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La estrategia de “gran potencia” de Europa en un mundo en ebullición. Sobre un libro reciente de un politólogo alemán

Marius Rabe

IMPERIALISMO

La estrategia de “gran potencia” de Europa en un mundo en ebullición. Sobre un libro reciente de un politólogo alemán

Marius Rabe

Ideas de Izquierda

En este artículo publicado originalmente en alemán en la edición de febrero de 2024 de la revista teórica mensual de Klasse gegen Klasse, parte de la red internacional de La Izquierda Diario, el autor discute con el libro El mundo en ebullición. El orden de las potencias en el siglo XXI (Welt in Aufruhr. Die Ordnung der Mächte im 21. Jahrhundert, Hamburgo, Rowohlt Verlag, 2023), del politólogo alemán Herfried Münkler, quien analiza la transición hacia un orden mundial multipolar. Münkler aboga por una política exterior europea ambiciosa. Sin embargo, ignora a un actor clave.

“La ventaja de la nueva forma de pensar es que no nos anticipamos dogmáticamente al mundo, sino que primero queremos encontrar el nuevo mundo criticando el viejo”.

Herfried Münkler, politólogo y profesor emérito de la Universidad Libre de Berlín, comienza su libro Welt in Aufruhr - Die Ordnung der Mächte im 21. Jahrhundert, publicado en 2023, con esta cita de Karl Marx de los Anales Franco-Alemanes. Describe los mecanismos de la geopolítica y analiza las grandes convulsiones históricas como las que estamos viviendo actualmente.

Haciendo referencia al orden europeo desde el siglo XVII hasta principios del XX, una “pentarquía” de cinco grandes potencias, Münkler esboza el orden mundial multipolar que emerge actualmente, para el que también nombra a cinco actores centrales: Estados Unidos, la UE, China, Rusia e India. No obstante, la posibilidad de que cada uno ocupe realmente su lugar en esta constelación depende de que puedan superar sus propias debilidades: la UE, por ejemplo, su desunión.

Münkler utiliza comparaciones históricas para dar cuenta de cuáles son las condiciones en las que un orden de este tipo puede encontrar un equilibrio estable. Para ello, construye modelos en los que esboza la “posibilidad de órdenes de paz, pero también los riesgos de fracaso político como resultado de decisiones equivocadas o juicios erróneos” (p. 41; las referencias de página entre paréntesis remiten a la edición publicada por Rowohlt Verlag en 2023). Münkler se orienta así dentro de la teoría de juegos, según la cual un actor –en este caso los Estados o sus dirigentes– elige entre opciones de acción y calcula determinadas consecuencias como en un juego de mesa. Según esta teoría, la cuestión de la guerra y la paz se decide en función de si los actores desempeñan correctamente los papeles que les han sido asignados.

Una Unión Europea con armas nucleares

Welt in Aufruhr es una obra de historia de las ideas. En ella toman la palabra pensadores antiguos y modernos, filósofos e historiadores militares. En sus reflexiones, Münkler apunta a la búsqueda de una gran estrategia para discutir el orden mundial de las potencias. Salvo algunas excepciones, en su libro se abstiene de formular recomendaciones sobre cómo proceder.

Sin embargo, en sus apariciones públicas extrae conclusiones políticas a partir de sus teorías. Münkler es miembro del Partido Socialdemócrata alemán (SPD), en el pasado se ha mostrado en actos junto con el Presidente de la República, Frank-Walter Steinmeier, y es un importante referente en cuanto a la planificación de la línea socialdemócrata en la política exterior alemana. En una reveladora entrevista con la radio Deutschlandfunk, Münkler afirmó que la única forma de impedir que Rusia alcance sus objetivos de máxima pasaba por suministrar armas pesadas a Ucrania. Si Ucrania pierde, se abre la puerta a nuevas guerras: “Una derrota de Ucrania daría lugar, con mucha probabilidad, a que los dirigentes del Kremlin llegaran a la conclusión de que tienen las líneas maestras de un plan que les permitiría aplacar el dolor que han tenido que soportar por la amputación de parte de su territorio, mediante la restauración del imperio, ya sea según las fronteras del zarismo o las de la Unión Soviética”.

Si Rusia ganara, podría emprender nuevas guerras para cumplir su sueño de grandeza imperial. Occidente debe demostrar a Rusia –y potencialmente también a China– que los costos de un ataque son superiores a los beneficios. Münkler aplica aquí la teoría de juegos: el actor ruso tiene que contar con la posibilidad de que los actores occidentales respondan a la “jugada” del ataque con medidas que estén a la misma altura. En otras palabras: que se entreguen armas a Ucrania. En una entrevista en la revista Stern, Münkler demanda incluso que Europa tenga armas nucleares. Esta discusión se abre paso ahora también en los medios de comunicación y en la política. La UE debe independizarse del paraguas nuclear estadounidense. ¿No hay otra opción para la militarización si la política exterior tiene que comportarse según determinados modelos? Porque, de no haberla, ¿no cabe la posibilidad de que los ejércitos de Putin marchen sobre los países bálticos y hacia Berlín?

