[Desde Barcelona] La lectura de Pablo Iglesias de la Transición como el resultado de la falta de empuje de la movilización obrera y popular, y de la política del PCE como el reflejo mecánico de esta insuficiencia, constituyen la justificación de una política frente a la crisis del Régimen del 78 basada en la constante adaptación política a la baja, la rebaja permanente de expectativas y la contribución, como hiciera el partido de Santiago Carrillo, a la construcción de una correlación de fuerzas cada vez más a favor del statu quo.
“Cuando Franco desaparece, en España no se pudo establecer una correlación de fuerzas sino una correlación de debilidades”. Esta es una de las citas más conocidas, y repetidas, del escritor y antiguo militante del Partido Socialista Unificado de Cataluña, Manuel Vázquez Montalbán. La realizó por última vez en la entrevista ofrecida a la periodista Begoña Aranguren publicada después de su muerte, en octubre de 2003. Pero si alguien la ha popularizado ha sido Pablo Iglesias, que la ha convertido en su frase de cabecera para bendecir como inevitable el pacto fundador del Régimen del 78.
Con esta sentencia Montalbán defendía la tesis de que después de la muerte del dictador “ninguno de los implicados estaba en condiciones de imponer su potencialidad sino de que respetasen su debilidad”. Ni el franquismo podía seguir sobreviviéndose como tal, ni la oposición podía imponer su programa de “ruptura democrática”. De ahí que, aunque el escritor se mantuviera en un testimonial “ni olvido ni perdono”, aceptaba el resultado de la llamada Transición democrática como todo lo más que se podía haber conseguido desde la correlación de fuerzas lograda por la lucha antifranquista. La negociación y sus resultados aparecen así como el fruto inevitable del crepúsculo del Régimen nacido tras la victoria fascista en la guerra civil de la que este mes se cumplen 80 años.
Un recuento de fuerzas más allá del relato del “no se pudo”
Un estudio cuantitativo y cualitativo de lo que pasó entre noviembre de 1975 y diciembre de 1978 –si tomamos como marco la muerte de Franco y la aprobación de la Constitución de 1978– pone más que en entredicho la tesis de una acumulación de fuerzas de quienes enfrentaban la dictadura –con el movimiento obrero a la cabeza– demasiado débil para imponer su voluntad.
El auge obrero de 1976, especialmente extenso y radicalizado en su primer semestre, está fuera de toda discusión. El número de horas perdidas por huelgas da un salto de menos de 2 millones en 1975 a 12,5 millones, con más 2 millones y medio de huelguistas frente a los poco más de 600.000 del año anterior, según el propio ministerio de Trabajo.
Pero no se trata sólo de la magnitud del movimiento huelguístico. De hecho 1977 y sobre todo 1979 superarán estas cifras con hasta 18 millones de jornadas y 3 millones de huelguistas. El año 1976 es el momento en el que la vinculación de las reivindicaciones económicas y sociales –de las que partía gran parte de la conflictividad en las fábricas y polígonos– con las democráticas se vuelve más directa. Desde el rechazo a la represión o al sindicato vertical, la defensa de las asambleas, las comisiones representativas y otras formas de autoorganización obrera, hasta demandas abiertamente políticas como la amnistía, la legalización de todos los partidos y sindicatos o la convocatoria de elecciones constituyentes.
No pretendemos hacer una historia del movimiento obrero de los 70 en este artículo, pero al menos sí un punteo parcial que contradice de plano la visión de una movilización escasa o poco radicalizada. En las inmediatas postrimerías de la dictadura encontramos movimientos como la huelga de la construcción de Granada en 1970, la huelga y ocupación de la SEAT de Barcelona en 1971, la huelga general de Ferrol y Vigo en 1972, la de Pamplona un año más tarde, la del Baix Llobregat en 1974 o en Alcoy ese mismo año y en Getafe en 1975. El horizonte de la huelga general para tumbar la dictadura no era la idea de una minoría. De hecho, había sido incorporado hasta por el mismo PCE, aunque de una manera un tanto “sui generis” como veremos, en su hipótesis inicial de la “ruptura democrática”.
