El nuevo mundo de las apps mira con nostalgia las relaciones laborales del siglo XIX e intenta emularlas. Por supuesto, encuentra resistencia. En esta nota analizamos los casos de Amazon y Rappi.
Una joven pedalea enérgicamente su bicicleta. Está vestida con un uniforme naranja fluo indisimulable y lleva como mochila una gran caja del mismo color. Un pasajero en un auto mal estacionado abre la puerta sin mirar atrás y la chica, sin tiempo para reaccionar, impacta y cae al piso, sufriendo varias contusiones. Cuando se reincorpora, chequea su celular y suspira una larga bronca: la app de delivery para la que trabaja acaba de inhabilitarla por una hora. No cumplió con el pedido. Está bloqueada.
La escena bien podría pertenecer a algún capítulo de Black Mirror, la serie británica que fascina a los espectadores con sus distopías tecnológicas. Pero no, es real. La contó una trabajadora de Rappi, una aplicación móvil de pedidos, en el programa de Alejandro Bercovich de Radio Con Vos. Allí fue en julio de este año junto a otro rappitendero –como la empresa denomina a sus mensajeros– a testimoniar sobre lo que podríamos llamar una doble novedad en Argentina: la primera huelga contra una plataforma, por un lado; en el marco del desembarco de la economía gig en el país, por el otro. Pero, ¿qué es la economía gig o –para usar un término más preciso– el capitalismo de plataforma?
Economía gig: ¿colaboración social?
En el mundo hay casi 5 mil millones de teléfonos móviles y un poco menos de la mitad son smartphones [1], es decir, dispositivos con una significativa capacidad de almacenamiento, procesamiento de software y conectividad. Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos, en Argentina, 8 de cada 10 habitantes utiliza teléfonos inteligentes y 7 de cada 10 accede a internet. En la franja etaria que va de los 18 a los 29 años, el uso de estos dispositivos asciende al 94,8 % y el acceso a internet al 89,1 % [2].
La rápida expansión de estas plataformas encuentra una de sus razones en este sideral crecimiento de usuarios de telefonía celular. Rappi, Glovo, Amazon, Uber, Airbnb son algunas aplicaciones que comienzan a sonarnos cada vez más familiares, ya sea por publicidad, disputas legales [3] o porque las empezamos a usar en nuestra vida cotidiana. En general, se definen a sí mismas como parte de la “economía colaborativa”, es decir que su función es conectar usuarios: por ejemplo, si uno necesita trasladarse, Uber lo conecta con otro usuario con vehículo propio, quien lo llevará a donde se le ordene a cambio de cierto dinero; una parte de ese monto se lo queda la aplicación. Lo mismo sucede con Rappi y Glovo (delivery), Airbnb (hospedajes), IguanaFix y Zolvers (servicios y arreglos domésticos), entre otras.
En relación al mundo del trabajo, estas plataformas se inscriben en lo que se conoce como economía gig (la traducción más cercana sería “changa”), a la cual podemos definir como lo opuesto al tradicional empleo estable: en ella los trabajos son temporarios, por objetivos, intermitentes y flexibles, e internet siempre aparece como mediador entre las partes. Como señala la periodista Tamara Tenenbaum,
hay dos mercados gig diferentes: el de los que hacen trabajos de alta calificación y entregan productos 100 % digitales y el de los que son contratados online pero luego completan la transacción offline (un remise, una empleada doméstica) [4].
El primer conjunto lo habitan los denominados freelancers, cuentapropistas mayormente profesionales que están bien posicionados para negociar el valor de sus productos. El segundo está compuesto por personas generalmente jóvenes y menos calificadas, que perciben bajas remuneraciones y sufren la precarización laboral; en este último campo es donde están floreciendo las plataformas.
Ahora bien, como advierte la politóloga Natalia Zuazo en su libro Los dueños de internet, las empresas de plataformas lejos están de ser “economías colaborativas”, sino que se trata de “compañías tradicionales que utilizan internet para intermediar y extraer las ganancias de muchos individuos conectados” [5]. Denominar “colaboración social” a lo que hacen estas empresas es, denuncia Zuazo, “un eufemismo mediado por tecnología para algo que ya conocíamos: trabajar mucho para que otros ganen” [6]. Esta confusión intencional entre gig economy y sharing economy (de share: compartir) les sirve para evadir impuestos y cargas sociales, y para evitar demandas laborales.
Pero esta maniobra lingüística tiene sus límites y son los trabajadores mismos los que empiezan a correr el velo simbólico que impone el “marketing positivo”. Veamos, a continuación, dos casos de resistencia contra el capitalismo de plataforma: Amazon en Europa y Rappi en Argentina.
