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Michel Foucault: la crítica de la modernidad y la arqueología del saber

Iuri Tonelo

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Michel Foucault: la crítica de la modernidad y la arqueología del saber

Iuri Tonelo

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Invitamos a quienes nos leen a conocer la primera parte de una reflexión acerca de la influencia del filósofo Michel Foucault en la izquierda brasileña. La nota de Iuri Tonelo, editor de Esquerda Diario, impulsado esde la organización hermana del PTS en Argentina, el Movimiento revolucionario de los Trabajadores (MRT), fue publicada originalmente en portugués en el suplemento Ideias De Esquerda. En las próximas semanas iremos completando la serie.

Uno de los retos del marxismo contemporáneo es revitalizar la dialéctica poniéndola en debate con las principales corrientes filosóficas de nuestro tiempo. Y, en este empeño, llama la atención que muchas de las corrientes filosóficas o sociológicas que hoy critican al marxismo estén ancladas, de un modo u otro, en la obra de Michel Foucault.

Desde luego, no nos referimos a un autor ajustado a los cánones del sistema. El filósofo francés es conocido por su crítica de la ciencia y del poder, una crítica de las instituciones de dominación, en su microfísica, la disciplina de los cuerpos, la biopolítica, la legitimación basada en los discursos oficiales.

Por ello, para establecer un contrapunto marxista a su obra, es necesario abordar de forma global su método y sus fundamentos filosóficos, con sus ramificaciones políticas. Aunque esta tarea podría llevarse a cabo con una exposición más profunda, nuestra propuesta en esta serie es echar un vistazo introductorio a cuatro momentos de la obra de Foucault para señalar el camino de la crítica dialéctica. El primero, su método arqueológico, y cómo su oposición a la historicidad esconde un claro trasfondo antimarxista. En segundo lugar, su genealogía del poder, para la que acudiremos también a la base filosófica de Nietzsche. En tercer lugar, estudiaremos el análisis que Foucault hace del neoliberalismo, en particular en El nacimiento de la biopolítica. Y, en cuarto lugar, intentaremos comprender cómo los cambios políticos del filósofo francés a finales de los años setenta y ochenta le llevaron a poner el acento en la ética del cuidado de sí mismo, con su relectura de la filosofía socrática.

Para esta primera propuesta, que realizaremos a continuación, cabe destacar que, en la medida en que Foucault acierta en sus críticas al estado de las cosas, en un contexto de gran convulsión social, conduce la discusión a una propuesta filosófica que, oculta en las críticas, ha sido influyente en sus aspectos de una vía opuesta a la dialéctica y al materialismo. La cuestión es que no es fácil definir esta base filosófica y ha habido mucho debate analizando al filósofo francés como estructuralista, post-estructuralista o post-modernista.

En vista de ello, más que abordar la extensa obra de Foucault en una definición rápida, nuestro objetivo será tratar aspectos de su teoría en un intento de develar lo que se encuentra en la raíz filosófica de su pensamiento, y destacar lo que influye en las nuevas corrientes sociológicas y filosóficas antimarxistas y, en ocasiones, en el propio pensamiento que pretende ser marxista pero que está construido sobre bases foucaultianas.

El punto de partida: la historia de la locura y la clínica

En 1981, ya en su fase de madurez intelectual, mirando hacia atrás, Foucault comenta dos aspectos importantes para comprender la primera fase de su pensamiento en una conocida entrevista realizada en 1981 por André Berten, profesor de la Universidad Católica de Lovaina. El filósofo sostiene que había tres tendencias principales que, en su opinión, existían en la época y que era necesario superar: en primer lugar, la fenomenología de Husserl (y Heidegger), que hacía hincapié en la descripción de la experiencia interior, la experiencia de la conciencia como método “dominante” en las academias de la época; además, para Foucault, el marxismo era una de sus expresiones en la realidad intelectual de Francia, con nombres como Jean Paul Sartre o Louis Althusser; y, por último, la historia de las ciencias, con autores como Georges Canguilhem y Gaston Bachelard, siendo el primero, con sus trabajos sobre la normalización y la patología, muy influyente en los primeros trabajos de Foucault. De ello se deduce que su obra parte de la influencia, pero también de la confrontación, de estas tres tendencias descriptas.

