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Lo que la “transición energética” barre bajo la alfombra: la intensificación extrema de la minería

Seb Nanzhel

Lo que la “transición energética” barre bajo la alfombra: la intensificación extrema de la minería

Seb Nanzhel

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Este artículo apareció originalmente en francés el 27/4/2024 como “Sous la transition, les mines” en RP Dimanche, semanario político-cultural, parte de la red de La Izquierda Diario en Francia. En su libro La fiebre minera en el siglo XXI (La ruée minière au XXIe siècle, París, Éditions du Seuil, 2024), la periodista Célia Izoard analiza la explosión del extractivismo minero justificado por la “transición energética”. Una “contradicción en los términos”, según la autora, porque con el pretexto de salvar el planeta, “se ha dado un impulso sin precedentes a una de las industrias más intensivas en energía y tóxicas que se conocen”. Esta investigación identifica eficazmente el problema ecológico y geoestratégico que plantea esta fiebre minera, que se lleva a cabo bajo la cobertura de la “transición”, aunque no logra ofrecer una perspectiva a la altura de lo que está en juego.

La sombra extractivista de la “transición energética”

Se trata de:

Una de las grandes paradojas de nuestro tiempo que, en un intento de limitar las emisiones de carbono que provocan el calentamiento del planeta, se ha programado un aumento sin precedentes de la actividad minera para proporcionar, entre otras cosas, las materias primas de las tecnologías con bajas emisiones de carbono: cobre para la electrificación, cobalto, litio, grafito, manganeso y níquel para las baterías, platino para los electrolizadores.

Cambios previstos en la demanda de dos metales fundamentales para la “transición”. Fuente: Agencia Internacional de la Energía en este enlace se pueden visualizar los distintos metales y sus escenarios.

Las cifras y los gráficos presentados por Célia Izoard hablan por sí solos. Según las proyecciones, la producción minera mundial se multiplicará entre 5 y 10 veces de aquí a 2050. “Para pasar a energía eléctrica solo al parque automovilístico británico haría falta el equivalente al doble de la producción mundial actual de cobalto, tres cuartas partes de la de litio y la mitad de la de cobre”. El Centro Finlandés de Investigaciones Geológicas estima que se necesitarían “28 veces la producción anual actual de cobre, 74 veces la producción anual de níquel y más de 1.000 veces la producción de litio” para transferir a sectores enteros de la economía mundial a las energías “renovables” (conversión del parque automovilístico a la electricidad, conversión del transporte comercial al hidrógeno y producción de energía). La “transición energética” supondría, por lo tanto, “extraer en treinta años la misma cantidad de metal que se ha extraído desde el comienzo de la historia humana”, informa Izoard.

“El impacto de la minería es un fenómeno disperso e invisible, una amenaza sistémica que todavía escapa a nuestra imaginación”. Por sorprendente que pueda parecer, actualmente es imposible establecer el número exacto de minas que hay en el mundo: las estimaciones varían entre 12.000 y casi 35.000. Un equipo de científicos vieneses ha calculado, utilizando imágenes de satélite, que el terreno que abarcan las minas de superficie representa 101.000 km² en todo el mundo, es decir, más que la superficie de un país como Portugal.

Estimación de los emplazamientos mineros de superficie en todo el mundo. Cada punto marrón claro representa una mina identificada. Fuente: Fineprint Geovisualisation.

El trabajo de investigación de Izoard pretende dar cuenta del impacto medioambiental de esta industria e identificar las consecuencias de su explosión. Responsable del 8 % de las emisiones anuales de gases de efecto invernadero en 2020, “desplaza sobre la superficie de la Tierra tres veces más materia que la que todos los ríos del mundo llevan a los océanos”. Además, mientras que las minas consumen cantidades colosales de agua, duplicándose entre 2018 y 2021, “dos tercios de ellas están situadas en regiones amenazadas por la sequía”. La industria minera es también “la mayor productora de residuos sólidos, líquidos y gaseosos del mundo”.

Millones de toneladas de estos residuos sólidos y líquidos tóxicos se amontonan en enormes cuencas cercanas a las minas, retenidas por diques improvisados de decenas de metros de altura. Según Izoard, “los mayores parques de residuos mineros se cuentan entre las estructuras más inmensas jamás construidas por el hombre”. Dado el carácter improvisado de estos diques, que se fabrican con residuos mineros para abaratar costos, se rompen con frecuencia, y ya se han registrado unos cincuenta incidentes de este tipo desde la década de 2000. Por ejemplo, “en enero de 2019, en Brasil, la represa de la mina de hierro de Brumadinho se rompió y una avalancha de lodo de 112 millones de metros cúbicos mató a 270 personas, arrasó un puente, un pueblo y toda la fauna de decenas de kilómetros cuadrados”.

