Reflexiones y recuerdos de infancia que vuelven a la memoria con la publicación de las fotografías captadas por el telescopio James Webb.
Pablo Minini @MininiPablo
Jueves 14 de julio de 2022 22:49
Mi viejo fue obrero, obligado a cargar bolsas desde los ocho años, recién llegado con su familia al conurbano de Buenos Aires. Fue ese laburo el que le rompió la espalda. Le dieron una jubilación por incapacidad cuando no había cumplido cuarenta años y se puso un kiosco.
En ese kiosco conoció a unos vecinos que un día se fueron de vacaciones y le dejaron la llave para que les cuidara la casa. Yo lo acompañé un sábado a la noche. Esos vecinos tenían una casa mucho más linda que la nuestra, porque tenían más plata. Tenían tv por cable y una biblioteca que me parecía enorme. Hoy puedo saber que era biblioteca de clase media aspiracional, con pocas novelas o poemarios y con varias enciclopedias que habían sido compradas para rellenar los estantes. A cierta clase media le gusta la acumulación de libros porque cree que la burguesía es letrada.
Aunque ese sábado yo descubrí dos cosas: la película Los Intocables, que me generó una fascinación por el cine y las historias que cuentan un tiempo que no viví; unos libros de Carl Sagan, que me generaron una fascinación por rincones del espacio que nunca conoceré.
Pongamos que no había novelas, pero Sagan contaba todo como si se tratara de una gran historia. Que, de hecho, es.
Esa noche descubrí que a las estrellas se les ha puesto nombre, que tienen masa y la masa dobla el espacio y la trayectoria de la luz, que existen galaxias y que las distancias se miden en años luz.
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También leí lo del griego que miraba las estrellas y se cayó en un pozo por tanto mirar arriba y una piba se rió. También leí lo de Galileo, que le dijo al cardenal Belarmino que mirara por el telescopio y viera eso de lo que estaba hablando y el buen cardenal se negó.
Será por eso que me cohíbe la actitud de algunas personas que no se fascinan ante las fotos del universo. Lo entiendo, la cotidianeidad y la supervivencia y la explotación nos vuelve cínicos o, peor, indiferentes al mundo y sus detalles. Pero me deja cortado que alguien no comparta mi entusiasmo infantil ante las estrellas.
También leí eso de que cuando uno mira al sol en realidad está mirando al sol de hace 8 minutos, y que cuando uno mira una foto de una galaxia quizás esas estrellas ya se apagaron hace miles de años, aunque eso lo entendí mucho tiempo después. Aunque sí comprendí el espíritu de lo que estaba leyendo por una frase de Sagan: "Nosotros somos la forma en que el universo se conoce a sí mismo". Esa forma, para mí, es una narración. Todo lo científicamente pensable yo sólo puedo captarlo como narración, cuento, historia.
Si algo se me cuenta como un cuentito, yo puedo concebirlo. Soy, todavía, ese Pablo de siete años.
Una sola noche de sábado me permitió asistir a una película de 1987 que homenajeaba a otra película de 1925 con una escena de un carrito de bebé cayendo por las escaleras y asistir a una explicación del universo. Distintas formas de torcer el espacio y el tiempo.
Claro que me emocionan las imágenes de las primeras galaxias, esas fotos que hoy vemos de algo que sucedió hace miles de millones de años. Me emocionan por la magnitud del tiempo y del espacio, pero también por las cosas que podemos lograr con la técnica. Y no puedo evitar pensar que si el capitalismo, irracional en sus objetivos, desigual en la divulgación y el acceso a sus logros, puede llegar a estas cosas, ¿qué no se lograría con un sistema racional y socialista donde todos pudieran acceder de acuerdo a sus necesidades e intereses y ofrecer de acuerdo a sus fuerzas y posibilidades? ¿Cuántas personas podrían leer a Sagan, ver cine, visitar bibliotecas, descubrir el espacio profundo o los costados más sensibles de su propia vida?
Digo, también, que fue mi viejo, un obrero, el que me abrió las puertas a los cuentos, al cine y a las bibliotecas. A los pocos días me anotó en la biblioteca municipal, ahí está el carnet. El único que siempre me escuchaba con paciencia cuando le contaba durante horas historias que leía por ahí. Supongo que muchas veces sumamente cansado o molido a palos después de un día de laburo.
Aún hoy me escucha como esa noche de sábado de los 80s en Adrogué. Y eso es otra manera de torcer el espacio y el tiempo.