Las preguntas por el futuro de Argentina se aceleran ante la firma de un nuevo pacto colonial con el FMI. El pasado reaparece ante la imagen de recetas conocidas que pesan como un yunque sobre un presente asediado por varios años de ajuste. Entre esos tres tiempos aparece el denominador común de la dependencia, cuya fisonomía se modifica sin que dejemos de percibir su esencia.
Ya no es el gobierno de los Ceos de las universidades privadas el que gestiona aquella dependencia. Es la coalición de gobierno peronista, referenciada en aquel movimiento político que emergió a la vida política nacional con el 17 de octubre y la consigna “Braden o Perón”. Esto plantea una serie de contradicciones que se expresan en las fisuras y alas dentro de la alianza gobernante.
En ese contexto la Revista Panamá propone una pregunta: “¿…con qué sueña el peronismo actual? ¿Dónde está su utopía? ¿Qué futuros imagina?”. Este disparador nos invita a reflexionar en tres tiempos: el proyecto actual del peronismo, su referencia histórica en el primer peronismo del 45 (su utopía) y su perspectiva hacia el futuro (su imaginario).
La articulación de estos tres momentos en torno al problema de la dependencia nacional nos llevó a hilvanar una respuesta a por qué el peronismo actúa y actuó bajo los estrechos márgenes del capitalismo semicolonial sin traspasarlos. Y a pensar, o proponer, que si vamos a imaginar un futuro, sea sin esas cadenas.
El peronismo de Perón
El artículo de Panamá comienza planteando que pese a la dificultad de articular un discurso unificado en el peronismo por las “urgencias de la coyuntura” (de las que hablaremos más adelante), el “punto de llegada” suele ser el Estado de Bienestar fordista de posguerra, con su “pleno empleo” y sus trabajadores como “columna vertebral”. Pero ¿Cuál fue la relación de ese modelo “utópico” con el imperialismo desde el punto de vista de la dependencia nacional?
Una primera cuestión a considerar es la situación del imperialismo en aquel entonces [1] . Ya desde la década del 30 se había abierto una disputa entre el alicaído imperio británico, asociado al sector ganadero y terrateniente tradicional, y el ascendente imperialismo norteamericano, que a la vez que buscaba desplazar al capital inglés, creaba nuevos nichos de ganancia en sectores industriales, de la construcción y servicios, por momentos tensionados con el tradicional modelo-agroexportador forjado en la etapa anterior. Algunas de estas inversiones, sin embargo, databan ya de los años 20 y la política “sustitutiva” llevada adelante por el gobierno de la Concordancia durante la llamada “década infame” fue complementaria e incluso alentada por sectores del agro que comenzaron a diversificar sus inversiones.
La expresión política de aquellas tensiones inter-imperialistas estuvieron presentes en los prolegómenos del peronismo, cuando el gobierno surgido del golpe de estado del 4 de junio del 43 tomó distancia tanto del candidato Robustiano Patrón Costas, empresario azucarero aliado de Estados Unidos, como del oficialismo de Ramón Castillo, más pro inglés, cuyas disputas habían abierto una crisis en la burguesía argentina en el marco de la Segunda Guerra Mundial. La posición pro británica se expresaba en una actitud neutral ante la guerra, que favorecía la continuidad de las exportaciones tradicionales, mientras que Estados Unidos exigía una completa sumisión y apoyo a los Aliados, acorde a lo expresado en la Conferencia de Río de Janeiro de 1942, en la que Argentina sostuvo una posición contraria a la idea de “defensa americana” que proponía el gobierno del norte.
En este sentido el gobierno de Farrell continuó con el “orden” diplomático sostenido por la Concordancia pero tomando una mayor distancia del control directo por parte de los distintos sectores de la burguesía, apoyándose crecientemente en el ejército y en un movimiento obrero cada vez más estatizado y disciplinado (una vez desarticulados los sindicatos influidos por la izquierda [2]
) bajo la órbita de la Secretaría de Trabajo y Previsión encabezada por Juan Perón. De ahí la creciente presión del gobierno nortemericano sobre el régimen, que obtuvo éxitos parciales con la declaración de guerra de Farrell al Eje pero que luego sufrió un revés con el triunfo electoral del Partido Laborista en 1946 contra la Unión Democrática, alentada por el embajador Sprille Braden, las cámaras empresariales y un conglomerado de Partidos que fueron desde el radicalismo hasta el estalinismo vernáculo.
