En este artículo, Danilo Paris, dirigente del Movimento Revolucionário de Trabalhadores (MRT) y analista político de Esquerda Diário de Brasil, analiza el fenómeno del lulismo y sus mutaciones en el escenario del Brasil actual. Este artículo fue publicado originalmente en portugués en Ideias de Esquerda el pasado 5 de noviembre.
Durante sus primeros mandatos, cuando Lula gozaba de un gran apoyo popular, con el respaldo de importantes sectores del capital financiero y recibiendo elogios de los principales jefes de Estado del mundo, muchos intentaron interpretar esta nueva forma que hegemonizaba la política brasileña. El lulismo, como se dio en llamar a este fenómeno, fue el sello distintivo de este proceso. Desde producciones académicas hasta análisis periodísticos, el concepto fue utilizado a diestra y siniestra para abordar las diferentes áreas de este entramado. Ahora bien, ¿cuáles son las mutaciones de este fenómeno, que llamamos lulismo senil [1], frente a condiciones cualitativamente diferentes de las que le dieron origen?
El lulismo como forma hegemónica
Muchos autores han intentado comprender el fenómeno del lulismo. Se trataba de comprender una nueva forma hegemónica, que incluía desde los sectores más pobres de la población hasta los estratos superiores del capital financiero.
Como toda forma hegemónica, el lulismo tiene sus momentos dorados, su declive y su crisis. Actualmente, es posible identificar un intento de restablecer su fase inicial, tras una enorme crisis que ha golpeado al régimen político en su conjunto. Se trata de un intento de reeditar el lulismo en un escenario en el que las hegemonías estables y prolongadas están estructuralmente obstruidas.
Dados los numerosos usos del concepto de hegemonía, es importante delimitar el contenido al que nos referimos. Procede de la tradición marxista de principios del siglo XX, especialmente de la desarrollada por Antonio Gramsci, que también buscaba comprender cómo se configuraba la dominación política de las clases poseedoras.
En resumen, como definición general, trataremos de la constitución de la hegemonía basada en la combinación de coerción y consentimiento, resultante de la relación más o menos “armoniosa” entre estos dos polos para el surgimiento de una dirección política. En el caso de una hegemonía fuerte es importante que sus aspectos consensuales sean capaces de subordinar a los coercitivos.
Si consideramos este concepto desde el punto de vista de la historia brasileña reciente, especialmente desde la llamada nueva república, podemos decir que en los últimos años se han expresado en Brasil dos formas hegemónicas relativamente estables: los años del gobierno de Fernando Henrique Cardoso (FHC), especialmente el primer mandato, y el propio lulismo.
La primera estuvo marcada por el Plan Real y con el consumo desempeñando un papel particular en la conquista del consenso. Se basó en la estabilización monetaria y en la contención de la hiperinflación, lo que proporcionó la legitimidad necesaria para las reformas neoliberales y las privatizaciones.
Los organismos económicos internacionales, como el FMI, desempeñaron un papel decisivo en la renegociación de la deuda pública y la oferta de nuevos préstamos, dado el compromiso de aplicar los dictados del llamado Consenso de Washington.
En cuanto se agotaron las posibilidades de mantener un tipo de cambio artificial que equiparaba el real al dólar –lo que permitía el consumo a gran escala de productos importados, incluso por parte de sectores de la clase trabajadora–, la “magia” que impregnó la estabilidad de los años noventa entró en cortocircuito.
Temerosas de que Brasil siguiera el camino de los países latinoamericanos, cuando estallaron una serie de convulsiones sociales ante el agotamiento del ciclo neoliberal, las clases dominantes nacionales acordaron reformular sus formas de dominación. Se decidió entonces tomar prestado el carisma de un trabajador inmigrante, que adquirió una enorme relevancia nacional a partir de las huelgas del ABC de São Paulo de finales de los años setenta y principios de los ochenta.
El lulismo en sus orígenes
Con Os Sentidos do Lulismo (Los Sentidos del Lulismo), André Singer hizo un esfuerzo por comprender este fenómeno, y hoy esta obra es considerada una de las que establece pautas para el uso conceptual del término. Aunque con debates que requerirían un artículo aparte, vamos a analizar críticamente algunos aspectos de las elaboraciones de Singer.
