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Red Internacional
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Tribuna Abierta. La clausura del kirchnerismo

Viernes 19 de junio de 2015

Quienes la quieren y admiran, podrán reconocer en Cristina a una gran oradora, a una destacada dirigente política, incluso a una buena estadista. Pero difícilmente puedan asignarle el atributo de “abanderada de los pobres” o “líder espiritual del pueblo”, que le fue asignado a Eva. Podrá hacérselo, pero no sin forzar la sensibilidad, cierto modo de sentir histórico, signado por el fin de los meta relatos y el ocaso de los ídolos. Podrá hacérselo, pero no sin que pueda percibirse en esa afirmación una sensibilidad nostálgica, que huele a naftalina. No se cree hoy en Cristina como se creyó en Eva. Ni se creyó en Kirchner como se lo hizo en Perón. La época en la que se podía creer de ese modo ya pasó, y suponía, a la vez que una cierta inocencia en el modo de sentir, una creencia en los dones y atributos paternalistas del líder. En la épica discursiva del kirchnerismo, en su retórica de impronta re-fundacional, no puede dejar de notarse cierto anacronismo histórico.

Y, sin embargo, el kirchnerismo es profundamente actual en lo que respecta a otra de sus tendencias. Precisamente en lo que hace a los modos de moldear el tiempo histórico. Los festejos bicentenarios de las fechas patria constituyeron acontecimientos emblemáticos en este sentido. Allí se volvió patente la estrategia de cristalizar el pasado reciente para convertirlo, ya, en Historia. Esta estrategia se constata en la proliferación de museos que se han inaugurado durante este algo más de una década. Hace un año, en una visita a la TV pública, me sorprendió el museo de la TV que han armado ahí. Como en el Museo del Bicentenario, la narración de la Historia del canal llega hasta la actualidad.
Esta tendencia a hacer del AHORA, de inmediato, un ENTONCES cristalizado, ha sido uno de los rasgos del kirchnerismo, quizás acentuado a partir de la muerte de su líder, y su retorno como símbolo para nombrar desde calles a represas hasta, recientemente, el mega centro cultural en el ex edificio del correo.
Este rasgo, decía, sí se hace eco de una tendencia actual, que excede lo político y es transversal a las más variadas esferas de la vida. Se trata de lo que el pensador Andreas Huyssen denomina la “musealización del mundo”, cuyas manifestaciones pueden ser tan variadas como la moda retro o las iniciativas de la industria cultural, con sus remasterizaciones de clásicos de la música o re-estrenos de películas (muchas veces no tan antiguas) en 3D y, aún más ampliamente, con la expansión de ese archivo universal que es Internet.

Podríamos decir que lo propio de esta suerte de política de la nostalgia es el achicamiento del presente. Sin embargo, lo que ocurre cuando todo ahora es cristalizado de inmediato en un entonces, es que el tiempo histórico se ve sometido a una operación paradójica. El presente se expande y se contrae a la vez. Se vive, por un lado, una suerte de presente perpetuo pero, al mismo tiempo, ese presente es engullido de inmediato, precipitado a convertirse en un pasado cristalizado, que le garantiza, tras las puertas del museo, su eternidad.

Todo proyecto que se concibe a sí mismo como fundacional o re-fundacional tiene con su origen una relación privilegiada. Así, el 17 de octubre acabó erigiéndose en Día de la Lealtad. La conmemoración del origen adopta la función de actualizar la potencia del mismo. Con los años, el 25 de mayo del 2003 fue colándose cada vez más en la retórica kirchnerista, señalándoselo (más bien desde una mirada retrospectiva) como un momento re-fundacional de la patria. Da la impresión, en la inclinación discursiva del kirchnerismo a privilegiar siempre la enumeración de los logros pasados (y esto no desde ahora, ya alcanzando el final de sus gobiernos, sino desde hace ya algunos años) de que el kirchnerismo envejeció con prontitud. ¿O quizás simplemente haya nacido viejo?

