Las confesiones sobre el despertar sexual de una chica de 12 años al cura del pueblo. El atentado fallido a Videla de 1977. Una partida de truco entre una abuela y su nieto. Estos tres hilos narrativos reúne la última novela de Martín Kohan titulada Confesión, adentrándose en todo lo que las palabras pueden decir, ocultar y hacer. Sobre eso charlamos en esta entrevista, alrededor de la ficción y de algunos debates alrededor de cómo se leyeron los años 70.
En la primera parte del libro se narra el “despertar sexual” de una chica que va confesando sus “pecados” al cura del pueblo. El objeto de ese deseo es un Videla joven que vive en ese pueblo, Mercedes. Pero antes de pasar a ese dato inquietante, quería preguntarte sobre el desarrollo de esas “confesiones”. La chica parece pasar por distintos momentos: al principio no sabe con qué palabras definir lo que le pasa. Después, como los pecados escalan y crecen entonces las penitencias que le impone el cura, llega un momento que son tantos los padrenuestros y avemarías que tiene que decir que se le mezclan las palabras, le empiezan a resultar extrañas. Finalmente parece aprender el arte de la omisión para no decir toda la verdad, o de decirle al cura lo que este puede aprobar y callarse lo que no. Me interesaba saber por qué relacionaste esa construcción ideológica en que la chica se va formando, en este caso religiosa, con el devenir de los retorcimientos del lenguaje, con los problemas para definir exactamente algo, o para omitir hablando hasta por los codos, o por su capacidad de naturalizar o extrañar las cosas… ¿Ves una relación entre construcción de ideologías y características del lenguaje?
Sí, definitivamente sí, pero lo veo más claramente en la novela a partir de lo que vos estás planteando. Que esa relación existe: claro. Y al mismo tiempo es interesante ver cómo es que existe, cómo es que funciona. Sobre todo con la idea –por cómo fui tratando de armar el personaje– no de un uso orgánico del lenguaje que permitiera –en esta relación que funciona entre lenguaje e ideología–, presuponer un lenguaje estable, o estabilizado, que pueda ser el instrumento de la expresión de una ideología, sino esa manera en que el lenguaje es en sí mismo ideológico. Como si dijéramos: el lenguaje no está diciendo una ideología, la está poniendo a funcionar. No expresa la ideología el lenguaje, es ideología. Entonces, en ese caso, al lenguaje en esa primera parte de la novela más que preguntarle qué dice hay que preguntarle cómo funciona. Un poco trayendo lo de Michel Foucault: al poder no hay que preguntarle qué es, hay que preguntarle cómo funciona, cómo opera, qué es lo que hace del lenguaje, ni siquiera qué es lo que dice –también lo que dice, porque dice cosas–, pero qué es lo que hace. Y la novela se llama Confesión, por lo tanto el título ya indica que es lo que se hace con palabras, lo que hacen las palabras. Y sí, me parece que sobre todo en esa primera parte está ese vértice entre lenguaje-sujeto-cuerpo, ¿no? Por la confesión que hace ella misma, con su remordimiento, pero también lo que el cura dice en la confesión; y el castigo también es palabras, el castigo es verbal: tener que decir ciertas cosas, rezar tantos padrenuestros.
Dentro, de todos modos, de lo que yo considero la tradición judeocristiana, porque vamos a decir las cosas como son, y lo que sabemos por Nietzsche en realidad: la máquina de fabricar culpa la inventamos los judíos, y es retomada, y quizás pulida o no, no lo sé, pero estamos hablando claramente de algo que llamamos tradición judeocristiana de la culpa. Pero el sujeto de la culpa… me parece que en la novela tenés por un lado sí, el discurso ideológico, el discurso del poder, el cura confesor; el sujeto de culpa y el cuerpo. Y es algo que me di cuenta cuando estaba encarando la escritura de Confesión, que de alguna manera a mí mismo me hacía acordar a la escritura de Ciencias morales. La preceptora de Ciencia morales es más grande en edad que la chica que aparece en la primera parte de Confesión, pero esa preceptora tiene más años pero tiene poca, ninguna experiencia, y mucho retraimiento. Son situaciones que me empezaron a funcionar de manera análoga –solo en esta parte, después las novelas son creo muy distintas–, pero en esa instancia donde al cuerpo le pasa algo y el sujeto de ese cuerpo no lo sabe. Y escribir eso de tal manera que el lector sí sepa, el lector advierte lo que pasa con ese cuerpo, y el propio personaje no. En vez de la identificación “mi cuerpo y yo”, o “yo soy mi cuerpo” o “mi cuerpo es mío”, trabajar sobre los desfasajes, porque existen enormes desfasajes entre uno mismo y el cuerpo, del que por momentos disponemos, por momentos se nos va, por momentos lo sentimos nuestro por momentos se nos vuelve ajeno. Entonces en el personaje en Confesión, que tiene 12 años, efectivamente a su cuerpo empiezan a pasarle cosas que ella misma no sabe, y por lo tanto no tiene palabras para ponerle a eso que le pasa al cuerpo, yo diría, más que a ella. Y efectivamente, cuando esa falta de palabras propias se combina con las palabras de la interpelación en el confesionario, entonces se arma el dispositivo de la narración de la novela.