Buscando establecer el inicio del Lulismo, el autor marca 2006 como el año de surgimiento de este fenómeno. Según Singer, debido a las opciones tomadas por el gobierno de Lula en su primer mandato, la clase media se alejará del PT y contingentes más pobres, sobre todo en el nordeste de Brasil, ocuparán su lugar.
Este movimiento, que marcaría un cambio en la base social del PT, antes fuertemente anclada en el estado de São Paulo, con importantes bastiones en el ABC paulista, se produjo debido a dos procesos en particular: la bolsa familia y el mensalão. El primero fue responsable de que una capa subproletaria se uniera al bloque de Lula, y el segundo de alejar a las capas medias de la órbita del PT debido a sus concepciones de la ética en la política.
Según Singer, el encuentro entre una figura como Lula y una fracción de la clase, el subproletariado, permitió un realineamiento electoral que atrajo a amplios sectores de empobrecidos a una nueva órbita política.
Al mismo tiempo que Lula formaba un pacto conservador con diversos sectores de las élites y los partidos tradicionales, conseguía ofrecer concesiones sociales que se tradujeron en un histórico apoyo popular.
Mientras este proceso tenía lugar, en el fondo del país se extendía la precariedad laboral, el hiperendeudamiento de las familias, el fortalecimiento sin precedentes del agronegocio y de las iglesias neopentecostales, la casta judicial y militar y el advenimiento de los llamados globalplayers.
La “misión” de tropas brasileñas al frente de las fuerzas militares de la ONU en Haití, que contó con la participación de figuras como Augusto Heleno, es sólo una imagen de estos años de conciliación, que gestaron intestinamente una extrema derecha que luego emergió como fuerza política. Fueron años de acumulación de contradicciones que luego estallaron de manera furiosa con el histórico golpe institucional de 2016.
Volviendo a las concesiones, estas medidas solo fueron posibles debido a un escenario económico muy particular. A modo de ejemplo, en 2010, el PIB de Brasil creció un 7,5 %. El pilar de este fenómeno fue la coyuntura económica internacional excepcionalmente favorable entre 2003 y 2008. Fue el período del llamado boom de las materias primas, que fue uno de los principales impulsores del lulismo. Sin él, no cabe duda de que el proceso hegemónico habría sido diferente.
No es casualidad que al inicio de su primer mandato, cuando la situación económica aún no era tal, el escenario fuera diferente. Lula asumió el poder manteniendo la política macroeconómica heredada de los años de FHC. El poder adquisitivo quedó prácticamente congelado entre 2003 y 2004. Como una de las primeras medidas de su gobierno, el propio Lula dictó personalmente la reforma de las pensiones, que atacaba especialmente a los funcionarios. Fue un conjunto de medidas para dejar claro al capital financiero que la política económica sería conservadora y que no habría confrontación con los grandes intereses de este sector.
El reverso de la hegemonía
Chico de Oliveira, en su artículo Hegemonia às avessas (Hegemonía invertida), intentó dar su explicación a la hegemonía constituida por el segundo mandato de Lula. A partir de la consideración de los dos polos constitutivos de la hegemonía, el consenso y la coerción, demostró cómo en uno de ellos, el consentimiento, el lulismo provocó una sensación de aparente inversión. Es decir, provocó la ilusión de que ya no eran los dominados los que consentían su propia explotación, sino los dominantes los que aceptaban ser dirigidos políticamente por un partido y una dirección de otra clase, a condición de que la “dirección moral” nunca cuestionara la forma de explotación capitalista.
Una categoría inventiva, que para aquel momento supo captar una realidad concreta, en la que Lula aparecía como un gran hegemón y con un enorme nivel de aceptación, no sólo desde abajo, entre los subalternos, sino también con su propia capacidad de negociar y llegar a acuerdos “por arriba”.
