La reaccionaria guerra entre Rusia y Ucrania/OTAN ha entrado en una nueva etapa. En los últimos meses había dejado de estar en el centro de las noticias, aunque no de la convulsionada dinámica geopolítica, opacada en gran medida por la guerra/genocidio del estado de Israel en Gaza, y su proyección regional con el primer enfrentamiento directo entre el estado israelí e Irán. Pero volvió por la ventana con un avance ruso, el más importante desde la primera invasión en febrero de 2022, que increíblemente nadie del lado ucraniano vio venir y que puede ser un punto de inflexión en la dinámica del conflicto.
La noche del 10 de mayo, unos 30.000 soldados rusos y 400 tanques cruzaron la frontera e ingresaron a la región de Kharkiv, al noreste de Ucrania, apoyados por ataques aéreos con las llamadas “bombas planeadoras” (FAB-1500), un reciclaje de viejas bombas guiadas de la era soviética que resultaron en un arma táctica eficaz y económica con la que Rusia viene diezmando las posiciones y la moral del bando ucraniano.
En su avance, el ejército ruso quebró casi sin resistencia las líneas de defensa ucranianas y tomó alrededor de 12 ciudades pequeñas, entre ellas Vovchansk, forzando a la evacuación masiva de civiles, una postal que no se veía desde los inicios de la guerra.
Sobre el objetivo estratégico y el alcance de esta ofensiva militar hay diversas hipótesis. Según el mismo Putin, el objetivo no sería la ocupación de la ciudad de Kharkiv, la segunda ciudad de Ucrania que previo a la guerra tenía una población de 1 millón de personas, sino hacer retroceder a las líneas ucranianas unos 10 km y crear una “zona tapón” para impedir el ataque contra áreas residenciales rusas fronterizas, como Belgorod, al alcance de los drones que utiliza Ucrania.
Sin descartar este objetivo “defensivo”, algunos analistas militares sostienen que quizás sea parte de una maniobra distraccionista para obligar a Ucrania a dividir sus ya diezmadas fuerzas en dos frentes, y descuidar el Donbas que seguiría siendo la prioridad de Rusia. Mientras que otros plantean que se trataría de la primera etapa de una renovada “ofensiva de verano”.
Más allá de la “niebla de la guerra”, engrosada por maniobras políticas y estratagemas militares, dado el tamaño de la fuerza utilizada no pareciera ser un objetivo realista la ocupación de una ciudad de gran porte como Kharkiv.
La clave del éxito de la ofensiva rusa no fue la “sorpresa estratégica”, dado que la inteligencia ucraniana venía advirtiendo que se estaba preparando un ataque de envergadura, casi a plena luz del día. Sino que el factor determinante sigue siendo la debilidad del ejército ucraniano y la crisis de estrategia de Estados Unidos y las potencias europeas que dirigen a Ucrania a través de la OTAN.
Las fuerzas ucranianas ya se encontraban bajo una fuerte presión a lo largo de los más de 1100 kilómetros de la línea del frente, mucho antes de que Rusia lanzara esta ofensiva. Sus capacidades incluso defensivas vienen retrocediendo desde la fallida contraofensiva de la primavera de 2023. No tiene suficientes municiones, armas, soldados ni tampoco ingenieros para desarrollar el sistema de trincheras que le hubiera permitido resistir la ofensiva rusa.
Estas vulnerabilidades ya habían sido aprovechadas por Rusia para tomar la iniciativa y romper el estancamiento. Como resultado de este cambio en el terreno, el ejército ruso tomó la ciudad industrial de Avdiivka en febrero pasado, un trofeo militar pero sobre todo moral y operacional que le facilita a Moscú la relación con el Donbas.
Hay al menos dos razones que explican la situación vulnerable de Ucrania, que depende de manera absoluta del armamento y el financiamiento de las potencias occidentales para su supervivencia.
La primera es la demora en la llegada de municiones y armamento proveniente de Estados Unidos, dado que el gobierno de Biden recién logró a fines de abril la aprobación en el congreso del paquete de 61.000 millones de ayuda militar, después de meses de disputa con el partido republicano. A esto se suma que Ucrania no puede usar las armas que le provee Estados Unidos para atacar territorio soberano ruso, dado que la estrategia de Biden es evitar cualquier eventualidad que lleve a un enfrentamiento directo con Rusia, una “línea roja” que hasta ahora el imperialismo norteamericano no está dispuesto a cruzar. Esto hizo pasar un mal momento al secretario de estado norteamericano Antony Blinken –que se había dado el gusto de tocar en un bar de Kiev Rockin’ in the Free World (con el perdón de Neil Young)- cuando en conferencia de prensa tuvo que soportar las quejas públicas del canciller ucraniano.
