Reproducimos artículo escrito por Federico Mare, historiador y ensayista mendocino
Martes 11 de septiembre de 2018 14:00
El pasado miércoles 29 de agosto, la Asamblea Interfacultades de la UNCuyo resolvió, en el marco de la lucha nacional y provincial por la educación pública, retirar los símbolos religiosos del predio universitario. La resolución aún no ha sido implementada a fondo, de manera general y sistemática. Pero tuvo ya, no obstante, un correlato práctico de alto impacto público: la remoción de la estatua de la Virgen María ubicada frente a la rotonda de ingreso al campus, en las inmediaciones del antiguo edificio del Rectorado.
Como era de esperar, los sectores integristas de la grey católica pusieron el grito en el cielo, denunciando que la imagen había sido vandalizada, derribada, destruida, profanada, etc., por un grupúsculo extremista y violento carente de representatividad. Al día siguiente, la prensa hegemónica se hizo eco de este factoide, de esta falsa noticia, dándole un tratamiento pacato, sensacionalista y demagógico.
Como bien aclaró la Interfacultades a través de un comunicado, no hubo ninguna vandalización. No hubo derribo, ni tampoco destrucción. La escultura mariana fue removida del pedestal por decisión soberana de una asamblea multitudinaria, y entregada sin daños a estudiantes de la Pastoral Universitaria, quienes la trasladaron a la garita policial más cercana. Las piedras –pocas y pequeñas– que se ven en las fotos fueron producto del desprendimiento de la base, no el resultado de una acción iconoclasta, como se mal informó.
El viernes 31, en horas de la tarde, la derecha católica llevó a cabo un acto de «desagravio» en la rotonda de la UNCuyo. La convocatoria se hizo por WhatsApp, viralizando un audio lleno de sofismas ad misericordiam. La mayoría de las personas que se congregaron eran, de hecho, ajenas a la comunidad universitaria. Con ceremoniosa solemnidad y devoción, pero también con calculada espectacularidad, se volvió a colocar un ícono de la Virgen sobre la peana vacía, al parecer, una escultura distinta a la que fuera removida. La reentronización fue provisoria, sin embargo. El ícono fue retirado al final del evento de «reparación»; evento que –acotemos– incluyó discursos encendidos, rezos colectivos y ofrendas florales.
El acto tuvo bastante de provocación, sin dudas. Pero fue, sobre todo, una demostración de fuerza. Una demostración de fuerza en espera de que el rector Pizzi y el Consejo Superior, cediendo con temor y genuflexión a la presión de este lobbie confesional tan prepotente, tomen cartas en el asunto y decidan reinstalar la estatua original, haciendo caso omiso –por segunda vez– de la laicidad universitaria.
No debe haber símbolos religiosos en el campus, ni en ninguna otra dependencia. La UNCuyo es una universidad pública y laica. Así lo establece de modo taxativo, categórico, indubitable, su Estatuto Universitario. Y dos veces, a falta de una. El art. 1 estipula que "La Universidad Nacional de Cuyo es una institución autónoma, autárquica y cogobernada [...] que ejerce su autonomía y autarquía con responsabilidad social, comprometida con la educación como bien público, gratuito y laico, como derecho humano y como obligación del Estado". Y el art. 2 reitera que "La Universidad Nacional de Cuyo [...] asume la educación como bien público, gratuito y laico, como derecho humano y como obligación del Estado y desarrolla políticas con principios de calidad y pertinencia, que fortalecen la inclusión social, la igualdad de oportunidades, la integración en la diversidad y el respeto por las identidades culturales, en el ejercicio pleno de principios y valores democráticos". Más claro, imposible. La UNCuyo es pública y laica, aunque a algunos sectores nostálgicos de la dictadura les moleste.
¡Pero hay que respetar la libertad religiosa, la libertad de creencia y de culto!, exclama la derecha católica, indignada. Por supuesto. Nadie afirma lo contrario... Pero a excepción –lógicamente– de la libertad de pensamiento, ningún derecho es absoluto, ilimitado. Coexisten diversos derechos, y deben ser equilibrados, armonizados. Como reza el viejo adagio liberal, la libertad de cada uno termina donde empieza la libertad del otro.