Sin embargo, no se puede decir que esta misma apariencia se reproduzca en la actual versión frenteamplista, por así decirlo, del lulismo. Entre los muchos aspectos que podríamos enumerar en este ensayo, nos limitaremos a aquellos que pueden verse a simple vista, es decir, un elemento que puede percibirse sin sofisticadas teorizaciones sociológicas. En este caso, nos referimos a la presencia de Geraldo Alckmin en la vicepresidencia.
Lejos de ser un empresario tan desconocido en política como lo era José de Alencar, Alckmin era nada menos que la gran apuesta de la facción política opuesta al PT. Fue la cabeza del neoliberalismo, dirigiendo durante décadas el estado de São Paulo, donde se convirtió en la gran apuesta para la sucesión burguesa tras el golpe institucional de 2016.
En las elecciones de 2018, obtuvo el apoyo de todos los grandes partidos burgueses del país y fue elogiado exhaustivamente por los grandes medios de comunicación. Era la esperanza de que el país pudiera volver a ser gobernado por los legítimos representantes de la clase dominante, y que ya no fuera necesario invertir la fórmula de la hegemonía, al menos en su apariencia.
Como la política es “economía concentrada”, la elección de su figura para sentarse al lado de Lula corresponde a un realineamiento de poderosas fracciones de la burguesía nacional y extranjera. Como Lula tenía el mayor capital político para evitar un segundo mandato de Bolsonaro, una figura excesivamente desestabilizadora para una “hegemonía normal”, esas grandes fracciones aceptaron aprovechar su prestigio, con tal de poder jugar de primeros en la dirección del gobierno.
Pero una vez iniciado este movimiento, la tendencia es que se profundice. Lula se está unificando incluso con sectores que fueron fundamentales para mantener la gobernabilidad de Bolsonaro. Partidos como el PP (Partido Progresista) de Arthur Lira y Los Republicanos de Tarcísio de Freitas están oficialmente dentro del gobierno y ocupando ministerios.
Esto es cualitativamente diferente de mandatos anteriores, cuando era importante para el propio régimen político tener al PSDB como partido opositor, y aún liderando estados importantes como São Paulo.
Aunque Lula todavía tenga un capital político que le permite mantener una imagen de representante de los subalternos, en su fase actual, el lulismo es menos capaz de generar la ilusión de que habrá una mejora social sustantiva en el país.
Como reza el lema oficial del Gobierno, “unidad y reconstrucción”, las aspiraciones actuales distan mucho de las de las dos primeras legislaturas, marcadas por una sensación gradual de mejora continua.
Estas expectativas están en consonancia con las condiciones económicas actuales. A diferencia del gran crecimiento de las dos primeras legislaturas, ahora se celebra ampliamente un crecimiento del PIB del 3 %, con perspectivas de una caída el próximo año.
Todo ello en un contexto de fuerte politización de la economía, con disputas interestatales y conflictos militares que siguen sacudiendo al mundo. Tras la persistente guerra en Ucrania, es ahora la sangrienta embestida del Estado de Israel contra el pueblo palestino la que muestra las garras de un mundo en plena ebullición de sus tendencias más disruptivas.
Un límite concreto a las reediciones de grandes concesiones sociales, que limitan enormemente la capacidad hegemónica del lulismo en su fase senil.
Hegemonía imposible
Como resultado de la crisis de hegemonía, los poderes sin voto en el régimen político, que habían ganado posiciones durante los años del PT en el poder, se fortalecieron. En ausencia de partidos orgánicos fuertes que pudieran encarnar las necesidades económicas del capitalismo en crisis, los militares y la casta judicial ganaron fuerza.
Cada uno a su manera, y a través de métodos bonapartistas, el poder judicial y los militares se han convertido en actores cada vez más importantes en la esfera pública de las disputas políticas. Dos formas autoritarias de buscar una solución a la crisis de hegemonía reforzando el elemento de la fuerza, pero que siempre ha sido débil para ganar el consentimiento.
La forma y las circunstancias en que se configuró el gobierno de Bolsonaro agregaron más ingredientes a la inestabilidad de una crisis de dominación que siguió profundizándose. La necesidad de movilizar su base social reaccionaria de forma más o menos permanente para las disputas dentro del régimen fue un detonante de crisis que han existido en alta intensidad en los últimos cuatro años.