Cuando Franco murió en noviembre 1975, el “hecho biológico” actuó a modo de pistoletazo de salida a la mayor oleada de huelgas en 40 años. El gobierno Arias echó gasolina con medidas como la congelación salarial. Todo el Estado se encontraba en una situación de huelga general de facto. En enero, Madrid permanece paralizada por la sobreposición de huelgas de empresas y gremios, con los trabajadores del Metro a la cabeza. Pero la situación se repite en el Baix Llobregat, Sabadell, las cuencas mineras de Asturias, los astilleros de Gijón, Málaga, Sevilla, la construcción y el metal Barcelona, la construcción de Valladolid, el metal de Valencia y Zaragoza.
Hay que remontarse al primer semestre de 1936 previo al golpe de Estado, para encontrar una extensión de la conflictividad obrera similar. En esta ocasión además coincide con grandes manifestaciones por la amnistía, una agitación y radicalización en el movimiento estudiantil –donde las corrientes de la nueva izquierda habían desplazado en gran medida la hegemonía del PCE–, el movimiento vecinal o los primeros movimientos de mujeres.
El nuevo movimiento obrero nacido en la década de los 60 ya había dado grandes hitos que demostraban la capacidad de una joven clase obrera para dotarse de estructuras de autodeterminación que potencialmente –de lograrse su generalización y coordinación– podían abrir una situación de doble poder, como de hecho llegó a darse a nivel local en no pocos casos. El caso más paradigmático fue el “soviet de Vitoria”, como lo calificara el ministro de Gobernación, Fraga Iribarne, después de liquidar a sangre y fuego la experiencia de las comisiones representativas de fábrica que tuvieron paralizada la ciudad durante semanas. Pero encontramos comisiones representativas, asambleas, coordinadoras, comités de huelga... en la práctica la totalidad de las huelgas regionales, locales, de sector y de grandes empresas.
Al mismo tiempo, la dictadura mantenía una crisis de proporciones históricas. El gobierno Arias encarna el proyecto del búnker, con el que se alinea en un principio la Monarquía. Las tensiones internas son cada vez mayores ante la evidente incapacidad de frenar este ascenso a golpe de detenciones, cargas y asesinatos. Tan es así que se acabará optando por un cambio de rumbo con el nombramiento de Suárez. Como punto fuerte, mantenía el control de las Fuerzas Armadas –aunque no sin una autonomía bien empleada para marcar límites con el famoso “ruido de sables”–, como siempre recuerda Pablo Iglesias para descartar cualquier posibilidad de que se abriera una revolución “a la portuguesa”. Sin embargo, si algo enseña la historia, es que ese monolitismo castrense no es pétreo y una acción decidida y ofensiva de la clase obrera es capaz de romper hasta la cadena de mando más firme, como se evidenció en las principales ciudades en el verano del 1936.
La dirección política y la articulación de fuerzas para la victoria o la derrota
A pesar de esta debilidad del Régimen y la fortaleza del movimiento obrero, el nuevo hombre del Rey lograría aprobar la reforma política, ganar las elecciones de 1977, imponer un plan de descargue de la crisis sobre los hombros de la clase obrera y redactar una Constitución que garantizaba en lo esencial el “atado y bien atado”. ¿Cómo lo logró? ¿Cómo conjuro el fantasma que recorría la península ibérica desde el abril portugués del 74? ¿Cómo desactivó el mayor ascenso obrero desde la guerra civil sin tener que recurrir ni a un golpe ni a otra contienda?
Responder a estas preguntas desde el paradigma de Montalbán o Iglesias –y que lo ha sido históricamente de corrientes como el reformismo socialdemócrata, el estalinismo, su versión eurocomunista o ahora, de forma aún más degradada, la izquierda del cambio– es harto difícil. Dicho paradigma concibe la correlación de fuerzas como un hecho que viene dado y sobre el que las corrientes políticas, y en primer lugar aquellas que juegan un rol de dirección, no pueden más que diseñar vías de adaptación a la misma. Una idea que supone al mismo tiempo la renuncia a la imposición de la voluntad, la victoria, y la justificación de una política que acaba constituyendo un factor material fundamental para hacer imposible dicha victoria.