¿Tenemos derecho –por ej.– a transitar libremente por todo el territorio de la República Argentina? Claro que sí. Es una garantía constitucional. Pero esa libertad tiene límites. Está regulada: no se puede circular a contramano, ni exceder el máximo de velocidad, ni hacer caso omiso del semáforo y los carteles de señalización. ¿Por qué? Porque así como existe el derecho de libre circulación, existe también el derecho a la integridad física. Un automovilista puede conducir libremente, pero sin transgredir las leyes de tránsito, pues si las transgrede pone en peligro la vida y la salud de otras personas.
Con la libertad religiosa sucede exactamente lo mismo. No es un derecho absoluto. Debe ser regulada en orden a garantizar otros derechos no menos importantes. Los testigos de Jehová, por caso, tienen derecho a profesar su religión libremente, y a educar a sus hijos e hijas conforme a sus creencias. Pero esa libertad religiosa y esa potestad parental de ningún modo les faculta –mal que les pese– a impedir que sus hijos e hijas reciban una transfusión de sangre si su vida o su salud están en riesgo, como más de una vez han procurado por vía administrativa e incluso judicial. El Estado debe velar no sólo por los derechos de las personas adultas, sino también por los derechos de las personas menores. No sólo por la libertad religiosa y la potestad parental, sino también por la salud y la vida.
Pues bien: con el derecho a exhibir símbolos religiosos es igual. Las personas creyentes pueden colocar y mantener dichos símbolos (crucifijos, íconos marianos, ermitas con santos, etc.), siempre y cuando no afecten derechos de terceros/as. Nada le impide a la grey católica exhibir o adorar imágenes sagradas en sus templos, en sus conventos, en sus colegios privados confesionales, en sus viviendas particulares… Es un derecho humano, civil y constitucional inalienable. Pero en los espacios públicos no, ya que los espacios públicos son, valga la redundancia, públicos. Y como tales, laicos.
Las universidades nacionales pertenecen al Estado, y en Argentina –Mendoza incluida– el Estado es aconfesional, es decir, neutral en materia de credos. La laicidad universitaria vale, ante todo, para las aulas donde se enseña y se aprende. Pero también vale para otros espacios públicos: salones, pasillos, patios, bibliotecas, oficinas administrativas, despachos de autoridades, obras sociales, espacios verdes, etc.
Se alega también, desde las trincheras del integrismo católico, que los símbolos religiosos de la UNCuyo deben ser mantenidos por razones estéticas. ¿Es preciso tener que recordar, en pleno siglo XXI, que las universidades nacionales no son iglesias ni museos de arte? Si tanto se valora estéticamente la escultura de la Virgen removida de la rotonda, lo que se debiera hacer es proponer al Consejo Superior que la estatua sea donada a algún templo católico, o al Museo del Pasado Cuyano, para que allí se pueda apreciar su presunta belleza o factura técnica en un ámbito no sólo más adecuado, sino también compatible con el principio de laicidad. Una imagen religiosa en una iglesia, o en un museo público, es un objeto de culto y/o una obra de arte, y nada más. Pero una imagen religiosa en el campus de una universidad pública constituye, por sobre todas las cosas, un símbolo político, un signo patente y desafiante de ese Leviatán nefando que es el confesionalismo de Estado.
¿Qué representa concretamente ese símbolo? La idea según la cual Argentina tiene una religión oficial, y que tal religión es el catolicismo romano. Este ideologema, tan caro al nacionalismo católico de derecha, es un ideologema reaccionario, en todos los sentidos de la palabra. Reaccionario, en primer lugar, porque nos retrotrae a capítulos sombríos de nuestra historia a los que nunca más debiéramos volver: las dictaduras militares. Pero reaccionario, también, porque no tiene ninguna cabida en el ideario democrático, ni tampoco en nuestra Constitución nacional, la cual, pese a su anacrónico art. 2 (que debe ser derogado con urgencia), no es católica.