Al contrario de la estabilización, Bolsonaro necesitaba la inestabilidad para poder regatear y negociar con los diversos poderes que se han enfrentado públicamente en varios episodios de la prolongada crisis política.
Sobran razones para creer que un nuevo gobierno de Bolsonaro sería aún más inestable y precario que el primero. La fuerza disruptiva que lo llevó al poder no puede ser pasivizada por los recursos tradicionales de la democracia burguesa. Involucra capas sociales y fracciones de clase que necesitan ser enfrentadas.
Son la expresión más radicalizada del programa burgués de superexplotación, contorneado por valores reaccionarios que proporcionan la argamasa que da cohesión a los sectores heterogéneos de su base social. Terratenientes, neopentecostales, milicianos, mineros y militares se unen en torno a la agresividad de una dirección que promete no abandonar nunca a su rebaño, enfrentándose a todo y a todos, y por eso no puede buscar el consentimiento del resto.
Como hemos elaborado en otro lugar, de alguna manera Bolsonaro fue el gobierno de “lo contrario de la hegemonía”, incapaz de consolidar composiciones de clase y consentimiento en sectores más amplios de la sociedad civil y del Estado, a riesgo de perder la base social que lo apoyó y lo impulsó al cargo de presidente.
Sin embargo, vale la pena agregar que la reversión de la hegemonía no ocurrió sólo por la “voluntad” de Bolsonaro. Por supuesto, su figura y su política acentúan dramáticamente los factores de inestabilidad. Sin embargo, todas las figuras de una época son también expresiones de movimientos más profundos. En este sentido, es coherente considerar la emergencia de Bolsonaro como la expresión de una nueva etapa de “imposibilidades hegemónicas”.
Este concepto, desarrollado por Fernando Rosso en su libro Hegemonía imposible, fue utilizado para teorizar sobre la realidad política argentina. Según él, la enorme crisis política, económica y social que azotó la orilla sur del Río de la Plata en 2001 fue un acontecimiento fundacional para la política argentina del siglo XXI.
En este caso, el concepto se articula con otro, sobre empate catastrófico o empate hegemónico, tomando prestada la formulación de Juan Carlos Portantiero. Esto se debe a que, después de 2001, ninguno de los proyectos políticos logró imponer su programa hasta el final, sin tener que recurrir a alguna forma de concesión o incluso de composición política con fuerzas aparentemente antagónicas u opuestas.
Aunque de naturaleza diferente, parece productivo pensar en esta categoría para reflejar a Brasil después de las Jornadas de junio de 2013 y el golpe institucional de 2016. Al igual que la crisis política brasileña, el caso argentino estuvo precedido por un fuerte proceso de lucha de clases con características propias –ya que hubo jornadas revolucionarias– con manifestaciones intensas y radicalizadas.
De la misma forma, aunque ya bajo el gobierno Dilma, podemos decir que junio de 2013 marcó un momento de clivaje con las expectativas sociales que predominaban bajo Lula. La sensación de que la vida siempre mejoraba, aunque fuera gradualmente, se vio interrumpida por la sensación de que, si no había movilización, se perderían derechos. Así es como la cuestión de los transportes y de la movilidad urbana desempeñó inicialmente un papel protagonista en la movilización.
Aunque la teoría oficial propagada por el PT marcase este momento como el “huevo de la serpiente”, en realidad marcó la crisis de hegemonía –o crisis orgánica– que iba a golpear a las instituciones y partidos del régimen en su conjunto. Una fuerte crisis entre representantes y representados, en palabras de Gramsci, tras el fracaso de la “gran empresa” del lulismo.
Aunque los procesos argentino y brasileño tengan importantes particularidades, desde el punto de vista de la crisis de hegemonía son fenómenos que marcan inflexiones en el curso de la vida política de cada país.
Frente a la crisis de hegemonía, los sectores mayoritarios de la burguesía nacional brasileña, con el apoyo de los EE. UU., emprendieron un cambio de rumbo: adoptaron un programa de radicalización burguesa (con violentas contrarreformas neoliberales) que constituyó el contexto político que llevaría al golpe institucional de 2016.