Es paradójico porque ella no sabe lo que le pasa pero el confesor sí sabe, y es como que de alguna manera –porque el confesor parece demasiado insistente en saber exactamente qué le pasa, hace acordar a lo de Foucault que mencionabas, de que el poder “hace hablar” de eso para controlarlo–, con eso parece que le da herramientas, porque ella por ejemplo en el avemaría encuentra lo del vientre y dice “ah, es en el vientre, no en la panza” lo que le pasa. Como que en esa relación ella empieza a ponerle palabras a las cosas, y encuentra también juegos en el lenguaje que desmontan un poco esa ideología –aunque ella tampoco termina de romper con ella, no es que la cuestiona a partir de eso, pero aparecen fisuras–.
Exacto, es como que se resquebrajara en sí misma: no es que ella toma conciencia y rompe. Al contrario, lo sostiene y a la vez se resquebraja. Para mí eso que señalaste, cuando leí la Historia de la sexualidad de Foucault –y esto está sobe todo en el primer tomo– fue una revelación. Y para nosotros que nos dedicamos a la literatura y al lenguaje, esa idea de que el poder no necesariamente nos hace callar; a veces nos hace hablar. Para nuestro propio imaginario que sería “el silencio es represivo y la palabra es liberadora”. Bueno, no necesariamente. Ahí donde hay poder represivo silenciando, porque eso muchas veces pasa, efectivamente la palabra es una forma de resistencia, una forma de liberación. Pero como el poder muchas veces hace lo contrario, nos hace hablar, muy por el contrario, callarse puede ser una forma de resistencia.
La escena paradigmática de resistencia… Bueno, no paradigmática, la tortura es una, pero ahí es muy brutal, como dice el propio Foucault, si el poder tiene que hacer eso con un cuerpo es porque el poder como tal es débil . En cambio la eficiencia del poder se ve en escenas como la de la novela, y como en cualquier escena de remordimiento. Que es que el poder –lo que llamaríamos poder, que a la vez es muy amplio– consigue no solo que vayas a confesarte sino que lo necesites, que lo desees –el remordimiento o sentimiento de culpa es eso–. El cura sabe –después si querés me podés preguntar por el nombre del cura, pero no te conviene: es un jugador de Boca que le hizo un gol a River y ganamos un campeonato con un gol de él–…
Eso lo omití…
Mal hecho, por eso te lo agrego. El cura efectivamente sabe, y al mismo tiempo sabe de más. Eso es también lo que yo traté de armar ahí, tipo a lo Piglia, el “censor paranoico” que ve más de lo que hay. Entones me parece que en esas escenas de confesión hay como dos desbalanceos o dos corrimientos: ella no sabe todo lo que le está pasando –el lector sí–, pero el cura sabe de más. Y ahí traté de darle otra vuelta al asunto: no sabe, pero sospecha que hay más de lo que realmente hay, y empieza a dar ideas, para decirlo de una manera más sencilla, cuando pregunta con la insistencia que decías. Entonces la premisa o el dispositivo por el cual lo que llamaríamos el “Mal”, el mal proceder, no solo no es repelido por el discurso del “Bien”, sino que es instigado. Hay cosas que ella empieza a hacer porque las ideas se las da el cura, con el propósito de como decís de controlarlo, pero la verdad es que le da la idea. Entonces el discurso del “Bien” pasa a estimular el “Mal”; y esa conexión por la cual los malos procederes tienen como sostén el discurso de la moral y no lo contrario –digamos, el discurso de la moral produce el “pecado”, el discurso moralista termina suscitando el “pecado”– , efectivamente es lo que traté de armar ahí.
Me parece que en Ciencias morales también estaba eso, yo lo fui viendo mientras escribía: es que todas las cosas que la preceptora hace que están mal, digamos –meterse en el baño a espiar a los pibes está mal–, pero lo hace en nombre del Bien, en nombre de las reglas, el deber, el reglamento y el cumplimiento del Bien. Entonces esa conexión por la cual el impulso del Bien y la moral del Bien derivan en lo depravado o lo aberrante o como lo queramos llamar –o a lo que desde ese mismo discurso es considerado depravado–, efectivamente es algo que me interesa mucho y que acá además me interesaba ponerlo a funcionar porque además el objeto que está por detrás es Videla.
