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¿Por qué hablan de “terrorismo”? Milei, Bullrich y la persecución política

Daniel Satur

PANORAMA

¿Por qué hablan de “terrorismo”? Milei, Bullrich y la persecución política

Daniel Satur

Ideas de Izquierda

Los nostálgicos del terrorismo de Estado acusan de “terroristas” a quienes enfrentan el ajuste hambreador. Infiltran provocadores en marchas, cazan manifestantes o simples transeúntes y los acusan de intentar un golpe de Estado por la vía del terror. Pero de terror son ellos. La ultraderecha va contra derechos fundamentales de toda la sociedad. Hay que enfrentarla hasta derrotarla.

¿Por qué el experimento de La Libertad Avanza agita un discurso de “seguridad” basado en una lógica guerrerista? ¿Por qué las huestes libertarianas creen que pueden perseguir y reprimir impunemente a todo el que no se identifica con su ideario?

Estas preguntas rondan desde el inicio del Gobierno de Javier Milei, pero en estos días cobraron un valor agregado. Aunque hay que decir, al mismo tiempo, que la gestión mileísta tranza a lo loco con la “casta”, como se acaba de ver en la votación de la Ley Bases. Y también que esas ansias represivas encuentran un límite cuando se las enfrenta masivamente, como lo demuestra la campaña nacional e internacional que obligó a la jueza María Servini a despegarse de la causa armada por Patricia Bullrich y Carlos Stornelli, logrando la liberación de la mayoría de las y los detenidos. Aún se sigue exigiendo la liberación de las cinco personas que continúan presas sin pruebas que ameriten sus detenciones.

Hay más preguntas. ¿Por qué desde las usinas ideológicas de la ultraderecha se vuelve a catalogar de “terroristas” hechos y circunstancias que nada tienen que ver con algo semejante? ¿Cuánto permeó en países como Argentina, tanto con gobiernos de derecha como “progresistas”, la doctrina “antiterrorista” lanzada por Estados Unidos desde el 11 de septiembre de 2001? ¿Qué leyes y qué políticas de “seguridad” inspiradas en aquella doctrina le sirven hoy a quienes manejan el Estado para sus fines represivos internos? ¿Es “terrorista” quien se moviliza junto a sindicatos y partidos políticos para defender sus derechos y repudiar al gobierno que los amenaza?

Buscar esas respuestas no es un entretenimiento semiológico. Es una necesidad política y social. Porque desde la Casa Rosada, el Congreso, los Tribunales y algunas cadenas mediáticas se está jugando con derechos elementales y el momento obliga a poner blanco sobre negro lo que pasa y puede pasar. No hay margen para tibiezas ni se puede mirar para otro lado sin caer en la complicidad.

Pero vayamos por partes. Antes de analizar si es pertinente hablar de “terrorismo” en esta Argentina hundida en la pobreza, recordemos quiénes son los que demonizan tan livianamente los métodos de lucha de la población, sobre todo de los sectores que protestan en las calles y enfrentan el plan de saqueo mileísta.

Zorros en el gallinero

Para las mentes enrevesadas que hoy conducen el país, Patricia Bullrich pasó de ser una “terrorista que ponía bombas en jardines de infantes” a la guardiana de la libertad que combate al “terrorismo”, que se extiende desde las bandas narco a hordas que buscan un golpe de Estado. Rayas de fiebre más o menos, ese giro de 180 grados por parte de Milei no se produjo por alguna revelación de las fuerzas del cielo. Fue un mero cálculo político.

En octubre de 2023 el gatito mimoso del poder económico necesitaba, para ganar el balotaje, los votos que en las generales había cosechado la entonces presidenta del PRO. Tras algún tironeo ambos se abrazaron en TN, sellando un pacto que trascendió lo electoral. El cargo de ministra de Seguridad no fue un premio, sino el desenlace de una alianza de la ultraderecha argentina abocada a consumar un nuevo saqueo de las riquezas sociales.