Fue esta situación de crisis la que permitió al peronismo de los primeros años formar un gobierno de tinte nacionalista burgués, apoyando en un movimiento obrero fuertemente burocratizado y estatizado, y en sectores del ejército, que al mismo tiempo que conservaba los rasgos fundamentales de la estructura tradicional del capitalismo argentino, obtuvo una relativa autonomía respecto del imperialismo norteamericano, sacando ventaja de sus disputas con Inglaterra y de la debilidad de la economía mundial de post Guerra. Esto le permitió alentar el desarrollo industrial en determinados sectores de la economía al amparo del Estado y obtener una relativa estabilidad ante los cambios en el comercio internacional, con instituciones como la IAPI, de la cual hemos hablado en este suplemento. Para comprender el fenómeno es útil rescatar la definición del revolucionario ruso León Trotsky sobre el tipo de “bonapartismo” (en referencia al término acuñado por Marx) que encarnaron los movimientos nacionalistas de carácter burgués en América Latina:
“En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad, puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros”
La idea creada en torno a que durante este periodo se llevó adelante un desarrollo nacional independiente debe ser debatida, ya que constituye uno de los fundamentos de la utopía peronista. Para esto, resulta útil la distinción que hacía el historiador y militante trotskista Milciades Peña [3] entre industrialización (como un proceso propio de las economías capitalistas centrales durante los siglos XVIII y XIX), tendiente a generar nuevos medios de producción, y la seudo industrialización, propia de los países semi-coloniales y dependientes. En el primer caso el proceso implicó un trastrocamiento de las relaciones de propiedad (expresadas centralmente en las revoluciones burguesas que las acompañaron) y en la estructura económica de aquellos países, dando lugar al ascenso de nuevas clases y sectores sociales al poder económico y político. En el segundo caso, por el contrario, la industria efectivamente se “desarrolló” pero sin trastocar las relaciones de propiedad existentes, ni tampoco lo esencial de la estructura de clases. Este proceso estuvo caracterizado por el avance de un tipo de industria intensivo en mano de obra, con una productividad notablemente inferior a la de los países imperialistas, destinada centralmente a la producción de artículos de consumo y fundamentalmente a una complementariedad respecto del atraso y la dependencia en sectores fundamentales como el agro. Es decir, se trató de una industrialización que no se oponía necesariamente a la vieja estructura terrateniente, en tanto no necesitó desplazarla ni liquidarla, sino que pudo coexistir, aunque por momentos no sin tensiones producto de otros factores como los vaivenes del comercio internacional, los tipos de cambio, etc.
La dependencia de este tipo de industrialización, a su vez, se evidenció en los límites impuestos por el gran capital financiero internacional a cualquier tipo de desarrollo que vaya en detrimento de sus propios capitales. La idea de “sustitución” de la industria extranjera por la local se vio limitada por los hechos: las importaciones argentinas aumentaron de 820 millones de dólares en 1929 a 1390 millones en 1948, de las cuales las destinadas a medios de producción pasaron de 19% al 37% del total [4]. Es decir, el crecimiento del consumo interno no fue en detrimento de un mayor nivel de dependencia de las importaciones de los países imperialistas, que también ampliaron su mercado. Esto permite señalar la dependencia de la llamada “burguesía nacional” de aquellos capitales extranjeros para su desarrollo: en tanto requiere de aquellos capitales para su existencia, no tiene ningún interés en modificar la estructura que le da lugar a sus negocios. Sus ganancias se sostienen en aquel “beneficio extra” que representa el atraso local para el imperialismo, y están sujetas permanentemente a la necesidad de mostrar condiciones extraordinarias para la inversión extranjera y “oportunidades” ante los vaivenes del tipo de cambio.
En este sentido, si la primera etapa del gobierno peronista (1946-1952) estuvo atravesada por la situación de posguerra y la relativa autonomía respecto del capitalismo norteamericano e inglés, la fuerza de aquellas tendencias estructurales que hacían a la dependencia nacional se sintieron a partir de comienzos de los años 50. La exclusión argentina del Plan Marshall, la reducción de los precios de las materias primas (a los que se agregó los efectos de la sequía) y la dificultad para acceder a bienes importados, cercenaron los márgenes de acción del gobierno y evidenciaron los límites de una seudo-industrialización dependiente de la obtención de divisas y de las importaciones.
