Cientos de miles de personas tratan de huir como pueden. En autos desvencijados. En camiones rebalsados de bultos improvisados, niños/as y familias. A pie. En carros tirados por burros. Al costado se ven escombros de los edificios destruidos por los bombardeos. Eran hospitales, refugios, viviendas. La imagen dantesca que replican los medios es del norte de la Franja de Gaza el 14 de octubre, vencido el plazo de 24 horas que había dado el Estado de Israel para la evacuación de más de un millón de palestinos. Una tarea considerada imposible incluso por las Naciones Unidas que alertó sobre la catástrofe humanitaria en curso. Es que la Franja de Gaza es una jaula de 300 km cuadrados, con una densidad poblacional mayor que la de Londres, de la que prácticamente es imposible salir, incluso si Egipto accediera a habilitar el paso fronterizo de Rafah.
Como dice el columnista del diario Haaretz, Gideon Levy, la evacuación forzada en Gaza revive con mayor intensidad el “trauma de la Nakba”, la “catástrofe” que significó para los palestinos la expulsión de sus aldeas y tierras en 1948.
Bajo el impacto y la conmoción causada por el brutal ataque de Hamas, que según las autoridades israelíes dejó más de mil civiles muertos y un centenar de rehenes, el gobierno de Benjamin Netanyahu ha puesto en marcha una vez más el método del castigo colectivo contra la Franja de Gaza, bloqueada por Israel y Egipto, por aire, tierra y mar desde 2007. “Estamos imponiendo un asedio total a Gaza (...) ni electricidad, ni comida, ni agua, ni gas, todo cerrado”, dijo el ministro de Defensa de Israel, Yoav Galant, que se justificó diciendo que luchaban contra “animales humanos”. Este cerco y los bombardeos constantes se cobraron la vida de unos 2000 civiles palestinos. Una cifra que no va a hacer más que aumentar en los próximos días y semanas.
La convocatoria de 360.000 reservistas, y la concentración de tropas y tanques cerca de Gaza indicarían que esta ofensiva podría incluir una incursión terrestre del ejército israelí en territorio palestino, una opción que la mayoría de los analistas considera altamente riesgosa. Además en los bombardeos masivos y el asalto militar terrestre podrían morir los rehenes, entre los que hay ciudadanos norteamericanos, franceses, británicos. En última instancia, el problema no es militar, sino como señala en una columna en Financial Times L. Freedman, sobre todo que Israel carece de una estrategia política viable.
Más allá de las diferencias que puedan tener Biden y los gobiernos liberales europeos con el “trumpista” Netanyahu, los aliados históricos y estratégicos de Israel, empezando por Estados Unidos y la Unión Europea, como siempre sucede en estos casos han salido a reivindicar el “derecho irrestricto a la defensa” del Estado israelí. El doble rasero de la “comunidad internacional”, es decir, de la opinión pública “occidental” formada por los valores del imperialismo norteamericano, es una obscenidad. Cuando Israel comete crímenes de guerra, incluido el asedio colonial, para las potencias imperiales simplemente ejerce su derecho a defensa. Pero cuando los palestinos resisten la ocupación son “terroristas”.
Una vez más, la indulgencia de sus poderosos aliados fue aprovechada por Netanyahu para cubrir de legitimidad su próxima guerra contra el pueblo palestino. Sin embargo, como ya le ha señalado el Secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, sería un error interpretar que ha recibido un cheque en blanco.
El escenario está abierto. Las consecuencias internas y el impacto regional e internacional de esta guerra de Israel contra el pueblo palestino de Gaza –la sexta desde que el ejército se retiró de la Franja en 2005- aún están por verse.
¿Sobrevivirá Netanyahu?
En el plano doméstico, los problemas de Netanyahu no son menores. Bajo su gobierno Israel acaba de sufrir un ataque sin precedentes en su propio territorio. No casualmente la comparación es con la guerra Yom Kipur de 1973, cuando Israel fue sorprendido por la acción combinada de Egipto y Siria. Su seguridad inexpugnable fue vulnerada por la acción de Hamas, una milicia armada que tiene un poder de fuego completamente asimétrico, perpetrada con una combinación de métodos artesanales, como parapentes y retroexcavadoras. Una operación que no solo incluyó objetivos militares sino también ataques a cientos de jóvenes que estaban en una fiesta, familias que vivían en kibutz y otras tantas que no tenían ninguna función militar. El ataque por igual a puestos militares y a la población civil fue fácilmente instrumentalizado por Netanyahu y los Estados imperialistas para intentar legitimar su declaración de guerra, demostrando, a su vez, que Hamas carece de cualquier estrategia para que triunfe la lucha por la liberación del pueblo palestino.
