Crónica de un día de la Feria de Libro Independiente y Autogestiva (FLIA) que no pudo ser desalojada en Vicente López el día de la primavera.
Sábado 24 de septiembre de 2016
Desde que llegamos con el rasta al punto de encuentro, se percibía en el ambiente un clima enrarecido. Raro. Espeso. El sol brillaba de un modo tal que parecía un deseado cliché primaveral. La playa de Vicente López había recibido nutridos contingentes de adolescentes. Los compañeros sonreían ante el reencuentro para otra edición de la FLIA ZN.
Como ve, todo parecía augurar una gran jornada de literatura, conversaciones, música y lecturas desenchufadas; una Feria del Libro Independiente y Autogestiva (FLIA) como cualquier otra, es decir, con irreversible destino de épica. Lo único que amenazaba como grises nubes en el lado norte del horizonte de cualquier punto del Río de la Plata era... muy bien, adivinó. Los uniformados. De diversa clase. De todas las razas de esta subespecie del reino animal genérica y académicamente conocida como la gorra. Municipales, pitufos, motorizados, gendarmes, cabezas de tortuga, patrulleros diversos, hasta un par en un ridículo ciclomotor. Estimo que algún nostálgico extrañó a la montada. Algunos ibas de uniforme regular, otros armados hasta los dientes y algunos pocos semi camuflados de civil.
Con el rasta caímos cerca de las una y todavía no habían armado nada. Estaban esperando que cayeran más puesteros. Una de las reglas de oro de las ferias horizontales que intentan intervenir el espacio público, es aguardar a contar con un buen volumen de feria, especialmente ante la visible amenaza del aparato represivo de la autocracia burguesa.
La gorra estaba pidiendo documento aleatoriamente a cualquier transeúnte a quien considerara digno de una intimidación policial. Por lo general apuntaban a adultos jóvenes o adolescentes, de preferencia desaliñados. Imagínense que jornada más espectacular para la gorra que antes de que siquiera acabe de subir el sol, pudieran cazar a uno fumándose una tuca junto a un árbol o a un pibe con dos latas de cerveza en la mochila, o a un rasta con trufas de a tres por diez pesos. Estaban decididos a ser un activo engranaje de la opresión atemporal de los patrones.
Entre una cosa y otra cayeron unos cuantos puesteros. “¿Armamos?”. “¡Dale!”. En un minuto y medio construimos una feria de quince puestos, que parecían llevar allí varias horas. Y entonces pudimos relajarnos un poco y empezar a disfrutar lo que nos gusta hacer: ofrecernos a conformar un espacio temporal de arte y cultura libre, independiente, autónoma, para todos.
Con el rasta aprovechamos que estaba todo armado para salir a dar una vuelta con unas empanadas. En un momento nos separamos: yo me quedé cerca del río con los pastelitos y el rasta fue para el escenario. Allí transcurría la actividad oficial del municipio. En ese momento había un evento musical co-organizado con una entidad que nuclea centros educativos para chicos con síndrome de down.
Frente al escenario flameaban dos banners de la autocracia municipal y otros dos que nombraban al autócrata de turno: “Jorge Macri Intendente”. Parecía una perversa analogía cultural de las zapatillas de Ruckauf. Algunas cosas no pasan de moda: una de ellas es la cruenta malversación simbólica que agrada tanto a la alta casta de cualquier sitio.
Por ahí el rasta fue apretado por un vendedor ambulante y un heladero en bicicleta. “Por acá no vendas”. “Pero estamos todos laburando”. “No importa, acá estamos nosotros”. Algo así sería una síntesis de un diálogo de un par de minutos. La gorra amagó a intervenir, pero dado que todos estaban infringiendo de algún modo la ley burguesa, el conflicto acabó de inmediato y los tres se dispersaron.
Volví a la feria y me encontré con tal noticia desde el frente sur. Entretanto, la bajada de la San Martín al río se había transformado en una postal mucho más colorida. Los puesteros se habían duplicado y diversificado. Los artesanos no paraban de caer. Libros de todos los puntos de Buenos Aires. Curiosidades de todo tipo, aquellas que convierten a la FLIA en un espacio tan particular. La gran rareza fue un gigante shawarma en la punta donde comienza el sendero que va hacia el norte.