Mirado desde cierta perspectiva (desde abajo) el fenómeno kirchnerista puede ser interpretado como un fenómeno de clausura. Y esto desde sus orígenes. Néstor solía repetir en sus discursos la idea de que el país, en el 2001, se encontraba en un infierno, y que su gobierno era una especie de salida hacia el purgatorio. Más allá de las metáforas religiosas, lo que me interesa remarcar es la posición del narrador, su punto de vista. Un punto nodal del discurso kirchnerista se ha jugado en esta interpretación del 2001 como infierno. Lo cierto es que no puede escindirse la vulnerabilidad de ese pueblo de su potencia. Ese “infierno” puede señalarse también como el momento de mayor despliegue de potencia popular del que se tenga memoria en las últimas décadas. Si había un verdadero infierno (o más bien una pesadilla), lo era, sobre todo, para el Estado, blanco de todo la bronca popular. Este golpe de efecto, este poder de metamorfosear el 2001, convirtiéndolo en infierno, soslayando, omitiendo o negando su potencia, caracteriza al kirchnerismo desde sus orígenes. El hecho de ser un rasgo que ha permanecido intacto en su discurso lo confirmó Cristina en el último acto del 25 de mayo, cuando recordó en la Plaza de Mayo que en el 2001 “la única cultura que había era la del trueque”. El trueque no puede ser invocado, pareciera, desde este punto de vista estatal, más que como el signo de una precariedad. Lo que no alcanza a verse (se oculta, se ignora o se omite) es su potencia. El trueque, como práctica extendida alrededor de todo el territorio del país, en nodos dispersos por todas las provincias, más que un manotazo de ahogado en una situación de precariedad económica, puso de relieve la capacidad organizativa del pueblo para tender redes más allá de las mediaciones institucionales del Estado, esbozando (más a partir de la práctica misma, que desde una posición teórica) un cuestionamiento al monopolio estatal de la moneda como único modo posible de intercambio económico.

Los finales tienen esa extraña aptitud de revelar el nervio del que está hecha toda obra. En el momento en que cae el telón, se echa una luz retrospectiva que sintetiza su espíritu. Aún no asistimos al final, pero en la ronquera creciente de los actores se va delineando la debilidad con la que se aproximan a él. Si el péndulo del kirchnerismo, durante algún tiempo, pareció oscilar entre el VAMOS POR TODO y el NUNCA MENOS, ahora vamos viendo cómo aquél parece recostado definitivamente en este último polo. Quizás así pueda explicarse la débil (o, a esta altura, nula) resistencia que opone al hecho de que su herencia política decante en una figura que jamás lo entusiasmó. Esa consigna fue, esencialmente, una consigna conservadora, en tanto puso el eje en lo ya conquistado, al mismo tiempo que colocaba al futuro bajo el signo de una amenaza. Fue una consigna defensiva. Antes que incentivar el riesgo de una aventura política, acentuó el deber de cuidar lo logrado, poniendo de relieve el peligro futuro de que esos derechos pudieran ser quitados. Bajo la apariencia de delimitar un piso, marcó más bien un techo. Transmitió, disimulándolo, el riesgo implícito de ir más allá de lo ya conquistado. Señaló, como deber, la preservación.

En este sentido, la épica discursiva del kirchnerismo, incluso cuando por momentos pareció abocada a la apertura del futuro, se va revelando ahora, en la inminencia de su final, como una épica que estuvo siempre signada por ese movimiento inicial de clausura, por la conjuración de poder pensar otro futuro posible.

De un tiempo a esta parte, se ha insinuado el debate acerca de si el kirchnerismo había logrado construir una identidad distintiva y superadora del peronismo. Es un interrogante de difícil respuesta, y habrá que esperar los sucesos de los próximos años para responderla. Sin embargo, la posibilidad cierta de que el peronismo vuelva a alinearse en torno a una figura conservadora, la perspectiva de que los elementos más retrógrados de los que está compuesto vuelvan, no al poder, del que nunca se alejaron, pero sí a ocupar el centro de la escena política y discursiva, configuran indicios que permiten empezar a esbozar una respuesta.

Empieza a intuirse que el modelo, probablemente, haya nacido viejo.