A juzgar por la primera semana de gestión, el gobierno de Javier Milei parece un museo de novedades menemistas: combo ortodoxo de ajustazo, “estanflación” y promesa de represión en el plano interno. Alineamiento automático con Estados Unidos en la política exterior (una especie de vuelta a las “relaciones carnales”) principalmente en contra de China y Rusia y del bloque informal del llamado “sur Global”. A lo que se suma una alianza incondicional con el Estado de Israel, incluida la promesa de trasladar la embajada argentina a Jerusalén, una política extraída del manual de la extrema derecha de Donald Trump y Jair Bolsonaro.
El gobierno norteamericano recibió con un mix de emociones la llegada de Milei. Por un lado, celebra que el tercer país de América Latina –detrás de México y Brasil haya ingresado a la órbita de los sirvientes incondicionales de Washington en el marco de su competencia con China. Esto cobra un valor adicional teniendo en cuenta la pérdida notoria de hegemonía de Estados Unidos y el surgimiento de bloques alternativos como el BRICS, al que Argentina estaba invitada a integrarse a partir de enero de 2024. Pero por otro, el presidente Biden, que está en su punto más bajo de apoyo político, teme que el gobierno de extrema derecha de Milei (para quien Biden sería una especie de “colectivista”) sea una cabecera de playa para el retorno de Trump a la Casa Blanca en las elecciones de 2024, después de haber perdido a Bolsonaro.
Este cambio del escenario político tendrá consecuencias regionales, y probablemente anuncie tensiones en América Latina. No olvidemos que el gobierno de Macri apoyó el golpe de Estado en Bolivia contra Evo Morales en 2019, promovido por la derecha local y el gobierno de Trump.
En campaña, Milei sobreactuó el alineamiento exclusivo con Washignton hasta poner en duda relaciones con socios comerciales indispensables para el Estado y la burguesía argentina como Brasil y China, aunque luego como presidente retrocedió de este fundamentalismo extremo, y en un giro “pragmático” le solicitó al presidente chino XI Jinping –el tirano comunista– la renovación del swap de monedas para hacer frente a los pagos al FMI. Y más allá de su pésima relación con Lula, ha tenido hasta ahora una línea “aperturista” aunque en el marco de mantener el Mercosur.
Pero más allá de las especulaciones a futuro, la política exterior profundamente reaccionaria del gobierno libertario ya tuvo su primera expresión concreta. El 12 de diciembre, y por segunda vez en menos de dos meses, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó por una mayoría de 153 países sobre 193 el llamado a un cese del fuego humanitario en Gaza. Comparado con la votación anterior del 27 de octubre, se sumaron 30 países al reclamo del cese del fuego, entre ellos aliados estratégicos de Estados Unidos como Japón, Canadá, Corea del Sur y Australia. Pero el gobierno argentino decidió cambiar el voto en sentido opuesto y se abstuvo. Solo 23 países se abstuvieron (en América Latina: Argentina, Uruguay y Panamá). Y apenas 10 votaron en contra, obviamente Estados Unidos y el Estado de Israel (Guatemala y Paraguay en América Latina).
La escala de la masacre que está perpetrando Netanyahu está tomando dimensiones espeluznantes. Como demuestra una investigación reciente, basada en entrevistas con miembros de la inteligencia israelí, se trata de una “masacre planificada de civiles” y no de “daños colaterales: 18.800 civiles asesinados (entre ellos 8.000 niños y 6.200 mujeres), 51.000 heridos graves que no tiene acceso a la atención médica adecuada, 1,8 millones de desplazados (80 % de la población), además de la destrucción de la infraestructura civil y la red de agua potable. Una catástrofe humanitaria que recuerda la “Nakba” de 1948.
Estas resoluciones de las Naciones Unidas no tienen ningún resultado práctico para frenar el genocidio de Israel contra el pueblo palestino, aunque tienen como efecto simbólico exponer los alineamientos internacionales, y sobre todo, la medida de la hegemonía del imperialismo norteamericano. Lo que ha quedado expuesto es el creciente aislamiento de Estados Unidos-Israel en su justificación del genocidio en Gaza, que deja sin cobertura la enorme hipocresía de los gobiernos occidentales ante el surgimiento de un movimiento masivo en contra de la guerra y en solidaridad con el pueblo palestino.
La alianza entre la extrema derecha y el Estado de Israel
Aunque parezca un oxímoron, la alianza de los partidos de extrema derecha –muchos de ellos antisemitas confesos– con el Estado de Israel y el gobierno de Netanyahu tiene una lógica política de hierro. Según una editorial del diario Haaretz, Netanyahu hizo un “pacto faustiano” con los partidos de la extrema derecha europea que consistiría a grandes rasgos en condonar el antisemitismo y hacer la vista gorda ante los negacionistas del holocausto a cambio de conseguir apoyo a la política de expansión colonial y al régimen de apartheid y promover el traslado de las embajadas europeas a Jerusalén. Esta alianza se cimenta además en una agenda islamófoba compartida, que sintoniza muy bien con las políticas antiinmigrantes de las formaciones de extrema derecha en la Unión Europea.