Y como el ajuste no pasa sin represión, Bullrich encabeza una avanzada sin precedentes, al menos desde 1983, contra derechos y garantías elementales.

Nostalgias

Quienes hoy levantan su cruzada contra el “terrorismo” son herederos ideológicos y sentimentales (en algunos casos también biológicos) de quienes en los años 70 calificaban de “terroristas” a organizaciones y personas que querían revolucionar el país en pos de una sociedad igualitaria. Con ese “fundamento” activaron una maquinaria de aniquilación de miles de luchadoras y luchadores en lo que luego se reconoció como Terrorismo de Estado.

Hace cincuenta años la ultraderecha encaramada en el Estado se apoyaba en la Doctrina de Seguridad Nacional, regada por Estados Unidos vía la Escuela de las Américas, donde se formaron muchos pichones de genocidas. Doctrina que terminó desechada junto a los regímenes militares, pero que se renueva décadas después en muchos de sus postulados.

Algo de eso ya se vislumbró un par de meses atrás, cuando una serie de crímenes ocurridos en Rosario aterrorizaron a parte de la población. Sin perder tiempo, la Casa Rosada y la gobernación santafesina empezaron a hablar de “narcoterrorismo”, recuperando el neologismo creado en los años 70 por Richard Nixon (hablaremos de eso más abajo). Así, proponen fracasados enjuagues punitivistas y hasta el desembarco de militares en barrios “picantes” (algo que también fue parte de algunas campañas electorales del peronismo).

Pero los especialistas más serios aseguran que esas matanzas a manos de sicarios (por lo general jóvenes de vulnerabilidad extrema) no califican para tal definición. Menos aún si el llamado “narcoterrorismo”, lejos de confrontar con el Estado, busca “convivir” con él, como lo hace desde hace décadas.

De terror

La espuma rosarina bajó, al menos de momento. Pero no así la rabia liberfacha, que necesita ver terroristas por todas partes para justificar sus gastos y operativos. Por eso al “Protocolo de Orden Público” con el que quiere limpiar las calles de manifestantes, Bullrich le sumó varios proyectos de ley, que hoy se discuten en Diputados, con la excusa de combatir el “crimen organizado”.

Días antes de la votación de la Ley Bases, el Gobierno también firmó una Resolución que faculta al Ministerio de Seguridad a etiquetar como “terroristas” a personas y organizaciones. Ahora el Registro Público de Personas vinculadas a actos de Terrorismo y su financiamiento (RePET) no se llenará sólo con los datos que provee el Consejo de Seguridad de la ONU sino también con los nombres y organizaciones que se les ocurran a Bullrich y sus secuaces.

Y la semana pasada se agregó otro elemento al “plan” de control y represión. Además de la nada novedosa infiltración de provocadores en las movilizaciones (en este caso el periodismo pudo detectar a algunos), se suma el armado de causas penales con ayuda de Comodoro Py para convertir la protesta social en poco menos que intentos de golpe de Estado.

Así, para el relato oficial son “terroristas” la profesora y trabajadora del Ministerio de Economía María de la Paz Cerrutti, el estudiante y empleado de Telefé Nicolás Mayorga, les también estudiantes Camila Juárez Oliva, Sasha Lyardet, Lucía Puglia y Gabriel Famulari, el vendedor de empanadas Remigio Ocampo, el profesor y delegado de Ademys Juan Spinetto, la trabajadora de limpieza Ramona Tolaba y otras 24 personas cazadas al voleo el miércoles 12.

Algunos de ellos denunciaron graves torturas y vejámenes de parte de las fuerzas federales y porteña.

Pero para el mismo relato maniqueo no son golpistas los casi cien fanáticos de Jair Bolsonaro que en enero de 2023 participaron del asalto a la Casa de Gobierno, el Parlamento y los Tribunales brasileños, acaban de ser condenados y hoy se refugian en Argentina. Ahí Bullrich no ve más que ciudadanos latinoamericanos con problemas menores.

