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Red Internacional
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ALTERNATIVAS AL MODELO FÓSIL. Maristella Svampa sobre transición ecológica: “Hay que cambiar el sistema, no solo la matriz energética”

Entrevistamos a la socióloga e investigadora Maristella Svampa a propósito de los desafíos de una transición justa en Argentina hacia una matriz sustentable y diversificada. Vaca Muerta, el Green New Deal y la juventud que lucha por el clima, entre otros temas.

Jueves 19 de marzo de 2020 10:53

Maristella Svampa es una reconocida socióloga y escritora argentina. Investigadora principal del Conicet y profesora titular de la cátedra de Teoría Social Latinoamericana de la Universidad Nacional de La Plata, desde 2011 participa del Grupo de Alternativas al Desarrollo junto a otros intelectuales y académicos del Cono Sur.

Ha publicado una serie de libros entre los que destacamos Maldesarrollo: la Argentina del extractivismo y el despojo (2014), escrito en colaboración con el abogado ambientalista Enrique Viale, y Debates Latinoamericanos: Indianismo, Desarrollo, Dependencia y Populismo (2016), por el que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo sociológico 2018. Próximamente lanzará un nuevo libro, Una brújula en tiempos de crisis climática: ¿por qué es necesario salir de los modelos de maldesarrollo? (Siglo XXI), también en colaboración con Enrique Viale.

En los últimos años ha centrado su investigación en los desafíos de la transición energética y ecológica. Desde 2018 co-dirige con el ingeniero electricista y Magister en Sistemas Ambientales Humanos, Pablo Bertinat, un proyecto sobre Transición energética, financiado por la Agencia Nacional de Investigación Científica y Técnica. Juntos coordinan el Grupo de Estudios Críticos e Interdisciplinarios sobre la Problemática Energética (GECIPE), un “grupo de investigación que aborda la problemática energética y la transición postfósil desde una perspectiva integral”, en el cual confluyen una veintena de investigadores del Conicet y de diferentes universidades públicas del país, como la UNLP, la UBA, la UNGS y la UTN de Rosario.

A propósito de esto último es que desde La Izquierda Diario entrevistamos a Maristella Svampa para tratar los desafíos de una transición energética justa en Argentina y los alcances políticos y sociales que conlleva.

En septiembre de 2019 un informe de Climate Action Tracker destacó que Argentina podría liderar a nivel internacional una transición energética exitosa -haciendo eje en el suministro de electricidad, en el sector de edificios residenciales y en el transporte terrestre-, lo que implicaría múltiples beneficios a nivel laboral, económico, sanitario y habitacional, en coincidencia con lo señalado por varios grupos de investigación en el plano nacional. Sin embargo, la política de subsidios a los combustibles fósiles, convencionales y no convencionales, constituiría un obstáculo para dicho objetivo. ¿Es posible una transición energética justa en Argentina? ¿Es posible con los actuales lazos de dependencia y penetración de capitales extranjeros? ¿Por qué no se ha podido cumplir ni en lo más mínimo con el plan Renovar desde que fue sancionado en 2016?

Creo que es posible una transición energética justa, a condición de entender que en Argentina los obstáculos no son solo económicos, políticos y geopolíticos, sino también de tipo ideológico-epistemológico. Nuestras élites y, en general, gran parte de la sociedad está acostumbrada a concebir el desarrollo en clave extractiva, productivista y exportadora, a lo que hay que sumar la visión “eldoradista”. Vaca Muerta, en esa línea, representa una encarnación de esa visión. El sueño de “El Dorado” deviene un grave obstáculo epistemológico para comprender la necesidad de la transición y redefinirla correctamente, sobre todo en un contexto de crisis climática. Así, en Argentina, hay que romper no sólo con la dependencia del patrón energético basado en la extracción de hidrocarburos, promoviendo el desarrollo de energías alternativas no contaminantes (eólica y solar), sino también con el imaginario “eldoradista” que se ha instalado casi como una suerte estructura de inteligibilidad profunda, no sólo en el sector petrolero (lo cual es explicable), sino a nivel de la clase política y las élites económicas.