Münkler califica a quienes rechazan la entrega de armas de ser partidarios de un “pacifismo de sometimiento”. Con ello se opone a la escuela de pensamiento del idealismo, que dice construir un orden internacional basado principalmente en la negociación. Su lógica se acerca a la corriente del realismo clásico dentro de las relaciones internacionales. Según este, los Estados soberanos están en una constante lucha de poder entre sí. Más abajo veremos hasta dónde nos dirigen las consideraciones pesimistas que hace Münkler sobre el próximo orden mundial, pero también cuál es el factor que no tiene en cuenta. Porque también debería haber considerado otra cita de Marx y Engels al mirar al pasado: “La historia de todas las sociedades anteriores es la historia de las luchas de clases”.

Punto de inflexión

Münkler está muy familiarizado con la obra de Marx, ya que ha desempeñado un papel destacado en la nueva edición de la Marx-Engels-Gesamtausgabe (MEGA) durante más de dos décadas. En 2008, dijo lo siguiente sobre su relación con los dos revolucionarios, en la radio Deutschlandfunk Kultur:

La sociedad capitalista es una sociedad de grandes desigualdades sociales. Pero no está dicho que esta desigualdad social se transforme en lucha de clases. Por supuesto, Marx esperaba eso por razones determinadas. Pero si uno hace eso a un lado, lo que quiero decir es que, desde el Manifiesto Comunista hasta El Capital, él no escribió un libro que se llamara “La sociedad socialista del futuro” ni nada por el estilo, sino uno que se llama El Capital: por lo tanto, Marx es en realidad el teórico de un mundo en el que todavía vivimos.

“Hacer a un lado” la lucha de clases de la obra de Marx es algo más que un truco retórico. Münkler simplemente rechaza la conclusión política: la revolución. Como pensador del realismo clásico, tiene sin embargo ciertos paralelismos con el materialismo histórico cuando habla de que todo orden es finito y se desintegrará. Su libro se sitúa en el contexto de la conmoción histórica que se desarrolla hoy: el declive de la hegemonía estadounidense y el retorno de los conflictos interestatales, que es lo que Olaf Scholz denominó un “punto de inflexión”:

En lo que sigue, se analizará en qué consiste realmente esta “ebullición” y qué resultará de un “orden de potencias” cambiante. Son estas perspectivas opuestas las que se anuncian en el título del libro: la recaída en una “anarquía del mundo de los Estados” y el surgimiento de un nuevo “orden de potencias” en las relaciones globales (Münkler, p. 18).

La visión política del futuro que tiene Münkler se sitúa entre estos dos polos: para él, una constelación de cinco grandes potencias sería el orden más estable posible y deseable en las circunstancias dadas en este devenir del siglo XXI. Si esto no ocurriera, las consecuencias serían “desde luego terribles”, concluye Münkler.

Auge y caída de los órdenes históricos

En un excursus sobre la Guerra de los Treinta Años, Münkler describe las consecuencias de la falta de orden: los diversos intereses bélicos se solapan y se vuelven impenetrables, las bandas de mercenarios se independizan, los actores estatales pierden las riendas de la acción. La guerra terminó con la Paz de Westfalia en 1648, que creó los primeros comienzos de un orden basado en normas sobre el que iban a construirse los Estados nación con sus ejércitos permanentes. Fue interrumpida por las guerras napoleónicas, restablecida por la Conferencia de Paz de Viena en 1815 y, finalmente, permaneció en vigor hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial.

La Paz de Versalles, en 1919, no creó un orden estable. Münkler identifica a Alemania, pero también a Italia y a la Unión Soviética, como potencias revisionistas en el periodo de entreguerras. Se vieron en desventaja dentro de ese orden y pretendieron cambiarlo, lo que condujo a la Segunda Guerra Mundial. El orden de Yalta en 1945 dio lugar en última instancia al sistema bipolar que existiría hasta la caída de la Unión Soviética en 1989/91. Occidente parecía haber ganado:

Durante un tiempo limitado, se habló mucho del “momento unipolar” en manos de EE. UU., que daría lugar a la oportunidad de que la “única superpotencia remanente” se convirtiera en la “guardiana” de un orden global, un orden que no se caracterizara esencialmente por enemistades y antagonismos, por la confrontación y la consiguiente compulsión a tomar partido, sino uno en el que la fórmula de la humanidad y los desafíos que esta implicaba, que hasta entonces había sido meramente un elemento retórico en la esfera política, adquiriera forma política (Münkler, p. 13).

Sin embargo, con las guerras, en particular las de Afganistán e Irak, EE. UU. sobreextendió su poder. El America First de Donald Trump y la caótica retirada de Kabul en 2021 señalaron el ignominioso fracaso de esta etapa de la historia mundial, la era del neoliberalismo globalizado. Según Münkler, ninguna potencia está hoy dispuesta o es capaz de cumplir el papel de “guardián” de un orden reglamentado, ni siquiera las Naciones Unidas, cuyos componentes se bloquean crónicamente entre sí.

Actualmente vivimos una fase de transición. El viejo orden ha fracasado, el nuevo aún no se ha consolidado. Para Münkler, la guerra de Ucrania es una expresión del hecho de que la disputa por la influencia se libra a lo largo de sus “líneas de falla y zonas de superposición”. En una entrevista para el diario suizo Neue Zürcher Zeitung, también ve la actual guerra en Gaza como una expresión de este periodo de conmociones.