No es una discusión novedosa. Fue la pelea contra esta interpretación una de las grandes batallas de Rosa Luxemburg contra la degeneración del SPD ya en 1910, cuando el partido renunciaba a ser un elemento que podía ser decisivo en transformar el gran movimiento de huelgas económicas previo a la I Guerra Mundial en un movimiento ofensivo contra el régimen de los Hohenzollern. O lo fue también de León Trotsky contra quienes consideraron que la revolución española debía su derrota a la falta de fuerza de la lucha del proletariado español, y no del rol pérfido de todas sus direcciones, tanto las que lo aplastaron a sangre y fuego –el estalinismo y la burguesía republicana– como las que no prepararon una dirección alternativa para la victoria, como el anarcosindicalismo o el mismo POUM.
En este caso pareciera que la política del PCE fue la expresión “por arriba” y sin apenas contradicciones –a excepción de la decepción de “los más militantes”– de lo que pasaba “por abajo”. La “gente”, porque las categorías de clase desaparecen del discurso de Iglesias por completo, no estaba dispuesta a pelear por mucho más que lo que se consiguió: una democracia homologable a las europeas. Otro relato más del cuento de la Transición que, como tantos otros, no resiste el mínimo contraste con cuál fue la política de la dirección eurocomunista para redefinir la correlación de fuerzas, pero no a favor de la clase trabajadora, sino de quienes lo iban a invitar a ser parte de la mesa y la “fiesta de la democracia”, su anhelada burguesía democrática.
La “política de reconciliación nacional” del PCE y la búsqueda de la correlación de fuerzas a la baja que la hiciera posible
Desde 1956 el PCE había formulado su hipótesis de la “ruptura democrática”. Esquemáticamente se trataba de aprovechar la crisis de la dictadura –que terminó de abrirse a finales de los 60 al rebufo del ascenso mundial que inauguró el mayo francés– para llevar adelante una gran huelga general, imponer un gobierno provisional e implementar un programa democrático que desmantelase el aparato estatal franquista y abriera un proceso constituyente. Esa huelga general debía ser “nacional” y “pacífica”, dos “apellidos” que eran coherentes con la que fue la verdadera política rectora del estalinismo ibérico de posguerra: la “reconciliación nacional”.
De lo que se trataba era de “superar la fractura” de la guerra civil. Provocar un cambio de régimen político, pero sin abrir con ello el más mínimo cuestionamiento al régimen social al que la dictadura había servido. La burguesía española, o la mayoría de ésta, debía ser arrastrada al apoyo de la democracia como parte de un nuevo “compromiso histórico”. Para ello, tenía que quedar claro que el nuevo régimen democrático era “todo ventajas” para esos sectores. El grueso de la burguesía se convencería de ello tras la crisis del 73, cuando empezaron a ver que se trataba de la mejor envoltura para hacer pasar los grandes paquetes de ajuste, ya que la dictadura no tenía legitimidad para hacerlo sin desatar un verdadero “leviatán obrero”.
El PCE concebía la huelga general, una de las principales herramientas de autodeterminación y combate de la clase obrera, como un mero instrumento para una política de conciliación de clases. Una concepción utilitaria del movimiento obrero como mera masa de maniobra que debería renunciar a sus propias reivindicaciones sociales –ya ni hablar de proyecto de emancipación– en favor de no espantar a la anhelada burguesía democrática. El PCE actualizaba así una política nada novedosa, la de ser el médico de cabecera democrático del Estado capitalista español. La había puesto en práctica ya con el impulso del Frente Popular en 1936 y convirtiéndose en el verdugo directo de la revolución española en 1937.