La segunda es la escasez de soldados producto de las bajas en una guerra que lleva más de dos años y en una cierta crisis de reclutamiento (la edad promedio de los soldados es 40 años) que el gobierno de Zelenski y el parlamento pretenden superar con dos leyes nuevas que bajan la edad de conscripción de 27 a 25 años, aumentan las multas para los que evitan el enrolamiento y permite a los convictos incorporarse al combate.
Los reveses en el frente militar se traducen en desgracias políticas para Zelenski, que viene de relevar a gran parte de su gabinete de guerra. Con su popularidad en baja y crecientes cuestionamientos internos, su mandato vence el 20 de mayo, pero bajo la ley marcial no habrá elecciones. Crecen el descontento, la fatiga de guerra y los escándalos de corrupción que ya se llevaron puestos a varios ministros y funcionarios. En un clima enrarecido los servicios de inteligencia aseguraron haber desactivado un intento de asesinato contra el presidente por el cual detuvieron a altos mandos de la seguridad presidencial acusados de complotar con Rusia.
No es que Putin no tenga debilidades y contradicciones. Pero en comparación ha sacado al menos en esta etapa de la guerra una luz de ventaja. Modernizó la producción militar y recibe asistencia y know how de China, Irán y Corea del Norte. La política de Estados Unidos y las potencias europeas de aislar a Rusia imponiendo durísimas sanciones económicas y financieras no tuvo los resultados que se esperaban. En gran medida gracias a la alianza que Putin selló con su homólogo chino, Xi Jinping en vísperas de la guerra. Claro que la guerra no es inocua. Rusia ha resignado mercados energéticos importantes como el alemán, y Gazprom, el gigante gasífero estatal, reportó pérdidas por primera vez en 20 años. Pero ha conquistado mercados nuevos como la India y África y la reconversión a una “economía de guerra” ha permitido mantener cierto crecimiento, contra todo pronóstico.
Quizás el punto de inflexión en la crisis que atravesó el gobierno ruso, sobre todo en el primer año de la guerra, fue la decisión de Putin de liquidar al grupo Wagner y eliminar físicamente a su jefe, E. Prigozhin, que se había levantado en armas contra su autoridad. A partir de ese momento, Putin pudo recomponer su autoridad y disciplinar a las distintas camarillas de la burocracia política y al mando militar.
Putin ha logrado una nueva reelección a fuerza de autoritarismo y represión y de sacar del juego a opositores (A. Navalni murió en prisión en circunstancias más que sospechosas). Acaba de inaugurar a principios de mayo su quinto mandato al frente del Kremlin con una febril actividad política, además de haber ordenado el avance sobre Kharkiv.
En las últimas dos semanas, el presidente ruso participó del desfile tradicional del “Día de la Victoria” en conmemoración del triunfo sobre los nazis, que este año fue una exhibición del renovado poderío militar ruso. Reconfiguró su gobierno con el reemplazo del ministro de defensa, el general Sergei Shoigu por Andrei Belousov, un economista civil formado en la vieja escuela soviética que lleva años en el Kremlin. La lectura política del nombramiento inesperado de Belousov es que Putin se prepara para un conflicto largo, tanto en Ucrania como contra Occidente, por lo que el flamante ministro tendría la misión de generar y gestionar los recursos del conjunto de la economía para modernizar y sostener su maquinaria de guerra (el presupuesto de defensa asciende al 8% del PIB), reducir la creciente dependencia con respecto a China y a la vez, evitar que la guerra lleve al país a la bancarrota.
Además del frente interno, la actividad más relevante de Putin fue su viaje a China donde se reunió con Xi Jinping (es el encuentro número 43 entre ambos jefes de estado desde 2013). Putin y Xi reafirmaron la “amistad sin límites” es decir, la alianza emergente entre China y Rusia que se selló en vísperas de la guerra con el objetivo ahora explícito de “fundar un orden internacional democrático y multipolar” alternativo al orden neoliberal liderado por Estados Unidos, que ha entrado en un proceso acelerado de decadencia.
Es imposible ahora prever el significado estratégico de la incursión en Kharkiv. El tiempo dirá si es un avance táctico, es decir, una maniobra de Rusia aprovechando las debilidades ucranianas para retomar territorio y reposicionarse antes de que lleguen las armas que Estados Unidos le prometió a Ucrania, pero que en sí misma no cambia el carácter de guerra de desgaste que ha adquirido el conflicto. O si será un acelerador del desenlace de la guerra, activando otras tendencias hasta ahora contenidas, que llevan inscripto el enfrentamiento directo y ya no en una guerra “proxy” entre Rusia asociada con China y las potencias imperialistas occidentales de la OTAN, lo que casi de inmediato ampliaría el teatro de operaciones a Europa.
La estrategia de Estados Unidos de sacar ventaja de una guerra subsidiaria utilizando a Ucrania para debilitar a Rusia (y de paso reforzar el liderazgo sobre la Unión Europea) sin poner ni un soldado norteamericano en el terreno, parece estar encontrando sus propios límites.