Relacionado: La crisis climática y el desafío de la transición energética en Argentina

Por ejemplo, los escenarios de transición con los cuales está trabajando el actual gobierno argentino incluyen Vaca Muerta. Ahora bien, juntar en una misma frase “Vaca Muerta” y “Transición”, es un oxímoron. El gas del fracking está lejos de ser un “combustible de transición”, como ya ha sido probado por diferentes estudios, y cuesta creer que algunos todavía lo piensen en estos términos. Como me dijo hace menos de un año un especialista en energía, que hoy forma parte del gobierno de Alberto Fernández, cuando yo le objeté que en su presentación colocara a Vaca Muerta dentro de la hipótesis de transición: “Si no incluyo a Vaca Muerta, no me escuchan”.

Por otro lado, aquí el ingreso de las energías renovables es reciente. Recordemos que bajo los diferentes gobiernos kirchneristas (2003-2015), la obturación de una discusión sobre la energía fósil (su viabilidad, las controversias sobre su sostenibilidad) y el posterior giro “eldoradista” con Vaca Muerta, tuvieron como correlato la clausura de cualquier debate serio sobre la transición energética y sus complejidades. En realidad, quien instaló la cuestión de las energías renovables en la agenda política fue el gobierno de Cambiemos (2015-2019), pero éste lo hizo en un marco de mercantilización extrema y de acentuación de la dependencia económica y tecnológica. La política de energías renovables (básicamente las licitaciones Renovar I, II y III) ampliaron el poder de las grandes corporaciones nacionales y globales y acentuaron la mercantilización de la energía, independientemente de la fuente.

La apuesta de Cambiemos fue asegurar que los proyectos de energía renovable se instalasen, demostrar que el precio de éstas podía ser competitivo respecto de otras fuentes energéticas y, sobre todo, establecer las condiciones para que la energía renovable en Argentina fuera vista como un “negocio” para las grandes corporaciones globales de energía renovable. Además de los sospechosos negociados en torno a estas licitaciones (el “capitalismo de amigos”, en su versión neoliberal), el vertiginoso proceso de mercantilización de las energías renovables se dio sin que hubiera una discusión pública de fondo sobre lo que podría o debería ser tal modelo, al calor de los tarifazos. En esta línea, la instalación de las energías renovables (fundamentalmente eólica y solar) confirma la consolidación de un modelo privatista y extranjerizado, que poco tiene que ver con el desarrollo de una industria nacional o su hipotética autonomía, como bien subraya Bruno Fornillo, especialista en litio. Esto no se debe sólo a la presencia de actores globales, sino también a la importación de los componentes utilizados para su implementación (sobre todo de China y ciertos países europeos), que lejos están de favorecer la “equiparación tecnológica” o la fórmula “made in Argentina”, y sobre todo a la lógica regulatoria y normativa asociada al desarrollo de un mercado que se ampara en las leyes de privatización del sector eléctrico.

Por último, más allá del desproporcionado marketing que Cambiemos hizo de las renovables, el real peso específico en la matriz energética es menor. Nuestra matriz de fuentes primarias de energía continúa siendo un 87 % fósil, las energías limpias y renovables son apenas un pequeño sector en Argentina, solo localizadas en el sector eléctrico, el cual constituye menos del 20 % de todas las fuentes secundarias de energía. La gran apuesta de Cambiemos fue Vaca Muerta. Esta tendencia continúa en el nuevo gobierno de Alberto Fernández, donde la explotación de energía fósil, convencionales y no convencionales, está lejos de ser limitada, en función de una propuesta de transición hacia fuentes limpias y renovables. Quizá la caída del precio del petróleo convenza de una vez por todas que un megaproyecto como Vaca Muerta es inviable económicamente (además de ser insustentable desde el punto de vista ambiental). Pero todo parece indicar que, pese a las inversiones en energías renovables, muy probablemente el modelo energético fósil se profundice en los próximos años, al calor de la explotación de los combustibles no convencionales. Una salida que lejos de aclarar, oscurece el panorama futuro.

