¿Hay puntos de contacto entre el clima político e ideológico imperante hoy y aquel que precedió a las revoluciones de 1848? ¿En qué sentido el auge actual del militarismo y de las disputas entre potencias puede compararse con la etapa previa a la Primera Guerra Mundial? Son preguntas que se hace el historiador Christopher Clark y retoma el marxista británico Perry Anderson en el último número de New Left Review, una de las revistas de debate teórico-político marxista más importantes a nivel internacional. En estas páginas debatiremos sobre la primera de aquellas preguntas. La segunda la abordamos en otro artículo de esta misma edición de Ideas de Izquierda.
En la edición de marzo/abril de la NLR, Perry Anderson –el mismo que allá por el año 2000 afirmara que el neoliberalismo era “la ideología más exitosa de la historia mundial” [1]– dedica un extenso artículo [2] al historiador australiano Christopher Clark, quien esboza dos analogías históricas inquietantes. Por un lado, compara el período actual con aquel que antecedió a la Primera Guerra Mundial. Por otro, destaca las semejanzas entre la situación presente y aquella que precedió a uno de los más grandes ciclos revolucionarios de la historia: 1848-1849. Lo más sintomático es que Anderson, para quien la revolución se había transformado en un objeto museístico, hoy afirme que: “Los paralelos entre las décadas de 1830 y 1840 y las últimas dos décadas, argumentados e ilustrados con cuidado […] si no indiscutibles, deben respetarse” [3].
La referencia es al libro de Clark Revolutionary Spring (Primavera revolucionaria) publicado en 2023. Una obra monumental que busca reconstruir de conjunto aquella serie de levantamientos y revoluciones que atravesó todo el continente europeo desde Suiza y Portugal hasta Valaquia y Moldavia, desde Noruega, Dinamarca y Suecia hasta Palermo y las Islas Jónicas. En sus conclusiones señala que en la actualidad:
Si se avecina una revolución (y parecemos muy lejos de una solución no revolucionaria a la “policrisis” que enfrentamos actualmente), puede parecerse a 1848: mal planificada, dispersa, irregular y plagada de contradicciones. Se supone que los historiadores deben resistir la tentación de verse a sí mismos en la gente del pasado, pero mientras escribía este libro, me asaltó la sensación de que la gente de 1848 podía verse a sí misma en nosotros [4].
Dos restauraciones
La hipótesis de que si se avecina una revolución en el siglo XXI puede parecerse a las de 1848, no solo es parte de las conclusiones de Revolutionary Spring, sino que permea el enfoque que desarrolla el autor sin por ello distanciarse de los hechos documentados. Muchos de los aspectos extraordinariamente reflejados en el libro en torno a la situación de las clases populares, la confusión ideológica que primaba en aquel entonces, el autoritarismo decadente de los regímenes de la época, nos traen ecos al presente. Clark afirma que también “las inestables estructuras de liderazgo, la fusión parcial de ideologías dispares y la cualidad móvil, proteica e improvisada de gran parte de la disidencia política actual recuerdan a 1848” [5].
Buena parte de estos elementos, como señala Anderson en su comentario al libro, hunden sus raíces en la Europa de la Restauración neo-absolutista. Los regímenes políticos en sus diversas variantes –monarquías conservadoras o absolutismos autocráticos que dominaban en Rusia, Austria y Prusia; constitucionalismos oligárquicos como el británico o francés– se consideraban a sí mismos baluartes contra cualquier irrupción del movimiento de masas. Anderson sostiene con razón que:
El orden construido por la pentarquía de las potencias victoriosas en 1815 y bautizado por sus arquitectos –Alejandro I, Metternich, Castlereagh, Hardenberg y Talleyrand– “el derecho público europeo” estaba diseñado para apagar los rescoldos de la Revolución francesa y la imagen del usurpador que había amenazado la estabilidad de todos los tronos de Europa [6].
En este sentido, la situación actual, en lo que tiene de comparable con la que dio lugar a los procesos de 1848, también le debe mucho a la “Restauración burguesa” de la últimas cuatro décadas. En un artículo de 2011, “En los límites de la ‘Restauración burguesa’”, desarrollábamos aquella analogía y señalábamos, en relación a la Primavera Árabe de aquel entonces, que:
En la actualidad estamos ante los albores de un nuevo período histórico. Frente a los límites de la “Restauración burguesa” se alza una nueva “primavera de los pueblos” cuya profundidad aún no es posible determinar. […] Pero la historia no se repite […] no nos enfrentamos en la actualidad al primer capítulo de historia del proletariado moderno sino a su capítulo más reciente luego de más de un siglo y medio de luchas revolucionarias.
