A propósito de la firma del tratado de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europea (UE), discutimos el rol que ha tenido la apertura comercial en el orden mundial capitalista, y las imposibles ilusiones de “abrirse al mundo” como vía para la prosperidad que venden Macri y los liberales.
Los liberales y neoliberales −desde Milei hasta Macri− sostienen que el libre comercio es la piedra de toque para alcanzar el esquivo desarrollo nacional. La decadencia argentina se explicaría en una medida no menor por haberse “cerrado” del mundo. Para muestra, destacan que las exportaciones argentinas apenas representa un 0,3 % del total mundial, cuando hace 50 años llegan al 0,8 %, y a mediados del siglo pasado equivalían al 1 %. Las naciones más prósperas, nos dicen, son las que han abrazado el libre comercio.
Hace ya más de 20 años Ha-Joon Chang analizó en Retirar la escalera cómo los países que llegaron a hacerse ricos −las potencias imperialistas- lo hicieron a través de políticas muy distintas de ese libre comercio. Tras haberlo conseguido, concentraron sus esfuerzos en imponer al resto del mundo las políticas contrarias a las que le permitieron llegar a su posición. Una realidad bien distinta a estos planteos realizados en la Argentina por quienes quieren reducir el panorama que se viene después del tratado con la UE (que todavía tiene un largo trecho hasta concretarse) a una grieta entre sectores “viables” e “inviables”, en la cual, como afirmó el rey de la soja Gustavo Grobocopatel, “hay que dejar que algunos sectores desaparezcan”. Que perezcan los sectores menos competitivos sería el precio a pagar para tener una economía más productiva de conjunto. Si desaparecen algunos ganamos todos.
Comercio internacional y desarrollo desigual
La premisa de los impulsores de la apertura comercial es que esta deriva en un crecimiento del volumen comerciado, es decir, en una mayor actividad económica, y que esto potencia el crecimiento (y el desarrollo) en todas las economías implicadas. Lo primero sería cierto casi por definición: si hay menos trabas no hay motivos para pensar que no se va a comerciar más entre países, aunque más no sea porque una parte de lo que antes era producido y vendido dentro de cada país ahora se puede reemplazar en parte con mercancías importadas. Pero el comercio internacional bajo los términos del capital no opera milagros, no asegura ninguna convergencia en materia de desarrollo entre países que se caracterizan por marcadas asimetrías en su capacidad productiva por el solo hecho de que comercien entre sí. Todo lo contrario, la reducción de restricciones comerciales y aranceles asegura que los más productivos hagan pesar con todo su ventaja.
La renta per cápita en la UE es de USD 34.000, contra USD 8.400 promedio en los países del Mercosur. Mientras que el primer bloque lo componen algunos países que tienen los mayores niveles de productividad del trabajo del mundo, en el Mercosur el promedio de rendimiento del trabajo es un tercio del que alcanza Alemania. ¿Qué consecuencia tiene esta brecha de productividad? Significa básicamente que los costos por unidad de producto son muy superiores acá porque, considerando todo lo demás igual, cada peso (o euro) invertido en la producción en Brasil o la Argentina, “rinde” en términos de producto un tercio de lo que lo hace allá. Por eso, a pesar de que los capitales de la industria o los servicios en Alemania (o Francia, o incluso España, que tiene un 77 % de la productividad que tiene el país que gobierna Merkel) afrontan costos salariales mucho más elevados, en la mayor parte de los rubros podrán hacer pesar su ventaja productiva en esta competencia “de igual a igual” que impone la apertura comercial. Por eso, los socios del Mercosur pueden sacar su ventaja en aquellos sectores de la producción primaria que son favorecidos ya sea por la abundancia de recursos naturales explotables con costos competitivos, y en los que no afrontan competencia con contrapartes europeos (lo que incluye también actividades que los países imperialistas frenan dentro de su territorio por los efectos dañinos sobre el medio ambiente, y que florecen en los países dependientes), o en aquellas ramas donde pueda pesar la diferencia de salarios de tal forma que compense las diferencias de productividad. En cambio, allí donde los capitales de la UE hagan pesar su ventaja productiva (industria, servicios) los capitales locales quedarán fuera de competencia. Si ya antes de este acuerdo el gobierno de Macri hablaba de una necesaria “reconversión” para el 20 % de la industria (y una porción equivalente del empleo en la manufactura), con el avance de este tratado eso no puede más que aumentar. Más aún considerando que a las asimetrías productivas se suman todas las diferencias en materia financiera (en la Argentina la tasa de interés para la mayor parte de los capitales supera el 80 % anual y en la UE es 2 %), de infraestructura, etc.