Bajo el sol radiante, Joaquito, un poeta de los más veteranos de la FLIA, inauguró el desenchufado escenario sobre el banquito. Tomó el megáfono y estremeció a todo puestero y peatón que circulaba por la zona temporalmente autónoma. Lo hizo a través de un poema intenso, personal y conceptual, bajo la especial emoción de quien se expresa con honestidad, con el corazón en la mano.
No pasaba mucha gente, pero el sol nos conquistaba con cada rayo que alcanzaba nuestras fibras más sensibles, los mates giraban, los payasos hacían reír, una guitarra por ahí sonaba, algo de percusión más tarde, una breve charla sobre copyleft, unos retazos del calón, un poco de volanteo y difusión para el taller, risas, conversaciones. La FLIA ya había cumplido uno de sus principales objetivos: convertirse en un poema, en sí mismo, vivo, presente, en tiempo real, escrito colectivamente.
La primera aproximación represiva provino de los municipales. La excusa principal que los invitaba a quebrar con tan bella celebración era el shawarma. Que la garrafa de gas no sé qué, que era peligroso, que alguien puede pensar en los niños, que, en fin, no se puede vender comida sin permiso. Se defendió el derecho de la gente del shawarma, se discutió, pero se ve que los compañeros temieron que les incauten las cosas cuando aparecieron algunos pitufos. Levantaron y se fueron. El de los quesos se quedó un rato y el resto de los que teníamos comida la camuflamos un poco.
A eso de las cuatro y pico de la tarde, mientras reposaba y absorbía la plenitud solar, distinguí una sombra de alguien que se aproximaba a mi feria. “Disculpe”. La cortesía me hizo pensar que sería alguien que por fin quería empanadas. Así echado como estaba, entreabrí los ojos y me encontré con el amarillo chaleco de un municipal y unas palabras de altisonante autoritarismo. “Vas a tener que levantar todo”. Le sonreí y pregunté por qué. Justo por ahí pasaba el Rey Larva. Se acercó de inmediato y le puso los puntos a su propio estilo, con intensidad, con claridad, sin eufemismos. Me incorporé apenas y pude ver otros tantos municipales apretando puesteros.
Me paré y propuse un diálogo con el señor que me habló. Ya eran tres en total discutiendo con el Rey Larva. “¿Vos estás bien, como para hablar?”, me interrogó casi a los gritos, en una doble falta de respeto, hacia el Larva y hacia mí. Mi posición, la que expresé al aparato represivo, podría sintetizarla en: “Mirá, nosotros acá somos todos editores y artistas independientes. La remamos mucho para difundir nuestro trabajo y llevar adelante nuestros proyectos. ¿Sabés cuántos libros vendemos? Cuatro, cinco, algunos más cuando nos va muy bien. Yo no puedo levantar porque acá no decidimos individualmente, sino colectivamente. Si querés que levante, vas a tener que hablar con todos y luego ver si nos ponemos de acuerdo”. “¿Quién organiza?”, preguntó, acostumbrado a la cadena de opresión a la que pertenece. “¡Todos! Somos una feria horizontal, sin líderes ni autoridades”.
En lo que dura un relámpago en el cielo, varios puesteros se aproximaron, lo mismo que el resto de los municipales. Varios compañeros comenzaron a filmar y a sacar fotos, tanto para brindar seguridad a quienes defendían la posición de la FLIA como para posibilitar la denuncia sobre el comportamiento de las fuerzas represivas de la autocracia burguesa.
El diálogo continuó, a ratos con calma, a ratos a los gritos. Y el más bello triunfo de la intervención que significa cada edición de la FLIA, mucho más trascendente que cualquier ejemplar que pudiera venderse (un espíritu imposible de entender para la burguesía), la bajada a esa altura del río se había convertido en una espontánea asamblea acerca del espacio público, la cultura y el arte libres, la represión de la burguesía, la ficción de derechos y garantías inventados por la dictadura de la burguesía...