Pensaba en esto que decías de los personajes con doble moral, que están en Ciencias morales y en Fuera de lugar también, personajes que se la pasan moralizando a los demás aunque ellos hacen cosas que serían dudosas desde el punto de vista moral, pero no lo hacen porque no tienen moral sino como que tienen demasiada moral. Obviamente ven la paja en el ojo ajeno. Y la chica, el personaje, también parece que en algún momento va entendiendo que los códigos que está incorporando vienen con la forma de romperlo cuando a uno le conviene: como que va incorporando esa doble moral.
Estoy de acuerdo pero no sé si le llamaría doble a esa moral. ¿Y si la moral fuera eso? No la doble, la única. “Moral” no… justo nombré a Nietzsche, yo tampoco postulo ni sostendría un “más allá del Bien y del Mal”, ni tengo la dosis de cinismo necesaria como para sostener una prescindencia de categorías de valor. Me inclino por llamarle a eso moralismo, para hacer una gradación entre lo que sería ética –que uno sostiene plenamente–, una moral y un moralismo, que correspondería al “dedo levantado”. Yo haría esa gradación: la ética de las propias conductas y el modo en que uno pretende no ser un cretino; la moral como orden de valores –y uno no pretende estar del todo fuera de eso– y cierta tendencia a levantar el dedo –a eso me refiero con moralismo–, y ahí te digo ¿qué pasa si no se trata de algo doble sino de un efecto del propio mecanismo?
Porque no son hipócritas. Esto me acuerdo que lo hablé en algún momento con Diego Lerman, el director que hizo la adaptación para cine de Ciencias morales, La mirada invisible, porque me parece que en la película no funciona igual, que la película más bien da la idea de que ella aprovecha el truco de vigilar, se vale de eso para darse el gusto de meterse en el baño a espiar a los pibes, mientras que lo que yo traté que pasara en la novela es que ella sinceramente cree que está cumpliendo con su deber, que no tiene el doblez hipócrita de “digo que estoy vigilando que se cumpla el reglamento pero cómo me gusta ver a los pibes meando”; realmente cree que esta procediendo en el Bien, y me parece que en Fuera de lugar, cuando piensan mal del cura y dicen “este degenerado, seguro que los toca [a los niños]”, no es por la hipocresía de decir “nosotros que los desnudamos y les sacamos fotos no importa”, es que traté de que de algún modo...
Ellos tienen como un “cuidado”, dicen, por eso ellos lo hacen “bien”.
Exactamente, ellos están “haciendo las cosas bien”. Como no los tocan… por eso digo que me parece que no hay doblez. No es que se eximen a sí mismos del Bien y se lo aplican al cura y le dicen “no te metas con chicos”. Ellos creen que están haciendo el bien. Tan seguros están que se consideran facultados a levantar el dedo e impugnar las eventuales depravaciones ajenas. Ahí es donde digo ¿y si no fuera doble moral? No hablemos de moral: moralismo. ¿Y si fuera el propio moralismo el que produce esto, sin necesidad de ser doble?
En toda esta primera también vas intercalando una serie de reflexiones sobre la relación entre la ciudad de Buenos Aires y el Río de la Plata. Sirven de “hilo” entre la primera parte y la segunda, donde los hechos se van a relacionar con los arroyos entubados de la ciudad. Pero ¿pensaste también en la relación implícita que los lectores iban a hacer entre Videla y el Río de la Plata? Porque es un poco difícil no pensar que es ahí donde los milicos tiraban los cuerpos de los desaparecidos…
No lo sé, te lo preguntaría a vos cuándo lo pensaste. Si pensé, en esa primera parte, que en todo esto de lo que hablamos hasta ahora tenía que resonar de algún modo la figura de Videla. En el sentido de que Videla me parece una figura paradigmática de esto que estamos diciendo: recto, impecable, rigurosamente moral… y lo que ya sabemos: el responsable de las aberraciones más escabrosas que hayan ocurrido en la historia argentina. Otra vez: ¿es un doblez o no? ¿O en realidad es una combinación? Y la figura de Videla me parece que expresa eso como ninguna otra en la que yo pudiese pensar. Con el Tigre Acosta no se puede hacer ese movimiento, con Massera , Camps… no podés hacer ese movimiento, mientras que Videla combina de un modo más que siniestro pero al mismo tiempo para mí perturbador eso: la más absoluta responsabilidad –que de hecho él asume– para los hechos más aberrantes que podamos concebir, y que pueda combinar eso con el cumplimiento estricto de una conducta moral, y no por hipocresía. Esa combinación me parece monstruosa y al mismo tiempo me interesa escrutarla e indagarla, y por eso lo que estábamos hablando en términos estrictos de la culpa, la sexualidad, el cuerpo. Por eso te decía en un momento que, además, el objeto de todo eso sea Videla tiene como un rebote, como un eco, porque en Videla hay algo de eso mismo, y yo preferí que en la novela no apareciera directamente como hipocresía –la fachada del Bien y por detrás el responsable de las aberraciones–; el Bien, entendiendo ahí por el Bien esa forma de la rectitud moralista– tenía casi la condición de posibilidad para la responsabilidad en las aberraciones.
