Los hechos son ciertos aunque parezca fantasía. El calamitoso estado de un hospital público, producto de la desidia estatal, reflejado en el relato de un joven que acompañó a un amigo accidentado.
Martes 2 de agosto de 2016
Foto: Fuente El Independiente
Cansado de viajar al trabajo en colectivo, apretado como ganado, mi amigo Walter se terminó comprando una moto. No tenía ni dos meses de uso que tuvo el primer choque, sobre ruta 197, justo frente a la terminal de El Talar. Eran las cuatro de la tarde de un martes y viajaba del trabajo a la casa. No fue gran cosa el siniestro: un auto lo encerró, lo tocó y se la dio contra el piso.
Por el golpe se lastimó la piel y golpeó las rodillas, también las manos, pero no tenía mayores heridas. Me llamó a mí que vivo cerca, para que vaya a asistirlo. Le pedí permiso para que me deje relatar la historia, cuyas escenas pueden parecer sacadas de un thriller o una comedia negra. Pero todos son hechos verídicos.
En el mismo instante que llegué al lugar del accidente también llegó la ambulancia. Lo cargaron a Walter y nos dirigimos todos a la guardia del hospital público de General de Pacheco. Sólo había un enfermero en la guardia para atender nada menos que a cinco accidentados. Era perceptible que el pobre trabajador de la salud estaba agotado, desganado y el entorno era el motivo.
Como Walter era el herido de menor gravedad lo depositaron en una camilla de la guardia, a la espera de que un radiólogo lo venga a buscar para hacerle una placa, revisarla y darle el correspondiente alta con certificado médico. La espera duraría tres horas.
En las camillas contiguas a la de Walter había otros tres accidentados. Un hombre tenía el maxilar quebrado, había chocado su moto y no llevaba casco puesto. Sentado en la camilla, estaba al lado de una estructura de fierro que pendía de un perchero. El enfermero necesitaba de ese objeto y fue a retirarlo, pero no calculó que era muy pesada para él solo y se le cayó. Con Walter nos agarramos la cabeza mientras el objeto caía. Por centímetros no cayó sobre el otro accidentado. El hombre no podía gritar del susto ( por su maxilar quebrado) y apretó los dientes aullando para sus adentros.
Salí de esa habitación de la guardia hacia otra más pequeña donde, para mi sorpresa, había camillas de madera. Parecían del siglo XVI, pigmentadas con sangre ya seca. La pared de esa piecita estaba a medio revocar y algunas partes sin pintura. El tacho de la basura sin bolsa y lleno hasta el tope de desechos hospitalarios.
Salí al pasillo por pedido de un médico que entró para ayudar al enfermero. Mi amigo quedó solo para vivir una de las situaciones más impactantes de su vida. Según me comentó después usaron esa estructura de fierro que cayó al piso para inmovilizar el pie de una anciana que se había quebrado el tobillo y llegó gritando de dolor. Según el relato de la mujer a los doctores se fracturó al caer de una mesa cuando intentaba limpiar la araña del comedor.
Walter rogaba que le hagan las radiografías e irse de una buena vez. En el pasillo yo escuchaba el eco de una pelea lejana, proveniente de las salas de espera, donde la familia de la señora que gritaba en la guardia intentaba presionar para que la señora fuera atendida de inmediato.
Así fue. Diagnosticaron un pie quebrado y la señora iba a tener que ser operada con urgencia. Ni tiempo de sacarla de la guardia había. Le dieron anestesia local y su pie quedó completamente dormido. La señora agradecía a los enfermeros que tenían que colocarle un clavo en el pie y para esto habían traído un gran taladro Black & Decker. La puerta de la guardia estaba entreabierta y pude ver a Walter que no entendía qué era lo que estaba pasando.
El enfermero miró a mi amigo y apretó del botón del taladro para que girase y se escuchara su prometedor ruido. Pero el taladro tenía que ser enchufado y el único enchufe disponible se encontraba sobre la cabeza de Walter, mirante al techo. Y como no había alargue y aquel modelo de Black & Decker disponía de muy poco cable la señora, que tenía el pie anestesiado e imploraba a Dios su bendición para los camilleros, tuvo que ser colocada en las cercanías de la camilla de mi amigo. Mejor dicho, tenía el tobillo de la señora a centímetros de su cabeza.
Cuando la mecha del taladro entró en el pie de la mujer Walter intentó despertarse de un sueño que, en realidad, nunca terminaría porque simplemente era su vida, rodeada por la vida de los demás y todo eso estaba pasando y pasaría.
Walter se acordaba del cuento de Julio Cortázar en el que un motoquero termina internado y tiene un trance donde habita el cuerpo de un guerrero que es perseguido por un imperio americano. Lo quieren agarrar para sacrificarlo y el tipo escapa pero lo vuelven a agarrar. Al final el motoquero no despierta y le arrancan el corazón en la otra vida. Todo el mundo se muere, el cuento se termina, una puerta se cierra y se abre otra muy distinta.
El ruido terminó y Walter volvió de sus cavilaciones. Tuvo que esperar a que la operación se termine. Recién ahí le informaron que no se había quebrado nada y la sugirieron que se limpie sus mejillas salpicadas por gotas de sangre despedidas por el taladro.
Walter se fue en colectivo. Y ahora, cuando contamos la anécdota, nadie nos cree. Cuando vayan al hospital de Pacheco se daran cuenta que no mentimos.