Bueno, ella misma está implicada en una causa por la provisión de 70.000 municiones antitumulto y cientos de granadas de gas a los golpistas bolivianos cuando, en noviembre de 2019 y siendo ministra de Seguridad, apoyó junto a Mauricio Macri el alzamiento cívico-militar contra Evo Morales.

Tampoco son criminales para el Gobierno los magnates del mercado ilegal que, gracias a la Ley Bases y el RIGI, podrán blanquear sus capitales e invertir en el país con ventajas impositivas mientras a vos te cortan la luz si no pagás una factura.

Y menos aún es sospechoso de algo delictivo el fiscal Carlos Stornelli, aunque su frondoso prontuario lo desmienta. En su trayectoria judicial, el espadachín de Comodoro Py ya enfrentó varias denuncias por espionaje y extorsión y hasta se dio el lujo de no ir a declarar cuando estuvo imputado por corrupción.

¿Paradojas? Para nada. Política consciente. Porque nada de esto pasa sin represión, aunque los admiradores de la dictadura se camuflen de republicanos.

“Antiterrorismo”

Preguntábamos por qué desde el Gobierno y sus propagandistas buscan instalar la idea de que en Argentina hay “terroristas” que amenazan con dar un golpe de Estado “moderno” (Bullrich dixit) para impedir que “la libertad” se derrame hasta el último rincón del país.

El “terrorismo”, como categoría política, tiene siglos de existencia. Y bajo ese rótulo la burguesía ha reunido cosas tan distintas y hasta opuestas como, por un lado, los métodos de lucha popular con objetivos emancipatorios o de conquista de derechos y, por el otro, proyectos políticos reaccionarios con el terror como estrategia (como Isis y otros grupos conocidos en las últimas décadas). Tomado como método de lucha popular, el “terrorismo” alimenta un debate histórico, teórico y político, cuyo telón de fondo son las consecuencias prácticas de su empleo. Sobre todo porque, cuando se ejecuta, las represalias sobrevienen con consecuencias mucho peores que las provocadas por aquella acción inicial [1].

Pero ni siquiera eso se discute hoy en Argentina, porque (al menos por ahora) no se constatan acciones terroristas, individuales ni colectivas. De hecho de los atentados de 1992 a la Embajada de Israel y de 1994 a la sede de la AMIA, que siguen impunes tres décadas después, lo único que se comprobó fue la imprescindible complicidad del Estado para su encubrimiento.

La razón de que hoy el Gobierno hable de “terrorismo” es otra. Buscando acomodar conceptos y categorías a sus objetivos particulares, se apoya en el proceso internacional de los últimos años de “militarización de las policías” y “policiación de las fuerzas armadas”. Una dinámica en la que convergen dos dimensiones que solían ir separadas, la “seguridad interior” y la “defensa exterior”, con la excusa de combatir integralmente las “nuevas amenazas”, entre ellas el llamado “terrorismo” al que se le suele agregar el calificativo de “internacional”.

En ese proceso, muchos gobiernos (tanto reaccionarios como “progresistas”) impulsan reformas legales e implementan estrategias represivas bajo el vidrioso concepto de “lucha contra el terrorismo”. Así ponen en la mira, a nivel interno, a las más diversas expresiones sociales, políticas, sindicales y culturales; y a nivel externo pueden etiquetar a países enteros.

Pongamos dos ejemplos protagonizados por Estados Unidos, el imperialismo que excita a Milei. El primero es el uso del concepto de “narcoterrorismo”. Hace medio siglo fue Richard Nixon quien impuso el término para justificar su “guerra contra las drogas”. En rigor, fue una política basada en la militarización interna y en la exportación de “programas antiterroristas” a sus áreas de influencia. Esa “guerra” terminó en un rotundo fracaso. El narco no paró de crecer, aunque los estragos sociales causados en países como México y Colombia fueron irreversibles.