Sobre lo del río que vos decías, yo pensé lo siguiente: en realidad al escribir me di cuenta que necesitaba separadores entre confesión y confesión. Si hubiese sido teatro habría puesto un número musical, no sé, algo, tipo Brecht, algo que separe los bloques. Porque los bloques no tenían que estar enlazados, narrativamente decía no tiene que haber un continuo, tiene que haber como ciclos: una nueva del pecado en el cuerpo –todo esto “pecado” con comillas–, otra confesión. Pero como en espiral: círculo y un cachito más, un cachito más, pero al mismo tiempo eso no tenía que ser un continuo en la narración. Y necesitaba separadores, algo breve, de otro tono, que fuese una interrupción. No un enlace; estamos hablando estructura narrativa: necesita separadores, cambiar de clima, que el lector pase por dos o tres páginas, no hace falta más, muy cortos, que sean solamente eso, una pausa entre un segmento de la historia de la chica y otro.
La siguiente pregunta fue ¿qué ponemos ahí? Entonces pensé que tenía que ser algo que estuviese fuera de esa línea pero no fuera de la novela entera, porque si no es una línea de fuga, y ahí vino la idea, sabiendo dos cosas: una, que la figura de Videla y de la represión en la dictadura nos cambió la idea del río, le imprimió definitivamente el carácter siniestro del cementerio por un lado, y por otro lado que lo que se cuenta en la segunda parte, que es el atentado del ERP del año 77 tiene mucho que ver con el agua, y no solo con el Río de la Plata sino con el Maldonado, los arroyos que van por debajo. Ahí es donde dije: bueno, los separadores tienen que ser algo que sirva de articulación pero que al mismo tiempo no sea una articulación narrativa sino temática. No es que empiezo a contar la historia del segundo bloque acá, porque eso habría sido disonante y no era lo que hacía falta. Entonces ahí se me ocurrió hacer esos microensayos, que son como variaciones de ensayos sobre el río, de manera que en tanto que microensayos cumplieran con esa función de pausar la narración, y en la segunda parte se convertían en una resonancia.
¿Cuándo escribís pensás en los problemas que te pueden traer estas referencias históricas o culturales, que van a ser reconocibles, o no, para los lectores?
Dejame una chicanita entre paréntesis: ¿no pensaste que el río este es siniestro porque es River Plate? Eso es para vos…
Mirá, es clave eso porque uno podría decir: ¿se escribe pensando en el lector? Supongamos que contestamos que sí. ¿Qué entendemos por lector ahí? Yo diría: un texto postula un lector, propone un lector, predispone un lector. Entonces, en realidad, bajo ese criterio, pensás en el lector en el sentido que el texto –ni siquiera diría define– predispone... Después nunca sabés qué pasa con el lector. No es lo mismo que pensar en el lector empírico, el lector real, la persona real que va a leer eso. Entonces las personas reales –lo digo en plural con la ilusión de que sean más de una los que leen la novela–, están fuera de mí jurisdicción, pero sin la pretensión de que pudiesen no estar afuera: uno es básicamente un lector, y cuando yo como lector abordo un texto literario, no considero que estoy respondiendo o que debo responder al direccionamiento de una intención de autor; en absoluto, no leemos tratando de detectar hacia dónde quiso el autor que vayamos para ir. Entonces cuando me toca estar, digamos así, del otro lado del mostrador, tampoco tomó la posición de direccionar la lectura del lector real, el empírico, el que va a aparecer alguna vez ahí. En todo caso calcular, estimar una lectura posible, pero esa lectura posible no corresponde a la escena real de lectura que está por fuera de la órbita de uno, sino lo que el texto mismo está haciendo, las relaciones con el texto. Por lo tanto lo que yo considero ahí es lo que el texto pide.
