Reproducimos columna de opinión del historiador y ensayista Federico Mare sobre la cuestión mapuche
Jueves 7 de septiembre de 2017 15:34
Ilustración: Andrés Casciani
Era de esperar. El 23 de noviembre de este año caducará la ley federal 26.160. Esta norma jurídica, sancionada en 2006, declaró "la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias del país, cuya personería jurídica haya sido inscripta en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas u organismo provincial competente o aquéllas preexistentes". En términos más sencillos, la 26.160 es una ley tuitiva, inspirada en el art. 75, inc. 17, de la carta magna argentina, disposición que más abajo aparece citada. Aunque provisoria, y a menudo incumplida, ella no deja de ser un resguardo para los territorios ancestrales de los pueblos originarios. Si esta ley no resultase prorrogada a corto plazo, las comunidades indígenas podrían sufrir nuevos desalojos y otras conculcaciones.
Conscientes de esta coyuntura tan favorable a sus intereses, los grandes terratenientes, las empresas capitalistas extractivas, los políticos de la derecha y la prensa hegemónica han lanzado una furibunda campaña de desprestigio y criminalización contra los pueblos originarios, especialmente contra los mapuches. Están abonando el terreno ideológico, creando las condiciones políticas, para la no renovación de la ley 26.160 en noviembre. Así de simple. La escalada del conflicto mapuche con la multinacional Benetton en Cushamen, lo mismo que la desaparición forzada de Santiago Maldonado, se inscriben claramente en este contexto. Contexto que ya se venía perfilando desde mediados del año pasado, cuando Macri modificó (a través del decreto 820) la ley de tierras rurales de 2011, facilitando de esa forma la extranjerización indiscriminada del agro argentino.
Como toda persona de izquierda que intenta ser coherente con sus convicciones, apoyo plenamente la lucha del pueblo mapuche: sus reclamos territoriales, sus reivindicaciones culturales y sus aspiraciones políticas (aspiraciones que no son "separatistas", como la prensa hegemónica nos quiere hacer creer, sino aspiraciones de convivencia plurinacional, como en Bolivia, Suiza o Canadá). Es una lucha completamente legítima y justa, que merece toda nuestra solidaridad.
La derecha argentina, en aras de legitimar la represión, ha montado un muñeco de paja con ribetes siniestros: el mito patriotero y demagógico de los mapuches como "indios anti-argentinos" o "chilenos invasores". Ese mito no resiste ningún análisis científico serio. Es pseudohistoria pura, a contramano de todas las evidencias aportadas durante años por los académicos especialistas en la temática: antropólogos, historiadores, arqueólogos. Un relato falaz construido a base de un cúmulo de anacronismos etnocéntricos y de una historiografía obsoleta, sesgada, que reduce a priori el universo de las fuentes a un solo segmento: los documentos escritos por integrantes de las élites argentinas a favor de la "Conquista del Desierto".
Suelen también justificar este genocidio esgrimiendo el argumento de la "legítima defensa" frente a los malones, como si los malones hubiesen sido el origen del conflicto, el inicio de las hostilidades, la causa primera de la disputa bélica... Sabemos muy bien que no fue así. Fueron los blancos, no los indígenas, quienes iniciaron la guerra. La primera piedra que se arrojó fue la invasión, la conquista. Los malones vinieron luego (cronológica y lógicamente), en reacción al despojo de tierras, las matanzas, la reducción a servidumbre y otros atropellos.
Hay que ver toda la película si de veras se quiere entenderla. Hay que verla desde el principio, no sólo en sus últimas escenas... Los malones no fueron un rayo caído de un cielo sereno. Tampoco lo son las luchas reivindicativas actuales de los pueblos originarios. Unos y otras son emergentes de un largo proceso histórico, cuyo puntapié inicial lo dieron los occidentales en el siglo XVI. En el caso mapuche en particular, la irrupción violenta del imperio español se remonta a 1536, cuando las tropas del adelantado Diego de Almagro se enfrentaron con las huestes de Michimalonco en la batalla de Reinohuelén, precoz anticipo de la larguísima y cruenta guerra de Arauco que, diez años después, habría de iniciar el conquistador Pedro de Valdivia con su campaña a la región del Bío Bío.