A la primera fase del ciclo revolucionario de 1848, Clark la llama ingeniosamente “el momento de la plaza Tahrir”, en referencia al levantamiento egipcio de 2010. Cabe recordar que entre febrero y marzo de 1848, las masas se levantaron casi en forma unánime contra las monarquías en un dominó de revoluciones: en enero Palermo, en febrero París, en marzo Viena, Berlín, Milán, la revolución en Hungría, en Polonia, en el principado rumano de Valaquia, hasta encender a buena parte de las principales ciudades de Europa. Un reguero de luchas democráticas y nacionales en el cual, por entonces, primaba la ilusión de la fraternidad entre todas las clases. La “Primavera” de 2010-2012, que tuvo su epicentro en el mundo árabe con procesos que enfrentaron diferentes dictaduras en Túnez, Egipto, Siria, Libia, entre otros países, no llegó a pasar claramente esta primera fase. En Egipto, que constituyó el punto más alto del ciclo, luego de un breve interregno de apertura electoral, el proceso fue rápidamente cerrado a sangre y fuego con la dictadura de Al-Sisi. En el caso de Siria, por ejemplo, con la intervención del imperialismo mediante, el proceso devino velozmente en una guerra civil reaccionaria (con fenómenos progresivos en su interior como la lucha del pueblo kurdo que fueron licuándose en el marco de alianzas militares con EE. UU. y luego con Assad contra los ataques turcos).
Aquellos procesos de 2010-2012, que también tuvieron su capítulo europeo con el 15M español y en Grecia –con un importante proceso de la lucha de clases con más de 30 paros generales [7]– no abrieron un ciclo de revoluciones; primó la dinámica de la revuelta. Algo similar sucedió en el ciclo siguiente que tendría lugar entre finales de 2018 y 2019. Mucho más extendido que el anterior, este llegó a los más diversos puntos del globo: Chile, Colombia, Ecuador, Bolivia, EE. UU., el Estado español, Argelia, Sudán, Haití, Hong Kong, Myanmar, entre otros. Las décadas previas de ofensiva neoliberal fueron determinantes en la fisonomía que adquirieron estos procesos, tanto por la fragmentación social en la que quedó sumida la clase trabajadora como por la aguda crisis de subjetividad que dejó la etapa de “Restauración burguesa”. Primó una dinámica divergente entre dos sectores que, a falta de una denominación mejor, podríamos llamar los “perdedores relativos” de la globalización (quienes de alguna manera lograron algún avance social, aunque más no sea salir de la pobreza, y vieron sus expectativas frustradas por la crisis) y los “perdedores absolutos” (sectores empobrecidos, precarizados de la clase trabajadora, desempleados, especialmente entre la juventud, que quedaron virtualmente fuera del “pacto neoliberal”). El carácter “ciudadano” de estas revueltas, es decir, atomizado y en buena medida desorganizado, permitió un mejor despliegue de los mecanismos represivos pero, sobre todo, posibilitó que fuerzas de centroizquierda pudiesen contener la movilización dentro de los límites de los regímenes burgueses existentes.
Dicho esto, son pertinentes muchos de los elementos comparativos entre la “Primavera Árabe” y las revoluciones de 1848 que señala Clark. La sorprendente simultaneidad de procesos con características locales pero claramente interrelacionados que marcó 1848 puede reconocerse en el ciclo 2010-2012; también en el de 2019, agregaríamos nosotros. A su vez, como señala el autor, “en su hormigueante multitud, en la interacción impredecible de tantas fuerzas, los tumultos de mediados del siglo XIX se parecían a los levantamientos caóticos de nuestros días, en los que es difícil encontrar puntos finales claramente definidos” [8]. También la tensión entre las formas parlamentarias y otras formas de representación más directa, que Clark marca como característica de 1848, resuena en la escena política contemporánea. Todos estos aspectos nos hablan, sobre todo, de ciertas similitudes entre los climas de época, en ambos casos momentos de importantes transiciones históricas.