Confesión se publica en Argentina y en España, porque lo publica Anagrama que es una editorial española. Y en la tercera parte juegan al truco. Entonces decís: ¿no debería poner póker poque allá…? Bueno no, juegan al truco, ¿qué les pasará allá? Bueno, veremos: el texto pide truco. Porque el truco arma –como sabemos por Borges que escribió sobre el truco en los años 30 en Carriego…– por un lado una cuestión de desafío, es un juego de desafío y también de malicia, porque está hecho también de malicia, y está hecho de mentir y de decir la verdad. Era exactamente lo que yo necesitaba en relación a lo que pasa en la tercera parte: la confesión de la tercera parte. Bueno, el texto pide que jueguen al truco, y el lector que el texto propone es el lector que sigue ese juego de desafío, mentira y verdad, demostración y ocultamiento. ¿Qué pasa con un lector español?
Tendrá que averiguar cómo es el truco…
Claro, como hace uno con los juegos que uno no conoce.
La tercera parte de la novela es esta partida de truco donde la chica que se confesaba, ya de abuela, juega con su nieto. Ahí parece por un lado estar un poco ida, por la edad, pero también parece saber muy bien cómo poner en práctica ese manejo de qué decir y de qué omitir que aprendió confesándose. A la vez, la partida de truco también parece servir para poner suspenso a una nueva “confesión”. ¿Pensaste usar el truco como metáfora de la personalidad del personaje o por el recurso narrativo que te permitía que crezca la intriga?
Primero una cosa que aparece en relación a lo que estábamos comentando al principio: el truco es el juego del decir: están las cartas pero… Por lo que comentamos al principio de lenguaje e ideología, y para decirlo en la tradición de la performatividad, cómo hacer cosas con palabras, el truco es un ejemplo paradigmático, porque lo que hacés lo hacés diciendo…
Incluso con malas cartas podés ganar si mentís bien…
Claro, y después es decir “quiero”, “no quiero”, “envido”. Chistes de cuando uno aprende a jugar: preguntás “¿Tenés para el envido?” “Ah, lo cantaste…”. “No, yo le estaba preguntando…”. Lo cantaste, decir es hacer. El ajedrez lo tiene con “pieza tocada, pieza movida”, pero no es verbal. Entonces ¿qué otra cosa, qué otro juego iba a haber?
A la vez, un poco como lo que decíamos antes pero no funciona igual: también necesitaba intercalar para generar exactamente lo que dijiste, que espero que haya funcionado, incluso hasta lo desesperante, que ella un poco va decidiendo cuándo juegan y cuándo no. Y ella decide que juegan cuando uno quiere que siga contando, por eso lo hace –ella no hace nada, lo inventé yo, se lo hago hacer–: cuando la tensión narrativa pide revelación, ella vuelve al juego. Entonces efectivamente es la alternancia necesaria para producir efecto de suspenso, ahí donde el suspenso es un efecto de la forma y no meramente del contenido. Porque vos decís “bueno, apareció un cadáver y no sabemos quién es el asesino”, ahí tenés los materiales del suspenso. Ahora para que el suspenso funcione hay algo con el ritmo narrativo, y el juego me permitió ir dosificando esos ritmos.
Lo que me comentabas de la de la vieja: si está ida, si no está ida. Es cierto que eso aparece en la novela. Pero honestamente yo pensé que eso era necesario más que nada en función de la primera parte. Porque en un punto es ¿cómo es que una abuela le revela el despertar sexual al nieto? A eso me refería, en eso pensaba cuando en algún momento me parecía que había que darle un verosímil, pero más que nada un verosímil a la primera parte, y que en definitiva la abuela a los 90 años le está contando al nieto, no a otra vieja del geriátrico, al nieto, cómo es que se empezó a hacer la paja cuando tenía 12 años. Para mí había ahí que de alguna manera verosimilizar sobre toda la primera parte, dado que en la primera parte el narrador es siempre el mismo; incluso en la primera parte yo juego con que es una niña pero que va a ser la abuela de alguien…
Claro, ya sabés desde ahí que va a ser abuela…
¿Entonces cómo es que la abuela revela…? Bueno, lo revela porque tiene la desinhibición…
En la segunda parte de la novela, referida en el atentado contra Videla conocido como “Operativo Gaviota”, los protagonistas mencionan una pelea por las palabras que se usan para definir los hechos de hechos los 70 donde resuena una versión distinta a la “teoría” de los dos demonios: uno de los personajes dice que ellos no son “terroristas” sino que ellos combaten “el terror” que es el del régimen. Ya por fuera de la ficción que construye el libro, también discutís esto de qué palabras se usan para denominar los hechos históricos en tu ensayo El país de la guerra, donde mencionás otro debate sobre cómo se denominan esos hechos: “guerra sucia” decían los milicos para justificarse, pero señalás también que el efecto del otro lado de negarse a hablar de una “guerra” terminaba también negando la posibilidad de leer ese período como un ascenso revolucionario, despolitizando eso que eran proyectos políticos. ¿Creés que siguen vigentes esas disputas por las palabras para definir los 70? ¿Cambiaron los términos de ese debate en los últimos años, en el que participaste en varias oportunidades?
