Un virus recorre el mundo mostrando a los ojos de miles de millones escenas de capitalismo explícito: un virus surgido de las condiciones de producción capitalista, una minoría cada vez más rica y mayorías cada vez más pobres, corporaciones que lucran con la pandemia y Estados que garantizan las patentes por sobre la vida de población y la vacunación privilegiada para los ricos y los amigos del poder –en temas de salud colectiva parece que también rige aquel principio de que el Estado es el órgano que administra los negocios de la burguesía, incluso sus vacunatorios VIP–.
Mientras tanto, desde el planeta del malmenorismo, en un reciente artículo titulado “En la democracia del neoliberalismo: las buenas críticas”, Jorge Alemán sale al cruce de quienes “ven en este nuevo gobierno, como no podía ser de otro modo, impotencia, una moderación y tibieza que no fue votada, en definitiva una debilidad que decepciona y genera un clima de arrepentimiento, incluso de cuestionamiento de la autoridad gubernamental”.
Intentando dialogar con quienes apoyaron a Fernández contra Macri, apela primero, amablemente, a la realpolitik: recuerden los “buenos críticos” que el problema consiste en que “la realidad misma en todos sus aspectos es neoliberal”; que todo “gobierno democrático-popular en poco tiempo se mueve en un espacio ultracondicionado” y que no hay que confundir el “gobierno” con el “poder” (de las “corporaciones financieras, mediáticas y judiciales”). Por si este argumento no es suficiente, y aunque declare que no considera que esas críticas sean “funcionales a la derecha”, no se priva de espantar con el cuco de que criticar confundiendo al “enemigo principal” con el “secundario” acarrea el riesgo de “engolosinarse en la enfermedad infantil del izquierdismo”.
De lo que se trata, en todo caso, sería de: “hacer un debate de fondo sobre qué reformas estructurales importantes se pueden realizar bajo el dominio neoliberal cuando no se ha ganado primero la batalla en la sociedad, en la comunidad y en el corazón de las subjetividades”. Uno podría preguntarse cómo sería discutir “a fondo” si el debate político no parece poder tolerar, siquiera, mínimas “buenas críticas” a AF, aun dentro de su espacio político o de su base electoral. Algo así le reprochan en los comentarios a su nota lectores que parecen ubicarse en su mismo campo político, pero con un estómago más renuente a tragar sapos: “¿qué se puede hacer bajo el dominio neoliberal? Parece una pregunta auto-contestada: nada” o “si declaramos que no se pueden tomar medidas en ese sentido ¿para qué estamos en el gobierno?”, mientras otros se debaten por cómo sería posible digerir a un Menem que murió siendo parte del FdT.
Pero si nuestro nutricionista nos habilita “un permitido”, podríamos preguntarnos cómo, si el neoliberalismo es como él lo describe, un poder fáctico que se impone con la “‘astucia de la razón’ propia del capitalismo” en “la comunidad y en el corazón de las subjetividades”, se podría soñar con reformas estructurales sin sacar los pies del plato de la “democracia neoliberal”. Paradójicamente, quien postula al neoliberalismo como “enemigo principal”, razona con el presupuesto de que “no hay alternativa”.
Los argumentos de Alemán –separar a las corporaciones del Estado, pedir moderación para no “provocar” al mal peor, postular a la democracia (capitalista) como único horizonte posible y amonestar a quienes dudan– no son nuevos, sino la conclusión lógica de un malmenorismo al que nos tiene acostumbrados toda una tradición de la intelectualidad local (y que también aplica a otras latitudes).
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En todo caso, Alemán propone una dieta light sobre cómo deben “formalizarse” las “críticas buenas”: en “mesas de diálogo” institucionales donde se evite el “peligroso espejismo” de esperar algo mejor, porque añorar un gobierno “más coherente” con las expectativas transformadoras sería olvidar que en este gobierno habría “grandes exponentes de la historia anterior a la llegada del gobierno neoliberal” (podría preguntarse a Alemán por los grandes exponentes en la coalición gubernamental del modelo neoliberal como Menem, que el Estado argentino reivindicó con luto nacional… pero no nos engolosinemos).