Este momento marca un cambio cualitativo en el llamado régimen surgido en 1988. Dentro de un proceso de deterioro de las condiciones sociales que venía produciéndose desde los años 90, el golpe institucional acelera las fuerzas centrífugas que de forma más o menos armónica constituían un “arreglo” hegemónico.
Se trata también del deterioro político de un régimen que ahora coexiste con fuerzas bonapartistas, que supuestamente quieren disputarle la posición de poder moderador. Por el momento, es el poder judicial el que está más fuerte, pero el “partido militar”, por así decirlo, aunque debilitado, seguirá siendo un factor del régimen político, como siempre lo ha sido en la historia de Brasil.
Desde este punto de vista, el Frente Amplio de Lula, que abarca fracciones desde Bolsonaro hasta el propio PSOL, es la materialización de una forma acordada de intentar reconstituir un nuevo acuerdo. Es un intento de erigir algo en lugar de los escombros del régimen de 1988, pero por el momento aún no es posible predecir los detalles de su arquitectura.
Eso no significa que todos los que están dentro tengan exactamente el mismo proyecto. Han acordado unirse al Frente Amplio sobre la base de un programa claro, cuyo denominador Lula nunca ha ocultado y que se manifiesta en la combinación de garantizar la preservación del legado del golpe institucional de 2016, como el mantenimiento de lo esencial de todas las grandes contrarreformas y privatizaciones, con medidas aparentemente “restauradoras” de la democracia brasileña.
La aprobación del Marco Fiscal fue un símbolo importante de este proyecto. A diferencia de su primer mandato, cuando Lula heredó una estructura neoliberal bajo la cual gobernó, ahora es el propio PT el que ha formulado un mecanismo que sirve para mantener siempre preservados los intereses del capital financiero.
Ahora Bolsonaro es inelegible, y parece que el pacto frentista continuará hasta el momento en que un nuevo experimento post-Bolsonaro sea considerado “seguro”. Incluso, vale aclarar, con una preservación de la extrema derecha, por no decir una “actualización”, en el sentido de remodelar a los herederos del bolsonarismo, como parece estar en marcha con Tarcísio de Freitas que ahora busca aplicar un brutal ataque privatista en San Pablo. Una variante política que se aloja como parte de ese pacto conservador, que en cuanto la coyuntura lo permita buscará levantar vuelo por su cuenta.
Por lo tanto, aunque sea un oxímoron, el lulismo senil establece una situación de estabilidad inestable. En la situación intervienen factores importantes que constituyen una estabilidad política no vista en el país desde hace años. Parte de ella es resultado de la correlación de fuerzas dejada por las acciones reaccionarias del 8 de enero, que acabaron debilitando las alas más radicales de Bolsonaro, tanto en el régimen político como en las capas sociales, aunque con considerables reservas.
Sin embargo, estructuralmente hay muchas incógnitas y problemas en la situación política. La alianza con el centrão [2] de Arthur Lira está siempre impregnada de un juego de pacto y amenaza. La extrema derecha del régimen, al igual que los republicanos, se conforma ahora con un ministerio, pero no ha perdido sus ambiciones. El poder judicial está actualmente en sintonía con Lula, pero está ajustando su orientación y tiende a tener mayores diferencias con Lula. Fracciones de la clase, como el agronegocio, tienen su propio programa y no dejarán de luchar para que se aplique. La situación económica internacional está completamente sujeta a retrocesos. Sectores de las clases dominantes nacionales, en particular el agronegocio, aunque contenidos por el momento debido a las elevadas inversiones realizadas por el gobierno, no ocultan sus inclinaciones político-ideológicas hacia la extrema derecha.
Brasil y el mundo al que el fenómeno se presenta ahora son completamente diferentes del momento en que se formó el lulismo, en su fase germinal. En este momento, su senilidad apunta a nuevas y mayores contradicciones que, tarde o temprano, estallarán en la realidad y podrán dar lugar a nuevos procesos políticos y luchas de clases. En vista de ello, una política y un programa de independencia de clase no es una formulación teórica para un futuro lejano, sino un momento preparatorio urgente y necesario.
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