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No fue magia: desmontando los mitos de la década kirchnerista

Esteban Mercatante

Fotomontaje: Juan Atacho

No fue magia: desmontando los mitos de la década kirchnerista

Esteban Mercatante

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El libro coordinado por Martín Schorr Entre la década ganada y la década perdida, de reciente publicación, expone las deudas del “modelo” kirchnerista con el ajuste de 2002 durante el gobierno de Duhalde, y cómo, saliendo de los relatos, continuó la gestión del capitalismo dependiente sin poder mostrar transformaciones significativas.

El 25 de mayo de 2013, cuando se cumplían diez años desde la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia, Cristina Fernández habló por primera vez de una década ganada.

Esta idea, retomada desde entonces en numerosos balances del período, solo se sostiene tomando como punto de comparación el momento de máximo hundimiento económico, los años 2001/02. Así, el panorama de 2015 (o preferentemente el de 2010/2011, cuando todavía se sentía menos el deterioro económico con el que concluyó el ciclo) es contrastado con la situación de 2002: hiperdesempleo de 25 %, pobreza de 50 % y poder adquisitivo de los salarios alcanzando su mínimo en 2002 después de la megadevaluación y el alza del costo de vida que tuvo como consecuencia (que permitió que el poder de compra de los salarios cayera casi 30 %). Solo cotejando con este panorama puede celebrarse que el salario real hubiera llegado en promedio, en 2015, a superar apenas por poco el nivel de diciembre de 2001 –cuarto año de severa recesión– o que, a pesar de la caída del desempleo (que se estabilizó en 7 %), un tercio de la clase trabajadora siguiera al final del último mandato de CFK condenada a empleos en relación de dependencia sin aportes (“en negro”), mientras que en el empleo formal siguieron perfeccionándose las formas de flexibilidad y precarización.

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El libro Entre la década ganada y la década perdida. La Argentina kirchnerista. Estudios de economía política (Buenos Aires, Batalla de Ideas, 2018), coordinado por Martín Schorr, ofrece una mirada descarnada sobre la distancia que media entre el relato kirchnerista y el saldo que dejaron esos doce años.

Algunos de los elementos que Entre la década... pone sobre la mesa son la ausencia de transformaciones significativas en la estructura productiva durante los tres gobiernos kirchneristas, la continuidad de la precariedad de las cuentas externas del país (maquillada desde 2003 hasta 2011) derivada de dicha estructura y del peso que tienen en la economía las remesas de utilidades de empresas extranjeras, los pagos (“seriales” según CFK) de la deuda pública externa, y la fuga de capitales. Como señala uno de los capítulos, “se mantuvo dentro del sistema de derechos corporativos que ordena los movimientos de capitales globales”; la Argentina no se retiró del Ciadi ni denunció los Tratados Bilaterales de Inversión, mostrando el compromiso durante esos años con el mantenimiento de pilares de la globalización neoliberal. Estos, así como otros aspectos abordados en el libro, muestran que el kirchnerismo continuó la gestión del capitalismo dependiente argentino sin articular cambios sustanciales en términos estructurales.

De la ilusión al desencanto (del poder económico)

El primer capítulo, a cargo de Emiliano López y Francisco J. Cantamutto, toma como punto de partida el año 2002. Según los autores, allí se sientan las bases del esquema posconvertibilidad, y no con la llegada de Kirchner al gobierno. Como resultado de la crisis, la industria manufacturera se constituirá en la fracción dirigente del Bloque en el Poder (BeP). Esta acercará “posiciones con la Confederación General del Trabajo (CGT), tanto oficialista como sectores críticos (el Movimiento de Trabajadores Argentinos, MTA), que comenzaron a enarbolar con gusto la bandera de la producción nacional”. En nombre de la “producción nacional” convergieron en la salida de la crisis a partir de la megadevaluación y la “pesificación asimétrica”, es decir, entre otras cosas, en base a un formidable ajuste del salario en dólares. Las fracciones agropecuarias recibieron importantes beneficios, pero fueron relegadas en el plano político al tiempo que “se les obligó a transferir parte de la renta extraordinaria para garantizar la valorización de otras fracciones”. Al mismo tiempo, las privatizadas y las finanzas quedaron desplazadas política y económicamente, pero recibiendo a cambio “cuantiosas compensaciones”.