A la altura de 1976 el PCE haría justamente todo lo contrario a lo previsto o prometido. Ante la huelga general de facto que se extendía por todo el país, se negó abiertamente a proponerse una política de coordinación de todos los focos huelguísticos para su unificación tras su propio fin político: el programa de “ruptura democrática”. El uso instrumental de la huelga general se planteaba sobre el terreno mucho más complejo que sobre el papel. El antecedente de la Revolución de los Claveles en Portugal en 1974 y sobre todo el dinamismo de procesos de autoorganización y los conflictos que se le escapaban y cuestionaban de hecho la política eurocomunista –e incluso el programa de la “ruptura democrática” planteando reivindicaciones anticapitalistas– convencieron a Carrillo y los suyos que no debían jugar a ser “aprendices de brujo”. Es decir, no desatar fuerzas que luego no podrían controlar. Podían comenzar el esquema de huelga general, gobierno provisional y Cortes Constituyentes, pero no había garantía ninguna de que eso no abriera una situación revolucionaria que terminara cuestionando las bases no solo del régimen sino del propio orden social capitalista.
El PCE renunciaba así a su propia hoja de ruta de la “ruptura democrática”. Pero lo hacía por fidelidad al verdadero principio rector de su política desde los años 30, la conciliación de clases y el rechazo a la revolución social. Daba la razón, para combatirla, a la primera tesis de la teoría programa de la revolución permanente: sólo la clase obrera podía conquistar plenamente las demandas democráticas con su lucha revolucionaria, pero no se detendría en ellas, sino que intentaría resolver también los grandes problemas sociales por encima y en contra del orden burgués y la propiedad privada.
En este giro temprano a la búsqueda de la “ruptura pactada”, no solo importa lo que el PCE se negó a hacer. Importa aún más lo que sí hizo, acompañado en todo momento por el PSOE y otros grupos reformistas y cristianos que también jugaban un papel destacado en el movimiento obrero.
Desde enero de 1976 el carrillismo declaró una guerra abierta a la autoorganización obrera. A las asambleas, comisiones representativas y organismos de coordinación, le opondría abiertamente las Comisiones Negociadoras que muchas veces partían del aparato del sindicato vertical recién “copado” en las últimas elecciones sindicales del otoño de 1975 por sus “candidaturas democráticas”.
La dinámica en numerosos conflictos se repetía. Una huelga que se extendía y radicalizaba, tanto en métodos, consignas y la intransigencia de los obreros. El PCE la rechazaba defendiendo que había que buscar una “salida negociada”, que “hay que saber acabar una huelga”, como repetía Marcelino Camacho desde la dirección de la Confederación Sindical de Comisiones Obreras. Incluso tildando algunas como una “amenaza a la democracia”, como la huelga del Metro de la capital de enero. Las Comisiones Negociadoras lograban preacuerdos que no satisfacían y que se rechazaban en las asambleas de tajo o fábrica. El PCE intentaba aprobarlas en asambleas generales, pero si todo apuntaba a que iba a perder la votación, la Policía Armada intervenía, las disolvía y hacía cundir la desorganización por medio de la represión, provocando que lo firmado se impusiera por la vía de los hechos consumados. Así, por una combinación de desgaste, traición y represión, muchas huelgas serán reventadas, como la del metal zaragozano o la construcción en Barcelona.
No sin esfuerzo, el PCE consiguió capear el primer semestre de 1976. El momento más crítico fue el enero madrileño y el marzo de Vitoria, cuando tras la masacre de los obreros el 3 de marzo [1] se opuso con éxito a que las huelgas de solidaridad se extendieran más allá del País Vasco y Navarra. Cuando asumió Suárez mantuvieron una oposición cada vez más formal. La política de “saber acabar las huelgas” se hizo aún más activa. En muchos sectores ya se habían impuesto acuerdos y las primeras derrotas. Y en ese marco de relativo reflujo, se decidió convocar una huelga general del 12 de noviembre, como una jornada de lucha puntual. Aunque consiguió un seguimiento significativo en algunos sectores, aún a pesar de la represión y la desmoralización que la política eurocomunista empezaba a imprimir, será calificada como insuficiente y se negaran en redondo a darle cualquier continuidad.
Este último elemento, que tiene mucho de auto derrota, junto con el resultado del último referéndum de la dictadura sobre la Reforma Política de Suárez –para el que toda la oposición pidió la abstención, aunque la campaña la realizó casi en solitario la extrema izquierda– se presentó entonces, como lo hace hoy Pablo Iglesias, como la prueba definitiva del “no había correlación de fuerzas”. Pero toda la película anterior, el cómo se trabajó durante 12 meses para construir dicha correlación, parece no haber existido.
