Se estrenó “La maestra del jardín” segunda película del israelí Nadav Lapid. Una particular crítica al estado de las cosas en Israel.
Viernes 2 de octubre de 2015
La historia que guía el relato es simple, casi naif: un niño con capacidades asombrosas para la poesía, al estar envuelto en una sociedad pragmática, mercantilista y guerrerista, no tiene lugar para desarrollarse. Su maestra de jardín de infantes lo percibe y hace lo imposible para potenciar las virtudes sensibles del niño. Esta sinopsis podría ser la de Billy Elliot por nombrar uno de los casos con mejor tratamiento del tema. Sin embargo, La maestra del jardín no tiene nada que ver con estas películas de superación personal.
Muy por el contrario, aprovechando lo sencillo de su premisa narrativa, Lapid, director de Policeman, otra película inquietante y ambigua, nos conduce sensiblemente por un estado de ánimo: la angustia de una sociedad como la israelí donde lo pulcro, ordenado y “puro” de los espacios (filmados con una fotografía que no teme saturar los blancos), no puede ocultar una violencia subterránea que puja por explotar.
Esos cuerpos que bailan enloquecidos y sin sentido; los adolescentes y aniñados soldados que bailan en una fiesta y que probablemente no tarden en humillar palestinos (en una discutible y permanente ausencia –que no es lo mismo que fuera de campo-), el sexo siempre cortado y atragantado filmado con sutil ironía, los aspirantes a poetas más dispuestos a destrozar a sus compañeros de taller que a amar la palabra.
Angustia que incluso arrastra a nuestra heroína romántica que, arrojada por eso que los surrealistas llamarían amor loco, comete acciones de dudosa corrección ética. Es que, como en la recomendada película anterior donde una joven militante llevaba sus ideas hasta el extremo, Avid parece estar seguro de que, si hay una salida en este mundo capitalista hiper-desarrollado, esta parece provenir de la locura romántica y antisocial que pregonaban los seguidores de Breton.
La maestra del jardín es sugerente, ambigua y puede ser molesta. Es hacia el final adonde el relato nos hace llegar casi extasiados, y donde termina de desplegar su tesis. En una secuencia, que sin adelantar nosotros más de lo necesario, diremos que la puesta de escena nos mantiene en vilo, sin necesidad de grandes explosiones sino con una puesta sencilla y al servicio de la actuación del maravilloso niño protagonista y sus metódicas acciones.
Finalmente, en el plano secuencial conclusivo, la película confirma, si aún quedaban dudas, su identidad de crítica amarga e irónica sobre el Estado de Israel, lugar donde claramente no hay lugar para la poesía.