En este sentido parecería más adecuada la comparación con las revoluciones de 1830, que constituyeron una especie de precuela de 1848, con su epicentro en Francia pero también sus réplicas particulares en Bélgica, Alemania, Italia y Polonia con diferentes características. En otras partes de su libro, Clark apunta sus comparaciones en esta dirección, viendo en la actualidad más bien reminiscencias de la década del 1830 y principios de los 1840. En este sentido, señala que:
En cierto modo, la calidad fluida, no lineal y confusa de la vida intelectual en las décadas de 1830 y 1840 se asemeja a la confusión latente de nuestro propio tiempo. Pertenecían a un mundo que aún no se había topado con las grandes identidades disciplinarias de la política moderna; nosotros pertenecemos a uno en el que esas identidades se están disolviendo rápidamente [9].
Es interesante notar que de esta época datan las primeras grandes luchas obreras modernas: las rebeliones de los trabajadores de Lyon a principios de la década de 1830, el movimiento cartista inglés a partir de 1838, el levantamiento de los tejedores en Silesia de junio de 1844 que fueron anticipando la emergencia del movimiento obrero. Salvando las distancias, vemos en la actualidad cómo, luego de los dos ciclos de revueltas de los últimos años, el movimiento obrero comienza a poner su impronta: desde la lucha contra el golpe militar en Myanmar de 2021 con importante protagonismo obrero, pasando por los paros generales y movilizaciones contra la reforma de las pensiones en Francia que tuvo lugar en 2023, hasta el extendido proceso de sindicalización en el EE. UU. y el ciclo de huelgas contra la inflación que tuvo lugar en 2023 en el marco del estallido de la guerra en Ucrania en el Reino Unido, Alemania, Portugal, Grecia, etc. Todos síntomas de un movimiento obrero que, al tiempo que vuelve a tensar sus músculos, debe articular una nueva identidad capaz de englobar a sus diferentes sectores, el tradicional del movimiento obrero sindicalizado y el de los trabajadores precarizados que ha aumentado exponencialmente en las últimas décadas. A diferencia de la inmadurez del joven proletariado de 1848, en la actualidad se trata de una clase obrera hiperdesarrollada cuya subjetividad está marcada por toda la serie de derrotas que marcaron la etapa de la “Restauración burguesa”.
Problemas políticos
Ahora bien, las revoluciones de 1848, como ilustra pormenorizadamente Revolutionary Spring, no se circunscribieron al “momento de la Plaza Tahrir” de sus primeros meses. Para mayo ya se empezó a romper la unanimidad de los primeros combates y comenzaron las manifestaciones de los sectores más radicales contra los nuevos regímenes en París y en Viena. Para junio se produjo una nueva insurrección en Francia contra el nuevo régimen de la Asamblea Nacional protagonizada por el proletariado frente a la provocación de la burguesía que se disponía a cerrar los Talleres Nacionales –creados en marzo para emplear a los desocupados–. En las barricadas de París resonará la consigna de “dictadura del proletariado”. La respuesta fue una brutal represión utilizando los métodos practicados en la represión colonial en Argelia. Este primer gran choque frontal entre burguesía y proletariado marcará un punto de inflexión en la historia de la lucha de clases moderna [10]. A la sangrienta derrota del proletariado de París le seguirán meses de contrarrevolución en Berlín, Praga, Viena y Valaquia. En paralelo tendrá lugar una nueva oleada de insurgencia encabezada por las corrientes radicales de izquierda en Sajonia, Baden y otros estados del centro y sur de Alemania, del oeste y sur de Francia y en Roma. Algunos de estos procesos se extenderán hasta mediados de 1849. Finalmente llegará el segundo ciclo contrarrevolucionario.
Cada vez que los liberales llegaron a puestos de poder gracias a la revolución, como en Francia, se plegaron a las fuerzas burguesas y monárquicas que buscaron derrotar al movimiento de masas –esencialmente proletario y urbano– que los había llevado hasta allí. Y esto nos lleva a problematizar una de las tesis políticas centrales del libro de Clark, referida a la relación entre los “liberals” y los “radicals” durante las revoluciones de 1848. El autor afirma que:
El hecho de que liberales y radicales no se escucharan unos a otros fue uno de los obstáculos centrales para una transformación política más profunda. Cuando los liberales denunciaron a los demócratas como “comunistas” y los radicales ridiculizaron los “parla-parla-parla-parlamentos” de los liberales, representaron una de las tragedias centrales de 1848 [11].