Puede ocurrir, y seguramente así sea, que ambos bloques vean mejorar sus exportaciones gracias a la vigencia del tratado de libre comercio, si esta llega a concretarse. Pero esto puede ir de la mano de un aumento, y no de una reducción, de los diferenciales del desarrollo que hoy existen. No debería sorprendernos. El comercio internacional llevado a cabo sin restricciones (o con pocas restricciones), no hace más que traducir al terreno internacional las leyes que rigen en la competencia que caracteriza la producción capitalista de mercancías: los capitales más competitivos se imponen sobre el resto, les arrebatan mercado y eventualmente los desplazan de la producción. Como afirma correctamente en este punto Anwar Shaikh, “el comercio libre es un mecanismo para la concentración y centralización del capital internacional como el intercambio libre dentro de una nación capitalista lo es para la concentración y centralización del capital doméstico” [1]. Después de mostrar todas las inconsistencias de la teoría neoclásica de la especialización por ventajas comparativas, y mostrar cómo el comercio en realidad se rige por las ventajas absolutas de productividad, Shaikh comenta que “por lo general los países capitalistas desarrollados dominarán el comercio ya que su mayor eficiencia les permitirá producir la mayoría de las mercancías a valores absolutamente más bajos” [2]. El comercio internacional contribuye así a mantener y profundizar el desarrollo desigual que existe entre los países imperialistas y las economías dependientes y semicoloniales con sus distintas gradaciones, no a atenuarlo.
El imperialismo del libre comercio
“La mera honestidad intelectual nos obliga a decir que los EE. UU. favorecen el multilateralismo y la no discriminación comercial en las áreas donde tienen una posición competitiva fuerte; pero recurren a subsidios, protecionismo y discriminación en las áreas en las que su competitividad es débil”. Esto afirmaba el embajador de EE. UU. en Londres, en agosto de 1949 [3]. El imperialismo, que por entonces impulsaba agresivamente la apertura comercial en el mundo “en desarrollo”, admitía que su práctica en las áreas sensibles era mucho más selectiva.
Desde el final de la II Guerra Mundial, la integración comercial fue una política empujada por el imperialismo norteamericano, exigiendo a todos los países baja de aranceles y menos trabas al comercio para fortalecer el avance de las relaciones de producción capitalistas (y sobre todo de sus empresas trasnacionales) en todo el mundo. Con este fin se pusieron en marcha las negociaciones multilaterales del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, GATT por sus siglas en inglés), sustituido luego por la Organización Mundial del Comercio (OMC), y numerosos tratados bilaterales o entre bloques. El imperialismo yanqui −que hoy con Donald Trump eleva una retórica contraria a la globalización pero no por eso dejó de renegociar agresivamente en su favor el tradado comercial con México y Canadá− fue secundado en la presión aperturista contra los países dependientes por el resto de las potencias, la UE y Japón. La zanahoria que la apertura económica ofrecía para las economías “en vías de desarrollo” u “emergentes”, jerga de los organismos multilaterales para referirse a los países dependientes y semicoloniales, era eliminar restricciones para el acceso a los mercados de las potencias, con consumidores ricos y mercados mucho más voluminosos que los de los países más pobres. Pero, creando condiciones favorables para el capital más competitivo, 9 de cada 10 veces los beneficios eran para las empresas de los países imperialistas. La apertura era un vehículo de la expansión de las multinacionales por el mundo. Por si la ventaja económica y financiera de los países más ricos no fuera suficiente para asegurar este resultado, asegurarse el control del manejo de la apertura en determinados sectores lo refuerza.