Aunque con expectativas cada vez más magras –porque siempre hay un mal peor con el que asustarse– el esquema que expone Alemán no es muy diferente al discurso promedio de un sector de la intelectualidad local, en este caso aplicado a la defensa del gobierno Alberto Fernández pero generalizable a cualquier gobierno que cuente con una derecha enfrente.
Si hay un “círculo vicioso” en estos debates, seguramente es parte del menú fijo de este discurso de la resignación, que supera en mucho al propio Alemán y fue cocinado durante cuatro de décadas de intentos de desterrar cualquier perspectiva revolucionaria: allá a finales de los ‘70 y principios de los ‘80 del siglo pasado, la democracia burguesa era presentada como el camino “finalmente” encontrado para avanzar hacia el socialismo. Hoy sabemos que fue el camino a la pobreza estructural que hoy afecta a más de la mitad de la población (y que en tiempos de bonanza nunca bajó de un cuarto), a la sumisión al imperialismo y los periódicos planes del FMI, y a las crisis catastróficas que cada tantos años hunden al país un poco más en la miseria –la hiperinflación del 89-91, la hiperdesocupación a fines de los ‘90 y principios de los 2000, etc.–. Así, los discursos fueron pasando de la vía democrática al socialismo a las virtudes de la democracia burguesa “a secas” hasta las actuales filípicas sobre el “realismo” de circunscribir la acción a los marcos de la “democracia neoliberal” (simpre alertando contra el peligro “izquierdista” del pasado o del futuro). El rotundo fracaso de toda aquella operación intelectual hace que valga la pena reseñarla, aunque sea muy sintéticamente.
La “cultura democrática” y el transformismo de la intelectualidad argentina
Bajo la dictadura, ya sea en el país o desde el exilio, y más aún durante la “transición”, se verificó en la intelectualidad argentina un amplio proceso de “transformismo”, que coincidió bastante con el abordaje de Gramsci, cuando señalaba que: “La burguesía no logra educar a sus jóvenes (lucha de generaciones): los jóvenes se dejan atraer culturalmente por los obreros y por añadidura se hacen (o buscan hacerse) sus jefes (deseo inconsciente de realizar ellos la hegemonía de la propia clase sobre el pueblo), pero en las crisis históricas vuelven al redil” [1]. Retomando su explicación, este fenómeno consistió en “la absorción gradual, pero continua y obtenida con métodos diversos según su eficacia, de los elementos activos surgidos de los grupos aliados, e incluso de aquellos adversarios que parecían enemigos irreconciliables” [2].
Dos revistas encabezaron este proceso. Por un lado Controversia (1979-1981) desde México –que aglutinó a José Aricó, Nicolás Casullo, Juan Carlos Portantiero, Oscar Terán, entre otros– y Punto de Vista que en ese entonces tenía como sus dos figuras principales a Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano. Durante el ascenso de los ‘70, algunos de ellos habían sostenido estrategias guerrilleras, o variado su orientación según los momentos (muchos miembros de Pasado y Presente pasaron, de ligarse al clasismo cordobés, a la guerrilla, al maoísmo, a Montoneros), pero en todos los casos adoptaron políticas de conciliación de clases detrás de algún sector de la burguesía “nacional”, ya sea detrás del propio peronismo o bajo variantes de la idea de “frente popular”. Pero tras el fin de la dictadura, el balance de aquellas estrategias, catastróficas por cierto, brilló por su ausencia. Este vacío pasó a ser llenado por cuestiones como “la” crisis del marxismo (de cualquier tipo), “el” autoritarismo de la izquierda (de cualquier izquierda, no del maoísmo, del stalinismo, o del peronismo que habían apoyado), o “la” violencia (en general), cuestión que fue llevada al extremo por Oscar Del Barco años después en su famoso “No matarás”, donde para exculparse de su apoyo a la estrategia del EGP llegaba a la conclusión de que toda violencia es “inmoral”, no importa si es la violencia de los opresores o de los oprimidos que se levantan contra aquellos.