Foucault eligió el tema de la locura en su planteamiento historiográfico, a partir de los autores que le influyeron en la historia de las ciencias. Una historia de la locura aparecía como un doble desafío: por un lado, decía que era poco convencional tanto para la fenomenología, por sus intereses muy académicos y universitarios, como para el marxismo, que aparecía como un “inadaptado” para analizar un tema así [1].

Es aquí donde comienza a revelarse un mecanismo del pensamiento foucaultiano que influirá en toda su obra. En Historia de la locura o en El nacimiento de la clínica, el autor se propone criticar radicalmente el modo en que las instituciones y el pensamiento “científico” serán utilizados para dividir “lo normal” y “lo loco” o “lo patológico” con fines de poder, dominación y disciplinamiento de los cuerpos. Es un argumento delicado y fuerte, después de todo, bajo el argumento “científico” de “normal” y “anormal”, por ejemplo, la población LGBT+ fue perseguida durante décadas y la homosexualidad fue considerada oficialmente una enfermedad hasta 1990, cuando la OMS eliminó la homosexualidad de la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud (CIE).

Y este es uno de los secretos de la filosofía foucaultiana. Con su punto de partida, la locura y la clínica, expresa en general una particular capacidad analítica para reconocer y poner de relieve una problemática real (lo mismo ocurrirá en los años setenta con el tema de las prisiones). El problema radica en la forma de abordarlo, que generalmente se encuentra desligada del capitalismo como sistema de acumulación explotador, como centro de problematización, lo que tiene raíces e implicaciones filosóficas. O yendo más lejos, se podría decir que hay un esfuerzo por quitar la centralidad al capitalismo y desconfigurarlo como concepto, como modo de producción, sobre su base económica. Lo que se revela es hasta qué punto es posible abstraerse de la crítica propuesta, tanto si se dirige a una ciencia dada y a ciertas instituciones, con raíces históricas y sujetos determinados (clases sociales), como si se dirige a la ciencia y al poder, tomados en un sentido amplio e indeterminado.

El desarrollo de las fases de Foucault expresará tensiones y contornos a esta cuestión, pero sin duda un aspecto revelador para entender su reflexión sobre ciencia e historia estará en su crítica de la modernidad, que aparece en su forma más clara en su obra de 1966, anterior al Mayo Francés.

Las palabras y las cosas: una crítica de la modernidad

Una de las reflexiones más resonantes de Foucault en la actualidad es su crítica de la modernidad. Diferentes corrientes teóricas comparten, a su manera, una idea que aparece en su forma más llamativa en el prefacio del libro de 1966 Las palabras y las cosas.

El atractivo escrito del autor, que comienza reflexionando sobre un cuento de Jorge Luis Borges y abre el libro con el análisis de un cuadro de Velázquez, fue quizá un punto de inflexión en la fama del autor, tanto por el contenido como por la forma de sus escritos. Y en el prefacio, Foucault desarrolla una definición que consideramos muy importante en su crítica de la modernidad, cuando sostiene que “el hombre es sólo una invención reciente” y “desaparecerá”. Para entender este pasaje, ofreceremos el argumento en su conjunto, partiendo del hecho de que Foucault busca comprender la coherencia que existía en la época clásica y el cambio que se produjo con la modernidad. Dice el autor:

El análisis pudo demostrar la coherencia que existió durante toda la época clásica entre la teoría de la representación y las del lenguaje, los órdenes naturales, la riqueza y el valor. Es esta configuración la que, a partir del siglo XIX, cambia por completo; la teoría de la representación desaparece como fundamento general de todos los órdenes posibles; el lenguaje, por su parte, como primera imagen espontánea y reticular de las cosas, como suplemento indispensable entre la representación y los seres, se desvanece; una historicidad profunda penetra en el corazón de las cosas, las aísla y las define en su propia coherencia, les impone formas de orden implícitas en la continuidad del tiempo; el análisis de los intercambios y de la moneda cede su lugar al estudio de la producción, el del organismo se impone a la investigación de los caracteres taxonómicos; y, sobre todo, el lenguaje pierde su lugar privilegiado y se convierte, a su vez, en una figura histórica coherente con el espesor de su pasado [2].