Amazon: luchar contra el más rico
Jeff Bezos, el hombre más rico del planeta –con una fortuna que asciende a 150 mil millones de dólares– es el fundador y director ejecutivo de Amazon, una de las compañías de internet que por su magnitud solo es comparable con Google, Facebook y Apple. Se trata de una empresa de e-commerce (algo muy similar a lo que hace Mercado Libre en la región, pero con el aditivo de la logística y distribución de productos) y servicios de computación online.
Amazon cuenta con 80 almacenes en varios países donde se acumulan millones de productos de los más diversos tipos. El objetivo es que los usuarios puedan ordenar lo que desean desde sus computadoras o teléfonos móviles y lo reciban en el menor tiempo posible, independientemente del lugar del mundo en el que estén. Ahora bien, la empresa tiene esa capacidad no solo por su escala planetaria, sino por la relación que establece con sus trabajadores. En este sentido, la historiadora y periodista Josefina L. Martínez en una nota de la revista Contexto señala:
El secreto de Amazon no está solo en una red logística sin precedentes, sino en la fuerte precarización laboral de sus trabajadores y trabajadoras. Al mismo tiempo, la empresa utiliza esa estructura global para intentar limitar el impacto de las huelgas“ [7].
En Europa, la empresa de Bezos tiene alrededor de 65.000 trabajadores fijos: 25.000 en el Reino Unido, 16.000 en Alemania, 9.000 en Polonia, 5.500 en Francia, 3.500 en Italia, 2.500 en Irlanda y 1.600 en el Estado Español. Sin embargo, estos números no relevan a los trabajadores temporales, los cuales son contratados por períodos cortos de tiempo y, a menudo, son utilizados para romper las huelgas. Las mismas vienen realizándose con cierta regularidad desde hace unos años contra las pésimas condiciones laborales que implica la logística de la paquetería. Como bien explica Martínez,
la realidad es que detrás de la narrativa ‘innovadora’ de Amazon encontramos una explotación laboral más parecida al siglo XIX, con miles de trabajadores precarizados en grandes almacenes en diferentes países del mundo [8].
Como la estructura de Amazon es internacional, la forma que tiene la compañía para no afectar sus ganancias durante los conflictos es desviando la distribución de las mercaderías a otros centros logísticos, ya sea dentro o fuera del país. Sin embargo, este año, un conflicto local está tomando dimensiones internacionales. Nos referimos a las huelgas de los trabajadores del gigantesco almacén ubicado en la ciudad española San Fernando de Henares.
El enfrentamiento se desató por el intento de la empresa de modificar unilateralmente los acuerdos laborales, lo que aparejaba el congelamiento de salarios y la afectación de derechos conquistados, como la reducción de la posibilidad de pedir licencias médicas laborales, algo muy necesario en una actividad que por sus exigencias físicas genera constantemente trabajadores “rotos”.
La característica distintiva del conflicto es que esta vez hubo y hay enormes demostraciones de solidaridad por parte de trabajadores de otros países europeos. En los paros de 48 y 72 horas de marzo y julio respectivamente, los trabajadores de San Fernando recibieron el apoyo de sus pares alemanes –quienes hicieron una huelga solidaria en seis centros logísticos–, y de sus compañeros polacos, que resolvieron trabajar a reglamento.
Si bien Amazon sigue firme en su decisión de modificar los convenios laborales y precarizar aún más a los trabajadores de San Fernando, las diferentes acciones de lucha empiezan a nutrirlos de valiosa experiencia, lo que abre la puerta a la posibilidad de cambiar la relación de fuerzas. Internacionalizar la lucha frente a un verdadero pulpo global es un avance en ese sentido.
Rappi: la primera huelga criolla contra una app
Rappi es una empresa colombiana de “delivery online” que arribó a Argentina en marzo de este año. Se trata de una aplicación móvil que conecta usuarios y repartidores, llevándose un porcentaje del costo de cada envío. Un dato insólito es que los rappitenderos no solo utilizan sus teléfonos celulares personales y sus propias bicicletas o motos, sino que ¡deben comprar los uniformes y las mochilas a la propia empresa! Ello no solo deviene en rédito económico para Rappi: también es una forma de publicitarse en la vía pública gratuitamente, ya que la indumentaria lleva su logo (y algunos slogans increíbles como “Entregamos con amor”).
Ingresar como mensajero en esta aplicación es simple: se descarga la app, se ingresa el DNI o la “residencia precaria” si uno es extranjero, se adjunta una foto y luego se accede a una capacitación. Ulises Valdez, en una nota de La Izquierda Diario, resalta que
la aclaración de que podés presentar tu residencia precaria no es casual: a muchos jóvenes inmigrantes no les queda otra que agarrar estos trabajos, valga la redundancia, precarios [9].
Lo cierto es que en los hechos es muy difícil conseguir un trabajo en blanco estando en esa situación. En la entrevista radial que le hicieron en el programa El Lobby, Roger Rojas, trabajador de Rappi e inmigrante venezolano, convalida esa afirmación:
Se puede decir que en estas aplicaciones más del 50 % o 60 % son inmigrantes, quienes tienen el doble de necesidades porque no tienen a nadie en el país que los respalde. Somos personas que, si nos sucede algo, estamos solos. Y nos conlleva a muchos a optar por el miedo y nunca alzar la voz [10].