En este marco las funciones del IAPI se redujeron, se aumentó el crédito agrario sobre el industrial, y la inflación comenzó a deteriorar los salarios de los obreros. El segundo plan quinquenal [5] apuntaló algunas de estas tendencias con el objetivo de aumentar la “productividad del trabajo” y estimular las inversiones extranjeras (con la Ley de agosto de 1953). Al mismo tiempo que se equiparaba a las empresas nacionales con las extranjeras, se les permitía a estas la realización de transferencias de utilidades al exterior de hasta un 8% libre de impuestos, y se acordaba con la Standard Oil la concesión de miles de hectáreas en Santa Cruz para la exportación petrolera. [6]
Es decir, por lo dicho se puede ver que el peronismo de los orígenes, como proyecto nacionalista burgués, si bien pudo sostener cierta autonomía respecto del imperialismo en sus orígenes, apoyándose en la clase obrera, en los sindicatos estatizados y en el ejército, al no remover las bases estructurales que hacían a la dependencia nacional (la gran propiedad terrateniente, el capital financiero imperialista, etc.) se vio sujeto a las “restricciones externas” que aquejaron históricamente y cíclicamente a la economía argentina (falta de divisas, límites a las importaciones), aplicando algunas de las recetas sostenidas hasta hoy en día (beneficios extraordinarios al capital extranjero, recorte del gasto público, explotación y saqueo irrestricto de los bienes naturales, etc.).
Al peronismo histórico no le faltó “fuerza social” para enfrentar aquella situación (contaba con un apoyo masivo entre los trabajadores que a su vez lo habían votado contra un armado opositor alentado por el imperialismo yanqui). Pero su carácter burgués impedía cuestionar las relaciones de propiedad establecidas en la argentina dependiente. Sobre esto volveremos más adelante.
Las “urgencias de la coyuntura” y el modelo agrario exportador como horizonte posible
El artículo de Panamá continúa con otra definición que delimita aquella “utopía” del presente: “En la coyuntura actual, no daría la sensación de que haya chances para estatizaciones, desarrollo de empresas con mano de obra intensiva, o la opción de “insertarse en el mundo” al estilo cambiemita con resultado desastroso”. Esta lectura es hoy común entre ciertos sectores del peronismo, sobre todo en aquellos que intentan enfatizar las restricciones y los obstáculos para cualquier política transformadora del orden dado.
Uno de los argumentos aparejados a este tipo de lecturas es el referido a las “urgencias de la coyuntura”, que dice algo así: en la medida en que el macrismo nos dejó con 40% de pobreza, a lo cual se suma los años de pandemia y la herencia del FMI, no es momento para pensar el proyectos a futuro, ni mover mucho el tablero. De lo que se trata es de intentar paliar la pobreza y la miseria y para eso necesitamos dólares.
En este sentido, es un peronismo que directamente no se propone ningún proyecto ni imaginario a futuro, es un peronismo “del presente”, del paso a paso (o del pozo a pozo).
El primer gran límite de esa lectura es que resulta circular: propone como “solución” el sostenimiento de las condiciones que dieron lugar al problema. Algo así como buscar la salida cavando para abajo. El segundo es que niega de antemano la perspectiva de una ruptura con aquel círculo vicioso de dependencia, pobreza y desempleo, cediendo no a las urgencias de la pobreza, sino a los ritmos de los pagos de la deuda externa. Los dólares, lo sabemos, no han ido ni irán al gasto social, con lo cual la “urgencia de la coyuntura” está dada centralmente por el desembolso y revisión trimestral de las cuentas que propone el FMI. Por su parte, la fallida “Guerra contra la inflación”, que es parte de licuar los salarios y la capacidad de compra de las grandes mayorías, es la imagen, la estampilla, de lo lejos que está el gobierno de cualquier política redistributiva (imaginando eso como un horizonte esperable de cualquier discurso peronista).