Cuando se trata de la industria minera, la magnitud del impacto es inmediatamente descomunal:

Una gran mina actual, para producir 1.750 toneladas de concentrado de cobre al día, puede consumir 114 millones de litros de agua diarios, excavar 270.000 toneladas de roca, amontonar 180.000 toneladas de roca estéril [residuos mineros, N. del E.] y enviar 200.000 toneladas de lodo tóxico al parque de residuos, todos los días, 365 días al año.

Para Izoard, “todo apunta a que estamos enterrando la crisis climática y ecológica en el fondo de las minas, de una forma impensable que nos hará ganar tiempo”. La explosión del extractivismo minero justificada por la “transición energética” eleva el riesgo de una catástrofe mundial, sobre todo porque la concentración de mineral en los yacimientos disminuye a medida que se explotan, lo que obliga a la industria a poner en marcha procesos cada vez más complejos e intensivos en energía para garantizar la producción: “Parece imposible explotar yacimientos que tienen cada vez menos mineral, contaminando menos y consumiendo menos energía”. De esta manera, “solo entre 2011 y 2014, el consumo mundial de energía por tonelada de cobre producida aumentó un 17 %”. La autora cita el ejemplo de la mina de Río Tinto, en Andalucía, cerrada en 2001 y reabierta en 2015 cuando la subida de los precios del cobre hizo rentable la explotación de un yacimiento que solo contenía un 0,4 % de calcopirita (99,6 % de residuos), la especie mineral a partir de la cual se puede producir cobre.

La geopolítica del extractivismo

Izoard también intenta analizar el impacto de la industria minera en los trabajadores del sector, que representan el 1 % de la mano de obra mundial y el 8 % de los accidentes laborales mortales registrados. En concreto, la autora documenta las condiciones de trabajo y la evolución de la salud de los mineros bajo tierra de la mina de cobalto de Bou-Azzer, en Marruecos, que se enorgullece de cumplir las normas más estrictas de la legislación laboral. Izoard detalla los contratos cortos y precarios, las maniobras de la patronal para que no se denuncien los accidentes, las condiciones de trabajo insalubres, la represión de las huelgas y las enfermedades como el cáncer y la silicosis que se están cobrando la vida de los mineros: “En Bou-Azzer solo tenemos accidentes y enfermedades”, le dice uno de los empleados de la mina. Como muchos de sus colegas, el agotamiento y la contaminación de los recursos hídricos provocados por las actividades del yacimiento le obligaron a abandonar la agricultura por la mina.

Las minas industriales y a cielo abierto, que se han disparado desde los años sesenta y representan actualmente el 88 % de la producción actual de metales, han permitido aplicar al sector minero la transformación neoliberal del trabajo. En lugar de miles de hombres trabajando bajo tierra, los mineros son principalmente operadores de máquinas. Cuentan con la ayuda de un ejército de subcontratistas asignados a las tareas auxiliares más arduas, a menudo reclutados entre mano de obra local o inmigrante. La organización científica y la aplicación de la automatización a algunas tareas permiten aumentar la productividad del trabajo de los empleados, tratando al mismo tiempo de reducir su concentración numérica y aislarlos. Es una forma que tiene el capital de intentar liquidar el sindicalismo y recuperar el control sobre sectores históricamente muy fuertes y explosivos de la clase obrera [1].

La razón por la que los capitalistas están tan interesados en poner en caja a los trabajadores de este sector es que los metales y la industria minera son, más que nunca, una cuestión estratégica central para el capital en el siglo XXI. El lugar estratégico del extractivismo minero en el capitalismo no es nuevo: Izoard sostiene, en un interesante desarrollo, que la “matriz extractivista del capital” se remonta a la aparición de formas de trabajo asalariado y a la estructuración capitalista del trabajo ya en el siglo XV en las minas de Europa Central. Pero el extractivismo en la minería adquiere hoy una importancia central debido a la crisis ecológica, a la concentración cada vez mayor del capital y a la importancia de la tecnología de la información, así como al aumento de las tensiones interestatales.

La fiebre minera por lograr la “transición” es ante todo una competencia mundial entre Estados.

Parece matemáticamente imposible producir suficiente cobalto, níquel y litio para electrificar el parque automovilístico de Estados Unidos, los países asiáticos, Rusia y la Unión Europea (UE). Sin embargo, quienes gobiernan hacen como que el proyecto es viable, aunque la estrategia de cada uno de estos bloques sea apoderarse de los recursos necesarios antes que los demás, para beneficiarse del valor añadido de estos vehículos bajos en carbono y mostrar resultados en términos de huella de carbono, en detrimento de los demás.