Estos cambios tienen consecuencias dramáticas para Europa. Durante décadas, se había acomodado en el papel que ocupaba detrás de Estados Unidos, al tiempo que buscaba conexiones con Rusia y China. En la escena de la política mundial, Europa había quedado reducida a un papel de segundo orden, una suerte de conservadurismo o de repliegue en su mundo privado, descuidando la reflexión en torno a la gran estrategia y el poder político y militar; en la actual guerra de Ucrania pueden verse las consecuencias desastrosas de esto.

Rusia como potencia revisionista

La invasión rusa de Ucrania tomó a Europa por sorpresa, a pesar de la anexión de Crimea en 2014 y del despliegue de tropas preparado desde hacía tiempo. Sin embargo, cabe preguntarse si se debió a una actitud “ingenua”: “Tras el colapso de la Unión Soviética, básicamente era de esperar que Rusia diera un giro autoritario y se convirtiera en un actor potencialmente revisionista en cualquier nuevo orden de paz que se estuviera desarrollando, fuese este europeo o mundial” (Münkler, p. 70).

Münkler aduce que el origen del revisionismo ruso está en el colapso de su imperio, un hecho que el propio Putin subraya en sus explicaciones históricas. Como centro del relato nacionalista está la marginación de Rusia a un “lugar de segundo rango” después de que Estados Unidos se convirtiera en la única potencia mundial. Desde ese lugar, Rusia tuvo que aceptar en gran medida las decisiones de Occidente en las décadas de 1990 y de 2000.

Estas tendencias revisionistas llevaron a que Europa se esforzara por hacer más aceptable el papel disminuido de Rusia en el mundo cooperando económicamente con ella. En su teorización, Münkler se basa en Auguste Comte y Herbert Spencer, quienes a su vez se inspiraron en las ideas de La riqueza de las naciones de Adam Smith y La paz perpetua de Immanuel Kant:

El sociólogo inglés Herbert Spencer sostuvo a finales del siglo XIX que los principios constitutivos de las sociedades libres –libertad de contrato y libre intercambio de bienes– eran incompatibles con los de las sociedades guerreras o militaristas. Sin embargo, a diferencia de Comte, no consideraba que ambos tipos de sociedad fueran estadíos que se sucedieran en la línea del tiempo, sino que los vinculaba a constelaciones geográficas, lo que equivalía a una competencia geopolítica: mientras que las potencias marítimas eran las portadoras del comercio y de la industria, y tendían hacia una mentalidad económica y políticamente liberal, las potencias terrestres con un acceso precario o nulo a los océanos estaban comprometidas con el espíritu y las costumbres militares, y seguían utilizando la guerra de conquista para aumentar su poder (Münkler, p. 57).

En la concepción liberal, representada por Comte y Spencer, la industria y el comercio son factores progresistas. Se orientan hacia la “optimización integral de los resultados del sistema, inscripta en la sustitución teórica del juego de suma cero por constelaciones en las que todos ganan”. En otras palabras, ambos jugadores ganan con el comercio, ya no hay razón para que hagan la guerra. Münkler reconoce que este modelo solo funciona en determinadas condiciones, como ocurrió con la integración europea tras la Segunda Guerra Mundial, basada en el comercio.

Gran parte de la élite política, sobre todo la alemana, esperaba que la compra de materias primas rusas y la integración de Rusia en la circulación europea de capitales bastarían para que no emprendiera la vía militar. Al fin y al cabo, también aportaron una riqueza inconmensurable a las élites rusas, al tiempo que surgían funcionarios occidentales que pasaban a cobrar sueldos de Rusia. Münkler llama a esto un “acuerdo mafioso” por ambas partes. Incluso después de la anexión de Crimea en 2014 esta estrategia no fue abandonada, a pesar de la imposición de algunas sanciones. Münkler llama a esto “rumbo-dependencia” (“Pfadabhängigkeit”): esto significa que cambiar el rumbo ya elegido solo habría alimentado la desconfianza y desbaratar todos los esfuerzos anteriores.

Sin embargo, este camino fracasó. Münkler habla de dos errores de cálculo centrales: el primero de ellos, la idea de que el gas ruso solo sería una solución transitoria hasta que la UE independizara su economía de los combustibles fósiles. La dependencia energética de Europa desaparecía con el tiempo, y con ella uno de los medios más importantes del régimen ruso para financiarse y ejercer presión. El segundo error es que se subestimó fue el “síndrome post-imperial del miembro amputado” (postimperialer Phantomschmerz), es decir, el dolor por la pérdida de territorios (en este caso, las antiguas repúblicas soviéticas), que dio lugar a las intenciones revisionistas de Rusia tras su caída a potencia de segundo orden. A diferencia de la Unión Soviética, era un actor insatisfecho.

“Quien quiera la paz debe estar preparado para la guerra"

Después de 2014, la UE hizo varios intentos para hacer frente a la nueva situación. El Acuerdo de Minsk intentó congelar el conflicto en el este de Ucrania aceptando el statu quo y el control ruso sobre Crimea. Münkler lo describe como una política de apaciguamiento. Por otro lado, la UE aplicó la restricción en forma de sanciones. Con la invasión de 2022, se abandonó el intento de pacificación mediante la integración económica. Según Münkler, cada una de las estrategias sigue “ritmos temporales diferentes”, dependiendo de si las tendencias revisionistas son agudas o latentes. Aunque las sanciones impuestas tras el inicio de la guerra fueron de las más amplias de la historia, no pusieron fin a la guerra. El motivo central de esto fue, para Münkler, el hecho de que importantes potencias no se sumaran a las sanciones, entre ellas China e India, un indicio de la menguante asertividad de Occidente.