En el caso de la UE, la zanahoria es la apertura de su mercado de 513 millones de habitantes para los productos de los países del Mercosur. A cambio, los capitales de la UE se asegurarán que Brasil, Argentina y el resto de los socios arbitren de manera no solo voluntaria, sino entusiasta, las medidas que permitan que el comercio se realice en condiciones que serán formalmente de igualdad y con pocos atenuantes, en casi todas las ramas, lo que significará en realidad una cancha inclinada en favor de los capitales europeos en la mayoría de los rubros. En el acuerdo firmado el 28 de junio, lo que ha tenido que “sacrificar” la UE es mucho menos que lo que gana. Los capitales de la UE tendrán en materia de ahorro por aranceles (es decir, abaratamiento neto de sus productos para ingresar al Mercosur con los volúmenes comerciados hoy en promedio) un beneficio de 4.000 millones de euros al año. Eso sería lo que se abaratarán sus productos para entrar al Cono Sur, considerando el volumen comerciado hoy. El Mercosur tendría por ganar 10 veces menos (400 millones de euros). Esta diferencia notable entre lo que ganan unos y otros ocurre a pesar de que el comercio de los dos lados es casi igual, con un saldo deficitario para el Mercosur. La UE vendió al Mercosur USD 51.200 en 2018, y le compró por USD 48.400 millones. Lo que ocurre es que casi el 60 % de lo que exporta el Mercosur a la UE ya tiene arancel cero. El resto afronta en promedio una alícuota de aranceles de 2,6 %. En cambio, los capitales que exportan desde la UE al Mercosur tienen aranceles en el 89 % de lo que venden, y en promedio la alícuota llega a 10 %. Como en realidad es muy probable que los europeos vendan más, el beneficio real podría superar holgadamente esa cifra.
Pero tal y como ocurre con las rondas comerciales de la OMC, no se trata solo de comercio. Las tratativas incluyen reaseguros para la protección de inversiones de las multinacionales, el recurso a cortes internacionales para los litigios que puedan suscitarse, y la ampliación de derechos de patentes. En este último capítulo, hasta el momento la UE no logró lo que esperaba aunque, según reconoce la Cancillería en un nuevo documento difundido el viernes, el acuerdo suscrito “crea una estructura con compromisos mutuos, que reafirma los derechos y obligaciones bajo el Acuerdo ADPIC de la OMC”. ADPIC son las siglas para el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio. Este fue negociado en 1994, y se extiende sobre temas que sobrepasan con mucho lo comercial, asegurando en los países firmantes los derechos de propiedad intelectual y patentes de las empresas imperialistas.
También abre la posibilidad de que las empresas europeas compitan en licitaciones nacionales (no provinciales ni municipales) de obras públicas y compras de productos y servicios que superen los US$ 1,2 millón. Dejará de regir el compre nacional y las empresas locales deberán competir de igual a igual con las europeas. Pero además, para venderle a la UE habrá que adecuarse a numerosas normas de calidad y sanitarias establecidas por ese bloque, que implican cambiar toda la forma de producir, y que están hechas a la medida de grandes multinacionales europeas que son las proveedoras que mejor se adecuan a los estándares que exige este club de países ricos.
Carrera hacia el abismo
La idea de que el libre comercio bajo las reglas del capital es la clave para la riqueza, como sostiene el relato macrista de “volver al mundo”, es desmentida por la práctica selectiva de las potencias, pero también por los casos de países presentados como “exitosos” por su inserción exportadora en las últimas décadas. La nueva división internacional del trabajo, que fue impulsada por las empresas de los países imperialistas para beneficiarse de la disponibilidad de población obrera potencialmente empleable pagando bajos salarios por fuera de los países imperialistas, se tradujo en abundantes inversiones, sobre todo en el Sudeste asiático. Poco tiene que ver el “éxito” de estos países −que más bien fue apropiado por las empresas imperialistas que protagonizaron la relocalización de la producción y concentraron sus beneficios− con abrazar el libre comercio. Países como Corea del Sur, uno de los ejemplos que se aproximó a niveles de riqueza elevados (sin evitar rasgos de economía dependiente como una importante penetración imperialista, profundizada después de la crisis asiática de 1997), recurrió a numerosas políticas de protección para estimular su industria desde los años ‘50. Favorecida por la geopolítica de la Guerra Fría, contó con el apoyo imperialista para hacerlo. Fue sobre esas bases que se apoyó en parte el boom exportador y la posterior capacidad de atraer las ramas industriales que abandonaban los países imperialistas. Ni que hablar de China, abierta en lo comercial pero muy celosa en lo referente al acceso extranjero a las firmas que considera estratégicas.