Clark se pregunta qué hubiera pasado de lograrse una síntesis entre ambos sectores. Diferencia al liberalismo de aquel entonces, “rico, diverso, arriesgado y vibrante”, de lo que se entiende hoy por “liberalismo” despojado de su carisma y vaciado de su historia. Señala que los argumentos radicales a favor de la democracia y la justicia social hubieran sido un correctivo crucial para el elitismo liberal, al poner sobre la mesa la cuestión de la desigualdad. Sin embargo, luego de la primera fase de la revolución donde primaba la unidad, para los liberales (“el pueblo tricolor”), la tarea principal era la reforma política; para los radicales (“el pueblo de la bandera roja”) era la transformación social. “Para los liberales –resalta Clark–, la revolución fue un acontecimiento consumado cuyas consecuencias ahora era necesario estabilizar. Para los radicales parisinos, por el contrario, era un proceso que apenas había comenzado” [12].
Esta tesis sobre el desencuentro entre “liberals” y “radicals” fue recibida con cierto entusiasmo por publicaciones como la revista Jacobin. Allí, Owen Dowling afirma que “las cuestiones que plantean las insinuaciones contrafácticas de Clark sobre la posibilidad de construir coaliciones progresistas viables por encima de diferencias ideológicas sustanciales difícilmente pueden ser ignoradas por la izquierda”. Sin embargo, si como sugiere Clark, no hay solución no-revolucionaria de la “policrisis” del capitalismo y la perspectiva de una oleada revolucionaria como la de 1848 puede ser pensada hoy, la conclusión que necesitamos para el presente es la contraria. Si hay algo que han mostrado las múltiples y variadas revueltas de las últimas décadas es que las corrientes neorreformistas y los “populismos de izquierda” han sido incapaces de dar respuesta a las demandas sociales y democráticas de los movimientos. Más bien, configuraron reformismos sin reformas serias que terminaron allanando el camino a fuerzas de derecha. Pasó con Syriza en Grecia, con Podemos en el Estado español, con el Frente Amplio en Chile, entre muchas otras formaciones que llegaron al gobierno a caballo de revueltas.
En este sentido, las conclusiones para la actualidad están más cerca de las que extrajeron Marx y Engels durante los propios acontecimientos de 1848. Como relata detalladamente Fernando Claudín en su libro Marx y Engels y la Revolución de 1848, ambos revolucionarios comenzaron su intervención en los acontecimientos en torno a la Nueva Gaceta Renana, cuyo subtítulo era “órgano de la democracia”. A este periódico lo concebían como portavoz radical dentro del confuso y heterogéneo conglomerado del “partido demócrata” alemán de ese entonces [13]. Recién en abril de 1849 Marx y Engels se pronunciaran por la formación de una organización obrera independiente, luego de que la mayoría de la burguesía liberal y la pequeñoburguesía democrática representada en la Asamblea de Frankfurt pactara con el antiguo régimen. La conclusión que sacaban era que el ímpetu revolucionario burgués era cosa del pasado.
En el “Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas” de 1850 sostenían que el máximo aporte de los trabajadores alemanes era organizar con toda independencia el partido del proletariado, “su grito de guerra debe ser: la revolución permanente”. En este sentido, planteaban que:
Junto a los nuevos gobiernos oficiales, los obreros deberán constituir de inmediato gobiernos obreros revolucionarios, ya sea en forma de comités o consejos municipales, ya en forma de clubes obreros o de comités obreros, de tal manera que los gobiernos democrático-burgueses no solo pierdan de inmediato el apoyo de los obreros, sino que se vean desde el primer momento vigilados y amenazados por autoridades tras las cuales está toda la masa de los obreros [14].
Tanto la necesidad de una organización obrera revolucionaria independiente como de articular un poder propio de la clase trabajadora serían conclusiones de avanzada para su tiempo que luego desarrollarían revolucionarios del siglo XX como Lenin y Trotsky en nuevos términos. La ausencia de ambos elementos en los recientes procesos de revuelta fueron factores determinantes que les impidieron transformarse en nuevas revoluciones. Por otra parte, la relación entre demandas democráticas, emancipación nacional y lucha anticapitalista se ha mostrado infinitamente más estrecha que un siglo y medio atrás. Las formas ciudadanas que adquirieron aquellas revueltas, donde la clase trabajadora participó diluida y atomizada, sin sus métodos –como la huelga general–, sin organizaciones políticas propias independientes de la burguesía, hicieron posible que la enorme energía desplegada por el movimiento de masas terminase canalizada al interior de los viejos regímenes o variantes de los mismos hacia un callejón sin salida.