El cambio de estrategia supone una amplia militarización de Europa, que también pretende ser un elemento disuasorio a largo plazo, especialmente contra Rusia. ¿Puede todo esto dar como resultado un nuevo orden estable? El Ministro de Defensa alemán, Boris Pistorius, dijo en una entrevista a la revista Stern: “Quien quiera la paz, tiene que estar preparado para la guerra”. Cita al antiguo teórico militar romano Flavio Vegecio (“si vis pacem, para bellum”), posiblemente luego de leer el libro de Münkler. En la concepción de Vegecio, la paz es el resultado de que los costos de una guerra de agresión sean superiores a las ganancias, especialmente cuando se forman alianzas contra el agresor. Este modelo conlleva un dilema de seguridad: la acumulación de poder militar como elemento disuasorio puede percibirse como una preparación para un ataque. La lógica de la política de Vegecio alberga otros peligros:

Los riesgos estructurales del modelo de Vegecio también incluyen el hecho de que no es el rearme en sí mismo, sino más bien el ascenso económico de un actor en tiempos de paz y el declive constante de su oponente potencial lo que lleva a este último a decidir ir a la guerra con la esperanza de reparar la situación desventajosa que se ve obligado a aceptar en la paz. En términos de teoría de los juegos, se modifican entonces las condiciones de competencia para abandonar la senda del declive estructural. Este es actualmente el riesgo político en la relación entre EE. UU. y China (Münkler, p. 46).

El politólogo estadounidense Graham Tillett Allison discutió el problema de una posible guerra entre China y EE. UU. mediante el concepto de “trampa de Tucídides”. Tomó como modelo al antiguo historiador griego Tucídides, quien escribió sobre la tendencia a la guerra entre una potencia emergente (Atenas) y la potencia dominante (Esparta). Según esto, Estados Unidos podría sentirse obligado a declarar la guerra a China para adelantarse a un ataque a Taiwán, por ejemplo.

Un orden con cinco potencias

A pesar de estos riesgos, ¿hay perspectivas de un nuevo orden estable? Echemos un vistazo a la interacción entre los cinco actores a los que Münkler tiende a atribuir un lugar de “primer rango”:

[Estamos] -presumiblemente- ante una constelación especial del orden de cinco partes, a saber, una de un tipo con fuertes componentes bipolares, en la medida en que EE. UU., con la UE y otras potencias, es decir, “Occidente”, probablemente formen un bloque democrático y de Estado de derecho, mientras que China junto con Rusia y algunos otros Estados constituyan un bloque autoritario-autocrático (Münkler, p. 206).

Además, India inclinaría la balanza. En su derivación, Münkler busca una comparación con dos pentarquías en Europa: en el siglo XV, cinco potencias en Italia formaban un frágil equilibrio en el que Milán, Florencia, Venecia, el Vaticano y Nápoles resolvían entre sí todos los asuntos italianos. Cuando Milán se enfrentó a una coalición de cuatro Estados en 1494, buscó el apoyo de Francia, que invadió y destruyó este orden. Florencia, como jugador más débil, no desempeñó su papel de “inclinadora de la balanza”, ya que debería haber apoyado a Milán para evitar el colapso del sistema y mantener el equilibrio, según el supuesto de la teoría de juegos.

Münkler establece la segunda analogía con la pentarquía europea desde mediados del siglo XVII hasta principios del siglo XX. Tras la Guerra de los Treinta Años, surgió una constelación formada por Francia, Inglaterra, España, Suecia y Austria. A lo largo de los siglos, algunos de los actores cambiaron, pero las cinco potencias principales se mantuvieron. En 1900 eran Francia, Gran Bretaña, Austria-Hungría, Alemania y Rusia.

Münkler cita dos razones para el estallido de la Primera Guerra Mundial. Gran Bretaña había caído en la “trampa de Tucídides”: ante el ascenso de Alemania, parecía que era inevitable una guerra para asegurar su propia supremacía. Al mismo tiempo, menciona el problema de la teoría de los juegos de que Gran Bretaña no reconoció su papel como potencia equilibradora. En lugar de ponerse del lado de Francia y Rusia, como potencia neutral debería haber actuado como mediador político para poner fin a la guerra cuanto antes.

Con Maquiavelo hasta llegar al status de Europa como gran potencia

Estos dos ejemplos históricos muestran las vulnerabilidades de una pentarquía en el siglo XXI: cada potencia debe ser consciente de la necesidad de encontrar el equilibrio adecuado para evitar que el sistema global se derrumbe. Al mismo tiempo, sin embargo, también existe cierta flexibilidad. Las potencias debilitadas podrían ser sustituidas por actores del segundo nivel, que hasta ahora solo han asumido un papel de potencia regional, como Brasil o Indonesia.