Hace poco el ministro de producción argentino Matías Kulfas anunció la posibilidad de impulsar un Green New Deal argentino, inspirado en la propuesta que actualmente abraza el candidato demócrata norteamericano Bernie Sanders para descarbonizar y desnuclearizar Estados Unidos ¿Qué podemos entender realmente por un Green New Deal en Estados Unidos y en Argentina según quiénes lo anuncian como propuesta?

El Green New Deal tiene su génesis en la extraordinaria urgencia climática y ecológica global. Sin embargo, aun si su corazón sea el combate al cambio climático, lo que realmente se propone es una transformación integral del sistema económico. Es una propuesta surgida entre 2007 y 2008 cuyos primeros brotes nacieron en Europa, en el marco del Plan 20-20-20 (20 % de reducción de emisiones GEI y 20 % de energías renovables para 2020), lo que convirtió a la Unión Europea en vanguardia para afrontar el cambio climático. Al inicio, en tanto propuesta, aparecía más acotado, ligado al Programa de las Naciones Unidas por el Medio Ambiente de la ONU (2009), diseñado en la Conferencia de Rio + 20, en torno a la Economía Verde, un modelo de modernización ecológica que profundiza la mercantilización en nombre de una economía limpia. Desde la Fundación H. Boell, el partido Verde alemán, y los Verdes europeos, éste fue asumido como plataforma política.

El gran cambio se produjo en 2019, cuando éste fue retomado por la diputada demócrata de USA, Alexandria Ocasio-Cortez y luego por el precandidato demócrata B. Sanders. Así, Cortes y Sanders lograron dar una vuelta de tuerca al proyecto europeo, que estaba más anclado en la economía verde, para conectarlos con las propuestas del Movimiento de Justicia Climática, con el objetivo de lograr mayor justicia social, económica y racial en Estados Unidos. Dicho de otro modo, lo que éstos proponen es amplificar el Green New Deal, para convertirlo en un verdadero programa de transformación ecosocial y económico. No es sólo una propuesta por prohibir el fracking, de dejar los combustibles fósiles bajo tierra, de reducir los gases de efecto invernadero, de lograr la eficiencia energética, es una apuesta interseccional que busca articular Justicia social y Justicia Ambiental. Su gran objetivo es integral, como sostiene Naomi Klein en su último libro, e incluso para alguien que está lejos de ser antisistémico, como el economista Jeremy Rifkin, pues se trata de transformar la economía, hacerla más equitativa, de luchar contra la pobreza, contra el racismo, contra todas las manifestaciones de desigualdad y marginación a la vez que disminuimos drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero

En nuestro último libro escrito con Enrique Viale, “Una brújula en tiempos de crisis climática” (Siglo XXI, en prensa), retomamos esta propuesta, en la línea de Ocasio Cortés-Klein. El Green New Deal, al que podemos rebautizar como Gran Pacto Ecosocial y Económico, no es solamente una política climática sino un plan holístico para transformar la economía y sus valores internos. Es un programa que no se plantea primero la idea de salvar al planeta y después librar las batallas por una sociedad más justa e igualitaria. Ambas causas van de la mano o no van.

Ahora bien, en nuestras latitudes, el debate sobre el Green New Deal está muy poco difundido, por varias razones que incluyen desde las urgencias económicas hasta la falta de una relación histórica con el concepto, ya que ni en Argentina ni en América Latina hemos tenido un New Deal, ni tampoco un Plan Marshall a la europea. Con esto, quiero decir que no está instalado en nuestro imaginario social. Tampoco hay actores políticos que hayan tomado el tema, aún si éste ha sido evocado por algunos funcionarios del actual gobierno. En enero de 2020 se reunieron el ministro de Ambiente de la Nación, Juan Cabandié y su par de Producción, Matías Kulfas, para acordar trabajar juntos “para impulsar la agenda del Green New Deal y el desarrollo sostenible”. Se trata, según Kulfas, de “una agenda productiva sustentable. Vamos a generar cadenas productivas en recursos naturales que sean no extractivas sino inclusivas e incorporar la agenda de la industrialización verde, nuestro Green New Deal”. Estamos ante un grosero error típico del progresismo selectivo argentino: por un lado, reducen el Green New Deal a una eventual industrialización de las materias primas, sin cuestionar o debatir sobre la insustentabilidad de los modelos productivos o de mal desarrollo, sus impactos sobre la atmosfera, las poblaciones y los territorios involucrados. Por otro lado, confunden el concepto de extractivismo con el de primarización de la economía, cuando es claro que el concepto de neoextractivismo –que cuenta con enormes desarrollos e investigación en América Latina y el mundo- es multidimensional.