En segundo lugar, los beneficios de esta integración comercial pueden haber sido buenos para algunos sectores empresarios y para las cuentas externas de los países que lograron crecer en base a la exportación (aunque la ganancia de dólares de ventas al exterior fue de la mano de un mayor peso del capital extranjero que acaparó una porción de las divisas para girarlas como utilidades a sus casas matrices), pero no para la clase trabajadora. Ciertamente no para la de los países desde los cuales ocurrió la deslocalización: el estancamiento salarial desde los años ‘80 en los países imperialistas es resultado de este proceso. Lo mismo ocurrió en el resto del mundo. El “éxito” de los países que iniciaron primero el crecimiento basado en la exportación industrial asegurada por una fuerza de trabajo explotable a cambio de salarios muy baratos, llevó a numerosos esfuerzos por imitar este “modelo”. Hacerlo llevó a una competencia entre los países por ofrecer al capital trasnacional las condiciones más favorables: salarios bajos, normas laborales flexibles, limitación de los derechos de sindicalización. La circulación de mercancías cada vez más libre, una norma de las últimas décadas que no se tradujo a la movilidad de las personas, que por el contrario siguió numerosamente vigilada (y estigmatizada actualmente por las derechas antiinmigrantes que vienen ganando peso en los países imperialistas), operó como mecanismo para que los capitalistas de todo el mundo forzaran una competencia entre sus fuerzas de trabajo, una verdadera “carrera hacia el abismo” en la que cada concesión arrancada por los patrones en algún país debe ser rápidamente imitada por los demás, a riesgo de quedar desplazado en materia de “competitividad”.
México es un claro ejemplo. Desde la entrada en vigencia del acuerdo de libre comercio con EE. UU. y Canadá (NAFTA) en 1994 vio caer el ritmo de crecimiento de su PBI per cápita respecto de los años previos.
Macri y Bolsonaro podrán soñar que el Mercosur se integre exitosamente en esa carrera, como alguna vez Carlos Menem aspiró a imponer en la argentina un nivel de flexibilidad laboral como el que tenían países como Malasia en los años ‘90. Y en la Argentina el anuncio del acuerdo ya puso nuevamente en marcha los intentos de avanzar con más reformas laborales. Pero aun con todo ese paquete, y a pesar de la devaluación de los salarios registrada durante 2018 gracias al salto del dólar, lejos está de alcanzar para convertir a los países del Mercosur en un polo de atracción para las inversiones de las multinacionales. La “lluvia de inversiones”, para todo lo que no sea commodities del agro, hidrocarburos o minería, deberá seguir esperando.
La política de los hechos consumados
A punto de concluir su mandato, y sin garantías de reelegir, Macri colocó la firma en un tratado que deberá ser ratificado por la próxima administración. Desde la oposición, Alberto Fernández salió a advertir contra las consecuencias del tratado. Pero si el pasado sirve de lección, a pesar de los reparos puestos hoy, un gobierno peronista es garantía de continuidad de lo acordado. Como señala Agostina Constantino, durante 2003-2015 la Argentina “se mantuvo dentro del sistema de derechos corporativos que ordena los movimientos de capitales globales, desestimando iniciativas alternativas” [4]. Es decir que siguió con los Tratados Bilaterales de Inversión, mantuvo la prórroga de jurisdicción (que habilita tribunales como el CIADI), que se incluyó en acuerdos como el de Chevron, una verdadera entrega de los recursos petroleros a la multinacional yanqui firmada en 2014 (para avanzar con el fracking rechazado por amplios sectores de la población de las zonas aledañas a Vaca Muerta por sus impactos ambientales).
El tratado entre la UE y el Mercosur no hará más que reforzar la dependencia, afianzando la disciplina del capital global y la capacidad de las multinacionales para ganar posiciones en la economía y abriendo la puerta a más acuerdos de tenor similar. El rechazo al mismo debemos unirlo a la construcción de la fuerza política que permita romper el círculo vicioso, cortando de raíz con el dominio imperialista y transformando desde las bases la economía en función no del lucro capitalista sino de las necesidades sociales largamente postergadas. Para pelear por un mundo donde la integración pueda ser la vía para alcanzar un verdadero bienestar, es decir la unidad socialista, empezando por América Latina y con la perspectiva de un mundo verdaderamente sin fronteras, ni para los bienes ni para las personas.
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