De conjunto, la gran operación descripta como “renovación” de la cultura de izquierda era una justificación, más o menos sofisticada según el caso, para abrazarse a una idea de “democracia” supuestamente esterilizada de cualquier contenido clase, y plegarse sin fisuras a la transición pactada con los militares a través de la “multipartidaria” encabezada por la UCR y PJ. Esto en el marco de que el imperialismo había comenzado, a partir de la Revolución Portuguesa (1974), una política de “transiciones a la democracia” para desviar y derrotar los ascensos de masas contra los regímenes dictatoriales, la cual se extendió desde principios de los ‘80 a América Latina, luego de haber impulsado todo tipo de dictaduras en la región. Posteriormente, esta política será utilizada como cobertura para la ofensiva neoliberal.
Durante los años ‘80 los miembros de Punto de Vista y del Club de Cultura Socialista, dedicaron sus esfuerzos al objetivo de “socialdemocratizar” a la UCR. El “grupo esmeralda” (Portantiero, Hilb, de Ípola, Aricó, etc.) le redactaba los discursos a Alfonsín. Para mediados de 1985, ya arranca el plan Austral de la mano del FMI, luego vendrán las leyes de impunidad con el Punto Final y la Obediencia Debida y un país que se hunde en la hiperinflación. Mientras tanto, los sectores de la intelectualidad peronista, aglutinados en la revista Unidos, buscan “socialdemocratizar” al peronismo de la mano de la renovación encabezada por Cafiero. Finalmente, cuando es derrotado por Menem en la interna, se pliegan al gobernador de La Rioja que prometía el “salariazo y la revolución productiva” pero que terminaría, poco después, encabezando la contrarrevolución económica y social que completó la contrarrevolución política de la dictadura militar.
De la suma de ambos fracasos anunciados surge la confluencia de muchos de ellos en los ‘90 alrededor del FrePaSo y luego de la Alianza (1997). El peso de la intelectualidad había retrocedido enormemente bajo el menemismo, sin poder sentarse en el regazo de los partidos burgueses, sea del radicalismo alfonsinista o del peronismo renovador. Paralelamente se produce un retiro masivo de la esfera pública (donde ahora primarían los tecnócratas) y hay una retracción hacia la Academia y un proceso de “institucionalización” y burocratización de la intelectualidad en abierto contraste con lo que habían sido las décadas precedentes y que se continúa, con altas y bajas, hasta la actualidad.
La “democratización” sobre la que reflexionaron durante la “transición” se produjo pero vino de la mano del neoliberalismo. El proyecto de la Alianza entre la UCR y el FrePaSo que, en más o en menos, muchos de estos intelectuales ayudaron a legitimar, reencarnó la continuidad del neoliberalismo y la sumisión al FMI una vez más (y van…), y terminó a los tiros contra las masas en las jornadas de diciembre de 2001 con más de 30 muertos en Plaza de Mayo. Como era de esperarse, la vuelta de las mayores ilusiones de la intelectualidad biempensante no vino de la mano de la irrupción de las masas en las calles, sino de la recomposición institucional a partir del 2003, y especialmente a partir de la asunción de Néstor Kirchner.
Para el 24 de marzo de 2004 comienza a esbozarse la nueva divisoria de aguas en la intelectualidad, con un sector “social-liberal” que se aferraba a la teoría de los dos demonios frente al nuevo discurso gubernamental. Una división que decantaría en kirchnerismo vs. antikirchnerismo. Para el 2008 los sectores provenientes del peronismo y un sector frepasista “progre” confluyen en Carta Abierta.