Aunque suene perogrullesco, hay que volver a decirlo: fueron los europeos, no los indígenas, quienes cruzaron el Atlántico en barcos, una y otra vez, con fines belicosos de conquista y dominio. Debemos tener en cuenta, pues, toda la cadena del devenir histórico, retrotrayéndonos a sus primeros eslabones. No hubieran empezado los malones sin guerra de Arauco, y no se hubieran perpetuado tras la independencia si los criollos de Chile y el Plata (luego Argentina) no hubiesen adoptado, a la postre, una política agresiva de expansión y/o confrontación en las zonas de frontera.
De hecho, los malones indígenas fueron una respuesta especular, una réplica en espejo, a las malocas de los españoles. ¿Qué eran las malocas? Ataques relámpago, ecuestres y sorpresivos, contra los indios, en los cuales se prendía fuego a las tolderías, se saqueaban provisiones y ganados, y se hacían prisioneros (niños y mujeres sobre todo). O sea, en pocas palabras, malones blancos. De hecho, a los malones indígenas también se les diría "malocas", lo cual pone en evidencia la semejanza del modus operandi.
La derecha argentina trastoca la relación de causa y consecuencia: en vez de explicar los malones a la luz de la violencia del winka, explican la violencia del winka a la luz de los malones, adulterando así la secuencia histórica real, como si la frontera interestatal argentino-chilena (basada en el uti possidetis del derecho de gentes occidental) fuese anterior, vaya uno a saber cómo, a la unidad trasandina del Wallmapu. Un anacronismo grosero, un absurdo eurocéntrico por donde se lo mire.
Otro tanto hacen los políticos, periodistas e intelectuales del establishment con las protestas de los movimientos indigenistas contemporáneos que colisionan con el régimen de propiedad burgués. Ven en tales protestas la madre del borrego (léase: "lo que genera la violencia"), cuando en realidad es al revés: la madre del borrego ha sido la privatización capitalista, manu militari, de las tierras ancestrales mapuches. En lógica todo esto tiene un nombre: falacia de causalidad inversa.
El quid de la cuestión no es si las luchas indígenas fueron y son "violentas", o qué tanto lo fueron y lo son, antaño con los malones y hogaño con la acción directa (ocupación de tierras, cortes de ruta, etc.), sino cuál es la verdadera violencia, o en todo caso, la violencia primera y mayor. Y la verdadera violencia, o la violencia primera y mayor (no admite duda o discusión serias), es la del winka, no la de los pueblos originarios.
El relato de la derecha es más o menos así: Había una vez, en el siglo XIX, indios araucanos muy malos y salvajes que maloqueaban. Pero un día, las naciones civilizadas de Chile y Argentina, hartas de tantas tropelías (incendios, matanzas, robos, raptos), emprendieron la "Pacificación de la Araucanía" y la "Conquista del Desierto". Triunfaron con gloria. La paz y el orden prevalecieron, asegurando el progreso y el bienestar: inmigración de europeos laboriosos, fundación de colonias agrícolas y núcleos urbanos, expansión del ferrocarril. Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.
Una narrativa así, tan arbitrariamente selectiva, tan incompleta y tendenciosa, que empieza tan tarde y concluye tan temprano en su retrospectiva histórica, y que sólo narra una parte de lo que ocurrió durante las campañas al "Desierto" y la "Araucanía" (la parte que le conviene y agrada al hombre blanco), no merece ninguna consideración intelectual seria, a no ser crítica.
Pero hay otro factoide más en circulación: al invadir la Argentina, dicen, los mapuches habrían exterminado a los tehuelches. Esto es rotundamente falso. Veamos por qué.