Biden se enfrenta con un dilema cada vez más agudo, porque mantener sus “líneas rojas” –es decir, armar a Ucrania para que aguante pero no para que ataque a Rusia- puede llevar nada menos a que a una derrota del bando occidental. Pero la alternativa es escalar hacia una guerra directa de la OTAN con Rusia (y China).
Conscientes de esta encerrona, representantes del ala “realista conservadora” del establishment norteamericano, como R. Haass, aconsejan persuadir a Zelenski de pasar a una posición defensiva e iniciar un proceso de negociación con cesión de territorio, que deje congelado el conflicto y permita ganar tiempo para rearmar el diezmado ejército ucraniano.
El fantasma de la derrota de Ucrania, un escenario de pesadilla improbable pero no imposible, acecha a Estados Unidos y sus aliados europeos, obligándolos a recalcular estrategias, lo que deja una vez más a la intemperie las grietas que dividen a las potencias occidentales.
En esta situación inflamable, se profundiza las tendencias militaristas y guerreristas, claramente en ascenso en Europa, que ve que una debacle de Ucrania la dejaría cara a cara con Rusia. La escalada no es inevitable, pero está inscripta en la dinámica de los acontecimientos. Noruega que es miembro de la OTAN pero no de la Unión Europea, anunció un plan de expansión militar de 12 años, lo que implica que para 2036 habrá duplicado su presupuesto de defensa y triplicado las brigadas de su ejército. El impopular primer ministro británico, el conservador R. Sunak, acaba de habilitar un aumento sideral del gasto de defensa para poner al país en “pie de guerra”. El gobierno alemán encabezado por el socialdemócrata O. Scholz, está considerando reinstalar el servicio militar obligatorio, al igual que otros países de la UE.
Quizás la posición más extrema fue la del presidente francés E. Macron que no descartó el envío de tropas a Ucrania, una idea profundamente impopular y además rechazada por el resto de las potencias europeas y Estados Unidos, pero de la que se hicieron eco otros países enemigos de Rusia como Lituania. En una entrevista reciente con la revista The Economist, Macron agitó el uso disuasivo del armamento nuclear e insistió en su propuesta de una “autonomía soberana” de la Unión Europea con respecto a Estados Unidos. No casualmente fue el único país de Europa Occidental que visitó Xi Jinping durante su gira europea.
El orden neoliberal comandado por Estados Unidos, con un liderazgo incuestionado en la inmediata pos guerra fría, está en una crisis probablemente terminal. El mundo “globalizado” dirigido desde Washington está dando paso a una nueva configuración “pre 1914”. En el marco de una degradación de las democracias liberales e intentos “cesaristas”, han vuelto a escena las tendencias proteccionistas en los países imperialistas (Biden acaba de imponer aranceles del 100% contra China en vehículos eléctricos), las rivalidades entre las grandes potencias y la guerra al corazón de Europa, combinada con otra guerra de dimensión internacional en el Medio Oriente. No estamos aún en los inicios de la “tercera guerra mundial”, es decir, en una disputa militar abierta por la hegemonía mundial, pero se ha abierto un interregno peligroso.
El intento de asesinato del primer ministro de Eslovaquia, M. Fico, un populista que volvió al poder en 2023 sobre la base de un promesas demagógicas a los sectores populares y de oponerse a la guerra en Ucrania, es parte de este clima de época.
La perspectiva probable de que Donald Trump regrese a la Casa Blanca para un “segundo tiempo”, y el ascenso de la extrema derecha (que puede tener un gran desempeño en las elecciones para el parlamento europeo y llegó al gobierno en Argentina con Javier Milei) hace aún más picante el clima de polarización política y tensa al máximo la ya alterada política mundial.
La contratendencia es el surgimiento un poderoso movimiento contra el genocidio de Israel en Gaza y los gobiernos que colaboran con la masacre perpetrada por B. Netanyahu, y que viene sufriendo una fuerte represión estatal. El surgimiento de este movimiento, con base en las principales universidades de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, el Estado español, Alemania, y que tiene una tendencia a globalizarse, es uno de los acontecimientos más significativos de la lucha de clases internacional. La aparición en escena de esta vanguardia juvenil con una incipiente conciencia antiimperialista (que lo emparenta con los movimientos radicalizados de la década de 1960 contra la guerra de Vietnam y por los derechos civiles) es la avanzada de otros procesos profundos de lucha contra la explotación y la opresión colonial, como la propia lucha palestina contra la opresión israelí o la actual revuelta en Nueva Caledonia contra el imperialismo francés. La gran lección del siglo XX es que solo el desarrollo de esta lucha de clases, que lleve a revoluciones obreras, podrá detener la tendencia del imperialismo a las crisis y las guerras.
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