En suma, no puede haber un “Green New Deal” si se fomenta abiertamente la megaminería, el fracking y se mira para otro lado ante la deforestación y las fumigaciones tóxicas. Asimismo, resulta fundamental que los proyectos de Green New Deal no terminen convirtiéndose en una exportación de la contaminación a los países del Sur, acentuando así la deuda ecológica. El Green New Deal será global o no será. Por ejemplo, no puede haber un Green New Deal norteamericano con acuerdos de libre comercio que supongan un aumento del uso del suelo por monocultivos y la demanda de recursos primarios en otros países. Sería inaceptable un Green New Deal europeo si persiste el tratado comercial, de junio de 2019, entre la UE y el MERCOSUR, que plantea entre sus objetivos el de incrementar de un 30 % las importaciones de carne de vacuno de los países del Mercosur (Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay), aumentando así la ganadería intensiva, que no sólo es una de las causas de sucesivos incendios en la Amazonia, sino que también es responsable del 18 % de las emisiones totales de gases de efecto invernadero, según datos de la propia FAO . Así que, antes que nada, el Gran Pacto Ecosocial y Económico requiere una redefinición del multilateralismo, vinculado a la solidaridad, ante la emergencia climática y sanitaria.

Por otro lado, de poco serviría un Gran Pacto Eco-Social y Económico en el cual no hubiera cambios en el modelo de consumo y distribución. Por ejemplo, en términos energético ése se limitaría a reemplazar el combustible fósil por la batería en el auto eléctrico sin que hubiera transformaciones de fondo en el modelo de consumo y de transporte, haciéndola a corto plazo igualmente insustentable. No hay planeta que aguante ni litio que alcance si solo sustituimos un elemento por otro sin modificar la matriz consumista a nivel global. Este límite a las energías renovables implica repensar de manera integral las matrices de producción, consumo y distribución en la línea de la disminución del metabolismo social. En esa línea no sólo hay que repensar el modelo de transporte terrestre, sino cuestionar la idea misma del automóvil individual, para encaminarse hacia un uso compartido, que redimensione y reduzca la cantidad de automóviles eléctricos, así como apunte a expandir la infraestructura del transporte público limpio.

La transición exige por ende una articulación entre lo ambiental y lo social. Como hace años viene sosteniendo el ambientalista uruguayo Eduardo Gudynas, desde el CLAES, pensar la transición SE requiere de un conjunto de políticas públicas que implicarían una articulación entre la cuestión ambiental (límites a la producción, umbrales de consumo ostentatorio) y la cuestión social (umbral de pobreza y redistribución de la riqueza).

En las discusiones que abordan críticamente el problema energético argentino se ha venido hablando de “soberanía energética”. ¿Qué podemos entender realmente por soberanía energética? ¿Argentina es un país soberano en materia energética? ¿Por qué el mercado de producción y distribución eléctrica no ha revertido su matriz de privatizaciones heredada del menemismo?

Hablar de soberanía energética va más allá de discutir sobre qué fuentes se utilizan o quienes la controlan. Es necesario responder la pregunta para qué y para quién. Nuestro punto de partida es pensar la energía como un bien común y un derecho humano, como una herramienta y no un fin en sí mismo. Como afirmamos con Pablo Bertinat en el Grupo de Estudios Críticos e Interdisciplinarios de la Problemática Energética (Gecipe), la energía debe formar parte de los derechos colectivos, en congruencia con los derechos de la Naturaleza. En consecuencia, pensar en un proceso de transición energética requiere un cambio radical del actual sistema energético, orientándose a un cambio de las relaciones de poder y dominación vinculados al escenario energético existente. La primera consigna debe ser “Cambiar el sistema, no sólo la matriz energética”.