En primer lugar, los mapuches, incluso antes de su gran diáspora migratoria por la meseta patagónica y la llanura pampeana (que se inició ya en el siglo XVI, si no antes, y alcanzó su cenit en el XVIII), ya habitaban a ambos lados de la cordillera de los Andes. Su trasandinidad, como ocupación del territorio y como modo de vida, es, por consiguiente, no sólo anterior a la emergencia de las repúblicas criollas de Chile y Argentina (fenómeno que tuvo lugar bien entrado el siglo XIX), sino también, inclusive, a la llegada de los conquistadores españoles. No hubo, pues, ninguna invasión "araucana" (mapuche) de la Argentina decimonónica desde el sur de Chile, ni tampoco una invasión del temprano virreinato del Perú, o del más tardío virreinato del Río de la Plata. No la hubo por la sencilla razón de que dichas entidades políticas no existían aún. Surgieron luego, cuando el Wallmapu ya estaba firmemente arraigado allende y aquende la cordillera. Nunca los Andes representaron para los pueblos originarios una muralla de separación, de aislamiento. La cordillera siempre fue para ellos un puente de unión, de comunicación. Por lo demás, la altitud media de los Andes patagónicos es sensiblemente inferior a la de los Andes cuyanos y norteños.
En segundo lugar, no hubo ninguna "desaparición" de los tehuelches. Este pueblo originario de la Patagonia, igual que tantos otros de la Argentina y nuestra América, sigue existiendo al día de hoy, y ha experimentado, además, durante estos últimos años, un significativo proceso de reetnización, vale decir, de recuperación de su identidad étnica ancestral, silenciada por las narrativas de la extinción masiva o del mestizaje blanqueador. Y así como, desde tiempos antiquísimos, había mapuches al este de los Andes, también había tehuelches al oeste de los Andes. Su vecindad dio lugar a una intensa dinámica de interacción material y simbólica, y también de relaciones de parentesco mediante la exogamia. Y esa dinámica, combinada con las migraciones trasandinas que la expansión winka trajo aparejadas (migraciones en ambas direcciones), dio lugar a que muchas familias se asuman como mapuches-tehuelches. Los procesos de etnogénesis indígena son complejos y de gran fluidez. Querer aprehenderlos con preconceptos simplistas y rígidos es sacrificar el rigor científico en dos altares igualmente perversos: el altar de la argentinidad racista, ficticiamente homogénea, uninacional; y el altar de los intereses económicos concentrados, de los terratenientes y las empresas extractivistas hostiles al movimiento indigenista de recuperación de tierras ancestrales.
Dado que la derecha argentina es tan afecta a la retórica republicana y legalista, no está de más recordar lo que la Constitución Nacional, en su art. 75, inc. 17, estipula sin ambages: "Corresponde al Congreso" las atribuciones de
Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.
Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten.
Y puesto que el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) siempre ha reconocido a los mapuches como un pueblo indígena preexistente de la República Argentina, no hay discusión legal posible sobre su presunta "extranjería chilena".
En cuanto a la ley 26.160 de emergencia territorial indígena, y el problema de su inminente caducidad (riesgo de desalojos masivos), hay que recordar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha manifestado que los países del continente tienen el deber de completar el proceso de relevamiento y titularización de las tierras comunitarias en beneficio de los pueblos originarios; y que, mientras ese proceso no esté completado, los estados americanos deberán abstenerse de efectuar o permitir cualquier acción que tienda a lesionar, o poner en peligro, los derechos territoriales de dichas poblaciones ancestrales.
Todo está a favor de la lucha mapuche, aunque el gobierno nacional y la prensa hegemónica, en contubernio con el poder económico, insistan a porfía en desacreditarla, en demonizarla: las evidencias históricas, arqueológicas y etnográficas; la Constitución, las leyes y la jurisprudencia; la ética de los derechos humanos; la izquierda y todo el campo progresista, Amnistía Internacional… Sólo dos cosas están en su contra: la derecha racista y el capitalismo extractivista. Son dos fuerzas poderosas, sin duda, con recursos de sobra para cooptar políticos, jueces, periodistas e intelectuales. Pero hay algo que nunca podrán tener de su lado, derrochen el dinero que derrochen: la verdad y la justicia.
Federico Mare
Historiador y ensayista
Blog del autor: www.facebook.com/soliloquiosextramuros