Como tampoco las resistencias a la “ruptura pactada” que ya comenzaba a negociarse desde comienzos de 1977. El PCE mantuvo el orden tras los atentados de Atocha, aisló y boicoteó huelgas como la de Tarabusi en Vizcaya o la del Roca en Gavá, abandonó el movimiento por la amnistía –en el mismo momento que Suárez comienza una política de represión más selectiva dirigida a la militancia de la extrema izquierda– y se opuso activamente en las empresas a las manifestaciones y huelgas contra los Pactos de la Moncloa.
La acumulación de fuerzas de parte de la clase trabajadora era a la vez la condición sine qua non para imponer el programa de la “ruptura democrática” y el principal peligro para lograr la “reconciliación nacional”. Salvando la segunda se “sacrificó” la primera, y esto solo se pudo conseguir redefiniendo activamente la correlación de fuerzas en favor de quienes optaban por mantener lo esencial del statu quo en un sentido lampedusiano, desde el PCE hasta los sectores reformistas del franquismo que representaba Suárez. La “correlación de debilidades” de Montalbán fue, ante todo, el resultado de la política del partido en el que militaba.
Del “no se pudo” al “no se puede”, la construcción de la “correlación de debilidades” de Podemos
La asunción de la tesis de Montalbán por parte de Iglesias es coherente con su política ante la crisis del Régimen del 78. La lectura de determinada correlación de fuerzas como un elemento dado, al que solo queda adaptarse, fue parte de la piedra fundacional del nuevo reformismo. Como lo ha sido la construcción de una nueva “correlación de debilidades” para propiciar su integración y participación en la redefinición, cada vez más cosmética, del mismo régimen cuyos cielos prometían asaltar en 2014.
Tras la irrupción de la juventud indignada en 2011, el Estado español vivió un proceso de movilizaciones sociales que se expresaron en múltiples movimientos como el estudiantil contra el “tasazo”, las mareas o las PAH, y algunos elementos de movilización obrera –como las huelgas generales de 2012 o la lucha minera– aunque insuficientes. El principal límite de aquel ciclo, la escasa entrada en escena de la clase trabajadora, no fue un hecho caído del cielo. Se basó en la política de la burocracia sindical como un activo fundamental. Cuando el proceso de movilización social empezó a dar síntomas de reflujo por éste y otros límites, como la debilidad para articularse en un movimiento abiertamente contra el Régimen del 78, la lectura fue que la vía del desarrollo de la movilización y la autoorganización quedaba prácticamente agotada.
La perspectiva de construir una izquierda que se fijara como objetivo cambiar esa correlación de fuerzas fue desechada por Iglesias y, lamentablemente, también por gran parte de la extrema izquierda, empezando por Anticapitalistas que apostó a la construcción de Podemos, como partido reformista. No se propusieron construir un proyecto político de combate, que enfrentara por ejemplo a la burocracia sindical, levantara un programa contra el Régimen del 78 y peleara por un programa transicional para dar una salida anticapitalista a la crisis. En vez de ello se formuló, en sus distintas versiones, la “hipótesis Podemos”. Era el momento de tomar las instituciones por la vía electoral y para ello proponer un programa de reformas asumibles dentro de los marcos del régimen y sin cuestionar el orden capitalista.
Sin embargo, esta hipótesis, si la definimos por sus propios objetivos, entró en bancarrota rápido. El principal referente internacional, el gobierno de Syriza, no tardó ni medio año en convertirse en el aplicador del memorándum de la Troika. En el Estado español, los autodenominados “ayuntamientos del cambio” renunciaron a la mayor parte de las remunicipalizaciones, pagaron más deuda pública que nadie y se resignaron a una mediación hipotecaria impotente como demuestra la nueva oleada de desahucios por alquiler. “No había suficiente correlación de fuerzas” –medida esta vez en peso electoral– nos han venido diciendo estos últimos cinco años. Pero ocultaban que en toda esta película su política ha sido un elemento clave para la construcción de una “correlación de debilidades” y por lo tanto una renuncia de objetivos cada vez mayores.