Todos los compañeros tomaron la palabra en algún momento, con respeto pero mucha conciencia de estar del lado de los argumentos, no del grandísimo absurdo llamado ley. Como suele suceder, la gorra se vio acorralada por el poder de la palabra justa y, en la medida que llegaban refuerzos armados, pitufos y tres patrulleros con sus intimidantes armas y sus llamativas luces azules, los municipales transformaron sus pequeños exabruptos (“¿Cuándo se van a buscar un trabajo en serio?”) en expresiones cada vez más agresivas. Buscaban una reacción, despertar el enojo de un iracundo y así darse el gusto de tener una razón para desatar la violencia represiva directa, física, o, como objetivo de mínima, que levantáramos la feria y nos fuéramos. ¿Qué jornada laboral más agradable para la gorra de aquella zona, que llevarle a Macri la gran noticia de que lograron desarticular un foco de artistas rebeldes?
Mientras la Barrick Gold envenenó el agua de varias generaciones, una vez más, en la San Juan que lleva cinco o seis años en emergencia hídrica, los delincuentes de la primavera de Macri eran unos cuantos puesteros en la ribera de un río. Pero, una vez más, los libros se plantaron en la calle. Durante las dos horas que duró la asamblea con la gorra, solo se fueron un par de puesteros, al tiempo que los visitantes aumentaron, y hasta alguno se animó a sumarse al repudio a la gorra. Más de una gran imagen simbólica se formó, con peatones deteniéndose ante un libro o un cuaderno artesanal, comprando un quesito para la picada o unos aritos para la nieta, todo delante de la patética escenografía del aparato represivo en acción.
Lo que la autocracia burguesa se niega a aceptar es que por más represión que desplieguen, tanto de la física como de la simbólica, el espíritu de rebeldía ante el absurdo mundo en el que vivimos nunca morirá. Nació el mismo día que la opresión, y continuará su oposición dialéctica hasta que alguna vez, al final, la contradicción quizá se resuelva. Como dice el undercover hippy, “they might stop the single man, but they can’t stop the tide”.
Poco después de las seis de la tarde, habrán recibido la orden de no desalojar a bastonazos, o los habrá agotado la deliberación, finalmente aceptaron irse ellos, pero a cambio reclamaron un soborno. En este caso no fue dinero. Lo que querían era un papel firmado, un nombre, un cachito de burocracia que justificara el “trabajo” de unos cincuenta uniformados, durante aquella dura batalla contra un peligroso grupo de desviados.
Debimos haber firmado todos el acta de contravención, pero un compañero sacrificó su nombre. Las fuerzas represivas se replegaron y desde ahí hasta las ocho y pico, hora en que desarmó el último puestero, siguieron patrullando la zona como desde el mediodía.
Próxima Rotonda vendió un libro a la puestera de al lado y repartió unos quince retazos de las micrologías y otros tantos volantes del taller, reflexiono sentado sobre la heladerita con setenta empanadas sin vender. Sin embargo, fue la mejor FLIA en la que me tocó participar este año. No intento desmerecer la energía que fluyó bajo la autopista en Barracas, o el increíble mural de Olivos durante el frío junio, o la reciente edición de La Plata recordando los lápices (que siguen escribiendo) y a Julio López, o los grandes poemas que sonaron en los micrófonos de diversos puntos de Argentina, Uruguay, Chile y Bolivia.
Otra cosa que los autócratas burgueses nunca van a entender es que el fondo del asunto no es la literatura, la música, el teatro o unos kurdos con un shawarma; lo que realmente nos mueve es el ejercicio de la resistencia, el horizonte autónomo, los sueños emancipatorios.
Tienen razón en algo: somos peligrosos. Ni todas las armas del mundo podrán derrotar a los libros. Y créanme lo que les digo: los individuos pasarán, pero los libros se seguirán plantando en la calle.
Nos vemos el 15 y 16 de octubre en el IMPA y, hasta entonces, en cualquier zona temporalmente autónoma.