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Red Internacional
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El Telescopio. La abuela y el Potemkin

Sobre una anécdota entrañable de un clásico del cine... Y otras cuestiones.

Martes 11 de agosto de 2020 18:41

La casa de Lola me gustaba porque era distinta a las de otras personas de su edad que yo había conocido: tenía una tía que moraba en un chalet con carpetas de crochet en las mesas, estampitas del Opus Dei y platos sobre el taparrollos de la persiana. Siempre opiné que quienes cuelgan platos en los taparrollos seguramente tienen una nueve en el cajón de la mesa de luz. Que nadie se ofenda por esta apreciación.

Donde vivía Lola en cambio había tapices de muchos colores, un cuadro de Alonso y una vitrina con chirimbolos de muchos países. Yo siempre le garroneaba alguno, fiel a mi oficio de toda la vida. Y por toda la casa un olor picante, como a rabanito. Ninguna imagen religiosa, por fortuna. O por atea, más bien.

Hay escenas de esa casa que añoro bastante: una tarde entre mate y bizcochos rellenos con ciruela me contó que en un viaje a la URSS participó de una charla que daba un docente en una universidad. Me decía que el tipo contaba que siendo él un bebé, un muchacho con una cámara se acercó a su mamá para pedirle prestado el cochecito donde lo paseaba. La madre accedió y resultó ser que el destino de ese cochecito fue convertirse en parte de la escena emblemática de la represión en las escaleras de Odessa, en El Acorazado Potemkin.

El muchacho de la cámara era, naturalmente, Sergéi Eisenstein, el director de esa joya del cine del siglo XX. Para entonces yo no había visto la película, que a partir de esa conversación busqué frenéticamente. No sabía en aquel momento yo que iba a ser la primera historia colectiva representada en el cine que me iba a llegar a las tripas. Los marineros del Potemkin, a quienes les daban de comer carne agusanada, planean unirse a los obreros de la ciudad y hacen una insurrección donde es asesinado su principal referente, a quien velan con un cartel sobre su cuerpo que dice "por una cucharada de sopa". Lola no lo sabía, pero haberme contado la anécdota del cochecito y sugerirme ver esa película devino en que yo me dejara de joder y me metiera a conocer las ideas de la izquierda revolucionaria.

Hoy esa casa donde tuvieron lugar esas cosas compartidas ya no es de Lola. Su casa hoy es un geriátrico donde van creciendo los casos de Covid-19, el virus que a los viejos se los devora, y que al gobierno poco parece importarle. Y es por eso que en estos días que son de bronca, un poco de llanto cuando no me vé nadie bien temprano en la fábrica pero sobre todo determinación, es que sigo reafirmando el curso que tomó mi andar un poco a partir de aquella película que hace cosa de quince años me recomendó Lola, mi abuela.