De hecho, Münkler da cuenta de la considerable debilidad de todas las posibles potencias del primer nivel: en las últimas décadas, la Unión Europea se ha apoyado en el poder económico y en las instituciones internacionales para hacer valer sus intereses. En términos militares, sin embargo, tiene dimensiones enanísticas, dependiente de EE. UU. Aunque ahora está haciendo grandes esfuerzos para armarse, sigue teniendo una debilidad decisiva: su falta de poder de decisión. Münkler se basa en la idea de Nicolás Maquiavelo sobre la unificación de Italia a principios del siglo XVI, quien, tras el colapso de la pentarquía, consideró que era necesario un “salvador” que centralizara el poder político y militar para contrarrestar a los invasores extranjeros:

Ciertamente, el consejo de Maquiavelo no puede aplicarse de forma unívoca a la Unión Europea. Es indudable que no necesita un dictador, pero debe abandonar el principio de unanimidad, que abre la opción del poder de veto a todos los actores, por pequeños que sean, y les da la oportunidad de chantajear políticamente a los demás miembros de la UE. Maquiavelo pensaba en términos de fuertes contradicciones y aguzaba las opciones políticas hacia alternativas antagónicas. Estaba convencido de que los compromisos ya no ayudaría, sino que solo conducirían al desastre. Sin embargo, el procedimiento habitual en la UE es una gigantesca máquina de compromisos que mantiene coligada a la Unión. Con esta máquina de compromisos no será posible que la UE pase, de ser hoy legisladora y gestora de normas, a una potencia política con capacidad de acción (Münkler, p. 383).

Abandonar el principio de unanimidad en la UE es una de las pocas propuestas de acción explícitas del libro de Münkler, aunque con el ambicioso objetivo de establecer Europa como una gran potencia. Münkler no se hace ilusiones de que los Estados nacionales europeos vayan a renunciar a su soberanía y a sus propios intereses. Para él, una Europa unida es especialmente importante para Alemania, con su posición geopolítica en el centro del continente, para hacer valer sus intereses. Con esta geografía, siempre debe protegerse de quedar aislada del acceso al mercado mundial y de verse atrapada en una guerra en dos frentes, como demostraron sus dos intentos fallidos de alcanzar el poder mundial durante el siglo XX. Alemania dependería de refrenar las tendencias contradictorias dentro de la Unión Europea y, en caso necesario, dejar de lado los intereses propios a corto plazo para reforzar la cohesión política en aras de los intereses alemanes a largo plazo.

En opinión de Münkler, también podría existir un círculo de cinco poderes decisorios que determinaran el rumbo de la política exterior de la UE: Alemania, Francia, Italia, España y Polonia. Como sea, el “business as usual” podría terminarse, bajo la presión de EE. UU., Rusia y China. Se avecina una encrucijada abrupta: “O se es un poder con capacidad de acción, o bien se ocupa un lugar de segundo rango, donde los europeos tengan que aceptar lo que otros han decidido” (Münkler, p. 383).

Sin embargo, la UE difícilmente podría contentarse con ese papel, ya que las demás potencias no dejarían a Europa en paz. El objetivo de Rusia es una Europa dividida para ampliar su propia influencia hacia Occidente. China quiere aprovechar los mercados y las tecnologías europeas. En EE. UU., una parte del Partido Republicano no está interesada en una Europa aliada, sino en una Europa obediente. En su primera presidencia, Trump se mostró partidario de un orden mundial de tres actores: una coalición de EE. UU. con Rusia contra China. Münkler califica este proyecto de “completo fracaso”.

Los puntos débiles de los cinco grandes

Münkler no especula sobre el regreso de Trump a la Casa Blanca, ni sobre la opción de que pueda haber una política pro-rusa bajo Trump, especialmente en el caso de que Europa continúe débil. ¿Qué impacto tendría esto en la guerra de Ucrania? Con su guerra de desgaste, Putin parece apostar precisamente por este escenario con la esperanza de que EE. UU. deje de prestar ayuda militar a Ucrania. Para Europa, esto podría convertirse ya en un punto de inflexión decisivo sobre si estará dispuesta y será capaz de continuar la guerra con sus propios esfuerzos y desempeñar un papel significativo en las negociaciones, o si Moscú y Washington decidirán el resultado de la guerra por encima de las cabezas de Europa, posiblemente con una Ucrania en ruinas. Esta perspectiva podría hacer que estallen otras regiones en conflicto, como el Cáucaso y los Balcanes.

Volviendo a Münkler: a la vista de sus debilidades, Europa tendría que “hacer un esfuerzo considerable” para ocupar su lugar en la primera fila. Sin embargo, Münkler también ve grandes dificultades para las demás potencias: para Estados Unidos, diagnostica como problema central la “autoparálisis” debida a la división política del país. China se enfrenta a posibles conflictos étnicos y a un subproletariado explosivo de trabajadores migrantes. Rusia, por su parte, apenas tiene la sustancia económica necesaria para desempeñar un papel destacado en el concierto de potencias, asegurando su influencia principalmente mediante su arsenal nuclear y sus intervenciones militares.

Para que la constelación sea estable, Münkler cree que se necesita una potencia equilibradora. Existe el peligro de que esté “notoriamente sobrepasada”. De todos los países, será India quien asuma este papel, aunque de ningún modo puede considerarse todavía una potencia mundial. El país tiene un enorme potencial de desarrollo, pero primero hay que materializarlo. Es probable que la población joven se convierta en un recurso importante en las próximas décadas, mientras que Occidente y China envejecen. Por otra parte, es probable que el cambio climático afecte con especial dureza a India y sus costas. El papel de India como “equilibradora de la balanza”, cortejada por las grandes potencias y en condiciones de ser la que lidere a los Estados más pequeños en las cambiantes relaciones con los dos grandes bloques, podría ser útil para su desarrollo. Münkler supone, por ejemplo, que Europa trasladará parte de sus negocios con China hacia India para liberarse de su dependencia de China.

