Martes 28 de mayo de 2019
Imagen: caricaturista Harold Camacho (Rosalinde)
"Arrojar una piedra es una acción punible. Arrojar mil piedras es una acción política." ULRIKE MEINHOF
No han sido pocas las veces que he visto a un perro –digo un perro para decir muchos– que no importando si pertenece a un linaje de pedigrí o si es de mala ralea, echar una pequeña meada en la esquina de alguna casa, en el tronco de un árbol o simplemente en el suelo, con la firme convicción de apropiarse del espacio sobre el cual ha dejado su huella, quizás, bajo la premisa de “la tierra es de quien la mea”.
No hablaré por ahora de las atrocidades que he visto después, cuando dos conquistadores, como el mencionado anteriormente, se encuentran frente a frente en el terreno en disputa, y en algunos casos, frente a la perra en disputa; no hablaré, entonces, de más meadas, de ladridos y aullidos, de gallardía y cobardía; hablaré en este caso de la ingenuidad. ¿Pero a qué ingenuidad me refiero? Precisamente a la ingenuidad de creerse un señor feudal, con grandes extensiones de tierra y un vasto horizonte donde compartir la puesta de sol con quién sabe quién, sólo por lanzar un instantáneo chorrito que no llenaría un vasito de esos con los que sirven el café, mezquinamente, en un velorio; cuando realmente esa tierra ya tiene dueño, y no precisamente la humanidad entera, como naturalmente debería ser, sino, una sola persona, como expresaalgún documento con un timbre oficial, ¿y cómo es posible que la tierra le pertenezca a una sola persona y no sea, en efecto, un bien colectivo?.
En la sociedad actual, donde la propiedad de los medios de producción –incluyendo dentro de estos a la tierra misma– está concentrada en pocas manos, y para colmo está respaldado por un papel firmado, se suele pensar que los perros, y por supuesto, las perras, no tienen nada más que hacer y deben conformarse y resignarse con tener una casita y un hueso sintético en el jardín, los que corren con mejor suerte; o con tener al menos las calles para ellos, los que no han sido aceptados en casas bien, por la sarna o el pelo feo. Otra muestra de ingenuidad,porque cualquiera que sea buen observador, puede darse cuenta que cada vez son más los perros que dejan su propio sello de propiedad en cada esquina, quizás instintivamente o como forma de acción directa en rechazo al sistema; en lo personal, me inclino por la segunda opción, porque aunque los perros parezcan muy tontos, hay un sinfín de evidencias que demuestran que no lo son; no debemos ser ingenuos.
Pienso entonces en esa ingenuidad, esa bonita ingenuidad del can, de querer ganarse el mundo por si solo mientras batalla con su congénere por territorios y hembras.Y pienso también, en si algún día se unirán, perros y perras, en gran empresa de mear juntos y tanto, que los documentos de propiedad emitidos por el administrador de los negocios de la burguesía, estarán tan húmedos y amarillentos, que ya la tierra no pertenecerá a unos pocos, si no al perro que la mee y la defienda, como se defiende a las camadas y los y las camaradas, y consagrar la máxima de “la tierra es de quien la mea”; pero no hablo de propiedad individual de cada perro, porque sería más de lo mismo, hablo, en este caso de la socialización de todo aquello de lo que se les ha privado, incluso, sus propias libertades.
No pequen de ingenuos, con esto no busco tomar posición porque el perro se convierta en señor feudal. No tengo interés en que se restablezcan ni mantengan estructuras sociales jerárquicas y opresoras, donde ese pequeño chorro encarna, además, dominio sobre la hembra; sino, por el contrario, tomo posición porque el perro, como especie, sea capaz de abolir la propiedad privada a pesar de aquellos que ladran y la defienden.