Así, si bien uno de los caminos en la construcción de una agenda de transición es orientarse hacia la diversificación de la matriz energética a través de las energías limpias y renovables (como la eólica y la solar) y la hidroeléctrica (a pequeña escala), esto no es suficiente. Hay que terminar con la concentración, y la energía fósil está muy asociada a la concentración de poder. Y lo peor que puede suceder es que la concentración, la privatización y la dependencia tecnológica se reproduzcan en el modelo de energía renovable, como está sucediendo en nuestro país, instalado por la gestión de Cambiemos.

En Argentina, el apagón del 16 de junio de 2019, que afectó a también a Uruguay y Paraguay, hizo que sintiéramos el roce de la catástrofe y advirtiéramos la importancia de la energía en nuestras vidas. Fue la primera vez en la historia que el corte se registró en la totalidad del territorio nacional y de modo simultáneo, afectando en total a unas 50 millones de personas. Se festejaba el día del padre y en medio de un diluvio sin fin, en algunas provincias se votaba para elegir gobernador. La causa del apagón fue debido a un “error operativo” de la empresa de transporte de energía eléctrica de alta tensión Transenet, en la fase de transmisión y de generación. El restablecimiento de la electricidad se hizo ese mismo día, de modo gradual, primero en las grandes ciudades y sectores del Conurbano, y por último en las provincias y localidades más lejanas, donde al apagón se sumó pronto la carencia de agua. La excepción, en este caso, fue la pequeña localidad cordobesa de Ticino, con 3.000 habitantes, que se encuentra a menos de 200 kilómetros de la capital de la provincia, y que opera con biomasa, para lo cual usa la cáscara de maní como materia prima para obtener energía.

Esta sensación de desamparo atravesada por el temor de haber visto la cola del monstruo en la oscuridad, bien podría haber servido para abrir el debate acerca de la situación crítica del sistema energético, de los bemoles de su privatización, sobre la importancia de la energía en nuestras vidas, sobre la necesidad de un nuevo paradigma energético, basado en energías renovables. Hoy la crisis sanitaria que atravesamos a nivel global podría ser una oportunidad para poner en marcha una alternativa real, un Gran Pacto Ecosocial y Económico.

En Argentina, como sostiene Pablo Bertinat, en “La energía en debate”, un programa alternativo en el sector energético debería por lo menos comenzar con derogar las leyes de privatizaciones, vigentes aún, para los diversos sectores energéticos, tanto eléctrico como de hidrocarburos. Habría que abandonar la lógica de mercado, recuperar para el patrimonio público sectores clave y establecer el derecho a la energía con sus correspondientes derechos y obligaciones. Establecer un paquete de leyes de emergencia energética que apunte al abandono paulatino de los combustibles fósiles, su reemplazo por ahorro, eficiencia y fuentes renovables mediante el desarrollo de capacidades nacionales y regionales para lograrlo. Establecer procesos y leyes de protección sobre los territorios afectados por los emprendimientos energéticos contaminantes y depredadores. Establecer un programa de emergencia que elimine rápidamente la pobreza energética y garantice energía en condiciones dignas.

En el año 2019 vimos la irrupción de un movimiento juvenil internacional que exige medidas concretas para combatir la crisis climática, así como también algunos sectores del movimiento obrero como los trabajadores del astillero Harland and Wolff de Irlanda que ocuparon las instalaciones exigiendo su nacionalización ante la quiebra y su reconversión tecnológica para enfrentar la crisis climática fabricando molinos de viento. ¿Qué rol puede cumplir la juventud en una transición energética justa en Argentina? ¿Qué rol puede cumplir el movimiento obrero en una alianza con la juventud que lucha por el clima? ¿Una transición energética justa implica necesariamente una democratización de la toma de decisiones sobre política energética por parte de la población?