Los “social-liberales” terminarán de la mano de la sociedad rural, y Beatriz Sarlo decía “estoy dispuesta a admitir que las instituciones cambian y que quizás los burgueses asociados al capitalismo kirchnerista podrían gustarme menos que los integrantes de la SRA” [3] mientras marchaba de la mano de la “gente bien” de Barrio Norte; en paralelo, Carta Abierta se dedicó a ensalsar “críticamente” durante años a los gobiernos kirchneristas valiéndose del espantajo de “no hacerle el juego” a la derecha, al mejor estilo de Jorge Alemán. Muchos ahora con La razón populista de Laclau bajo el brazo. Así pasaron más de un lustro sin cuestionar el mantenimiento de lo esencial de la estructura semicolonial atrasada y dependiente del país, así como del andamiaje del Estado con su herencia de la dictadura expresada en las más de 400 leyes fundamentales que moldean la estructura del país (ley de entidades financieras, ley de inversiones extranjeras, entre ellas), de la reforma constitucional neoliberal del 1994 que legitimó las privatizaciones, la flexibilización laboral y el saqueo del país, presentando como “lo posible” aquello que podría considerarse como la mayor “conquista” de la década: reducir la pobreza a “solo” un 25 % y la precarización laboral a “solo” un 40 % en el pico de un ciclo económico favorable para la Argentina, para luego volver a su tradicional línea ascendente.
El resto es historia reciente. El “antikircherismo” terminó en Macri, y el “antimacrismo” en Alberto Fernández. Llegado a este punto, una vez más Jorge Alemán echa mano al “argumento” por excelencia de las últimas cuatro décadas y recomienda no criticar demasiado a Fernández, no vaya a ser que termine en algo peor.
Más allá de la cultura de la “democracia neoliberal”
No es la primera vez que Alemán interviene para llamar al orden a los críticos y fundamentar el malmenorismo. Ni la primera vez que para justificar sus argumentos ataca a la izquierda, como cuando en 2017 decidió polemizar en “El momento político del ¿Qué hacer?” con el FIT por no subordinarse al “populismo de izquierda”. Los argumentos eran similares aunque, irónicamente, en ese momento el motivo fue la supuesta homologación que la izquierda hacía –otro argumento fácil y fraguado del arsenal malmenorista– entre el kichnerismo y Macri, pero también con… Massa, en ese momento ubicado en la oposición al kirchnerismo y hoy parte de la coalición con Alberto (algún matriculado podría recomendar que sería bueno intentar bajar un poco los niveles de contradicción en tinta).
Por entonces se armó una polémica sobre peronismo e izquierda en distintas publicaciones, con intervenciones de Eduardo Gruner y Horacio González –que la ampliaron histórica y argumentalmente–, que publicamos, con una reflexión de Juan Dal Maso y Fernando Rosso, en Ideas de Izquierda, que nos permitimos retomar aquí en la medida en que Alemán solo atinó, en estos años, a ofrecernos una versión degradada del mismo sapo.
El ciclo de gobiernos neoliberales que acorralan con su pesada herencia a los gobiernos de buenas intenciones (porque llamar “populismo de izquierda” a AF quizás sea mucho hasta para el mismo Alemán) parece abrevar en el marxismo a lo Groucho: cuando el kirchnerismo tenía que ceder concesiones a las masas por la relación de fuerzas establecida tras el 2001 y las posibilidades ofrecidas por el “viento de cola”, sus defensores insistían en voluntad firme y fundacional de los gobiernos posneoliberales y sus titulares. Pero cuando estos comienzan a encontrarse con el “viento de frente” e imponen el ajuste generando críticas por izquierda, resulta que el neoliberalismo es de nuevo todopoderoso y en todo ese período no avanzamos ni un poco, al parecer, en “la batalla en la sociedad, en la comunidad y en el corazón de las subjetividades”.