En este sentido, aquellas conclusiones de 1848 siguen vigentes. Sin embargo, las décadas posteriores traerían cambios fundamentales en la estructura del capitalismo mundial y las formas de dominación de los cuales es indispensable partir para cualquier analogía un siglo y medio después.
Una nueva época
Si tomamos las analogías históricas para pensar el presente no es porque la historia se repita. El objetivo de estas comparaciones es fomentar la imaginación política y la capacidad de formular hipótesis estratégicas. Y, en este sentido, hay una diferencia fundamental a la hora de cualquier analogía actual con 1848: un cambio de época histórica del capitalismo marcado por la emergencia del imperialismo. Un aspecto que pasará por alto Clark en sus analogías con 1848 y que también estará prácticamente ausente en su libro anterior sobre la Primera Guerra Mundial, Sonámbulos, como abordamos en otro artículo.
La segunda ola contrarrevolucionaria de 1849 en Roma, Sajonia, Frankfurt, Baden, Moldavia, Valaquia y Hungría daría un cierre al proceso. Pero no sería el único factor. De hecho, en 1850 Marx y Engels se preparaban para una tercera oleada revolucionaria hasta que poco después advirtieron que el capitalismo había comenzado un nuevo ciclo de expansión económica generalizado. En la segunda parte del siglo XIX se concretará la unificación alemana e italiana –en Japón la Restauración Meiji– que fueron “revoluciones pasivas” burguesas; revoluciones/restauraciones en las que solo el segundo momento es válido, como va afirmar Gramsci [15]. De algún modo, las contradicciones planteadas por el 48 fueron “resueltas” a partir de una renovada expoliación colonial en las décadas siguientes que encontraría sus límites hacia finales del siglo XIX en un mundo ya enteramente repartido entre las grandes potencias. Sería la apertura de la época imperialista que cambió la estructura no solo económica, sino también social y política del capitalismo.
A la hora de evaluar hasta qué punto fueron derrotadas las revoluciones de 1848, Clark destaca las amplias consecuencias que tuvieron para el futuro del conjunto de Europa. Señala que:
… la forma precisa adoptada por la nueva constelación política varió según las condiciones constitucionales, pero en todos los Estados europeos la agenda fue fijada por un acercamiento posrevolucionario que demostró ser capaz de responder a las aspiraciones de los elementos más moderados de los viejos progresistas y de los elementos más innovadores y emprendedores entre las viejas élites conservadoras [16].
Y agrega que fue en este marco que los gobiernos impulsaron la modernización de la industria y la infraestructura, se comprometieron con la inversión y el desarrollo. Desde el punto de vista del autor, ligado a la idea de una confluencia fallida entre liberales y radicales, en aquellos elementos se expresaban un conjunto de consecuencias positivas del proceso de 1848-1849 a pesar de la derrota del movimiento de masas. Sin embargo, lo que tuvo lugar no fue un mero compromiso posrevolucionario, sino el comienzo del fin del Estado liberal clásico y la emergencia, ligado a la expansión del dominio colonial, de un nuevo tipo de Estado en los países centrales que se consolidará luego de la derrota de la Comuna de París en 1871.
En este nuevo contexto, aquel grito de guerra de la “revolución permanente” esbozado por Marx en 1850 dará lugar a innumerables debates desde principios del siglo XX, con intervenciones de Kautsky, Luxemburg, Riazanov, Mehring, Parvus, Trotsky [17]. Este último, retomará el balance de 1848 para señalar que aquellas revoluciones se habían quedado a mitad de camino en cuanto al gigantesco esfuerzo que necesita una sociedad para saldar cuentas con el antiguo régimen. Este solo podía conseguirse o bien mediante la poderosa unidad de la nación entera sublevada, como en la Revolución francesa entre 1789 y 1793, o bien mediante una exacerbación de la lucha de clases dentro de la nación en vías de emancipación, lo que implicaba, frente a la defección de la burguesía liberal, que el proletariado pudiese elevarse a clase dirigente. Desde este ángulo y sobre la base de la experiencia de las revoluciones rusas y la Revolución china de 1925-27, reformulará y generalizará la idea de “revolución permanente” para los países de desarrollo burgués retrasado afirmando que la resolución íntegra y efectiva de los fines democráticos y de la emancipación nacional solo pueden conquistarse con una alianza de clases encabezada por la clase trabajadora conducida por un partido revolucionario. Este planteo será parte de una teoría más amplia sobre el carácter, el nexo interno y los métodos de la revolución internacional en la época imperialista [18]. Al mismo tiempo producirá nuevos desarrollos tácticos y estratégicos para dar cuenta de la mayor complejidad de la revolución en los países centrales.