Una pequeña digresión: en términos legales, Argentina no es Estado plenamente laico como Francia o Uruguay, esto está claro. Pero tampoco es –contrariamente a lo que se suele creer y decir– un Estado confesional como Reino Unido o Costa Rica. Nuestro país constituye un caso intermedio: una república de laicidad débil, una república que no ha completado el proceso de separación entre Iglesia y Estado, pero que, sin embargo, no tiene religión oficial, como en reiteradas ocasiones lo ha explicado la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Respecto a esta cuestión jurídica, véanse mi artículos Por qué la Constitución Nacional no es católica (a pesar del art. 2) y Acerca del art. 2 de la Constitución. Las interpretaciones fuertes del verbo «sostiene» (léase: adopta, profesa) que plantea el integrismo católico carecen de sustento. Son totalmente erróneas.
Retomemos el hilo de la exposición. La defensa esteticista de los símbolos religiosos de la UNCuyo resulta insostenible. No se puede hacer abstracción de las circunstancias dentro de las cuales esos símbolos están en exhibición, ni de lo que tales circunstancias denotan o connotan. No es lo mismo un templo católico que una universidad pública. No da igual que se trate de la galería de un museo artístico o histórico, o que se trate de un aula o espacio verde de la UNCuyo. Definitivamente son cosas diferentes. No mezclemos peras con manzanas.
No hay ninguna razón por la cual las personas laicistas estemos inhabilitadas para apreciar el arte religioso. Laicismo no significa teofobia ni cristianofobia, sino defensa y promoción de la aconfesionalidad del Estado. De hecho, muchas personas laicistas son católicas. Pero el arte religioso debe ser apreciado donde corresponde: en templos y en museos, no en las escuelas y universidades públicas, que son laicas.
La laicidad es una exigencia para el Estado, no para las personas privadas. Este principio no supone la ausencia de símbolos religiosos en general, sino la ausencia de símbolos religiosos en lugares, momentos o circunstancias que denoten, connoten o sugieran la existencia de una professio fidei oficial u oficiosa. Es el Estado (sus distintas instituciones constitutivas y sus funcionarios/as de turno en ejercicio) quien debe ser laico, no sus ciudadanos/as o habitantes en tanto entes particulares. Lo que las personas privadas deben hacer, en el marco de la civilidad republicana y democrática, es, simplemente, limitarse a respetar la laicidad del Estado que este está obligado a garantizar; o dicho de otro modo, no extralimitarse en el disfrute de la libertad de cultos, no abusar de ella, no incurrir en un «libertinaje» supremacista que menoscabe la libertad de conciencia y el derecho a la igualdad de trato de las minorías religiosas y seculares (personas evangélicas, judías, musulmanas, deístas, agnósticas, ateas, etc.).
Un ejemplo que ilustra, por vía casuística, este sencillo razonamiento ético-jurídico: exhibido ostentosamente en la pared de un aula pública, arriba del pizarrón, el crucifijo transgrede a todas luces la laicidad educativa, pues sugiere la idea de que el catolicismo romano es religión de Estado. Pero no así si se trata de un pequeño colgante que lleva al cuello una estudiante católica, porque allí no reviste carácter institucional, oficial. ¿Es tan difícil entenderlo? ¿O el problema en realidad es que no se lo quiere entender, porque hay connivencia y no conviene entender?
Otro botón de muestra: una bandera de una organización estudiantil cualquiera (Franja Morada, MNR, AUN, Pastoral Universitaria, etc.), colocada en la pared de un pasillo de una facultad, no viola el principio de neutralidad (apartidismo y laicismo) de la institucionalidad estatal. Es un símbolo sectorial, y así se lo interpreta, así se lo asume. Diferente sería el caso si esa bandera fuera enarbolada en el mástil de la explanada de la facultad, en reemplazo del pabellón argentino. En ese contexto, el símbolo dejaría de ser meramente partidario o confesional, y se convertiría en un símbolo de partidismo o confesionalismo de Estado. El meollo del asunto no es el símbolo en sí, sino su contexto.