Los paupérrimos recursos destinados al “gasto social” durante la pandemia, en comparación con los destinados al pago de la deuda, son el botón de muestra de algo que no puede más que empeorar con el plan del FMI, el cual establece que todo posible crecimiento producto de aquellas apuestas a las commodities o a los hidrocarburos, no irán destinadas a ítems como educación, salud o vivienda, sino que será un beneficio para cubrir el déficit fiscal y continuar pagando con las “cuentas ordenadas”. Se trata de la mejor demostración de la actualidad del planteo de Peña para el periodo peronista clásico: el “crecimiento” económico, incluso si ocurriese producto del “desarrollo” de ciertos sectores de la economía no se opone a la dependencia, sino que en muchos casos la puede profundizar.
El este peronismo, el actual, directamente se evita la retórica de un “desarrollo nacional independiente”, no está ni en su horizonte discursivo. Más bien el proyecto narrado es la reafirmación del antiguo modelo agroexportador que rigió a Argentina desde sus orígenes, a lo cual se suma una tibia idea de “distribución del ingreso”: estimular las inversiones extranjeras en la explotación y saqueo de los bienes naturales (que ni siquiera se trasladan en una reducción de los costos para el mercado interno) con poca incorporación de mano de obra, ningún estímulo a otros sectores industriales, y la idea de que el “crecimiento” va a “derramar” beneficios al resto de la sociedad ( una idea, valga decirlo, propia del liberalismo, que a su vez desoye el reclamo popular contra los tóxicos, fumigaciones y la contaminación de ciertas actividades extractivas)
En este sentido es un peronismo marcado por el “no hay alternativa” de Margaret Thatcher y toda la retórica neoliberal, un heredero de los 90. No es casualidad que en los planteos actuales sobre el “cómo llegamos hasta acá” se suela omitir al menemismo y sus continuidades dentro del peronismo. Si en los 90 el peronismo cristalizó el modelo económico de la dictadura, el peronismo actual sostiene lo esencial de aquel esquema, añadiendo algunos negocios extraordinarios para sectores “amigos”, como las grandes farmacéuticas, algunos grupos mediáticos y los tradicionales empresarios “nacionales” ligados por uno y mil lazos al capital imperialista. Se trata de un esquema que lleva décadas marcando el pulso de la economía y que Gastón Remy y Emiliano Trodler describieron de esta manera:
En Argentina las 500 empresas más grandes generan casi el 20 % del PBI. Pero dentro de estas 500 empresas, apenas 50 firmas controlan cerca del 60 % del total de las exportaciones y tienen un peso decisivo sobre la economía nacional, y un enorme poder de veto sobre los gobiernos. Dentro de esta cúpula, hay 10 empresas multinacionales y locales que controlan el agronegocio que es la principal fuente de generación de divisas del país. Hablamos de Cofco-Nidera-Noble (China), Cargill (EEUU), ADM-Toepfer (EEUU), Bunge (EEUU), AGD (Argentina), Vicentin (Argentina), Oleaginosa Moreno-Glencore (Suiza), LDC (Francia), ACA (Argentina), Molinos (Argentina). Pero también, entre las grandes empresas que operan en el país, el peso del capital extranjero es abrumador, controlan el 62 % de las principales empresas, el 80% de las exportaciones y de las ganancias del panel; y esto ha sido el resultado de un proceso de extranjerización en la cúpula empresaria, que cobró impulso durante los años 90´ y continuó avanzando hasta nuestros días. El capital de origen local se ubica como socio menor de multinacionales en el reparto de los negocios. Entre 2015 y 2019, último dato disponible (EGE), la cúpula de las empresas más grandes sextuplicó sus activos y sus patrimonios.
Si el peronismo de los orígenes había buscado explotar ciertas contradicciones de las disputas interimperialistas en la región (aunque con los límites que ya señalamos), el peronismo actual hace una pantomima de aquella postura: con la retórica de contrarrestar la influencia de Estados Unidos esboza tibiamente la necesidad de acuerdos comerciales con China o Rusia, pero no en detrimento de la dependencia norteamericana, sino como complemento y profundización.
