A propósito de la Feria del libro, un texto construido en base al cuento de Borges, “La biblioteca de Babel”.
Cecilia Rodríguez @cecilia.laura.r
Viernes 5 de mayo de 2023 21:39
El mercado (que a veces se llama la Feria del Libro) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de stands cuadrados, con errática ventilación, cercados por masas de ruidos y personas. Desde cualquier stand se ven los adyacentes, más chicos o más grandes, según el grado de capitalismo. La distribución en los stands es inviable. Dos precarizados, a cinco manos, cubren toda la demanda; su contextura excede apenas la de un asalariado promedio en la Argentina normal. Hay una hora vacía que permite dormir de pie o el amigo que te reemplaza para que puedas satisfacer las necesidades antes que sean finales. El olor a bosta procede de unos corrales que llevan el nombre de Sociedad Rural. La luz es excesiva, incesante.
Como todas las precarias de la feria, escribí poemas en mi juventud; peregriné los stands en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mi cuerpo casi no puede amarse, me preparo a mulear otra vez a cambio de una vida más pobre que aquella en la que nací. Jubilada, espero no falten manos piadosas que me paguen por dar algún tallercito; y, sin hijes ni seguro de sepelio, diré como el poeta que «mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la poesía, que es infinita». Yo afirmo que ella es interminable. No así el mercado. Los liberales arguyen que los stands son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible un espacio sin ellos. (Los socialdemócratas pretenden que el éxtasis les revela un Estado secular que derrama bien-stands de modo continuo; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: el mercado es una esfera cuyo centro cabal es cualquier oligopolio, cuya fortuna es inaccesible.
A cada uno de los stands le corresponden números variables de tiradas variables de libros invariablemente en serie, que escasean y sobran a la vez; cada página representa un ejército de cuerpos asidos al trabajo forestal, a la zafra o a la línea industrial que arranca la voluntad y la dona a la máquina. A su vez cada página representa cultura, ciencia, educación, arte. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de especular la solución (cuya intuición, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunas condiciones históricas.
La primera: el valor se multiplica ab aeterno, no así el cuerpo que lo suda. De esa verdad cuyo corolario inmediato arriesga el futuro del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El productor, el obligado a producir valor, puede ser obra del azar, de la selección natural o de los demiurgos malévolos; el mercado, con su elegante dotación de valores, con sus acciones enigmáticas, sus desfiles de infatigables objetos, aduanas y letrinas, sólo puede ser si aparenta un dios. Para ello debe escribir rudos símbolos trémulos en la tapa de un libro, el precio, con las mismas letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
La segunda: aunque parezcan víctimas de una fatalidad divina o anónima, los seres humanos hacen su propia historia. Esa comprobación permitió, hace más de cien años, formular una teoría general de la revolución y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en una biblioteca infinitamente imaginaria, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último, cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV. Otro era un mero laberinto de letras, pero la página penúltima decía «Oh tiempo tus pirámides». (Mi padre sabía que en su biblioteca hay una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros. Admiten que los inventores de la escritura imitaron, en principio, a los poetas, pero se arrepintieron y se dedicaron a la contabilidad. Sea por una o la otra los libros nada significan en sí).
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Ahora se sabe que siempre hablamos en pretérito remoto.
Cuando se proclamó que la Feria abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera en algún stand o en alguna charla de las milquinientasochentaydos que se hacen por día. El mercado estaba justificado, el mercado bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza cultural. En aquel tiempo se habló mucho del neoliberalismo; libros de apología y de profecía, que para siempre liberaban los actos de cada hombre de mercado y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce de la edición artesanal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Valor. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en los regateos de precios de imprenta, arrojaban los libros del competidor al fondo de los suplementos culturales, morían despeinados por capitales de regiones remotas. Otros se enloquecieron...