El laicismo no se opone a las imágenes religiosas per se. Se opone a aquellos íconos que, en función de ciertas circunstancias (dónde o cuándo se exhibe, cómo se exhibe, quién exhibe), instituyen un orden supremacista o privilegiado de confesionalismo de Estado. Dentro de una iglesia, o en una procesión, la imagen de la Virgen no conculca la laicidad, toda vez que su presencia se inscribe en el legítimo ejercicio de la libertad de culto. Tampoco la conculcaría si se hallara en la Facultad de Artes, en el marco ocasional de una muestra de arte cristiano-medieval. Otro tanto puede decirse si quien exhibe la imagen mariana es un una persona particular (estudiante, docente, etc.), y no la institución oficial, pues no es lo mismo una medallita de tres centímetros en el pecho, que un monumento de un metro entronizado en el ingreso al campus universitario. Hablemos en serio: una cosa es un símbolo de fe individual, y otra cosa muy diferente es un símbolo político del confesionalismo de Estado.
La ausencia de imposiciones y favoritismos religiosos por parte de los poderes públicos es un requisito elemental del modus vivendi republicano-democrático. Laicidad es libertad de conciencia e igualdad de trato. Ambas cosas, no una sola. Si hay coacciones o privilegios confesionales, ya sean materiales o simbólicos, la educación pública se pervierte, se desnaturaliza, se degrada.
Las universidades nacionales no son feudos de la mayoría católica. Son espacios públicos, espacios de todos y todas por igual, creyentes y no creyentes, personas católicas y no católicas. Exhibir, en tales espacios públicos, símbolos confesionales de carácter oficial u oficioso es vulnerar el principio de igualdad de trato.
Defender o tolerar la presencia de cruces y otros íconos católicos en la UNCuyo, o en cualquier otra institución estatal, es darles a entender, a las minorías religiosas y seculares, que su ciudadanía es de segunda, y que no son plenamente argentinas o mendocinas si no comulgan con la fe católica romana de la mayoría. Según el Mapa de la discriminación en Mendoza, confeccionado por la UNCuyo y el Inadi, tales minorías ascienden ya en nuestra provincia, aprox., al 25% de la población, y todo hace suponer que ese significativo porcentaje irá in crescendo con el paso de los años.
¡Respetemos nuestras tradiciones cuyanas!, claman también con fervor. He aquí otra de sus falacias predilectas: la falacia ad antiquitatem. Esencializan el pasado, hacen de él la fuente última de toda legitimidad. Thomas Paine demolió la argumentación tradicionalista hace más de dos siglos... Discurren sobre el asunto como si la prescriptive Constitution burkiana fuese la cima del pensamiento político. ¡Insólito! Pocos meses después de que Burke diera a conocer dicho sofisma en sus Reflections on the Revolution in France, Paine lo hizo añicos en su magistral ensayo Rights of Man. Pero no. El integrismo católico mendocino se quedó en 1790. Todavía no llegó a 1791…
Nada se vuelve legítimo por el solo hecho de acumular muchos años de existencia. Nada se vuelve encomiable por la sola circunstancia de haber sido heredado de las generaciones pasadas. La antigüedad, por sí sola, es un criterio absurdo. Si fuese cierto que el status quo siempre es bueno, en Argentina no se podría haber declarado la independencia frente a España, ni instituido una república, ni abolido la esclavitud y la Inquisición, ni tampoco otorgado el derecho de sufragio a las mujeres o legalizado el divorcio vincular. Cuando una práctica cultural entra en conflicto con la juridicidad y eticidad de los derechos humanos, debe ser superada, por muy atávica o tradicional que sea.
Hay tradiciones que son buenas, y que pueden ser preservadas; y tradiciones que no lo son, y que deben ser abandonadas. La tradición de brindar con la familia a fin de año, por caso, no tiene nada de malo, pues no conculca ningún derecho humano. Por el contrario, la tradición de exhibir en las dependencias del Estado imágenes religiosas con la figura de Jesucristo o la Virgen sí lo tiene, toda vez que esa tradición está avasallando el derecho de las minorías no católicas a la laicidad, es decir, a la libertad de conciencia e igualdad de trato en el marco de la convivencia democrática.