Los autores evalúan que esta fracción industrial logró “incorporar de manera subordinada demandas de una parte de las clases populares”. El alcance de esta definición es discutible: si este esquema pareció viable en 2002 gracias al bajo piso de condiciones sociales dejado por la crisis y con la ayuda de las condiciones internacionales altamente propicias, se iría probando más conflictivo cuando empezaron a agotarse las condiciones de rentabilidad y el panorama internacional dejó de ser tan favorable para los commodities que el país exporta.

Volviendo a la argumentación de López y Cantamutto, a partir del conflicto con las patronales agropecuarias en 2008, y sobre todo a partir de 2011, la Sociedad Rural Argentina y la Asociación Empresaria Argentina emergerán como articuladores de una alternativa política al kirchnerismo, de sesgo neoliberal. Pero sería determinante el giro en la UIA. Ante las dificultades crecientes de la acumulación de capital, que se remontan a 2008 pero fueron “adquiriendo mayor radicalidad desde 2012”, se impuso la línea “de los grandes capitales”, léase Techint, Arcor, etc. Este desplazamiento sería el resultado de que las contradicciones económicas, agudizadas en 2012, planteaban una “disyuntiva cuasi-inexorable”: o los costos de la superación de las tensiones recaían sobre las clases dominantes, en un proceso que para los autores sería “radicalización social en clave popular” (cuyo alcance en términos de subvertir las relaciones de producción capitalista no termina de quedar definido), o bien “eran descargados sobre las clases subalternas en un proceso regresivo”.

El gobierno de CFK buscó todo lo que pudo “eludir la disyuntiva, tratando de disciplinar la lógica de valorización del capital, sin cuestionar su lugar central”, lo que se prueba inviable cuando las condiciones de valorización ingresan en franco deterioro y se exacerban los desequilibrios en la macroeconomía. Pero aún con esas divergencias crecientes con las demandas del BeP, el gobierno kirchnerista “evitó un proceso de radicalización, tratando de convencer al BeP –o al menos a la fracción que representaba– que sostener el régimen existente era mejor opción que reemplazarlo”. Se refieren a los tiempos en los que CFK les recordó a los empresarios, en más de una oportunidad, que durante gran parte de estos doce años la “juntaron con pala”.
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En esta lectura puede quedar algo devaluada la orientación durante el último mandato de CFK, que si bien no tomó el camino que demandaban cada vez más sectores de la clase capitalista, sí tuvo un endurecimiento mayor con sectores del movimiento obrero, lo que tuvo como resultado el pasaje a la oposición de Hugo Moyano y la división de la CGT en 2012. En 2014 dejaron correr la devaluación ante el fracaso de las restricciones cambiarias para contener la corrida, y realizaron un intento de volver a los mercados internacionales pagando onerosamente a Repsol por la expropiación de YPF y al Club de París, como sí señalan López y Cantamutto.

López y Cantamutto concluyen que: “las clases dominantes entendieron rápidamente que, en un mundo en crisis, el capitalismo nacional e inclusivo es una utopía demasiado costosa”. Más bien, como hemos afirmado por nuestra parte en varias oportunidades, habría que decir que respondiendo a la relación de fuerzas entre las clases post 2001, el kirchnerismo pretendió que podrían compatibilizarse los elevados niveles de rentabilidad extraordinaria logrados en 2002 gracias al formidable ajuste (y al cambio favorable en el contexto internacional) con la “inclusión social”, y todo esto sin una ruptura en las relaciones con el imperialismo ni un ataque a sus posiciones en el país, sin una transformación de la estructura impositiva en ningún sentido progresivo más allá de la implementación de retenciones, y sobre la base de la estructura económica dependiente y desarticulada. Esto se mostró ilusorio: se chocó con la “reticencia inversora” y el retorno de la “restricción externa”.

La agenda de “normalización” demandada por la burguesía definía en 2015 los programas de los tres candidatos principales para suceder a CFK, entre ellos el entonces oficialista Daniel Scioli.

A dónde se fueron los dólares

Desde la llegada de Kirchner al gobierno hasta 2014, el país acumuló superávit comercial por USD 170 mil millones. Pero el período concluyó con restricción externa y nuevamente déficit comercial, como antes de la crisis de la Convertibilidad. Andrés Wainer y Paula Belloni analizan las causas del (efímero) auge y ocaso del superávit externo. Su conclusión es que “los problemas en el sector externo que emergieron en la segunda etapa del ciclo de gobiernos kirchneristas fueron el resultado de factores estructurales vinculados al carácter del bloque de clases dominante en la Argentina que no fueron resueltos”, y que se agravaron al converger con otros factores coyunturales.