En consecuencia, Münkler predice que los ciclos económicos, anteriormente entrelazados a nivel mundial, se desacoplarán:

Con el Sistema de los Cinco, en lugar de la economía globalmente integrada, esperada y deseada durante tanto tiempo, se desarrollará una coexistencia de varias grandes áreas económicamente muy integradas, que tendrán conexiones entre sí, pero estas serán más bien débiles y tenues en comparación con la integración al interior de estas mismas áreas. Cada parte se asegurará de mantener el control sobre la exportación de alta tecnología y de materias primas estratégicamente relevantes, como las tierras raras, al tiempo que construirá una autonomía estratégica en ambas áreas (Münkler, p. 424).

La crisis del relato liberal

¿De dónde procede esta rivalidad entre las grandes potencias? Münkler describe una contraposición entre el bloque estadounidense-europeo y del bloque ruso-chino, basada en sus valores: democracias liberales frente a sistemas autoritarios. Sin embargo, no aborda el hecho de que la militarización global está provocando un fuerte giro a la derecha, que está socavando las libertades democráticas y reforzando la tendencia hacia soluciones bonapartistas también en Occidente. El regreso de Trump podría ser una expresión de ello.

El relato liberal también deja abierta la cuestión del origen de la pérdida del dominio estadounidense, que Münkler fundamenta en una sobreextensión del imperio como consecuencia de las aventuras neoconservadoras en Afganistán e Irak. Este es sin duda un aspecto central, pero que no alcanza a contentar a los lectores. Münkler no aborda las contradicciones inherentes al capitalismo neoliberal. En una entrevista con el diario suizo NZZ, frente a la pregunta de si China y Rusia consideran que Occidente está desde 2008 en una crisis permanente que lo ha debilitado, da una respuesta notable: “La crisis del capitalismo no es particularmente relevante”. Lo fundamenta diciendo que tampoco la otra parte tiene para ofrecer una alternativa fundamental con el modelo del capitalismo de Estado chino, es decir, una economía controlada por la burocracia del partido. Münkler antepone la forma de gobierno –democracia liberal o dictadura– al carácter de clase, y de ahí deriva cómo actúan: “Los regímenes autoritarios persiguen por lo general objetivos a más largo plazo que los órdenes democráticos liberales, pero para ello se orientan predominantemente hacia sus propios intereses y no hacia las exigencias de un orden mundial comprometido con los valores humanitarios” (Münkler, p. 219).

Aparte de que el propio Münkler reconoce que a menudo no se respetan estos valores humanitarios, da cuenta de que los órdenes democráticos fluctúan considerablemente, llegando incluso a tendencias antiliberales. Lo esencial, sin embargo, es la “reconexión con la ciudadanía” mediante el proceso de toma de decisiones políticas, en contraste con los sistemas autocráticos dirigidos por una burocracia o una tecnocracia. En consecuencia, la política exterior liberal basada en valores no es, ante todo, una visión humanitaria del mundo, sino más bien la expresión ideológica de los intereses de la burguesía por moldear el mundo de acuerdo con sus necesidades.

Para entender esto, vale la pena volver a Marx y Engels, que ya en 1848 hablaban, en el Manifiesto Comunista, de que la gran industria había creado el mercado mundial. La burguesía configura el mundo según las exigencias de las relaciones de producción capitalistas: extracción de recursos en los países dependientes, movilización de la fuerza de trabajo, creación de infraestructuras, oferta, demanda y mercados, establecimiento de instituciones estatales y civiles, el establecimiento de fronteras y de aparatos de fuerza, legitimaciones ideológicas, etcétera.

Tras el colapso de la Unión Soviética, el sistema neoliberal de libre comercio bajo el liderazgo de EE. UU. parecía haber vencido. Sin embargo, su declive no puede fundamentarse principalmente en base a motivos ideológicos, ya que China y Rusia no ofrecen en absoluto un sistema más atractivo a los ojos de las masas. Y la ponderación de la sobreextensión militar también se queda corta si no se la integra en la naturaleza propensa a las crisis del capitalismo como un todo.

La teoría de los juegos frente a la teoría del imperialismo

En El Capital, Marx y Engels describen la tendencia a la concentración del capital mediante la acumulación de ganancias. Sin embargo, el crecimiento de las empresas individuales está limitado por la competencia capitalista. Esta última es superada parcialmente mediante la centralización: “La centralización es el engullimiento de los pequeños capitalistas por los grandes y la descapitalización de los primeros” [1]. Este mecanismo de concentración y centralización conduce inevitablemente al dominio de las grandes empresas que se reparten el mercado entre ellas.

Vladímir Ilich Lenin sostiene que, a finales del siglo XIX, las tendencias a la concentración y la centralización se habían desarrollado hasta tal punto que los grandes monopolios ocupaban una posición dominante en la economía y la sociedad. Los Estados tratan de asegurar la influencia de su capital en el mundo, si es necesario por la fuerza. Según Lenin, la época del imperialismo:

Es el capitalismo en aquella etapa de desarrollo en que se establece la dominación de los monopolios y el capital financiero; en que ha adquirido marcada importancia la exportación de capitales; en que empieza el reparto del mundo entre los trusts internacionales; en que ha culminado el reparto de todos los territorios del planeta entre las más grandes potencias capitalistas (VI Lenin, El imperialismo, etapa superior del capitalismo, cap. VII) [2].