Finalmente, otro argumento usual en esta discusión es que la “relación de fuerzas no da para modificar esta realidad”. Sería demasiado largo reconstruir aquí los cambios en la relación del peronismo con el movimiento obrero desde sus orígenes hasta la actualidad, y por otra parte ya hemos abordado en otros lugares este debate. Pero lo que se puede reafirmar es, como hemos señalado, que aquel no es un dato dado de antemano.
Las grandes mayorías rechazan tener sueldos de miseria, la inflación y el aumento de los servicios, al mismo tiempo que la entrega de los recursos naturales a las empresas extranjeras (como muestran las enormes movilizaciones de Chubut, Mendoza, etc.) ¿No es esa una fuerza social suficiente para enfrentar los planes del imperialismo? Claro, ponerla en movimiento tiene un costo: implica abrir las puertas a todo tipo de cuestionamientos, empezando por los lazos entre la burocracia, el gobierno, la oposición y los sectores empresariales “locales” y sus responsabilidades respecto a la situación que nos llevó hasta aquí.
En definitiva: esta lectura “presentista” del peronismo no es más que la expresión cruda de su pertenencia a los mecanismos clásicos de la dependencia nacional y la conservación del orden que ha regido la estructura económica en las últimas décadas. Ahora como un engranaje central en tanto ejecutor directo de los planes del FMI. La retórica del “crecimiento a toda costa”, incluso con el tupé de decir que es para “evitar la pobreza extrema”, parece ser sobre todo una reacción a aquellos movimientos, particularmente el ambiental, que pueden, si se desarrollan, destapar esta realidad y desbaratar los planes de los grupos dominantes en este terreno.
Un futuro de miseria
Hasta aquí hemos intentado responder a la pregunta sobre cuáles fueron y son la “utopías” del peronismo, deteniéndonos en el pasado y en el presente. Podríamos concluir aquí el artículo ya que la proyección a futuro del peronismo realmente existente no es más que la sombra de lo permite suponer lo dicho sobre su actualidad. Sin embargo, pese a que no se trata de un plan “estatal” ni oficial, queremos dialogar con la propuesta de futuro que sostiene el artículo de la revista Panamá, tal vez compartida por algunos sectores de los que hoy integran el peronismo: “Un ingreso universal para los y las trabajadoras de la economía informal, de mínima, ayudaría a que un “reciclador urbano”, no tenga quizá que patear 18 horas por día cirujeando. Colaboraría, entre otras cosas, a que gane tiempo para sí. (…) El peronismo tiene también una historia de construcción de “tiempo libre” (aguinaldo, vacaciones, Chapadmalal) que podría acelerarse. En una de esas el peronismo del futuro no es el que ordena la sociedad con eje en el trabajo, sino, el que la alivia de su yugo”.
Si bien la idea de una “renta básica universal” constituye un extenso debate, del que hemos hablado en otras ocasiones en este suplemento, queremos señalar aquí dos elementos o dimensiones de esta “idea de futuro”. Una de ellas, la referida al argumento según el cual el retorno a aquella sociedad “del trabajo” no es posible, no sólo porque existen restricciones “externas”, sino porque el mundo cambió y ya la clase trabajadora no es lo que era en tanto la sociedad ya no está ordenada por el “mundo del trabajo”. Que la clase obrera está hoy más fragmentada que antes, que existe más precarización laboral y que hay un sector de la sociedad sumido en una “pobreza estructural” desde hace décadas, nadie podría negarlo (y que en particular en nuestro país el menemismo fue uno de los grandes responsables de esto, tampoco). En ese sentido, está claro que el problema del “tiempo libre” se ha modificado y tiene sus particularidades: mientras algunos trabajadores cuentan con jornadas agobiantes, otros no tienen empleo o tienen trabajos “part-time” que no alcanzan para llegar a fin de mes. Sin embargo el argumento no apunta sólo a esto, sino a señalar (junto con algunas teorías que estuvieron en boga en los 90 como la sostenida por André Gorz,) que, en tanto la sociedad ya no está estructurada en torno al trabajo (porque el capital requeriría cada vez menos trabajadores “asalariados”), ya no sería el “obrero de overol” sino una masa de bordes imprecisos, (o según alguna teorías “el precariado”) la protagonista de las grandes cambios sociales. Su acción no estaría ya determinada por la reconstrucción del mundo en torno a la expropiación de los medios de producción, sino por la obtención de tiempo libre y cierta “distribución de la riqueza”.