El otro ejemplo es la política yanqui hacia Cuba. Entre 1982 y 2015 Estados Unidos mantuvo a la isla caribeña en su lista de “países patrocinadores del terrorismo”. Reagan, Bush, Clinton, Bush hijo y Obama, republicanos y demócratas, mantuvieron así a Cuba por tres décadas. Por puro oportunismo, en su último tramo de gobierno Obama decidió sacarla del listado. Trump no la volvió a meter hasta enero de 2021, a punto de dejar la Casa Blanca. Y hoy el “demócrata” Biden mantiene esa decisión del ultraderchista ídolo de Milei.

La conclusión no es difícil. Quienes gobiernan llamarán “terroristas” a individuos o asociaciones según sus criterios ideológicos y necesidades políticas, siempre guiados en última instancia por sus intereses económicos de clase.

De Estados Unidos a Argentina

Desde el 11S, la doctrina “antiterrorista” impulsada por Estados Unidos significó el desguace de poblaciones enteras de Medio Oriente. A su vez reforzó la persecución interna en el propio país del norte contra migrantes, afrodescendientes y organizaciones civiles. Y también exhortó a los Estados dependientes a tomar la posta, adecuando leyes aún más represivas. Argentina no fue la excepción. Para no abusar en detalles, se recomienda este pormenorizado balance de aquella “cruzada”.

Muchos países colaboraron con Estados Unidos. En el frente externo, algunos activamente y otros con el silencio cómplice. Puertas adentro, declarando sus propias “guerras internas” e hipermilitarizando a sus poblaciones. Esas políticas avanzaron sobre derechos democráticos y fomentaron la xenofobia, el racismo y la represión a la protesta. Todo lo cual, lógicamente, alcanza niveles extremos en tiempos de crisis.

Hay que decir que la jurisprudencia internacional nunca se puso de acuerdo sobre los alcances de la categoría de “terrorismo”, lo que torna imposible identificar bajo el mismo rótulo, como se dijo más arriba, a organizaciones y grupos disímiles, geográficamente diferentes y hasta políticamente opuestos.

Pero países como Argentina nunca rompieron sus lazos estrechos con Estados Unidos y otras potencias. A veces mediante “relaciones carnales”, otras con más “autonomía” relativa, pero siempre con un alto grado de sumisión a los organismos financieros y las grandes corporaciones. Entonces, ¿cómo no iba a entrar como por un tubo el “antiterrorismo” fogoneado desde Washington?

Así, en las últimas dos décadas todos los gobiernos hicieron su aporte al “antiterrorismo”. Fue un proceso por etapas, con fuertes cambios legislativos durante los gobiernos de Cristina Kirchner (ver acá) o acá) y Mauricio Macri (ver acá), siempre a pedido del Departamento de Estado, del Ciadi, de la DEA, del Mossad o de alguna otra “agencia”. Cada “avance” derivó en un mayor empoderamiento de las policías y en el aumento de penas para quienes son acusados de integrar una “asociación ilícita” destinada a “obligar a un gobierno a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”.

Suena paradójico, pero muchos de los diputados que en los últimos años votaron con ambos brazos esas legislaciones “antiterroristas”, hoy podrían caer en su propia trampa si participan de movilizaciones o acciones de protesta contra las políticas de Milei. Tal vez entonces recuerden las denuncias de la izquierda y de algunos intelectuales que anticipaban lo que vendría. Yo te avisé…

¿Pero dónde está el terrorismo?

En 40 años de esta “democracia” para ricos, pese a varios intentos, la idea de la existencia en el país de células “terroristas” nunca cuajó, ni política ni socialmente. El extremo de esos intentos lo protagonizó la misma Bullrich en 2017, cuando su ministerio difundió el truchísimo “Informe RAM” que amalgamaba hechos y nombres para perseguir al pueblo mapuche a pedido de terratenientes y empresarios. Ese mamarracho pasó al olvido, pero no la persecución a los pueblos originarios. Ni a los movimientos ambientalistas, organizaciones sociales, sectores obreros combativos o defensores de derechos humanos.

Por burda que sea, toda persecución del Estado es válida si se trata de allanarles el camino a los grandes negocios capitalistas y disciplinar la protesta social que generan esos mismos negocios.