Las exportaciones crecieron desde 2003, pero sobre la base de una canasta exportadora en la cual “siguieron predominando bienes primarios o industriales de escaso valor agregado y/o contenido tecnológico”. Por el lado de las importaciones, fueron escasos los “avances exhibidos en materia de sustitución de importaciones”, a lo que habría que agregar el “elevado componente importado de muchas de las ramas industriales que lideraron el crecimiento”, como la electrónica y automotriz. Por eso, después del desplome que las compras al exterior habían registrado durante la crisis de la Convertibilidad, crecieron regularmente a medida que crecía la economía, a un ritmo más veloz que las exportaciones. Al déficit industrial (que caracteriza todas las ramas industriales no ligadas al procesamiento de recursos naturales) vinculado a la ausencia de transformaciones significativas, se sumó el déficit energético creciente, resultado de la caída de la producción hidrocarburífera local. Todo esto responde a las decisiones de (des)inversión de los grupos económicos dominantes, y a la ausencia de cualquier política específica, a contramano del cambio estructural que proclamaban los discursos.

Pero el déficit en las cuentas externas emergió cuando el comercio era todavía superavitario. Es que, durante todo el período, los dólares excedentes del comercio jugaron el rol de solventar otras importantes sangrías: la remisión de utilidades y dividendos, el pago de intereses de la deuda externa y la fuga de capitales.

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La remisión de utilidades al exterior, explican los autores, creció en los años 2000 respecto de la década de 1990. Aunque un primer motivo del aumento de las mismas es “el intenso proceso de extranjerización de la economía argentina” registrado durante los gobiernos de Menem y De la Rúa, el aumento se debe a que desde 2003 “las empresas extranjeras fueron las que obtuvieron las tasas de ganancia más elevadas”, y a su “relativamente baja propensión a invertir en el país”. Por cada dólar ganado en los 2000, giraron 50 centavos al exterior.

Sobre la deuda, Wainer y Belloni observan correctamente que “la priorización de ser ‘pagadores seriales’ (a partir del pago al FMI y de las reestructuraciones de deuda) por parte del gobierno nacional operó como otro de los elementos que agravaron la restricción externa”. Solo los intereses insumieron USD 54 mil millones contantes y sonantes.

La fuga de capitales durante este período estuvo caracterizada por el “el envío al exterior de las abultadas ganancias corrientes internalizadas por esta fracción del poder económico en un escenario de “reticencia inversora” por parte del capital concentrado interno”. Los empresarios la “juntaban con pala”, pero la ponían en el exterior.

La transformación estructural falta a la cita

Agostina Constantino aborda dos debates entrelazados: ¿hubo durante estos años reprimarización o reindustrialización? Sobre la industria, lo que muestra es que si bien su participación en el PBI mostró un salto positivo entre 2001 y 2003, no quebró su tendencia decreciente. Durante los años siguientes redujo este incremento inicial (perdiendo participación a un ritmo de 1,6 % anual entre 2003 y 2007, y de 1,9 % en 2007-2015), y para 2015 el peso de la industria en el PBI apenas superaba su nivel de 2001. El sector industrial “no solo perdió participación en el PBI, sino que siguió conservando las características que tenía en la década anterior”, dominado por bebidas y tabaco (33,5 % de participación, en promedio); productos químicos (13 %) y combustibles y lubricantes (10 %), que explican más de la mitad del PBI industrial, y están ligados al procesamiento de materias primas agropecuarias, minerales e hidrocarburos. Pero, señala la autora, tampoco puede hablarse de una reprimarización: todas las actividades primarias perdieron participación en PBI.

Agrega que hasta 2007, la política para la industria “se centró en la protección generada por el tipo de cambio real alto, la licuación salarial y en los subsidios cruzados vía el congelamiento de las tarifas de servicios públicos”. En el período posterior emergerán otras iniciativas, pero sin políticas ni metas claras. Como excepciones se distinguen el régimen automotriz, el régimen fueguino para la electrónica y el sector del software. Los dos primeros beneficiando sectores que, como bien se describe en el libro, tienen características de “armaduría”.

La patria es del otro

Martín Schorr analiza lo que ocurrió con el poder económico a partir del estudio de las transformaciones en las 200 empresas más grandes que se valorizan en el país.

Una de las conclusiones es que se pueden observar “importantes puntos de continuidad y profundización” respecto del período precedente. La cúpula económica, de conjunto, profundizó durante ese período su peso en la economía: de representar el 21,1 % del PBI en 2002, en 2015 alcanzaba el 22 %. La mayor parte lo explica el crecimiento del subgrupo de las mayores 50 firmas: 13,2 % en 2001 a 13,8 % en 2015, afianzando así su “consolidación estructural”. Schorr advierte con razón que estos números subestiman la concentración real, ya que un puñado de grupos económicos nacionales y extranjeros tiene control sobre varias de estas firmas.

