la modulación y el matiz de la luz, y que en el minucioso trabajo de investigación técnico y científico que tuvo que realizar para lograr el efecto buscado descubre que los puntos donde debía colocar las barras de hierro coincidían con los que habían calculado antes artesanos medievales [73]. Torsiones de culturas tragadas por la Modernidad que sin embargo la constituyeron; temporalidades contemporáneas que chocan entre sí y otras que a pesar de su distancia en la línea de tiempo, confluyen; o que son ocasión de la discordancia, como las fortificaciones militares de Vauban que hacen estallar el debate cuando la Unesco en 2007 quiso listarlas como “Patrimonio Mundial de la Humanidad” haciendo pasar al ingeniero militar de un régimen represor como “humanista” –las fortalezas terminaron efectivamente en esa lista por un “criterio definitivo”: hacían aumentar la llegada de turistas, el argumento “incontestable” del mercado apenas disimulado [102], señala Calvo–. Tensiones sociales que permanecen transformadas por más que el relato de la Historia universal busque racionalizar y aplanar los relieves, tal como los meridianos lo hacen con el planeta o como el “embellecimiento estratégico” de Haussmann del siglo XIX, basado en la “longitud rectilínea de las calles”, buscaba tanto “modernizar” la ciudad como impedir la construcción de barricadas [29] [2].
El libro de Calvo no es una reivindicación del meridiano de París con el que Francia quiso ser el centro del mundo compitiéndole a Gran Bretaña. La historia del meridiano también es la historia de su principal promotor, Francesc Aragó, tan iluminista, humanista y republicano como detractor de las “extralimitaciones” revolucionarias, capaz de participar como funcionario de la represión de revueltas obreras [19]. Convengamos, por otro lado, que a Francia no le fue tan mal en ese relato de la Historia universal, y que si no logró el meridiano geográfico cero, sí consiguió que una parte del mismo fuera sancionada como la referencia del “metro patrón”. Pero el autor es vecino de esos pagos aunque desde una periferia geográfica y socieconómica: oriundo de lo que fuera hasta el siglo XVIII la antigua Corona de Aragón, región con una larga trayectoria de disputas donde se hablan lenguas emparentadas tanto con el español como con el antiguo occitano del sur de Francia (Lluís escribe en catalán), y que aún se mueven dentro de las tensiones de ser reconocidas como autonomías nacionales dentro del Estado Español.
De todos los teóricos que el autor trae a cuenta para problematizar las vicisitudes de la Modernidad y sus pliegues (desde conocidos representantes del Iluminismo a diversos críticos –como Deleuze a Foucault, Zizek a Debord, aún con importantes diferencias entre sí que no son del todo problematizadas–), hay uno que parece destacarse: Walter Benjamin.
Efectivamente, hay algo de espíritu benjaminiano en la misma idea de construir estas pequeñas constelaciones en cada capítulo, como en las definiciones de la moda y las mercancías que Benjamin delineara es su Libro de los pasajes y que Calvo utiliza aquí para dar cuenta de cómo los espacios comerciales actuales, “modelos del espacio público”, imitan ciudades reales pero “limpias y sin conflicto social” [153]. Desde luego resuena Benjamin, también, en la idea de que la pretendida “Historia universal” y “progresista” que la Modernidad ha construido para sí debe leerse “a contrapelo”, esfuerzo que recorre la obra entera del pensador alemán pero que se encuentran reunidas especialmente en sus conocidas tesis Sobre el concepto de la historia, en las que había estado trabajando poco antes de su escape de Francia perseguido por los nazis. Y allí, aunque no lo mencione explícitamente, es donde de nuevo el lugar desde el cual escribe Calvo reúne definiciones teóricas con historias que la Historia oficial prefiere olvidar.
La provincia de Aragón estuvo dividida, durante la guerra civil española, entre franquistas y republicanos, estos últimos ubicados en la zona lindante a Cataluña, allí donde fue finalmente derrotada la revolución española y cuyos territorios fueron atravesados por los miles de exiliados que escapaban de Franco sin ser muy bien recibidos en Francia, donde eran considerados “enemigos del orden”, “incendiarios y comunistas”. Por esos caminos helado avanzaron dejando pertenencias y sueños atrás “seres humanos agotados, destrozados por mil penurias, atacados por la disentería y el tifus” [84], para encontrar campos de concentración en la tierra de la “libertad, la igualdad y la fraternidad”. Aunque no lo nombra explícitamente, haciendo el recorrido inverso, fue por caminos similares que Benjamin intentó escapar de la Francia fascistizada en 1940 y donde, acorralado, se suicidó.