El gran problema de este tipo de teorías es que de una u otra manera niegan la fortaleza de la clase obrera, abonando a la idea de un supuesto cambio de etapa en donde la fragmentación del proletariado se toma como algo dado por las nuevas formas de producción y no como un problema estratégico a resolver. Y de ahí los programas divergentes que surgen: la propuesta de una renta básica universal apunta a cristalizar aquellas divergencias, suponiendo que la creación de empleos genuinos o de un salario “digno” serían imposibles en esta etapa. En este sentido, nuevamente, el límite de la reflexión es la imposibilidad de pensar más allá del capitalismo dependiente en el que vivimos.
Se trata de otro de los triunfos del neoliberalismo sobre el pensamiento “progresista”: establecer por otra vía la idea de que la clase obrera ya no puede ser sujeto de grandes transformaciones sociales, incluso dentro de un movimiento político que supo decir que los trabajadores eran “la columna vertebral” de su ideología. Oponer a esta lectura una reivindicación de la clase obrera no implica un esencialismo de clase. Sino dar cuenta de la potencialidad histórica y actual de los trabajadores en tanto productores que mueven las principales cadenas de la economía capitalista y por lo tanto pueden detenerlas y hacerlas funcionar de otra manera. Se trata de establecer un punto de partida realista para pensar la construcción de una fuerza social capaz de derribar el aparato mediático, burocrático y estatal con el que cuentan las clases dominantes para sostener el orden establecido. A diferencia del sentido común instalado por estas teorías hoy la clase obrera es más numerosa que en cualquier otro momento de la historia, y su inserción en las “posiciones estratégicas” que mueven la economía (como quedó evidenciado a nivel internacional durante la pandemia) sigue siendo una fortaleza que la hace potencialmente una clase capaz de imponer sus demandas y las del conjunto de los oprimidos. Desde ya que esta fortaleza también puede ser utilizada en los márgenes del capitalismo, o en función de ser una “fuerza de orden” como la burocracia sindical que por el contario, aplaque todo intento por unir a las filas obreras y superar el estado de cosas. De ahí que las vías de acción dependan de su orientación política.
Desde este punto de vista (y esta es la segunda dimensión del problema planteado, la concreta) es posible pensar el problema del “tiempo” libre no bajo los márgenes de la estructura de clases heredada, sino en función de su transformación. La idea de repartir las horas de trabajo entre ocupados y desocupados con un salario igual a la canasta familiar para así poder ganar tiempo libre al mismo tiempo que resolver el problema de la desocupación, implica, necesariamente la articulación con un programa anticapitalista. La única manera de desnaturalizar aquella división de las filas obreras es peleando por su unidad contra aquellos sectores de las burocracias sindicales y políticas que apuestan a cristalizar esta separación entre obreros “de primera” y “de segunda”, entre ocupados y desocupados, entre contratados y planta permanente, etc.
Pero para ello hay que plantear un horizonte de lucha contra los empresarios, contra las grandes multinacionales que dominan al país y contra el esquema de dependencia y sometimiento al FMI que busca profundizar aquellas condiciones. En este sentido la solución a este problema no es algo que pueda “imaginar” el peronismo. Su articulación histórica con las clases dominantes locales lo transforman en un proyecto cuyos límites están trazados por la estructura dependiente del país y que hoy se exponen con toda crudeza. Esto no quita que sectores que hoy están identificados con el peronismo, producto de la profundización de la crisis social y económica, encaren luchas que puedan ir en esta dirección. Pero para eso un primer paso fundamental es enfrentarse a quienes hoy lideran los sindicatos y los movimientos sociales que han cerrado filas con el plan del FMI.
En definitiva. Cualquier proyecto que se proponga hoy imaginar un futuro más allá de la dependencia nacional tiene que estar dispuesto a chocar con un entramado de clases que de una u otra forma está anclado en la historia argentina. La clase obrera, hoy fragmentada pero gigante en su potencialidad, junto con los movimientos ambientales, el movimiento de mujeres y el movimiento estudiantil, pueden ser una poderosa fuerza social que desherede aquel pasado y empiece a soñar (pero como decía Lenin, con los pies en la tierra), otro futuro.
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