El autor señala que se observa “una ‘reindustrialización’ de la elite, pero inscripta en la ausencia de modificaciones de peso en el perfil de especialización predominante”. Si bien la extranjerización retrocedería parcialmente desde 2007 (entre otras cosas porque varias firmas privatizadas pasaron nuevamente a manos del Estado, en la mayor parte de los casos como forma de salvataje a las empresas), “el predominio extranjero constituye un dato estructural insoslayable”, lo cual presiona sobre la balanza de pagos, ya que un puñado de firmas, mayormente extranjeras, mantiene un verdadero “monopolio privado del comercio”. Además, esta extranjerización atenta “contra la diversificación y la complejización de la estructura productiva”.

Una idea del grado de control que ejerce este grupo de firmas la tenemos al observar el saldo comercial. Mientras la cúpula económica registra un fuerte superávit (que se concentra en casi un 90 % en las primeras 50 empresas), el resto de la economía es fuertemente deficitaria. En el año 2014, por ejemplo, el superávit comercial llegó a USD 6.687 para toda la economía, mientras que la cúpula económica tuvo un superávit de USD 24.799 (las primeras 50 alcanzaron USD 21.725), y el resto de la economía registró un déficit de USD 18.112. Como se ve, un puñado de firmas concentra el grueso de los dólares que ingresan en la economía.

El espinoso sujeto

El libro concluye con un capítulo dedicado al mercado de trabajo y las políticas laborales a cargo de Pablo Ernesto Pérez y Facundo Barrera Insua. Entre sus conclusiones destacan que después de un primer lustro donde el empleo y los salarios registraron mejorías (sobre la base del piso bajo dejado por la crisis de la convertibilidad), estas empezaron a agotarse desde 2007/08, cuando emergen “conflictos propios del patrón de acumulación vigente”. En este sentido, la derrota del kirchnerismo en las elecciones de noviembre del 2015 expondría “un descontento a partir del cese en la mejoría” registrado durante los primeros años del período.

Entre la década… demuestra efectivamente que la pretensión de sostener un proyecto de conciliación de clases y una economía con mayores grados de autonomía en las condiciones del capitalismo dependiente argentino actual y los sectores económicos dominantes, es la cuadratura del círculo. Mientras el gobierno de CFK afirmaba que era posible la “profundización del modelo”, se vio confrontada a la vez con un creciente rechazo del empresariado y con una conflictividad creciente de sectores del movimiento obrero.

En las condiciones actuales, donde una rápida crisis generada por el acelerado endeudamiento de Macri (un movimiento pendular que fue posibilitado por los “pagos seriales” del período previo) llegó al país a golpear las puertas del FMI, la ilusión de reeditar cualquier ciclo similar en 2019 es una completa entelequia. Sin rechazar al Fondo, lo que significa al mismo tiempo repudiar la deuda y atacar las posiciones del imperialismo en el país no solo en la retórica, sino en la realidad, no existe alternativa a continuar gestionando el ajuste al que esta administración comprometió también a quien le suceda en 2019. Por eso, el peronismo se prepara para ser gestor de una herencia de austeridad.

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Si no hay alternativas de la mano de los sectores de la clase dominante, es una cuenta pendiente del libro indagar de dónde podrían venir estas. Wainer y Belloni afirman que “el verdadero desarrollo económico del país no depende de cómo sople el ‘viento’ sino de la construcción de un sujeto social con un verdadero interés y potencialidad para romper con la actual situación de dependencia”. En las páginas del libro no se ofrecen mayores pistas de cómo podría constituirse y con qué programa. Pero aunque Entre la década… se detenga antes de llegar a esta conclusión, todo su análisis deja en evidencia que no hay alternativas de desarrollo sin romper los marcos del capitalismo dependiente argentino. La fuerza social que demandan solo puede venir de la clase trabajadora, articulando un programa independiente de ruptura con el imperialismo, anticapitalista y socialista, para encarar la organización de la economía en función de las necesidades sociales.


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Esteban Mercatante

@EMercatante
Economista. Miembro del Partido de los Trabajadores Socialistas. Autor de los libros El imperialismo en tiempos de desorden mundial (2021), Salir del Fondo. La economía argentina en estado de emergencia y las alternativas ante la crisis (2019) y La economía argentina en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo (2015).