Este pasaje es sumamente representativo de su crítica de la modernidad. En primer lugar, porque subraya la coherencia entre la teoría de la representación y la del lenguaje con otras dimensiones (natural y económica) en el período “premoderno”. Y lo que hace la modernidad, entendiendo por tal el periodo que se abre con el siglo XIX, es desaparecer con la teoría de la representación y desvanecerse el lenguaje, “ese suplemento indispensable entre la representación y los seres”. Se trataría de un proceso traumático en el que “una historicidad profunda penetra hasta el corazón de las cosas” y despoja al lenguaje de su lugar privilegiado. Por supuesto, la claridad y modulación de la crítica de Foucault se irá ampliando, pero no es casualidad que, a pesar de no ser un filósofo del lenguaje, podamos pensar que mantiene un diálogo privilegiado con el “giro lingüístico” a la hora de pensar su crítica de la modernidad, e incluso como base para la crítica de la “metanarrativa moderna” que se desarrollará en el pensamiento postmoderno (Lyotard).

Pero el autor va más allá cuando utiliza esta crítica para cuestionar la propia “invención del hombre”, que será percibida por algunas corrientes como la invención de una determinada epistemología occidental. Veamos cómo argumenta Foucault:

En la medida, sin embargo, en que las cosas se repliegan sobre sí mismas, reclamando para su devenir no más que el principio de su inteligibilidad y abandonando el espacio de la representación, el hombre, por su parte, entra por primera vez en el campo del conocimiento occidental. Por extraño que parezca, el hombre –cuyo conocimiento pasa, a los ojos ingenuos, por la búsqueda más antigua desde Sócrates– no es, sin duda, más que un cierto hueco en el orden de las cosas, configuración, en todo caso, diseñada por la nueva disposición que recientemente ha asumido el conocimiento. De ahí todas las quimeras de los nuevos humanismos, todas las facilidades de una “antropología”, entendida como reflexión general, medio positiva, medio filosófica, sobre el hombre. Sin embargo, es reconfortante y profundamente tranquilizador pensar que el hombre no es más que una invención reciente, una figura que no tiene dos siglos, un simple pliegue de nuestro saber, que desaparecerá cuando haya encontrado una nueva forma.

Foucault sostendría tres años más tarde que Las palabras y las cosas no presentaba una resolución metodológica, pero es evidente el proyecto teórico, uno de cuyos aspectos era reconsiderar el lugar de la teoría de la representación y del lenguaje en la relación entre la representación y los seres, y que ello implicaba combatir la “historicidad profunda” del siglo XIX y la invención del hombre, su saber, su ciencia, sus “regímenes de verdad”, sus formas de poder, entendidas no como formas contradictorias basadas en la división de clases, las desigualdades sociales, los grupos en conflicto, el sistema capitalista, sino como expresión de un “pliegue de nuestro saber”, es decir, como expresión de una determinada invención, de una determinada epistemología general, en definitiva, de la modernidad.

En un texto del final de su vida, ¿Qué es la Ilustración?, en el que aborda un texto de Kant sobre el tema, llama la atención cómo Foucault perfila mejor su reflexión sobre la modernidad, pero en el fondo podemos ver la continuidad y la coherencia de su crítica. Foucault argumenta que en el texto de Kant del mismo título, fechado en 1784 (cinco años antes de la Revolución francesa), el filósofo alemán introduce una cuestión propiamente moderna, que es la de pensar su obra dentro de su contexto o, en sus palabras, “la primera vez que un filósofo vincula así, estrecha e internamente, la significación de su obra en relación con el saber, una reflexión sobre la historia y un análisis particular del momento singular en el que escribe y en función del cual escribe” [3]. Y lo fundamental de esta conexión y pensamiento desde el punto de vista histórico es que pretende “definir la finalidad interna del tiempo y el punto hacia el que se dirige la historia de la humanidad” [4]. En la medida en que Kant piensa su obra desde una perspectiva histórica, está obligado a pensar en un tiempo histórico y, por tanto, a situarse teleológicamente en ese tiempo. Así, la modernidad no sería un período, sino una “actitud de la modernidad”, para definir el peso de la cuestión en términos de un ethos, de una ética.

