Cómo los grandes festivales de "Rock" perdieron la esencia que los disparó en sus comienzos. El paso del fin en sí mismo al medio de imposición de marcas. La mercantilización de la música en manos de las corporaciones, el futuro llegó hace rato.
Viernes 21 de noviembre de 2014
Desde Woodstock 69 al Lollapalooza, de actual desembarco en la Argentina, los festivales han sido un punto de encuentro, con una estética clara, entre un público particular que sale de los modismos del estereotipo contemporáneo. Lugares donde converge un tipo de ideología puntual, marcada desde el estilo musical hasta la forma de vestir. Notablemente se respiraba un aire del aquí y ahora, inmerso en un tiempo y espacio, detonando modas. La música era el estandarte, la espina dorsal del evento mismo; el fin, y no el medio.
Hoy en día, tanto en el país como en el exterior, predominan en la escena los “festivales de marca” como por ejemplo: Pepsi Music, Personal Fest, Quilmes Rock, Movistar Free Music, entre otros. La esencia de estos festivales cuesta reconocerla siendo parte del público “rockero” que sigue estas misas. Bandas inconexas de estilo, tiempo y espacio, desfilan sobre el escenario ante la cara desfigurada de un festival que vacía el contenido desde el vamos, el nombre. Vale aclarar que, ni en el Personal Fest o el Movistar Free Music hay señal de teléfono, ni mucho menos cerveza en el Quilmes Rock. Podría ocurrir un desmadre inesperado e imprevisto que deje deudas millonarias y arruine el nombre de la compañía, mejor vender cerveza sólo para el espacio clásico de la posmodernidad, con aire acondicionado en pleno invierno, los nuevos llamados espacios VIP.
Usando remeras de Jimi Hendrix o Jim Morrison como banderas de una movida enterrada y clausurada hace décadas, estos espacios configuran el nuevo negocio e imponen el nombre de sus marcas a primeras filas. Lo mencionado anteriormente no es específico de estos nuevos espacios, sino también de lo paradójico que puede resultar ver la cara de Sid Vicious, ícono del punk y la rebeldía, en una silla lustrada de madera de Madagascar cotizada en miles de dólares perteneciente a un Hard Rock Café, el mismo caso para Rock and Feller en la ciudad. Entre banderas entronizadas de ídolos vaciados y música igual de comercial que el festival, hoy la propuesta es otra. El fin originario de la música hoy no es más que una escalera al cielo del establishment.