Mirá, siguen de hecho. Hay muchos motivos para continuarlas, no sé si para cerrarlas. Justo terminé de leer, y me entusiasmó muchísimo, el libro de la biografía de Eduardo Jozami sobre Walsh. Ineludiblemente la cuestión aparece. En libros de Hugo Vezzetti, en algunas discusiones que ha dado Beatriz Sarlo la cuestión aparece. Entonces efectivamente está ahí planteada. Ahora bien, de las designaciones que se les dio desde la represión, a mí la que me parece más acertada, más que “los terroristas”, es la de “delincuentes subversivos”. Esa me parece buenísima entendiendo por “delincuentes” que están fuera de la ley en el sentido revolucionario de estar fuera de la ley, que es: no la reconocen como ley. Todo revolucionario está fuera de la ley: si acata la ley del orden existente no es un revolucionario. Se constituye en revolucionario por y para poner en cuestión la legalidad existente, entonces por definición está por fuera de esa legalidad.
Pensaba justo en estos días por otras discusiones en la que estuve medio metido, buscando argumentos: la Logia Lautaro era ilegal, pero claro, ¿cómo no iba a ser? La toma de la Bastilla, donde nació la república hoy tan saludada por la derecha fue ilegal, pero claro. Y la Logia Lautaro era una logia secreta porque era ilegal. Una revolución que se encuadrara por completo en los términos de la legalidad de aquello de lo que se quiere ser revolucionario… ¿cómo sería esa revolución? Y “subversivo” es un elogio…
Como “otra versión de la historia”…
Es un elogio en el sentido que es una palabra que uno podría recuperar. Es una palabra que uno puede, y hasta quiere, recuperar. “Terrorista” no. Entonces me parece que en lo que planteás hay dos planos: uno en la cuestión de las violencias, de la organización por y para la violencia, entendiendo por guerra, digamos, el conflicto que se resuelve por vía armada por dos grupos organizados, por dispares que sean –que lo han sido y enormemente–, pero digamos grupos organizados para la violencia que dirimen el conflicto por medio de la violencia. Eso, digamos, es una definición. Ahora, luego hay que adjetivar: las violencias no son todas iguales. A diferencia de lo que plantea la “teoría de los dos demonios”, que no solamente las iguala sino que las equipara, quiero decir que no solo las integra sino que las da por equivalentes, por proporcionales –eso claro es lo que nosotros estamos discutiendo, dejando eso de lado porque claramente no estamos de acuerdo–, no toda violencia es terrorista.
Vos ahí analizabas que el efecto que tiene, más allá de que la palabra guerra, es despolitizar digamos. Que también es otra de las visiones que hubo: que eran “los malos” contra gente que no se sabe por qué fue atacada, como si no hubiera habido un proyecto político por detrás.
Creo que hubo momentos, hubo etapas, y esto también ha sido pensado y analizado y discutido. Me parece que hay en la post-dictadura, del 83/84 en adelante –aunque en el 82 ya podemos marcar después de Malvinas un corte–, un primer tramo donde lo que hubo fue despolitizar en el sentido de difuminar el pasado de militancia política. Entiendo que en cuanto a que, en los términos en los que estaban planteadas las cosas en ese punto, y también en el encuadre del juicio las Juntas del 85, quizás no estaban dadas las condiciones, estábamos todavía tratando de producir las condiciones para salirse del “algo habrán hecho”, y que cualquier invocación por la positiva de una militancia activa parecía ser funcional al “algo habrán hecho”. Todavía no estaba desactivado ese dispositivo ideológico, retórico, narrativo, por el cual solamente era posible contrarrestar, indagar y acusar al terrorismo de Estado desde la condición de víctima –que efectivamente lo eran–: la figura era la víctima inerte como objeto de la tortura, del daño, del asesinato, y me parece que en ese primer tramo, no digamos ya reivindicar, traer a colación la figura del militante como sujeto activo parecía ser funcional, parecía inexorablemente hacerle el juego al discurso de los represores.