En sus Cuadernos de la cárcel, Gramsci también establecerá un tipo de continuidad entre aquella consigna de Marx y la Revolución rusa vinculándola a la práctica hegemónica de Lenin. Como analiza Juan Dal Maso, desarrollará la teoría de la hegemonía como “forma actual” de la fórmula cuarentiochesca de la “revolución permanente” [19]. Señalará que en el período posterior a 1870, con la expansión colonial europea, las relaciones organizativas internas e internacionales del Estado se habían vuelto más globales y masivas. Esto marcaba el pasaje, en política, de la primacía de la “guerra de movimientos” a la “guerra de posiciones”. Con este planteo da cuenta de la transformación en las formas de dominación de los países “occidentales” [20]. En diversos pasajes de sus Cuadernos de la cárcel, Gramsci identificará erróneamente la formulación de Trotsky sobre la “revolución permanente” con una idea de ataque frontal [21] que niega aquella “guerra de posiciones” [22], aunque posteriormente señalará a Trotsky como una especie de precursor en la revisión de los métodos tácticos para dar cuenta de las diferencias entre el escenario “oriental” y el “occidental” [23]. Lo cierto es que ambos darán cuenta de la mayor dificultad para llevar adelante la revolución en los países “occidentales”. Con el desarrollo de un “Estado integral” (Gramsci) o ampliado, la burguesía había respondido a la emergencia del movimiento obrero (sindicatos, partidos, etc.) extendiendo la lucha hacia la sociedad civil para organizar el consenso activo de las masas y asimilar a los líderes del movimiento obrero para que colaboren en el mantenimiento del orden, ya sea por convencimiento o por corrupción, fenómeno al que Gramsci denominará “transformismo”.
Al día de hoy, las características de las formaciones socio-políticas “occidentales” que en la época de Trotsky y Gramsci eran propias de Europa y un puñado de países centrales, se han extendido enormemente a las más diversas latitudes. Junto con la reformulación del rol de las burocracias obreras tradicionales se han desarrollado en paralelo “nuevas” burocracias a la par del desarrollo de los llamados “nuevos movimientos sociales”, con la subsecuente estatización ya sea mediante los vínculos con el Estado de las llamadas ONG o vía “departamentos” estatales específicos (ministerios, secretarías, agencias) que cumplen las tareas de cooptación y regimentación en el interior de los “movimientos”. Unas y otras interactúan en forma complementaria. Las primeras, restringen las organizaciones sindicales a los sectores más altos de la clase obrera haciendo gala de un corporativismo antipopular y antihegemónico. Las segundas actúan desligando la lucha por los derechos civiles o “sociales” del conjunto de las demandas de la clase trabajadora. Este ha sido un importante factor para que las revueltas del siglo XXI no se hayan transformado en revoluciones como en 1848.
Desde el punto de vista de las hipótesis estratégicas, el cambio en la estructura socio-política de las sociedades “occidentales” u “occidentalizadas” plantea una “guerra de posiciones” que, lejos de las interpretaciones reformistas que se han hecho desde Palmiro Togliatti en adelante, consiste en una lucha de carácter preparatorio en la cual tanto un partido revolucionario como las diversas instituciones de la clase trabajadora deben pugnar constantemente por desarrollarse en forma independiente del Estado capitalista y por combatir el transformismo. Un escenario donde adquiere mayor complejidad la pelea por el desarrollo de soviets/consejos en tanto organismos de autoorganización independientes –no controlados por la burocracia–, capaces de articular a los diferentes sectores de la clase trabajadora y a esta con sus múltiples aliados, y de ligar lo social con lo político para evitar que el que el movimiento quede circunscripto a las luchas parciales, por un lado, y a la participación electoral, por el otro. En esta disputa “posicional” –que incluye también movimientos propios de la “guerra de maniobra”–, el desarrollo de un partido revolucionario es un elemento indispensable. De su fortaleza dependerá en buena medida la posibilidad de conquistar la hegemonía en situaciones revolucionarias, cuando pase mucho más a primer plano la “guerra de maniobra”.