Imperialismo e intercambio ecológico desigual

Además, “defender los proyectos mineros para producir energía llamada “verde” permite [...] satisfacer las titánicas necesidades de metal del resto de la industria”. Así, Izoard detalla cómo el Banco Mundial y el ICMM, el mayor lobby minero del mundo, se han apropiado del discurso de la “transición” para “convertir la lucha contra el cambio climático en una promoción de la industria minera”. Esta retórica sirve de pretexto para cubrir las necesidades de otras industrias ávidas de metales, en primer lugar el sector digital, donde “la demanda de metales podría multiplicarse entre 11 y 16 veces de aquí a 2030”, y la pujante industria armamentística, que se distingue por utilizar casi los mismos metales que los empleados en la “transición”.

Así pues, lejos del mundo “desmaterializado” y de la “nube” que venden los gigantes digitales, el siglo XXI está marcado por cuestiones muy materiales. En el centro de este reparto minero del mundo, el “intercambio ecológico desigual” [2] está organizado por las potencias imperialistas: “El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional han utilizado las palancas financieras de las que dependía la deuda pública para desarrollar la extracción de materias primas en los países del Sur”. El resultado: “entre 1980 y 2000, al menos setenta países modificaron sus códigos mineros bajo la presión del Banco Mundial”.

En consecuencia, las potencias imperialistas han tratado de deslocalizar en la medida de lo posible esta producción contaminante, que ha sido históricamente el centro de las luchas. Pero, ante la emergencia de gigantes mineros con el telón de fondo de la crisis de la hegemonía norteamericana, se acabó el sueño de Europa y Estados Unidos: “China refina ahora casi todas las tierras raras que consumen las empresas del mundo”. Las tierras raras son esenciales para el sector digital. Del mismo modo, “toda la industria aeroespacial civil y militar, de Boeing a Airbus pasando por Safran, depende de las importaciones de piezas de titanio ruso”. “La hegemonía fue un saqueo total, pero también una dependencia material disimulada por la asimetría de poder”, resume Izoard. Por ello, a finales de los años 2000, la UE y Estados Unidos lanzaron planes para asegurar su abastecimiento, impulsar su producción nacional y presionar a los grandes países mineros a través de las instituciones internacionales, utilizando a la OTAN. Esta operación adquiere a veces un tono especialmente belicoso, como cuando Elmar Brok, eurodiputado de la Comisión de Asuntos Exteriores (AFET), afirma: “Tenemos que discutir la posibilidad de utilizar la fuerza militar para asegurar las rutas comerciales y nuestro acceso a las materias primas”.

El último ejemplo de estos enfrentamientos políticos por el reparto de las minas es la guerra de Ucrania. En 2022, en el marco de las negociaciones para la integración de Ucrania en la UE, el primer ministro ucraniano presentó a la Comisión Europea “un memorando destinado a digitalizar los datos geológicos del país para facilitar la explotación minera”. La ayuda militar y el apoyo político de los imperialistas occidentales no son gratuitos: “para entrar en Europa, Ucrania tendrá que suministrar sus metales”, concluye Izoard.

¿Confiar en el “juego democrático”?

En la última sección, Izoard propone soluciones para acabar con el extractivismo minero. Tras tachar la minería “verde” o “responsable” de “quimera burocrática”, apunta al “decrecimiento mineral” como única perspectiva viable frente al extractivismo minero desbocado.

Defiende este objetivo en varios frentes: abogando por la introducción de un “equilibrio de metales” calcado del equilibrio de carbono, y poniendo en pie movimientos sociales capaces de forjar alianzas internacionales y “elevar el costo financiero, moral y político de la minería”. En cuanto a Fairphone, una empresa creada por ONG holandesas hace unos diez años, pretende demostrar que, en materia de teléfonos inteligentes, la única solución es el boicot político. Izoard explica: “Hay que decir que Fairphone lleva diez años explorando todas las formas de hacer que los teléfonos inteligentes sean social y ambientalmente aceptables. El hecho de que no lo haya conseguido, o solo lo haya conseguido de forma muy limitada, nos obliga a sentenciar que el objeto no es viable”. Por ello, la autora hace un llamado a que nos deshagamos del objeto y luchemos contra “el dominio de lo digital” en nuestra vida cotidiana. También pide a los ingenieros que “deserten” para “liberar a la tecnología de su dependencia de la minería”.