Es que la historia universal progresista e iluminada con que se presenta la Modernidad ha sido pródiga en disputas entre potencias, guerras, fascismos y exilios. Porque aunque el adjetivo suela no mencionarse, la Modernidad es capitalista. Y el capitalismo ha desarrollado fuerzas que Calvo va a abordar a través de la comparación entre las representaciones pictóricas y literarias del Conde de Arnaud –una especie de versión catalana del mito de Fausto– con la célebre versión mefistofélica de Goethe a Thomas Mann. Si Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire había definido que el núcleo central del Fausto era “la tragedia del desarrollo” que “conlleva grandes costes humanos”, y había relacionado al Promotor de las páginas finales de la novela de Goethe con el burgués que pone en movimiento territorios y personas, es decir, capital, Calvo señala que
Fausto preludia este giro histórico. ¿Y Arnaud? Sus crímenes son puramente pasionales: asesina a un fraile que moraliza sobre su intento de seducir a Adelais y a un amante que pilla en pleno acto. Pero Fausto mata a sangre fría a unos ancianos que ocupan un espacio que debe ser conquistado por el progreso. Arnaud es medieval, mientras Fausto es plenamente moderno [128].
El libro problematiza esos pliegues de la lógica capitalista recorriendo esos nodos de una Europa que ignora o abomina de la historia que la forjó [169], buscando a su manera reparar en parte esos olvidos. Se extraña en el conjunto del libro, sin embargo, tener en cuenta que parte de esas historias de derrotados incluyen también los momentos en que estos no solo resistieron sino que fueron capaces de dar vuelta la tortilla. Salvo algunos vericuetos de la Revolución francesa en los que participa Aragó, cuando la revolución social aparece, el autor oscila entre las citas de Zizek donde se la exalta a pesar del terror revolucionario –que en Zizek es tanto un ataque al reformismo liberal como una justificación del stalinismo, como si no hubiera existido allí también otra historia para contar– y un escape del sistema que pasa por recartografiarlo, siguiendo a Deleuze y Guattari [159], en una toma de conciencia más que en una lucha efectiva capaz de romperlo.
Otro punto fuerte del ensayo es que el recorrido que hace Calvo demuestra cómo en la actualidad los “centros de poder” alineados en París conviven con una periferia de “ocho millones de personas de todos los continentes, sobre todo negros y magrebíes” señalando que “las fronteras no son solo socieconómicas, sino que están marcadas por los cinturones de ronda, las autopistas y las tierras de nadie” que funcionan como “nuevas fronteras, los nuevos meridianos [48]. Pero llegando al final ceñido a las fronteras de Europa, cuando el meridiano “se hunde en el mar” Mediterráneo, decepciona que no haya al menos mención a la necesidad acuciante de seguir al meridiano por África, desde donde hoy parten precarias embarcaciones que “suben” por la línea de los meridianos abandonando sus tierras devastadas por el nuevo colonialismo imperialista y literalmente se hunden en el mar, consecuencia de políticas cuyos responsables están, también, en Europa.
Sin embargo, los ecos de las historias que trae Calvo llegan a estas orillas, donde nunca pasaron ninguno de los “meridianos ejes”, pero sin las cuales no hubiera podido forjarse esa Modernidad capitalista. Calvo define ya cerrando su libro que
Cada territorio posee sus centros cruzados por una u otra línea. A menudo encontramos en ellos a los que perdieron la batalla […] Pero también cada trayecto tiene sus verdugos, a menudo compartidos. Y sus revueltas [164].
Marx decía en El capital que:
Tantæ molis erat [tantos esfuerzos se requirieron] para asistir al parto de las "leyes naturales eternas" que rigen al modo capitalista de producción, para consumar el proceso de escisión entre los trabajadores y las condiciones de trabajo, transformando, en uno de los polos, los medios de producción y de subsistencia sociales en capital, y en el polo opuesto la masa del pueblo en asalariados, en "pobres laboriosos" libres, ese producto artificial de la historia moderna. Si el dinero, como dice Augier, "viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla", el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies [3].
Dejar registro de que las pretensiones lineales de la Historia universal no son más que eso, pretensiones, no solo desmiente la versión interesada de la “Historia universal” burguesa sino que, más peligroso aún, recuerda que las líneas que configuran la historia de la Modernidad capitalista son de clase: pasados o actuales, en el centro o en la periferia, unidos en la necesidad de acabar con este sistema, son los hasta ahora vencidos los que pueden, tomando su destino en sus propias manos, escribir otra historia.
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