Internacionalismos
Una conclusión ampliamente ilustrada por Clark en Revolutionary Spring es aquella que, como dice el autor, “revela hasta qué punto los contrarrevolucionarios colaboraban internacionalmente mejor que sus oponentes” [24]. En abril/mayo de 1849, un ejército francés de 10.000 miembros invadió Roma para restaurar el papado; una fuerza coligada de austríacos, rusos y croatas que reunía 375.000 efectivos atacó a Hungría. El orden de la Restauración, a pesar de las disputas geopolíticas, fue defendido prácticamente con un solo puño. Las fuerzas de la revolución estuvieron lejos de contar con una organización internacional capaz de hacerle frente. De allí que otra de las principales conclusiones de Marx y Engels en 1850 fuese la necesidad de reorganizar la Liga Comunista, organización internacional a la que pertenecían.
Si hay algo que han mostrado los ciclos de revueltas del siglo XXI, tanto el de 2010-2012 como el de 2019, es la enorme capacidad de contagio e interdependencia de los procesos. No es un rasgo nuevo, tiene que ver con la integración mundial del capitalismo, infinitamente superior a la existente en 1848. En aquel entonces el internacionalismo aún estaba atravesado el papel geopolítico diferencial que cumplían las potencias. De hecho, la hipótesis estratégica de Marx y Engels era que la revolución democrático burguesa en Alemania conllevaría la intervención armada del zarismo ruso como gendarme de la reacción europea, frente a la cual una Francia revolucionaria debía salir en su defensa, forzando el involucramiento militar de Inglaterra para combatirla dando lugar a una “guerra mundial” [25]. Con el advenimiento de la época imperialista, las guerras entre potencias pasaron a ser indefectiblemente reaccionarias, motivadas por el reparto del botín colonial. La III Internacional daría lugar a un nuevo internacionalismo de la clase trabajadora y los pueblos oprimidos del mundo, luego liquidado por el stalinismo en favor de la diplomacia entre Estados. Hoy, cuando incluso sectores de la izquierda ven en el eje chino-ruso un supuesto “campo” progresivo frente a las potencias “occidentales”, retomar la lucha por una política antiimperialista y un internacionalismo que una a la clase trabajadora más allá de las fronteras y con los pueblos oprimidos del mundo se hace fundamental.
No hay salida pacífica de las contradicciones que se están gestando en torno a la disputa entre EE. UU y China, a la guerra en Ucrania, al genocidio del Estado de Israel y la situación en Medio Oriente. Como mostraron decenas de revueltas en el siglo XXI, tampoco hay salida reformista en el marco de la “policrisis” que atraviesa el capitalismo. Esta situación es propicia a la emergencia del movimiento en solidaridad con el pueblo palestino en las principales universidades de muchos países imperialistas. Las comparaciones con el movimiento contra la guerra de Vietnam de los años 60 del siglo XX ya son moneda corriente. Para tomar dimensión del desplazamiento tectónico que representa, cabe recordar que su libro de 2019, Capital e ideología, Thomas Piketty señala a las universidades de los países centrales como el reducto de una ideología elitista desconectada de los padecimientos de las mayorías y base social de lo que llama la “izquierda brahmán” en alusión a la casta superior de los sacerdotes en el sistema hindú antiguo. Ahora la juventud de esos mismos centros universitarios, desde Columbia hasta La Sorbona, empieza a tomar en sus manos banderas antiimperialistas acampando en los campus, enfrentando a las autoridades universitarias, a los gobiernos, la represión policial y la persecución mediática que busca acallar las protestas. Son nuevos aires que preanuncian los contornos de la lucha de clases en la presente etapa de la situación mundial.
Si ya a mediados del siglo XIX se hizo patente la necesidad de una organización de los revolucionarios a nivel internacional, en el siglo XXI pensar la construcción de un partido revolucionario en un país por fuera de la lucha por la construcción de una internacional de la revolución socialista está por fuera de cualquier consideración estratégica mínimamente seria. A diferencia de 1848, en la etapa actual la perspectiva de una tercera guerra mundial y la del triunfo de nuevas revoluciones constituyen pronósticos alternativos. Solo nuevas victorias revolucionarias pueden frenar el curso del capitalismo hacia la guerra.
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