En una república moderna, democrática, el Estado no tiene como misión defender las tradiciones religiosas de la mayoría, sino cumplir –y hacer cumplir– las leyes positivas y los derechos humanos. Hay sectores oscurantistas que parecen no haberse percatado de que la Revolución Francesa fue hace 229 años, y que la Declaración Universal de los Derechos Humanos data de 1948…
Si alguna tradición o costumbre religiosa entrare en conflicto con la legalidad y la ética propias de la civilidad democrática, el Estado debe siempre anteponer las segundas por sobre la primera, haciendo caso omiso de circunstancias secundarias como la antigüedad y la popularidad. El tradicionalismo, el atavismo, no puede ser el imperativo categórico de la República Argentina, a no ser que, haciendo tabla rasa con doscientos años de historia, y renegando del legado ilustrado de Mayo y Caseros –hitos fundacionales de nuestra nación–, pretendamos restaurar el Antiguo Régimen hispanocolonial de los Austrias y los Borbones en el Río de la Plata.
Hay símbolos y símbolos. No es lo mismo un crucifijo que una bandera argentina. No da igual un busto de José de San Martín que una imagen de la Virgen María. Una cruz, un ícono mariano, son símbolos de una religión en particular, y como tales, nunca podrían representar a la totalidad de la ciudadanía. El pabellón nacional y la escultura sanmartiniana, en cambio, son símbolos cívicos, y por ende, representan a toda la nación argentina, sin acepción de credos. La feligresía católica es solo una parte de la ciudadanía argentina. Parte mayoritaria, sin duda. Pero parte al fin. Como bien lo ha explicado el pensador español Gonzalo Puente Ojea, en una sociedad democrática y plural el corpus civium jamás puede ser reducido al corpus fidelium. Ciudadanía argentina y feligresía católica no son términos intercambiables.
El integrismo católico no puede –o no quiere– advertir que los símbolos religiosos entronizados en espacios públicos son actos performativos (en el sentido antropológico de autores como Victor Turner, Richard Schechner y Stanley Tambiah), vale decir, actos que «realizan» o hacen realidad al confesionalismo de Estado. Su sola presencia física «desrealiza» o borra la laicidad, aunque su significado interno original (teológico, estético, cultural, histórico) no remita puntualmente a la cuestión de qué estatus tiene –o debiera tener– la Iglesia católica en la República Argentina. No es honesto soslayar esta performatividad. Quienes defienden o toleran el confesionalismo de Estado debieran hacerse cargo de ella.
Si se le concede a la Iglesia católica romana un estatus privilegiado –ya sea a nivel material o a nivel simbólico–, no hay laicidad, por más que exista tolerancia efectiva hacia las personas o colectividades disidentes. Sin igualdad ante la ley, sin igualdad de trato, no hay civilidad democrática, aunque la libertad de conciencia de las minorías religiosas y seculares esté relativamente salvaguardada –a menudo pero no siempre– por la ausencia de imposiciones o coacciones confesionales de carácter oficial.*
Desde luego que la laicidad universitaria no se reduce a la ausencia de símbolos religiosos. Esta ausencia es condición necesaria, pero de ningún modo suficiente. ¿Qué otros requisitos tiene la laicidad universitaria? Veamos.
En primer lugar, la enseñanza científica, filosófica, artística o técnica que imparten las cátedras (programas, clases, bibliografías, etc.) debe ser aconfesional, basada en la racionalidad crítica. Este requisito pedagógico de laicidad no excluye, claro está, el abordaje de temáticas religiosas, teológicas o mitológicas. Lo que sí excluye es el abordaje de tales temáticas desde las premisas dogmáticas de la fe. Se puede enseñar historia de las religiones, sociología de la religión, antropología de la religión, filosofía de la religión, arte religioso, etc. O sea, se puede enseñar religión cienítificamente, críticamente. Lo que no se puede es enseñar religión confesionalmente, dogmáticamente, asumiendo las creencias personales como una «verdad revelada» o un «saber sagrado».