Sí, de hecho creo que es más bien bastante tardíamente, a mediados de los 90, frente al 20 aniversario, que empiezan a aparecer los relatos de esa militancia. También con lo que trae, todas las discusiones sobre esas estrategias políticas. Es decir, que sea político también te trae esas discusiones…
Estoy de acuerdo, sí. Creo que fue importante ahí la aparición la organización y aparición del grupo HIJOS para este cambio. Ahora bien, todavía en esa instancia, decisiva por lo que estamos planteando, en las que se empieza a poder recuperar, y aún más reivindicar un legado de militancia política activa, todavía no terminaba de resolver la cuestión de la lucha armada en esa invocación. Entonces después ahí tenemos –todo está abierto, no tiene por qué dejar de estarlo–, La voluntad de Caparrós y Anguita, empieza la discusión que se hace desde de Córdoba del planteo de la violencia armada…
La carta de Del Barco y demás decís…
Exacto. Entonces me parece que fueron etapas. ¿Cuándo fue posible salirse de la extorsión ideológica del “algo habrán hecho” y poder contestar “sí, algo hicieron” y salirse de que fuera funcional a las coartadas de los represores? ¿Cuándo se pudo retomar y recuperar, pero después cuándo al interior de la consideración de toda esa recuperación, y eventualmente reivindicación, del pasado de lucha armada… la cuestión de la lucha armada?
Yo lo que escribí en Confesión, en la segunda parte, está sacado de uno de los números de Lucha Armada, todo el relato de cómo fue el atentado a Videla en el 77 en Aeroparque, porque empieza a aparecer una publicación Lucha Armada a discutir la lucha armada.
Esta pregunta tiene un poquito de spoiler, así que están avisados. En la tercera parte se menciona que lo que pasaba durante la dictadura estaba entre lo ilegal (la desaparición) y lo legal (porque los operativos se hacían vistosos y con uniformados). Jugaban con lo oculto pero visible a la vez, porque los vecinos veían y comentaban sobre eso que había sucedido... Eso se choca con muchos relatos posteriores de esos años de que “no se sabía qué pasaba”. Me hace acordar a la muestra de León Ferrari Nosotros no sabíamos, que para discutir esa premisa incluía las notas de diarios donde aparecían las noticias de los operativos. ¿Sigue teniendo efecto ese juego entre lo que se oculta pero se muestra para que sea aleccionador?
La obra de Ferrari tiene la contundencia de lo es puesto a la vista, que es que las noticias aparecían en los diarios de circulación nacional, como subraya Jozami en el libro sobre Walsh. Muchas de las fuentes de las que se vale Rodolfo Walsh para escribir la “Carta abierta a la Junta Militar”, son los diarios de circulación nacional. La revelación tiene que ver con una estrategia de lectura, ni siquiera con el acceso a otras fuentes, porque estaba dicho, y al mismo tiempo oculto. Simmel lo dice en algún momento sobre el secreto: el secreto oculta, pero a la vez tiene que dar a ver que un secreto existe, si no, no funciona como un secreto. En este caso, que ya no estamos en el orden del secreto sino de lo clandestino, tiene que ser al mismo tiempo oculto –porque no se veía todo, porque los centros de detención eran clandestinos– y al mismo tiempo se veía que se llevaban a la gente en los baúles de los Ford Falcon. Esa combinación de lo que no se oculta del todo ni se muestra del todo es la que produce el efecto de terror, porque si no se viera nada nos habría terror; si se viera todo habría espanto, consternación, no exactamente terror. El efecto de intimidación del terror hace a esa combinación. Como el terrorismo: como la bomba es cualquiera, cualquiera de lo que está ahí se detona y vuela una estación de tren, cualquiera de los que están en la sala embarque se mete en la cabina y revienta el avión contra una o dos torres gemelas. Se ve y al mismo tiempo está oculto, ese es el terrorismo. Y los movimientos de lucha armada revolucionaria, a mi modestísimo entender, no procedieron de ese modo. Y no procedieron de ese modo por muchas razones, pero la principal es estrictamente política: no era un instrumento necesario ni útil para el propósito revolucionario que impulsaba a través de la lucha armada, no necesitaban la parálisis del miedo en la población, precisaban lo contrario. La represión de Estado necesitaba la parálisis del miedo, la acción revolucionaria de los grupos de lucha armada no necesitaban la parálisis del miedo la población, precisan su adhesión –no la consiguieron, y sabemos que esa es una clave de la derrota– pero ¿para qué el terror ahí?