Para la derecha trumpista en Estados Unidos, el apoyo sobre todo de las distintas iglesias evangélicas, excede con creces la alianza estratégica del imperialismo norteamericano con el Estado de Israel y las razones de los sectores prosionistas y neoconservadores del establishment demócrata y republicano. Este apoyo se cimenta en creencias religiosas, interpretaciones de profecías bíblicas, traducidas a posiciones geopolíticas, y en la afinidad ideológico-política basada en el conservadurismo social. Organizaciones como Cristianos Unidos por Israel influyen decisivamente en las políticas del partido republicano, entre ellas el traslado de la embajada norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén bajo la presidencia de Donald Trump, quien reconoció abiertamente que lo había hecho “por los evangélicos”, teniendo en cuenta que son el principal componente de la base electoral republicana. En su campaña actual para volver a la Casa Blanca en 2024, Trump volvió a utilizar la carta israelí con fines electorales, trazando una continuidad directa entre su candidatura y los que “aman a Israel”, sean judíos o evangélicos. Bolsonaro parece haber tenido motivaciones electorales similares a las de Trump, dado el peso significativo de la derecha evangélica en su electorado, aunque nunca llegó a concretar su propuesta de trasladar la embajada de Brasil a Jerusalén.
Milei no solo se alineó de manera incondicional con el Estado sionista sino que se alió con la ultraderecha religiosa ortodoxa, lo que lo llevó a nombrar a su rabino personal como embajador ante Israel. Además de apelar a invocaciones mesiánicas como la asistencia de las “fuerzas del cielo” para hacer pasar el brutal ajuste que está tratando de imponer.
Un neoliberal a destiempo
En su discurso de asunción Milei comparó la coyuntura histórica en la que ha llegado al gobierno con la caída del muro de Berlín. Pero la situación no puede ser más distinta que la de 1989-91. La victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría, la disolución de la Unión Soviética y la restauración capitalista dieron lugar a una década de hegemonía unipolar norteamericana. En última instancia el neoliberalismo se impuso con duras derrotas en la lucha de clases: las dictaduras en América Latina. El triunfo de Gran Bretaña en la guerra de Malvinas. La derrota de la huelga de controladores aéreos en Estados Unidos por parte del gobierno de Reagan, y de los mineros británicos a manos de Margaret Thatcher. Pero se hizo hegemónico durante la década de 1990, con la extensión de la “globalización” y la “democracia liberal”; que según el célebre escrito de Fukuyama, anunciaba la última etapa de la evolución sociedades capitalistas. El credo neoliberal –libre mercado, desregulaciones y privatizaciones– fue adoptado sin matices por los partidos conservadores y los socialdemócratas (o reformistas) a través de la llamada “tercera vía” constituyendo lo que Tariq Alí definió en su momento como el “extremo centro”.
La crisis capitalista de 2008 puso de relieve el agotamiento de ese mundo globalizado dirigido desde Washington. No solo emergió China como potencia y principal competidor de Estados Unidos, sino también una serie de potencias intermedias –como Turquía, Brasil, la India o Indonesia– que persiguen sus propios intereses nacionales.
La persistente tendencia a las crisis orgánicas en el marco de una profunda polarización política y social, dividió a las clases dominantes y derivó en el desarrollo de tendencias bonapartistas y proteccionistas en los países centrales, cuya máxima expresión ha sido la presidencia de Trump, y la guerra comercial con China que se continúa sin grandes variaciones bajo la presidencia de Biden. A su vez, esta situación abrió un nuevo período intenso de luchas obreras, revueltas populares y nuevos fenómenos políticos tanto en los países centrales como en la periferia capitalista.
La pandemia primero, y las guerras de Rusia/Ucrania-OTAN y de Israel en Gaza, han profundizado estas tendencias, con la conformación de una alianza entre Rusia y China que se presenta como alternativa “multilateral” ante el orden norteamericano, y ha abierto el campo a los “alineamientos múltiples” y alianzas fluidas.
En el escenario internacional prima la incertidumbre. Aunque, sin temor a equivocarnos, la probabilidad creciente de un triunfo de Trump en las elecciones de 2024 hará más convulsiva la situación. Incluso intelectuales de la derecha trumpistas hablan de la necesidad de una suerte de “cesarismo”, es decir, una solución autoritaria-bonapartista, encendiendo las alarmas en los medios liberales.
La contracara del fortalecimiento de tendencias de extrema derecha es el desarrollo de fenómenos de la lucha de clases inéditos en los últimos años, como el proceso de huelgas y organización sindical en Estados Unidos. Y el surgimiento de un movimiento masivo contra la guerra de Israel en Gaza y en solidaridad con el pueblo palestino, fundamentalmente en los países centrales, con una impronta antiimperialista que no se veía desde el movimiento contra la guerra de Vietnam.
El historiador norteamericano Adam Tooze desempolvó el término “policrisis”, formulado originalmente por Edgard Morin, para definir la situación en los últimos 15 años. Según el autor, es situación compleja en la que varias crisis –inestabilidad económica, crisis climática, rivalidad y enfrentamiento entre potencias– interactúan de manera que hacen “más peligroso el todo que la suma de las partes” porque la solución parcial de una puede agravar algunas de las otras dimensiones. Una visión en clave liberal de lo que los marxistas definimos como la reactualización de las condiciones de una época de crisis, guerras y revoluciones.
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