En términos personales, la irrupción de los jóvenes en la lucha ecológica y climática generó en mí una gran esperanza, porque renueva y oxigena el movimiento ecologista a nivel global y nacional. Por eso mismo, desde fines de 2019, con Enrique Viale apostamos a entablar un diálogo intergeneracional en el cual participan gran parte de las organizaciones juveniles. Es interesante observar que, lejos de partir de cero, los y las jóvenes toman como punto de partida lo ya acumulado e instalado en el país a lo largo de casi dos décadas por diferentes movimientos y colectivos socioambientales y organizaciones indígenas en las luchas contra el neoextractivismo (la megaminería, el fracking, los agrotóxicos y el desmonte, la defensa de los derechos colectivos de los pueblos originarios, entre los más destacados), así como también el diagnostico proporcionado por las investigaciones críticas e independientes que desde el campo académico y militante se han venido realizando sobre estos temas. Así, se trata de la emergencia de un tipo de activismo que, lejos de pensarse como fundacional o desde la endogamia, suma y potencia, en términos de líneas de acumulación de luchas; y busca amplificar las voces e influir en la agenda pública. Ellos sin duda pueden ser la correa de transmisión en relación a sectores sociales más refractarios, a los que los movimientos socioterritoriales hoy no pueden llegar.

El gran desafío es la articulación entre justicia social y justicia ambiental, a fin de garantizar una transición justa, que no puede ni debe ser costeada por los sectores más vulnerables. La dislocación de uno y otro traería enormes consecuencias, incluso en el norte global, tal como lo muestra la rebelión de los chalecos amarillos en Francia, cuyas protestas tuvieron origen en el rechazo a un impuesto ambiental a los combustibles. Es necesario conjugar las reivindicaciones del movimiento sindical con las demandas de los pueblos y naciones indígenas, del feminismo, los y las jóvenes, de las minorías, los movimientos sociales y organizaciones ambientalistas, para así renovar la narrativa del movimiento sindical en materia de justicia ambiental en América Latina.

En América Latina, si bien los sindicatos han sido reticentes a incorporar la problemática socio-ambiental, éstos han ido articulando nuevas demandas vinculadas con las luchas socioambientales. Por ejemplo, entre 2009 y 2014 la Confederación Sindical de las Américas, (CSA) fue dotando a este concepto de “Transición Justa” con una perspectiva del Sur global, vinculada al giro eco-territorial de las luchas sociales. En este esquema los sindicatos se proclaman agentes centrales en el diseño y seguimiento de aquellas políticas de transición que permitan generar y mantener empleos decentes. Para ello es necesario pensar conjuntamente el rol del Estado, de los sindicatos y de las empresas en favor de una transición justa y urgente, que genere empleos dignos y sustentables. ¿Se perderán empleos? Si, ciertamente, pero también se crearán nuevos empleos ligados a las industrias limpias y renovables, así como a los servicios. También hay que combatir la ceguera desarrollista y extractivista que hay en estos sectores.

En esta línea, si queremos hablar de una transición justa, el proceso de descarbonización y la orientación hacia las energías renovables, ésta debe apuntar a un cambio en el sistema energético, que debe ir de la mano de la desconcentración y la descentralización generalizada, como condición necesaria para democratizar los sistemas de acceso y distribución. Esto supone que la ganancia estaría más dispersa y menos concentrada; al contrario de lo que sucede con los grandes monopolios que dominan los hidrocarburos. Y por supuesto, apuntaría a una democratización de las decisiones. Por último, es necesario pensar la energía como una herramienta fundamental de democratización y de redistribución de la riqueza. En esa línea, la transición justa, sus agendas, sus hipótesis de escenarios, deben contar con la participación imprescindible de los sindicatos, los movimientos populares y los jóvenes. Sin consenso social y sin la articulación de todos estos actores, con los movimientos por la justicia ambiental y climática, no hay salida posible.

En fin, no hay que olvidar que la nuestra es una crisis civilizatoria. Por eso la necesidad de abordarla de una manera integral y holística.