También se esperó entonces que algún tipo de socialdemocracia resolviera los asuntos básicos de la humanidad: comida, techo y tiempo. Es verosímil que esos graves asuntos puedan explicarse en palabras pero si no basta el lenguaje de los filósofos, alzarse en huelga y en armas es una opción. La multiforme Biblioteca de mi padre, por ser total, habrá producido también el idioma inaudito de la revolución y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Pero hace ya tres décadas que rebeldes e inadaptados fatigan los stands de la Feria; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Solo en ocasiones encuentran. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una corrida hiperinflacionaria que casi los mató; hablan de catálogos sin stock y de escaparates que venden, no al objeto, sino al autor (más si está muerto).
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que alguna práctica autogestiva encerraba libros preciosos y la confirmación de que esos libros preciosos eran inaccesibles en moneda nacional, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres socializaran letras y símbolos, hasta producir, mediante un improbable don del azar, esos libros imposibles. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta se reinventó, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente robaban en las librerías comerciales, con morrales o cochecitos de bebés prestados, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles: vendieron sus sellos y se hicieron órganos nuevos a las multinacionales. Ahora invaden los stands, exhiben credenciales no siempre falsas, hojean con fastidio un volumen y condenan poéticas y lenguas enteras a su furor higiénico, ascético. A ellos se debe la insensata perdición de millones de libros a cambio de tiradas de millones de uno solo. Nada más distinto a la Biblioteca de mi padre. Aquella es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Allí cada ejemplar es único, irreemplazable, (aunque, como la Biblioteca es total, hay siempre varios centenares de miles de facsímiles que no difieren sino por una letra o por una coma, lo suficiente como para impedir el fordismo). Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por las multinacionales han sido subestimadas por el hecho de que esos fanáticos no necesitan quemar libros: basta con controlar lo que se edita, publica y distribuye a escala industrial. La hoguera invisible del mercado.
También sabemos de otra superstición: la del Hombre de Letras. En alguna mesa de algún stand (razona la crítica) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: equilibrio ideal entre valor y cultura. Algún Hombre de Letras lo ha escrito y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él y del libro que justifique su precio. Durante décadas fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado stand que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años.
Afirman los feriantes que el disparate es normal en el mercado y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) del «mercado febril, cuyos azarosos valores corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente, prueban su gusto pésimo y su desesperada religiosidad. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos que vendo en el stand se intitula «DESHACER LA ANSIEDAD. La nueva ciencia que te ayudará a deshacer el ciclo de preocupación y miedo que domina tu mente», y otro «EL contra la CONFLICTO sobredimensión NO ES del daño ABUSO» y otro «LOL WTF». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica. En efecto, el mercado incluye todas las estructuras verbales de la publicidad, todas las variaciones que permiten la venta, pero ni un solo disparate absoluto.
La apariencia de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. A mi padre no le parecía inverosímil que en algún anaquel del universo hubiera un libro total y en esa búsqueda infinita conoció las epidemias, las discordias, las competencias que degeneran en bandolerismo y los suicidios, cada vez más frecuentes, que terminan por diezmar a la población. Hacia el final de su vida le quedó la enorme Biblioteca deshabitada, iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Yo en cambio ruego al provenir ignorado que una revolución —¡una sola, aunque sea, dentro de miles de años!— libere a la cultura del fetichismo total. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el paraíso exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajada y aniquilada, pero que en un instante, en una comunidad, la enorme Biblioteca de mi padre se repueble y justifique. Con esa rabiosa esperanza se alegra mi precariedad.
…
El texto mantiene casi completamente la estructura y contiene fragmentos textuales de “La biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges. El método utilizado fue el reemplazo de unos sintagmas por otros (por ej.: “las vindicaciones” por “el neoliberalismo”, “los axiomas” por “las condiciones históricas”, “me tiren por la baranda” por “me paguen por dar algún tallercito”, etc.) así como la reescritura, omisión o inclusión de algunas oraciones.
Cecilia Rodríguez
Militante del PTS-Frente de Izquierda. Escritora y parte del staff de La Izquierda Diario desde su fundación. Es autora de la novela "El triángulo" (El salmón, 2018) y de Los cuentos de la abuela loba (Hexágono, 2020)