Foucault recurre a Baudelaire, por el peso de su reflexión sobre la modernidad revisitada, y sin dejar de constatar que el poeta pone el acento en lo inasible para recuperar lo eterno que va más allá del instante presente, deriva su conclusión de que “la modernidad no es un hecho de sensibilidad frente a un presente inasible; es una voluntad de hacer heroico el presente” [5].

Por un lado, Foucault se separa de la posmodernidad en sentido estricto al afirmar que “Hay que escapar al chantaje intelectual y político de “estar a favor o en contra de la Ilustración”, que es una forma de decir que la “deconstrucción” o el mero “rechazo completo” de la modernidad haría descarrilar cualquier proyecto. Otras veces, Foucault abre la puerta al irracionalismo, pero no se decide a atravesarla. Se trataría de cuestionar lo universal, lo histórico, lo necesario, haciendo hincapié en lo singular, lo contingente, lo arbitrario, sabiendo que si apunta a la “arbitrariedad general” su propia obra y su crítica quedarían en entredicho.

Pero el proyecto de apartarse del historicismo profundo del siglo XIX y, por tanto, de lo universal, de las ciencias e incluso de la actitud de la modernidad, es claro en sus consecuencias políticas, que hablan por sí solas del momento en que vivíamos el ascenso de Ronald Reagan derrotando la huelga de controladores aéreos en Estados Unidos en 1981 y, precisamente en el año en que Foucault escribía este texto, 1984, Margaret Thatcher libraba una brutal ofensiva contra los mineros en Inglaterra, símbolo del neoliberalismo. Esto es lo que dice Foucault cuando defiende la llamada “ontología histórica de nosotros mismos”:

Lo que esto significa es que esta ontología histórica de nosotros mismos debe alejarse de todos aquellos proyectos que pretenden ser globales y radicales. De hecho, sabemos por experiencia que la pretensión de escapar del sistema actual para ofrecer programas globales para otra sociedad, otra forma de pensar, otra cultura, otra visión del mundo sólo ha conseguido llevarnos de vuelta a las tradiciones más peligrosas [6].

La solución ética y crítica de Foucault se vuelve explícitamente contra los grandes proyectos de transformación, por lo que no es casualidad que el foucaultianismo posterior tendrá como rasgo definitorio la “crítica epistemológica” del eurocentrismo, en detrimento de la crítica de las bases materiales del sistema capitalista.

Partiendo de este proyecto y de su crítica de la modernidad, se hace pertinente comprender, todavía en este estudio de la primera fase de su obra, cómo se fundamentará su síntesis metodológica, que marcará la primera fase de Foucault. Titulada la arqueología del saber, el autor formulará sus bases de tal manera que el concepto de formación discursiva asumirá un lugar importante en la teoría.

El método arqueológico

En 1969, Foucault retoma su obra anterior basándose en sus métodos probados y, en particular, en su “ausencia de directrices metodológicas” al referirse a Las palabras y las cosas [7]. La discusión metodológica propuesta en La arqueología del saber se combinará con la reflexión genealógica sobre el poder en los años setenta, pero servirá de faro para la propuesta de Foucault hasta el final de su obra.

La propuesta de Foucault desde el punto de vista de la historia, una vez más, parte de un punto de crítica pertinente: oponerse a una forma teleológica de abordar la historia, incluyendo todos los marcos “racionales”. En efecto, los esfuerzos positivistas del siglo XIX observaban a veces la “evolución social” de forma lineal. Aunque, en general, el filósofo francés simplifica el complejo y rico planteamiento de la historia de Hegel, en este punto se puede argumentar que también existe una visión teleológica de la historia en el filósofo alemán (guiada por una providencia, que se expresaba en la Idea). Coincidiendo con esta visión, una parte considerable de la filosofía y la sociología del siglo XX ha cuestionado esta noción de evolución histórica lineal.