Por ejemplo, es totalmente válido, en una universidad pública y laica, conocer y comprender los orígenes del cristianismo como fenómeno histórico: la incidencia del mesianismo davídico y de la tradición apocalíptica, la influencia de las religiones mistéricas orientales y de la metafísica griega, el malestar de amplios sectores del pueblo judío con la dominación romana, etc. Lo que no resulta válido, en una academia estatal como la UNCuyo, es inscribir la enseñanza de dicho tópico en el marco providencialista de la Heilsgeschichte o «Historia sagrada». El problema no es qué se enseña, sino cómo se enseña. Laicidad no significa ausencia temática de religión, como afirma maliciosamente la derecha católica para victimizarse. Significa ausencia axiológica de confesionalismo, en salvaguardia de la ciencia y del pensamiento crítico.
Otro aspecto importante de la laicidad universitaria tiene que ver con las celebraciones y los actos conmemorativos. La UNCuyo, en tanto institución pública abierta a todas las minorías, debiera tener un calendario y un ceremonial rigurosamente aconfesionales, sin festividades patronales, sin misas, sin rezos, sin referencias religiosas de ningún tipo. ¿Es así en la práctica? Lamentablemente no.
Todos los años, para el feriado nacional del 8 de diciembre, el Consejo Superior dispone que se lleve a cabo, en la Basílica de San Francisco, una misa matutina en honor a la Virgen María, con motivo de su «Inmaculada Concepción». Hasta el año 2008, este acto religioso oficial se hacía asumiendo explícitamente, sin ambages, que la Virgen es la «Patrona de la Universidad Nacional de Cuyo» (sic); y exhortando, además, a la comunidad universitaria en su conjunto, a participar de él, desde la premisa tácita unanimista de que toda la comunidad universitaria está –o debe estar– encuadrada dentro de la grey católica. A partir de 2009, debido a quejas y reclamos, se dejó de hacer mención a ese patronazgo mariano, y se empezó a aclarar que la invitación iba dirigida solamente al sector católico de la comunidad universitaria. No obstante, la misa se ha seguido haciendo puntillosamente desde entonces, y con carácter oficial. Con lo cual, la laicidad universitaria no ha dejado de ser avasallada. ¿La grey católica de la UNCuyo tiene derecho a organizar una misa para el Día de la Inmaculada Concepción? Por supuesto que sí, siempre y cuando ese oficio religioso sea de carácter privado, es decir, no oficial.
Asimismo, varias facultades violan la laicidad organizando misas de acción de gracias para la colación de grado. Tal es el caso de Filosofía y Letras, un histórico reducto del integrismo católico cuyano, donde abundan las cátedras de ideología ultramontana a la sombra del decano derechista Adolfo Cueto, quien ha conseguido recientemente su cuarto mandato (parece ser que tres no fueron suficientes) merced al apoyo no solo de los sectores más oscurantistas y reaccionarios de la facultad, sino también de las agrupaciones kirchneristas que esgrimen una retórica progresista. Reiteremos que la transgresión de la laicidad no radica en la celebración de misas per se, sino en la celebración de misas con carácter oficial. Lo que haga o deje de hacer, a título sectorial y privado, la grey católica de cada facultad, nada tiene que ver con la defensa y promoción del laicismo.
¡Las demandas de laicidad educativa son superfluas, inoportunas y divisionistas! ¡El único reclamo que importa es el presupuestario y salarial! Abrir otros frentes de lucha es generar divisiones internas y debilitar la resistencia al ajuste. Este es otro de los argumentos que se han esgrimido en contra del laicismo. Desde esta perspectiva, cuya honestidad intelectual resulta un tanto dudosa, la defensa de la laicidad universitaria sería teóricamente legítima, válida, pero una «minucia». Una minucia de la que hay que ocuparse mucho más adelante, en un futuro lejano e incierto, cuando infinidad de problemas más relevantes o urgentes hayan sido ya solucionados.