Si me permitís la inmodestia de la autorreferencia, yo no creo estar escribiendo exactamente “novelas de la dictadura” en el sentido temático o contenidista, pero sí en todo caso tratar de indagar en ciertos mecanismos que nos remiten esos años. Pero en relación a lo que estamos diciendo ahora: no el no-saber como una condición dada –se supone que lo activo es saber: uno no sabe - averigua - sabe; no averigua - permanece en la situación como decir inerte del no-saber–, sino concebir en cambio el no-saber cómo algo producido y activo, como algo que hay que hacer.
A mí me parece que en Dos veces junio traté de darle vuelta a ese asunto: cómo alguien que sabe logra no saber, o sea hacer el movimiento inverso: el conscripto, está el cuaderno abierto, lee “tortura”. La novela empieza con alguien que sabe y el recorrido es cómo ese que ya sabe logra no saber, para pensar que el no-saber se produce. No es “si me dejo distraer entonces permanezco sin saber”, si miro el Mundial y no me hago preguntas permanezco sin saber. Porque es más complicado que eso…
Es el retorcimiento entre lo que se ve y lo que no se ve o se omite…
Exacto: cómo no ver lo que ya se vio. Cómo hacer eso ya sabido algo no sabido. Porque el mecanismo para lograr eso, y que no sea hipócrita, es complejo, y en Dos veces junio traté de ver cómo podía ser –es una ficción, digamos– pero que indagará en esa clase de mecanismo.
A mí siempre me viene a la memoria –pero no me acuerdo si ya había visto la película. Shoa, cuando escribí Dos veces junio– la película de Claude Lanzmann. Hay una parte, el testimonio de alguien que vivía en un pueblo en Polonia muy cerca de uno de los campos de exterminio –insisto, la premisa necesaria es que la persona no miente, que no es hipócrita–, entonces le dicen “¿ustedes sabían que había un campo de exterminio tan cerca?” “No”. “¿Veían pasar trenes?” “Sí”. “¿Sabían que llevaban prisioneros a la muerte?” “No”. Le preguntan –lo estoy contando un poco fabuladamente pero como dice Borges en “Emma Zunz” sustancialmente es cierto– “¿es cierto que cuando venía el viento de aquel lado llovían cenizas sobre el pueblo?” “Sí”. “¿Y ustedes no se preguntaban por qué?” “No”. Ese punto es. ¿Puede no saber que hay un campo? Claro. ¿Puede no saber qué cargan los trenes? Puede no saber qué había dentro de los vagones si iban cerrados. Ahora, cuando llueven cenizas en el pueblo y no tenés volcanes alrededor o multitud de fumadores, ¿cómo haces para no preguntarte qué pasa? Esa escena es la clave para mí. La literatura, te diría, para mí, es uno de esos días donde barren cenizas como si barrieran hojas de otoño, sin ver lo que están viendo, y sin saber lo que están sabiendo, que es que algo pasa.
¿Estás trabajando en algo o preparando alguna nueva publicación?
Estuve escribiendo y terminé y entregué –estoy con última corrección– un ensayo sobre las vanguardias que me pidieron. Está su sector soviético, con Maiakovsky –está nuestro capítulo, vamos a decir así–…
¿Está el surrealismo, las vanguardias históricas de principio de siglo…?
Apunta en realidad al núcleo de la narrativa argentina, pero “vanguardia” es de esas categorías en que parece que nos entendemos en lo que estamos diciendo y mejor conviene precisar los términos. Aunque sepamos, repasemos lo que sabemos. Entonces, distintas concepciones de las vanguardias. Después las discusión entre vanguardia y política en la Unión Soviética. Después hay un capítulo sobre la vanguardia vacante o la vanguardia endeble de la literatura argentina, lo moderado del vanguardismo argentino en la época clásica, en los ´20; están también las neovanguardias: si puede haber neovanguardias, si puede haber un retorno de la vanguardia, y la idea del retorno: ¿cómo es que vanguardia, con el avant que va adelante, vuelve? ¿Está avanzando para atrás, dieron la vuelta al mundo entero entonces avanzan y nos aparecen por atrás y vuelven? Esa discusión, que nos lleva a los 50-60, pero entonces también a los 50-60 de la literatura argentina, que a la vez no tenía una tradición de vanguardia fuerte atrás, y eso que me lleva a Las tres vanguardias de Piglia, otros imaginarios de vanguardia en los alrededores del Instituto Di Tella pero pensando en la literatura, Héctor Libertella, hasta discusiones más del presente o de un pasado muy cercano que es Literatura de izquierda de Damián Tabarovsky y otro libro de Damián que se llama Fantasmas de la vanguardia… Un poco el recorrido del libro es ese. Lo venía escribiendo, lo terminé en la parte dura de lo que yo entiendo que es cuarentena, que es quedarse dentro de la casa.
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