El problema es que, como es habitual en Foucault, esta crítica correcta se convierte en su contrario, en una negación de toda perspectiva histórica, de los “proyectos globales” de transformación y en un énfasis exacerbado contra todo análisis de la continuidad. En este sentido, su método arqueológico se esfuerza por pensar lo contrario, una forma de abordar la historia que permita “formular una teoría general de la discontinuidad, de las series, de los límites, de las unidades, de los órdenes específicos, de las autonomías y de las dependencias diferenciadas” [8],

Este será sin duda un punto decisivo en su método, que parece radical al proponer la “ruptura”, pero de tal manera que esta discontinuidad conduce a una forma de leer la historia sin analizar un acontecimiento en sus nexos, conexiones, lejos de cualquier punto de vista de la totalidad. Por ello, la historia debe recurrir a la arqueología, ya que trataría de objetos sin contexto, como método:

Hubo un tiempo en que la arqueología, como disciplina de monumentos mudos, huellas inertes, objetos sin contexto y cosas abandonadas por el pasado, se volvía hacia la historia y sólo tenía sentido restableciendo un discurso histórico; podríamos decir, jugando un poco con las palabras, que la historia se vuelve hoy hacia la arqueología –hacia la descripción intrínseca del monumento [9].

Sacar el acontecimiento de la perspectiva histórica y de la totalidad es el método foucaultiano por excelencia. El sentido que se propone es “descarrilar” el acontecimiento de los contextos y de un rastro de causalidades o teleología. Tomar el acontecimiento “por sí mismo”. La propuesta es alejarse de la “historicidad que penetró las cosas en el siglo XIX” y acudir a la teoría del lenguaje y de la representación, de modo que el centro del método de Foucault gira en torno al discurso. Como otras veces, la “belleza” literaria de la propuesta tropieza con el descarrilamiento filosófico que apunta, si no hacia la posmodernidad, sí hacia ella.

En su exposición de 1970, El orden del discurso, el filósofo sintetizó, quizás, de forma más expresiva, las implicaciones de la propuesta, pero en Arqueología del saber el autor desarrolla la obra en una especie de aparato conceptual. En este sentido, desarrolla nociones que serán los pilares de su reflexión arqueológica, a saber, formación discursiva, positividad y archivo. Y establece un dominio de la reflexión, de las enunciaciones, del campo enunciativo y las prácticas discursivas. Sin pretender describir cada uno de los elementos, creemos que su presentación de la definición de formación discursiva aborda una noción central que nos ayuda a sintetizar el argumento. Dice Foucault:

Si tal sistema de dispersión puede describirse entre un cierto número de enunciados, y si puede definirse una regularidad entre los objetos, los tipos de enunciación, los conceptos, las elecciones temáticas (un orden, correlaciones, posiciones y funcionamientos, transformaciones), diremos, por convención, que se trata de una formación discursiva –evitando así palabras demasiado cargadas de condiciones y consecuencias, inadecuadas, por otra parte, para designar tal dispersión, como “ciencia”, o “ideología”, o “teoría”, o “dominio de la objetividad”– [10].

Para contraponer a las nociones de ciencia, teoría, ideología, objetividad, un contenido filosófico que haga justicia al proyecto de Las palabras y las cosas, Foucault propone la noción de formación discursiva. De ello se desprende que el propio acontecimiento histórico, el “objeto”, debe reflejarse como discurso, dentro de un campo de prácticas y enunciados discursivos, y la historiografía se convierte en la arqueología de los discursos.