La emergencia de Podemos y la ilusión del “asalto electoral de los cielos” fortaleció la desmovilización. La acumulación de fuerzas se entendió como la mera suma de votos, concejales y escaños. No es casualidad que entre todas las “castas” el nuevo reformismo nunca ha dedicado ni una palabra a denunciar a las direcciones burocráticas de los grandes sindicatos. A ambos les unía y une la misma vocación de bombero social.
A su vez, la cada vez mayor integración en el Régimen le permitió a éste lograr algunas estabilizaciones, aunque bastante precarias. Tras la abdicación de Juan Carlos I en 2014, Iglesias optó públicamente por sacar de agenda el cuestionamiento de la forma de Estado. Regaló a Felipe VI mucho más que la colección de Juego de Tronos. Toda una tregua que solamente rompió –y nada más que discursivamente– este otoño, apurado por las decenas de miles de estudiantes que la estaban cuestionando en el movimiento de los referendos sobre la monarquía.
En el otoño catalán, el principal desafío que ha sufrido el Régimen del 78 mantuvo una política explícita de no promover ninguna movilización de solidaridad y defender una posición constitucionalista con su propuesta de un “referéndum pactado” acorde con el mismo marco legal que niega esta posibilidad. Contribuyó así a que el “a por ellos” campara a sus anchas y dejó pasar la oportunidad de que la lucha por procesos constituyentes se extendiera al resto del Estado.
Por último, del rechazo al bipartidismo que impulsó al 15M y al mismo Podemos, han pasado a un blanqueo del PSOE y el “mal menor” inimaginable en 2011. Lo hace asumiendo como un nuevo hecho consumado el cierre de la “ventana de oportunidad” abierta en 2011. El Régimen se sobrevive y lo que está en ascenso son las tendencias a una redefinición en clave reaccionaria, con Vox a la cabeza. Ante esta nueva “correlación de debilidades”, también sobrevenida no se sabe de dónde, solo cabe ajustar la adaptación a una política aún más impotente: un gobierno con el PSOE y la defensa de la Constitución del 78 con la que Iglesias está haciendo su campaña.
Sigue siendo posible, sin embargo, una izquierda diferente. Una que no quiera asistir ni como convidada de piedra, ni como contribuyente, a esta rebaja permanente de la correlación de fuerzas en favor del status quo. Frente a la nueva “correlación de debilidades” construida por el nuevo reformismo y la burocracia sindical –los dos principales diques a la lucha de clases para el Régimen del 78– existen hoy “fuerzas disponibles” en las que apoyarse para empezar a reconstruir al alza dicha correlación de fuerzas. Como el movimiento de mujeres, que está a la cabeza del rechazo en las calles de las tendencias más reaccionarias nacidas del seno del Régimen del 78; o la juventud que impulsa los referendos contra la Monarquía en las universidades; o los estudiantes, en su mayoría de secundaria, que se están organizando contra el cambio climático y denunciando a gobiernos y empresas; o, por supuesto, el movimiento democrático catalán que no ha renunciado ni al derecho a decidir ni a resignarse a la represión, como mostró recientemente en la manifestación de 16M en Madrid.
Es posible y urgentemente necesario construir una alternativa de la extrema izquierda, que se proponga volver a poner en el centro la lucha de clases, ligando las actuales luchas a la tarea de impactar y sacar a escena al movimiento obrero, que apueste por el desarrollo de la autoorganización y levante un programa para acabar con el Régimen del 78 e imponer una salida a las consecuencias de la crisis.
Ni la Transición fue un producto inevitable, ni a la restauración reaccionaria del Régimen del 78 solo cabe oponerle su supervivencia senil o una regeneración democrática superficial como la que propone Podemos. La correlación de fuerzas para lograr una salida en favor de la clase trabajadora y los sectores populares, que resuelva íntegramente también todas las demandas democráticas, está por construirse. Los que defendemos una perspectiva anticapitalista de clase y revolucionaria, tenemos por delante el reto de poner en pie una izquierda que se lo proponga.
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