Lenin utiliza así sobre todo una definición económica, a partir de la cual describe la tendencia del imperialismo hacia la guerra: el capital financiero se fusiona con el capital industrial y lo dirige, la “libre” competencia de las pequeñas y medianas empresas da paso al dominio de los monopolios, que se reparten entre sí sus esferas de influencia. Agravan los desequilibrios existentes en las fuerzas productivas y en la acumulación de capital y entran así en conflicto con las esferas de influencia existentes. El marco nacional y el limitado control sobre unas pocas colonias obstaculizan el crecimiento de los monopolios, que, bajo el poder militar de sus Estados, se apropian de las posesiones de otros Estados en una guerra de saqueo y pillaje imperialista.

Lenin describe a la Primera Guerra Mundial como una lucha por un nuevo reparto del mundo. ¿La Entente y las Potencias Centrales buscaron activamente la guerra en la crisis de julio de 1914 para expandir sus respectivas influencias? Este debate entre historiadores sigue siendo relevante hoy en día, como demuestra la interpretación de Münkler basada en la teoría de los juegos, según la cual el gobierno británico podría haber contenido la guerra si se hubiera comportado diferente.

La teoría del imperialismo de Lenin no busca la explicación principal de la guerra en el comportamiento de los actores -aunque en casos concretos este pueda marcar grandes diferencias. Lo que hace es definir la tendencia fundamental de la época, la del capitalismo monopolista moderno a escala mundial, sobre su base económica: “En tanto exista la propiedad privada de los medios de producción, las guerras imperialistas [son] absolutamente inevitables”.

Guerra y lucha de clases

Habría que evaluar la estabilidad de la constelación (y relativizarla en cierta medida) durante la Guerra Fría bajo la hipótesis de la teoría del imperialismo. La profunda crisis del capitalismo en 1929 se expresó en el ascenso del fascismo y la Segunda Guerra Mundial. La reconstrucción permitió un auge sin precedentes en la posguerra, que se derrumbó a finales de los años sesenta. Las revueltas revolucionarias y los movimientos de liberación anticolonial sacudieron los años siguientes antes de que la burguesía pudiera pasar de nuevo a la ofensiva con la implantación –para nada pacífica– del neoliberalismo a partir de la década de 1980.

La condición para ello fue, entre otras cosas, el papel contrarrevolucionario de la burocracia estalinista, que ya había suprimido todo movimiento independiente del movimiento obrero durante la Segunda Guerra Mundial y posteriormente, ya fuera a través de la influencia de los partidos comunistas en Occidente o en los países del Pacto de Varsovia. En primera instancia, fueron los ataques a la clase obrera con la tolerancia o el apoyo de Moscú los que permitieron estabilizar el capitalismo. Con el colapso de la Unión Soviética y la apertura de China en los años 90, en la etapa de la restauración burguesa, la burocracia le permitió al capitalismo abrir enormes mercados. Esto trajo consigo la globalización del comercio, las guerras imperialistas en Yugoslavia, Afganistán e Irak, un sector financiero vertiginoso, la desigualdad de la riqueza, la neoliberalización del mundo del trabajo y la expansión del individualismo en la consciencia de las masas. Pero en 2007/08, esta fiebre del oro culminó en una crisis bancaria mundial y el planeta llegó a los “límites de la restauración burguesa”, como escribieron Emilio Albamonte y Matías Maiello. El capitalismo reveló sus límites “para garantizar su reproducción como sistema”.

Sin embargo, esto también dio lugar a nuevos fenómenos de lucha de clases en torno a 2011: las huelgas generales en Grecia, el movimiento Occupy y la llamada Primavera Árabe. Esta última sirvió de impulso para que regímenes dictatoriales y potencias extranjeras recurrieran a la fuerza militar, como en Libia, Siria e Irak. En Siria, en particular, se desarrolló una guerra proxy, o guerra por procuración entre Rusia y EE. UU. Esta ola de lucha de clases terminó en derrotas sangrientas, pero a partir de 2018 hubo una nueva serie de levantamientos en el sudeste asiático, en la región árabe y el norte de África, en América Latina e incluso en Francia con los chalecos amarillos y en Estados Unidos con Black Lives Matter.

Münkler no dice una palabra sobre ninguno de estos movimientos en su libro. Sin embargo, sí aborda el papel histórico desempeñado por las masas cuando atribuye “narrativas de constitución de identidad” a las revoluciones Inglesa, Estadounidense y Francesa como fundadoras del orden liberal, mientras que le asigna a la Revolución Rusa su lugar como promesa mesiánica de redención de la izquierda. Sobre el papel de las masas, Münkler se refiere a Carl von Clausewitz, quien describe cómo la Revolución Francesa, mediante el “desencadenamiento de la fuerza del pueblo”, llevó a la pérdida del equilibrio de poder a nivel europeo durante dos décadas antes de que se estableciera un nuevo equilibrio. Sin embargo, Clausewitz veía al pueblo como una fuerza de maniobra movilizable, y no como un sujeto político independiente.