Con las leyes y empoderamientos policiales que esta “democracia” supo conseguir, ahora la ultraderecha tiene herramientas para criminalizar a personas y organizaciones que legítimamente luchan por sus derechos. Es tragicómico que posen de “antiterroristas” los mismos que ayer avalaban y justificaban el terrorismo de Estado y hoy bancan el terrorismo sionista en Gaza. Pero se la dejaron servida.

Muchos peronistas, radicales y centroizquierdistas ni se hacen cargo de haber dejado esa legislación a merced de los liberfachos. Los más impúdicos hasta arman pactos en gobernaciones e intendencias para acoger en sus territorios las innovadoras políticas de Bullrich y Luis Petri, su espejito de Defensa.

Más pudorosas, las alas “progres” de las coaliciones gobernantes dicen que el problema no son ni las leyes ni las policías, sino quiénes las aplican y conducen. Esos sectores llegaron a agitar ideas como la “doctrina de la seguridad democrática”, que caen por su propio peso al barro de la intrascendencia. Mientras, los grandes negocios (legales o ilegalizados) siguen funcionando y en nuestros barrios siguen muriendo pibes por el paco del narco o la bala de la cana.

Cuando el ajuste sobre la población trabajadora sólo puede pasar con represión a quienes lo enfrentan, rechazar toda política “antiterrosista” es de primer orden. También imponer la derogación de la legislación existente en la materia, que vulnera a las poblaciones y atenta contra derechos democráticos elementales. Y desde ya, desenmascarar los verdaderos motivos que llevan a los gobiernos y sus propagandistas a montar campañas brutales como la de estos días.

La campaña nacional e internacional que acaba de poner en jaque la causa armada en Comodoro Py contra manifestantes muestra que es posible y necesario generar un amplio movimiento de defensa de las libertades democráticas. La unidad de acción de los más diversos sectores, expresada en actos masivos, conferencias de prensa, coordinación de abogados defensores y un petitorio que cosechó decenas de miles de firmas de referentes políticos, sindicales, juristas, académicos, artistas y luchadores por los derechos humanos; es un ejemplo a seguir. A eso apostamos.

Para esa pelea es fundamental la organización con independencia del Estado, que una a todos los sectores que salen a luchar y se convierta en una fuerza imparable contra los verdugos disfrazados de “antiterroristas”. Dar vuelta la tortilla, si queremos alguna vez dejar el terror capitalista de lado.


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NOTAS AL PIE

[1Vale recuperar lo que hace 113 años escribió León Trotsky en un artículo titulado La posición marxista acerca del terrorismo individual. Allí, en referencia a la acción directa con objetivos emancipatorios o de conquista de derechos, cuestionaba los métodos ultraizquierdistas por contraproducentes, pero les reconocía legitimidad ya que surgían desde los sectores explotados y oprimidos por el capitalismo: “Nuestros enemigos de clase tienen la costumbre de quejarse de nuestro terrorismo. No resulta claro qué quiere decir. Les gustaría ponerles el rótulo de terrorismo a todas las acciones del proletariado dirigidas contra los intereses del enemigo de clase. Para ellos, el método principal del terrorismo es la huelga (...) Si por terrorismo se entiende cualquier acto que atemorice o dañe al enemigo, entonces la lucha de clases no es sino terrorismo. Lo único que resta considerar es si los políticos burgueses tienen derecho a proclamar su indignación moral acerca del terrorismo proletario, cuando todo su aparato estatal, con sus leyes, policía y ejército no es sino un instrumento del terror capitalista”.
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Daniel Satur

@saturnetroc
Nació en La Plata en 1975. Trabajó en diferentes oficios (tornero, librero, técnico de TV por cable, tapicero y vendedor de varias cosas, desde planes de salud a pastelitos calientes). Estudió periodismo en la UNLP. Ejerce el violento oficio como editor y cronista de La Izquierda Diario. Milita hace más de dos décadas en el Partido de Trabajadores Socialistas (PTS).