Las implacables consecuencias de este punto de vista pueden ser poéticamente narradas por un filósofo cuando dice:

¿Cómo se caracteriza la decadencia literaria? Por el hecho de que la vida ya no habita el conjunto. La palabra se vuelve soberana y salta fuera de la frase, la frase se desborda y oscurece el sentido de la página, la página cobra vida en detrimento del todo - el todo ya no es un todo. (...) La vida, la vivacidad misma, la vivacidad y la exuberancia de la vida comprimidas en las más pequeñas formaciones, el pobre resto de vida. (...) El todo ya no vive absolutamente: es yuxtapuesto, calculado, falso, un artefacto [11]

El pasaje fue escrito por Nietzsche en su El asunto Wagner, y resulta irónico que el filósofo, que tanta influencia tuvo en la forma de pensar de Foucault sobre el tema, vea los síntomas de decadencia de las artes en el aspecto de la fragmentación.

A la manera arqueológica de Foucault, el conjunto de las cosas, en su movimiento, fugacidad e historicidad, pierde su cadencia, su belleza, su exuberancia. El análisis histórico se ve invadido, por un lado, por el renacimiento lingüístico y la teoría de la representación (que no deja de rendir tributo al idealismo) y, por otro, por la pérdida del sentido, del sujeto, de las posibilidades de transformación radical. Un profundo escepticismo impregna la filosofía de la historia.

Y en el afán de deshacerse del punto de vista de la totalidad, la historicidad se hace añicos poniendo en su lugar nuevas críticas, llegando incluso a insertar en los llamados “sistemas de exclusión” del discurso la propia “separación entre lo verdadero y lo falso” y la consiguiente “voluntad de verdad” [12]. De este modo, lo que se constituye con las formaciones discursivas son “regímenes de verdad”, en los que la propia separación entre verdadero y falso se deriva de la constitución de estos regímenes, base de su crítica a la ciencia en general y a las ciencias humanas en particular –lo que abrirá la puerta a la crítica posmoderna de los años ochenta–.

Pero para comprender este movimiento, debemos tener en cuenta que la crítica de la modernidad y el punto de vista arqueológico de Foucault no pueden abordarse plenamente si no pasamos de la crítica de la noción de “normal y patológico” a la crítica de la noción de “verdadero y falso” y de los “regímenes de verdad”, en la que no sólo se ponen de relieve los límites modernos de la ciencia, sino también cómo se articula con el poder, una categoría central en la obra de Foucault de los años setenta, en la que nos centraremos en el próximo texto.


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NOTAS AL PIE

[1Ver entrevista de 1981.

[2Michel Foucault, Las palabras y las cosas, São Paulo, Martins Fontes, 2016, p. XX.

[3Michel Foucault, O que são as luzes? en Ditos e Escritos II: Arqueologia das Ciências e História dos Sistemas de Pensamento, Editora Forense Universitária, 2005. p. 341.

[4Ídem.

[5Ibídem, p. 342.

[6Ibídem, p. 348.

[7Michel Foucault, La arqueología del saber; traducido por Luiz Felipe Baeta Neves –7ed.– Río de Janeiro: Forense Universitária, 2008. El texto dice: “Esta obra no es la exacta reanudación y descripción de lo que puede leerse en Historia de la locura, El nacimiento de la clínica o Las palabras y las cosas. Difiere en muchos aspectos y admite también diversas correcciones y críticas internas. En general, Historia de la locura dedicaba una parte muy considerable, y de hecho bastante enigmática, a lo que se llamaba una “experiencia”, mostrando así lo cerca que estábamos de admitir un sujeto anónimo y general de la historia. En El nacimiento de la clínica, el recurso al análisis estructural, intentado varias veces, amenazaba con socavar la especificidad del problema planteado y el nivel característico de la arqueología. Por último, en Las palabras y las cosas, la ausencia de orientaciones metodológicas permitía creer en los análisis en términos de totalidad cultural”, p. 19.

[8Ibídem. p. 13.

[9Ibídem, p. 8.

[10Ibídem, p. 43.

[11O caso Wagner: um problema para músicos; Nietzsche contra Wagner: dossiê de um psicólogo, Friedrich Wilhelm Nietzsche; traducción, notas y posfacio de Paulo César de Souza; 1.a ed.; São Paulo: Companhia de bolso, 2016, §7.

[12Michel Foucault, A ordem do discurso, São Paulo: Loyola, 2008. p. 19.
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