Pero ¿en qué consiste la subjetividad neoliberal? Podrían enlistarse el individualismo, el culto al consumo, el ideal meritocrático. Pero hasta autores interesados en la biopolítica, como Maurizio Lazzarato, recomiendan aquí un poco de moderación: “la insistencia con que Foucault define las técnicas de poder como ‘productivas’, alertándonos contra cualquier concepción del poder ‘represivo’, destructivo, guerrero, no se corresponde de modo alguno con la experiencia que tenemos del neoliberalismo” [4]. Es que si hay un fuerte del neoliberalismo fue la imposición del “no hay alternativa”, es decir, el destierro de la idea de revolución del horizonte (lo que Mark Fisher definió como “realismo capitalista” –y nótese que no estamos citando aquí marxistas apegados a esencialismos de antaño–. Como el mismo Lazaratto describe, sus orígenes están en las sanguinarias dictaduras de los ‘70 en América del Sur, empezando por el golpe de Pinochet que hizo de Chile el principal laboratorio del neoliberalismo, o la dictadura genocida en Argentina. Habría que incluir la derrota en Malvinas que “empoderó” a Thatcher para ir contra la clase obrera británica a principios de los ‘80.
El neoliberalismo es esencialmente la ideología de una derrota. La misma derrota de la que nació el transformismo de la intelectualidad progresista argentina, en sus variantes social-liberales, nacionales o populistas, que más que combatir sus efectos, se adaptó a ese statu quo durante los últimos 40 años. Un statu quo que se escenificó recientemente en la reivindicación de la gran mayoría del arco político, opositor y oficialista, de Menem como un “demócrata” (especialmente AF), es una confesión de parte que nos exime de extendernos en las pruebas. Pero ¿qué tan impregnada de resignación tiene que estar una subjetividad intelectual para desligar la democracia y al Estado de su contenido de clase?
Al abrazarse a la transición pactada de los ’80 dieron la espalda a una tradición democrática alternativa ligada al movimiento de masas, que se despliega justamente en aquellos años ’70. Que irrumpe en el Cordobazo y los diferente “azos” de finales de los ’60 y principios de los ’70, y que se despliega en las Coordinadoras Interfabriles y en la huelga general del ‘75 contra el gobierno peronista [5]. Aquellas coordinadoras dejaron planteado en germen un principio alternativo de otra tipo articulación democrática, una democracia de otra clase, –y que por eso fueron cortadas de cuajo por la dictadura militar y previamente su vanguardia atacada sistemáticamente por las 3A creadas por Perón–, que la tradición intelectual progre mayoritaria prefirió siempre ignorar. La misma que tendió a resurgir en cada proceso revolucionario y que Marx vio por primera vez en aquella Comuna de Paris de la que pronto se cumplirán 150 años.
A pesar de ello, Alemán, tan comprensivo con las instituciones y funcionarios asediados por el neoliberalismo omnipotente, insiste en que la “conciencia antineoliberal” viene desde arriba. Sin embargo, si la memoria no nos falla, la crisis del modelo neoliberal en nuestro país vino de abajo: desde, por ejemplo, los levantamientos de los ’90, desde Tartagal y Mosconi, o de las jornadas de diciembre de 2001, o de los trabajadores ocupando las fábricas en la crisis, o de las jornadas de diciembre de 2017 contra el robo a los jubilados. La misma fuerza desde abajo que mostró el enorme movimiento de mujeres, la que se expresó en la ocupación de Guernica y mucho otros procesos.
Recientemente vimos en el Chile cuna del neoliberalismo, donde las bases mismas creadas por el régimen pinochetista y continuadas bajo los gobiernos de la democracia capitalista, comenzó a ser cuestionada en la calle bajo el lema de “no son 30 pesos, son 30 años”. O en el corazón del imperio, donde el imponente movimiento de Black Live Matters ha puesto en cuestión uno de los pilares del capitalismo norteamericano como es el racismo estructural, son ejemplos iniciales pero lo que demuestran es que la subjetividad, lejos de ser una tabla tallada de una vez y para siempre, es el producto fluido de la experiencia viva, que nace y muere con las condiciones que le dieron origen.
Las últimas cuatro décadas demuestran que la cultura transformista fracasó. O lo que es lo mismo, sobrevive solo como discurso del mal menor. La profunda crisis capitalista actual (no solo nacional sino internacional) con el país colonizado por el FMI, amerita de una vez por todas derribar los presupuestos de toda aquella operación político-cultural que llega hasta hoy.
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