Luego de una presentación particularmente precisa y seria de las cuestiones extractivistas que acompañan a la “transición energética”, estas perspectivas no están a la altura del problema analizado, sobre todo porque todas parecen converger hacia una estrategia de presión para impulsar una resolución institucional del problema. Utilizando ejemplos de victorias en plebiscitos contra la instalación de nuevos proyectos mineros en Perú, Argentina o Guatemala, o la prohibición de la minería de metales aprobada por un gobierno de centroizquierda en El Salvador en 2017, Izoard sostiene que “la mejor estrategia para oponerse a la minería industrial parece ser conseguir decisiones democráticas”. Y prosigue: “Estas victorias nos animan a no hundirnos en el cinismo dando por perdido de antemano el juego democrático y los arbitrajes institucionales”.

Sin embargo, no contar con el juego institucional no es cinismo: se trata, de hecho, de mirar de frente al problema del extractivismo minero. Como bien señala Izoard, se trata de un sector estratégico del capitalismo, en el centro de enfrentamientos geopolíticos potencialmente armados. En estas condiciones, apostar por una salida global del extractivismo minero con el apoyo de los gobiernos, incluso de los gobiernos de centroizquierda bajo la presión de los movimientos sociales, parece más que riesgoso. Esta invitación a no desesperar del “juego democrático” es tanto más sorprendente cuanto que, unos capítulos antes, la autora detallaba el peso de los intereses mineros estadounidenses en la instauración de la sanguinaria dictadura de Pinochet en Chile en 1973, cuando la nacionalización de las minas de cobre por Allende amenazó el dominio estadounidense sobre los recursos. Este trágico caso es solo uno de los muchos que demuestran que el “juego democrático” solo compromete a quienes creen en él.

La lucha jujeña en Argentina, en cambio, podría ser una demostración de cómo plantar cara al capital extractivista y al Estado que lo apoya. En 2023, la población de la región se levantó contra una reforma constitucional antidemocrática destinada a criminalizar las luchas sociales, pero también contra el extractivismo del litio, un metal esencial para la “transición” del que la región es un importante exportador, en particular para las empresas francesas. Frente a la represión del régimen, en esta lucha unieron sus fuerzas los trabajadores de la minería y de la enseñanza, y sectores de la población indígena de la región. El PTS, organización hermana de Révolution Permanente en Argentina, desempeñó un papel central en esta batalla, y planteó la consigna de “nacionalización de los recursos del litio bajo control de los trabajadores y las comunidades indígenas para poner fin al saqueo extractivista y gestionarlos de forma sostenible”, combinada con la consigna de anulación de la deuda externa y la salida de las empresas imperialistas.

A pesar de esta falta de perspectiva, el libro de Izoard, La ruée minière au XXIème siècle, logra analizar con precisión las cuestiones medioambientales y geoestratégicas que están en juego en el extractivismo minero justificado por la “transición energética”. En Sans Transition (“Sin transición”), Jean Baptiste Fressoz ya cuestionó seriamente el mito de la “transición energética”, mostrando cómo las energías se acumulan en lugar de sustituirse, y cómo la “transición energética” es una narrativa construida desde cero por los gobiernos y las patronales del Hemisferio Norte durante el giro neoliberal de los años ochenta para encerrar cualquier perspectiva de resolución de la crisis climática en el terreno del capitalismo. En La fiebre minera del siglo XXI, Izoard insiste aún más: detrás se esconde una catástrofe ecológica extractivista, unida a una explosión de tensiones políticas y al saqueo imperialista de los recursos minerales. Esto basta para enterrar definitivamente los Green New Deals y otros programas de ecologización del capitalismo, basados en el desarrollo masivo de las energías “verdes” y el extractivismo minero que las acompaña, y empezar a abordar el problema de la transición desde el punto de vista de la planificación de la producción bajo control de los trabajadores y la población.

Traducción: Guillermo Iturbide


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NOTAS AL PIE

[1Timothy Mitchell, Carbon Democracy. Le pouvoir politique à l’ère du pétrole, París, La Découverte, 2013 [2011].

[2Para entender el concepto de intercambio ecológico desigual, teorizado, por ejemplo, por el filósofo marxista John Bellamy Foster para analizar el traslado de la contaminación a los países periféricos al mismo tiempo que la depredación de sus recursos, lo mejor es citar un memo interno de Lawrence Summers, economista jefe del Banco Mundial, en 1991: “Entre usted y yo, ¿no debería el Banco Mundial hacer más para fomentar el traslado de las industrias sucias a los países menos desarrollados? [...] Siempre he pensado que los países poco poblados de África estaban muy poco contaminados y que la contaminación atmosférica allí era innecesariamente baja en comparación con Los Ángeles o Ciudad de México. [...] Lógicamente, nos va a preocupar mucho más una sustancia que aumenta en una millonésima el riesgo de cáncer de próstata en un país donde la gente vive lo suficiente como para contraerlo que en un país donde la tasa de mortalidad de los niños menores de cinco años es de 200 por 1.000” (citado por Celia Izoard).
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