Las agrupaciones que plantean esta objeción (mayormente radicales y kirchneristas) están reproduciendo un esquema de pensamiento verticalista y centralista, cerrado, conservador, poco amigo de la tolerancia. Salta a la vista que les molesta, les irrita, que exista una agenda de demandas plural, diversa, en el movimiento docente y estudiantil. Pretenden tener un monopolio en la definición de los objetivos políticos. Parecen no comprender que, en todo proceso de lucha colectiva, tienden a emerger en las bases, de modo espontáneo e inevitable, nuevas reivindicaciones, más aspiraciones, mayores horizontes. Querer limitar la lucha a un único reclamo, tratar de que ella no rebase la demanda puntual que se formuló en un principio, resulta, aparte de mezquino y absurdo, algo contraproducente. No se puede encorsetar y congelar desde arriba un movimiento social sin quitarle su fuerza, su vitalidad. Si el pueblo francés, en 1789, hubiese asumido sus cahiers de doléances o «cuadernos de quejas» como una agenda cerrada y estática, imposible de ampliar o modificar sobre la marcha, con toda seguridad no hubiese habido Revolución Francesa. Salvando las distancias, esto mismo sucede con cualquier lucha colectiva.
El razonamiento binario A o B es falaz. No hay que optar entre los reclamos presupuestarios y salariales, o las demandas de laicidad. La realidad de la educación pública universitaria es un todo. Se puede exigir más presupuesto, salarios dignos; pero también la plena vigencia del laicismo, en sus distintas facetas: planes de estudio, bibliografías, clases, simbología institucional, actos oficiales, etc.
Esperemos que el Consejo Superior de la UNCuyo, cuando delibere qué hacer con la estatua de la Virgen removida de la rotonda del campus, cumpla lo que establece el Estatuto Universitario, del cual es custodio. Debiera limitarse a aplicar los arts. 1 y 2, que expresamente garantizan la laicidad. Si el Consejo Superior resolviera reinstalar la imagen religiosa, en vez de donarla al Arzobispado de Mendoza o al Museo del Pasado Cuyano, estaría transgrediendo el Estatuto Universitario, lo cual resultaría gravísimo.
Sería, además, muy saludable que el rector y/o el Consejo Superior soliciten a la Facultad de Artes y Diseño que realice un nuevo monumento, en reemplazo del ícono católico que fue retirado días atrás. Este monumento debiera ser, claro está, aconfesional. Un monumento cuyo simbolismo o significado expresara un consenso ideológico mínimo al interior de toda la comunidad universitaria, sin exclusiones o relegamientos identitarios, sin supremacismos de la mayoría ni privilegios corporativos. Podría ser –¿por qué no?– un Monumento a la Universidad Pública. ¿O acaso la derecha católica también está en contra de esto?
* En muchas escuelas, guarderías, jardines de infantes y hogares de menores dependientes de la Provincia –sobre todo en San Rafael y Malargüe–, las maestras siguen haciendo orar a los niños y niñas como en tiempos del Proceso, situación que ha generado no pocos conflictos y quejas, ya que no todas las familias son creyentes, y entre las que sí lo son, no todas comulgan con el catolicismo romano (las fórmulas de rezo utilizadas suelen ser privativas de esta confesión, resultando extrañas y sacrílegas tanto para quienes profesan religiones no cristianas –personas judías, musulmanas, etc.–, como para quienes pertenecen a las Iglesias evangélicas (bautistas, pentecostales, adventistas, etc.). Por otro lado, cabe acotar que si bien desde el año 2014 los actos escolares del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen de Cuyo son de asistencia «opcional», el margen de autonomía decisoria real para poder hacer objeción de conciencia resulta bastante limitado, pues el objetor u objetora, para poder acceder al dudoso beneficio de autoexcluirse transitoriamente de la comunidad educativa ingresando más tarde al colegio o egresando más temprano de él (o bien –lo más corriente– recluyéndose en el aula, la biblioteca, la dirección u otra sala de la escuela mientras el acto se lleva a cabo), tiene primero que comunicar verbalmente o por escrito su disidencia a las autoridades, amén de estar condicionado/a de muchas formas sutiles –y no tan sutiles– por la presión gregaria y el miedo a quedar estigmatizado/a como «disidente», como bicho raro. Ejemplos análogos a los dos recién descritos, que diluyen en los hechos la vigencia de los derechos de igualdad de trato y libertad de conciencia, se podrían enumerar muchos más, sin ninguna dificultad.