Pero justamente lo que hicieron el pasado 15 de julio fue –literalmente– “parar la moto”, y alzar la voz contra la empresa colombiana. En un informe del perfil de Twitter La Cartelera de Trabajo, estos jóvenes sintetizaron su situación y –sin quererlo– la de todos los trabajadores y trabajadoras del mundo de las app en una simple fórmula: “Si nos consideran como independientes, que no nos controlen. Si nos controlan, que nos paguen como trabajadores dependientes”. Es que, claro, en los términos y condiciones de Rappi, cada mensajero tiene una relación “libre” con la plataforma: se conecta cuando quiere, puede rechazar pedidos y ello no afecta sus posibilidades de ganar dinero ni su desempeño.
Ahora bien, como la espina dorsal de estas aplicaciones no es la colaboración sino la ganancia, la mano invisible del algoritmo no tardó en entrar en escena. María Fierro, empleada de Rappi, contaba en el programa de Bercovich cómo la plataforma empezó a direccionar los pedidos, asignándoles los peores viajes a los mensajeros más experimentados, en orden de atraer a los más nuevos con viajes más rentables. Además, si un rappitendero no aceptaba algún viaje, bajaba su puntaje, su ranking, por lo que le llegaban menos pedidos.
Ese amañamiento de las reglas de juego fue lo que, junto a la precariedad, el riesgo físico (Rappi no provee protecciones como cascos o rodilleras ni se responsabiliza por lo que pueda pasar luego de algún accidente) y las jornadas extensas y agotadoras, hizo escalar la bronca y terminó desatando el conflicto. Mediante un grupo de Whatsapp, los mensajeros organizaron una huelga en el horario pico de trabajo para el tercer domingo de julio. Su método fue juntarse en determinados puntos de Buenos Aires, activar la app pero no tomar ningún pedido.
Rappi se enteró anticipadamente de la protesta y, para menguarla, ese día elevó el valor de la parte que se lleva cada trabajador. Sin embargo, la medida de protesta fue exitosa y significó un caos para la empresa, que no daba abasto para atender todos los pedidos. Ello le valió a los rappitenderos un espacio de negociación al día siguiente, donde junto a representantes del Sindicato de Motociclistas, Mensajeros y Servicios, llevaron un pliego de demandas, como el aumento del valor de cada viaje, la cobertura de riesgo de trabajo y la transparencia en la asignación de repartos.
Más de un mes después de la primera huelga en el país contra una plataforma, la situación de los rappitenderos está lejos de resolverse. De todas maneras, es de resaltar que ese juego sucio de la aplicación (que se apoya sobre todo en los vacíos legales y en la promoción gubernamental de estos trabajos precarios a los cuales vende como “nuevos” empleos) encontró un primer límite y este fue la organización independiente de los trabajadores para luchar por sus demandas. Resta ver cuál será el comportamiento de las burocracias sindicales frente a un nuevo sector de la clase trabajadora que empieza a surgir y que todo indica que va a seguir creciendo.
Entonces, ¿en qué siglo estamos viviendo?
El capitalismo de plataforma tiene una característica distintiva y fundamental y es que no se lo puede separar de la masificación del acceso a internet, a las computadoras y a los teléfonos inteligentes en los últimos años. Sobre esta base es que estas compañías se ven a sí mismas como parte del “futuro” y de lo “nuevo”. Sin embargo, como vimos en los ejemplos de los conflictos en Amazon y Rappi, cuando bajamos de la nube a la realidad material observamos que la única lógica que las rige es la maximización de las ganancias. Ello se verifica simplemente al observar las condiciones absolutamente precarias en que mantienen a sus centenares de miles de empleados. Una explotación de la fuerza de trabajo que, por sus ritmos inhumanos, su brutal desprotección y sus salarios de miseria nos recuerda demasiado a las empresas capitalistas del siglo XIX.
Las huelgas –decía Lenin, analizando las acciones del joven proletariado en 1889–, por dimanar de la propia naturaleza de la sociedad capitalista, significan el comienzo de la lucha de la clase obrera contra esta organización de la sociedad. Cuando los ricos capitalistas se enfrentan a obreros aislados y necesitados, esto equivale para estos últimos la esclavización total. Pero la situación cambia cuando estos obreros desposeídos unen sus esfuerzos. (…) Si las huelgas infunden siempre tal espanto a los capitalistas es porque comienzan a hacer vacilar su dominio [11].
A diferencia de los capitalistas del siglo XXI que parecen mirar con nostalgia a los del siglo XIX, este punto de vista puede hacer que las luchas de este nuevo sector de la clase obrera empiecen a hacer vacilar este presente.
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