En lo inmediato, Netanyahu logró soldar una unidad nacional reaccionaria. Pero la unidad actual no significa automáticamente que se haya superado la profunda fractura social, política y estatal que llevó a las movilizaciones masivas en contra de su pretendida reforma judicial, una reforma “poco republicana” que le quitaba atributos al poder judicial para reconcentrarlos en el poder ejecutivo. En lo que va de este año, todos los sábados decenas de miles de israelíes –sobre todo de las clases medias seculares, sectores del empresariado tecnológico, reservistas e incluso pilotos de las fuerzas armadas– se venían concentrando en las principales ciudades contra la coalición de gobierno de Netanyahu y los partidos de colonos y de la extrema derecha religiosa, que entre otros privilegios no hacen el servicio militar y reciben subsidios millonarios del Estado. Estos mismos sectores, junto con familiares de los rehenes, empezaron a salir a la calle y responsabilizan a Netanyahu del desastre sufrido en el sur del país. El argumento central es que el ejército estaba concentrando en proteger a los colonos en Cisjordania.
Sin embargo, la grieta no está en la política hacia los palestinos. El historiador de origen judío Ilan Pappé, explica correctamente que la oposición a la reforma judicial, no se trata, como dicen la prensa occidental, de un movimiento en “defensa de la democracia” por la sencilla razón de que no cuestiona la opresión a los palestinos. En esto hay un consenso básico que no cuestiona la política colonial del Estado sionista, aunque se rechacen salidas extremas como la expulsión de palestinos y la anexión lisa y llana de Cisjordania que plantean abiertamente ministros de Netanyahu.
La configuración del poder israelí post ataque de Hamas expresa tanto el momento de unidad que logró Netanyahu como sus debilidades estratégicas. Con la aprobación del Knesset (el parlamento), el primer ministro formó un “gabinete de guerra” y un “gobierno de emergencia” al que se integró B. Gantz, del opositor Partido de Unidad Nacional (de centroderecha) y posible variante de recambio a la que se juega el presidente norteamericano Joe Biden. Hasta el momento, Yair Lapid, del principal partido de oposición (Yesh Atid) rechazó el convite, quizás reservándose para una crisis mayor. A cambio de esta “salvación nacional” Netanyahu aceptó la condición de excluir a sus ministros de extrema derecha de la mesa chica de las decisiones. Estratégicamente, quizás este ataque signifique el fin de su carrera política, como sucedió con Golda Meier que renunció dos años después de la guerra de Yom Kipur.
El futuro incierto de la “normalización”
En el plano externo, el interrogante es si la respuesta militar de Israel puede desencadenar una guerra regional que involucre no solo al Líbano sino sobre todo a Irán, la potencia regional enemiga del Estado sionista que actúa detrás de Hezbollah y mantiene una alianza táctica con Hamas.
Esta posibilidad no puede descartarse, aunque hay una actividad política frenética de los aliados imperiales de Israel para evitarla. En un escenario mundial convulsionado por la guerra de Rusia y Ucrania/OTAN y el retorno de la rivalidad de grandes potencias con el bloque occidental bajo dirección de Estados Unidos y una alianza emergente entre Rusia y China (que se proyecta al “Sur Global”), está en el interés norteamericano no abrir la caja de Pandora de una guerra regional en el Medio Oriente, que lo haga retornar a una región en la que invirtió importantes recursos militares durante las dos décadas que duró la “guerra contra el terrorismo” y que terminó en una derrota.
El ataque de Hamas sacudió el mapa geopolítico regional. Estados Unidos que tiene sus intereses estratégicos puestos en su disputa con China, venía impulsando la política de “normalización” de las relaciones entre los Estados árabes y el Estado de Israel, con el objetivo de aislar a Irán. Esta política fue iniciada por Donald Trump en 2020 con los Acuerdos de Abraham, suscriptos inicialmente por Emiratos Árabes Unidos y Bahrein. La “normalización”, y con ella sus promesas de negocios, implicaba normalizar la situación colonial del pueblo palestino.
La política de “pacificación” continuó bajo el gobierno de Biden que en los días previos al ataque de Hamas venía avanzando con la “normalización” de las relaciones entre Israel y Arabia Saudita. Pragmáticamente, Biden ha dejado correr la política de China que impulsó la restauración de relaciones diplomáticas entre Arabia Saudita e Irán, y aprovechó el clima creado para acordar con Irán un intercambio de prisioneros para liberar espías norteamericanos detenidos por el régimen iraní.
El ataque de Hamas y la declaración de guerra de Israel han puesto en suspenso estos planes. Arabia Saudita volvió a plantear su exigencia formal de que todo acuerdo esté supeditado a una resolución de la “cuestión palestina”, una causa muy popular en el mundo árabe y musulmán. En un marco de tensión recargada, estos intereses estatales probablemente actúen como moderadores de las tendencias a los extremos.