Según la teoría de los juegos, se puede tener en cuenta el estado de ánimo del pueblo, en el mejor de los casos, como un factor extra o de costo para la acción en política exterior. De este modo, se pueden predecir determinadas decisiones. Pero el (des)equilibrio del orden internacional está ligado a factores mucho más dinámicos. Es famosa la fórmula de Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen por su propia voluntad, en condiciones elegidas por ellos mismos, sino en las circunstancias que en lo inmediato encuentran, les son dadas y transmitidas” [3]. Refiriéndose a la revolución de 1848, describe la fragilidad del dominio burgués frente al ascenso del proletariado. En Francia, solo el golpe de Estado de Luis Napoleón pudo frenarlo. En esta lógica, las contradicciones de clase se convierten en el factor impulsor de la historia. León Trotsky abordó la relación de las clases con la geopolítica y la economía en el discurso de apertura del Congreso Mundial de la Tercera Internacional de 1921:

El equilibrio capitalista es un fenómeno complicado; el régimen capitalista construye ese equilibrio, lo rompe, lo reconstruye y lo rompe otra vez, ensanchando, de paso, los límites de su dominio. En la esfera económica estas constantes rupturas y restauraciones del equilibrio toman la forma de crisis y booms. En la esfera de las relaciones entre clases la ruptura del equilibrio consiste en huelgas, en lock-outs, en lucha revolucionaria. En la esfera de las relaciones entre Estados, la ruptura del equilibrio es la guerra o bien, más solapadamente, la guerra de las tarifas aduaneras, la guerra económica o bloqueo. El capitalismo posee entonces un equilibrio dinámico, que está siempre en proceso de ruptura o restauración. Al mismo tiempo semejante equilibrio posee gran fuerza de resistencia; la prueba mejor que tenemos de ella es que aún existe el mundo capitalista [4].

El retorno de las revoluciones

El marxismo considera la geopolítica, la economía y la lucha de clases como una unidad dialéctica. Esto no significa que estos tres factores se desarrollen por igual en todas las situaciones. A pesar de las varias revueltas que han ocurrido en los últimos años, la lucha de clases es actualmente el elemento más débil. A pesar de experiencias de lucha que, de apoco, vuelven, la consciencia de las masas está fragmentada y la tradición revolucionaria, en gran medida, se ha perdido. En todo el mundo se necesitan estas fuerzas, no solo para defenderse contra la ofensiva de la derecha, sino también para que la idea del socialismo vuelva al imaginario popular.

El estalinismo ha arrastrado la idea del comunismo por el fango. Sin embargo, a la vista de las contradicciones cada vez más evidentes del capitalismo, del rearme, de su giro a la derecha y de la vuelta al centro de los acontecimientos mundiales de las guerras entre Estados, el liberalismo también está siendo cuestionado ideológicamente. La conmoción que estamos experimentando, el giro desde un sistema mundial unipolar a otro multipolar o anárquico debe destruir inevitablemente, también, las viejas certezas. La crisis de los partidos tradicionales se intensificará, al tiempo que las ideas fascistas recobrarán su atractivo como una falsa respuesta reaccionaria a un mundo en ebullición.

Hoy no existe una ideología hegemónica capaz de dar legitimidad a un nuevo orden mundial. Tras la crisis de 2008, se han agotado las posibilidades de acumulación “pacífica” del capital. No se vislumbra una nueva estabilidad económica. Sin ella, es cuestionable que pueda establecerse el Orden de los Cinco del que habla Münkler. Con la catástrofe climática, la rivalidad entre China y EE. UU. y una montaña de rémoras heredadas de la época de la restauración burguesa, se enfrenta a retos incomparablemente más difíciles que los que tuvo que afrontar la pentarquía de la vieja Europa. No es casualidad que esta se derrumbara en el infierno de dos guerras mundiales precisamente en el momento de la historia mundial en que el capitalismo entró en su etapa imperialista; una etapa de podredumbre que solo puede sostenerse mediante el robo y la violencia. Ya desde hoy, Münkler ve en el armamentismo el camino para establecer el nuevo orden, un camino que tiene más probabilidades de preparar una tercera guerra mundial que de crear la paz.

Sin embargo, el declive de la sociedad burguesa, con el desmantelamiento de conquistas sociales y democráticas, el fortalecimiento de la extrema derecha y la tendencia al aumento de las guerras provocarán también que la clase obrera mundial reaccione para defenderse. Por lo tanto, la lucha de clases volverá a desempeñar inevitablemente un papel decisivo en la historia mundial. No son los estrategas políticos de las grandes potencias quienes impedirán el retorno del fascismo y una tercera guerra mundial. El futuro dependerá de si el movimiento obrero logra asumir un papel político independiente que reabra la perspectiva de la revolución.

Traducción: Guillermo Iturbide


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NOTAS AL PIE

[1Karl Marx / Friedrich Engels: Das Kapital, Bd. III, en Marx-Engels: Werke, Band 25, Dietz Verlag, Berlín, 1983, p. 256.

[2VI Lenin, Obras selectas, Tomo 1, Buenos Aires, Ediciones IPS-CEIP, 2013. p. 545.

[3Karl Marx / Friedrich Engels, Werke, Bd.8, Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte, pp.111-207, Dietz Verlag, Berlín, 1960.

[4León Trotsky, Los primeros 5 años de la Internacional Comunista, Buenos Aires, Ediciones IPS-CEIP, 2016. p. 203.
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Marius Rabe

Miembro de ver.di (Sindicato Unidos de Servicios) y redactor de Klasse gegen Klasse, Münich, Alemania.