Poner fin al apartheid
En estos días la abrumadora mayoría de los gobiernos “occidentales” y los grandes medios corporativos, han repetido hasta el cansancio el relato de que Israel es “la única democracia del Medio Oriente”, una suerte de oasis de “civilización” frente a la “barbarie oriental-árabe-islámica”. Este “pensamiento único” pretende acallar toda crítica al Estado de Israel y su política colonial con la acusación fácil de “antisemitismo”, manipulando, como denuncia el historiador Norman Finkelstein, la memoria del Holocausto.
Los socialistas revolucionarios rechazamos el ataque contra civiles y no compartimos ni los métodos ni la estrategia de Hamas, cuyo objetivo es establecer un Estado teocrático. Pero como decenas de miles que en Londres, París o Estados Unidos manifiestan activamente su solidaridad con el pueblo palestino, no confundimos estas acciones con el apoyo a la resistencia palestina contra la ocupación colonial.
Como han demostrado organizaciones como Amnesty International, Human Rigths Watch, la ONG israelí B’Tselem, lo que hay en Israel es un régimen de apartheid contra el pueblo palestino, que se encuentra sometido a distintos tipos de opresión en Gaza, Cisjordania y en el Estado de Israel donde los llamados “árabes israelíes” componen alrededor del 20 % de la población. Y que por lo tanto no se puede considerar una “democracia” para algunos y un régimen de opresión colonial para otros.
Esta similitud con el régimen de segregación racial sudafricano se basa en que el pueblo palestino está privado de sus derechos democráticos elementales, empezando por la autodeterminación nacional, que vive bajo ocupación militar, que al interior de Israel tienen ciudadanía pero no nacionalidad, porque el Estado de Israel ha declarado por ley su carácter exclusivamente judío, discriminando a los árabes y otras minorías. Sería el equivalente a postular por ejemplo que Estados Unidos fuera un Estado exclusivo de cristianos blancos.
Basta comparar los mapas de la región para registrar gráficamente el avance colonial del Estado de Israel, que actualmente ocupa con colonias y asentamientos ilegales un 45 % de Cisjordania. En los últimos años este avance colonial y junto con esto la opresión contra el pueblo palestino se ha profundizado de manera cualitativa. Y aunque la diferencia sea de grado, no es menor que el gobierno que encabeza Netanyahu es el más de derecha que se tenga registro.
Frente a esta realidad de opresión, la Autoridad Nacional Palestina, encabezada por Mahmud Abbas, está en una crisis sin retorno. Durante la vigencia de los Acuerdos de Oslo asumió el rol de policía interno del movimiento de liberación palestino, colaborando con la opresión del Estado sionista. Reducida a Cisjordania (Gaza la perdió a manos de Hamas) la ofensiva de los últimos años la ha tornado aún más irrelevante. Esta crisis está dando lugar un fenómeno interesante que registran varios analistas: el surgimiento de una nueva generación de jóvenes activistas palestinos, que escapan también el férreo control religioso de Hamas.
Con el fracaso de los Acuerdos de Oslo y el fin de la ilusión de la salida de “dos Estados”, y la escalada de las políticas coloniales del Estado de Israel, se han multiplicado las voces de intelectuales, activistas y personalidades de origen judío que denuncian el carácter colonial, racista y opresor del Estado sionista y levantan como alternativa la constitución de un “Estado único, binacional y democrático” erigido sobre la base de desmontar el régimen de apartheid.
En su libro La limpieza étnica de Palestina, Ilan Pappé demuestra con una investigación cuidadosamente documentada que la fundación del Estado de Israel en 1948 se hizo sobre la base de la expulsión de la población árabe con métodos de limpieza étnica. Esa política de expulsión sistemática configura lo que define como un “genocidio incremental”. Según Pappé, la única forma de evitar llevar hasta el final la limpieza étnica es terminar con el régimen de apartheid y establecer “una palestina ‘de-sionizada’ [de-zionised, el término original que usa; N, de R.], liberada y democrática desde el río hasta el mar” donde puedan retornar los refugiados y “donde no haya ninguna discriminación cultural, religiosa o étnica”.
Muchos de estos activistas antisionistas militan en campañas comunes con palestinos, como la campaña Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS) que desde hace años utiliza diversos métodos para exponer el carácter racista y segregacionista del Estado de Israel. O la llamada One Democratic State Campaign en la que confluyen personas de origen judío y a palestinos un objetivo similar de poner fin al régimen colonial, respaldado por el imperialismo.
Para terminar con el régimen de apartheid y la opresión contra el pueblo palestino es necesario liquidar sus bases materiales. Por eso creemos que la única salida verdaderamente progresiva es luchar por una Palestina obrera y socialista, porque solo un Estado que tenga como objetivo terminar con toda opresión y explotación podrá garantizar la convivencia democrática y pacífica entre árabes y judíos, como primer paso hacia una federación socialista en el Medio Oriente.
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