Entre manjares y vinos caros, un grupo de jóvenes recibe $ 250 por extenuantes jornadas gastronómicas. Un patrón funcionario, ricos clientes y una rutina que indigesta.
Juana Galarraga @Juana_Galarraga
Sábado 1ro de julio de 2017
En la cocina las salsas se reducen hasta alcanzar la consistencia justa. Los vegetales crepitan en aceite caliente hasta que están dorados, a punto, listos para emplatar. Salmón, calamares o panceta se cuecen en las sartenes con crema que el cocinero mueve ágilmente con un simple sacudón de su brazo derecho. Cherrys, hongos, almendras y nueces, saltan por el aire lleno de vapor con cada movimiento del chef.
El horno al máximo, la hervidora llena de agua en hervor permanente. Las heladeras repletas de ese tipo de ingredientes que difícilmente alguno de los trabajadores del restaurante tenga dentro de la suya, en su casa. El cocinero y su ayudante bailan sin chocarse de una mesada a otra, de una heladera a otra, vigilan distintas hornallas, al ritmo de las comandas que dejan los mozos en la pizarra.
“Voy abajo”, avisa el chef mientras se apresta a dar un giro sobre sí y se agacha con una fuente de canelones listos para marchar al horno. El ayudante larga el mango de la sartén y se corre para esquivar la puerta del horno. Un rápido giro en sentido inverso le alcanza al cocinero para, en segundos, estar decorando el plato de bondiola caramelizada que ya casi sale, sobre la mesada.
El ayudante vuelve sobre la hornalla en la que vigila una fritura que no se puede quemar. Del otro lado el mozo aguarda a que el plato esté listo. Una vez en sus manos le pasa con delicadeza una servilleta por los bordes, para limpiar las gotitas de salsa que no van y marcha derechito para la mesa.
Los que sirven
En este restaurante de una importante localidad bonaerense, todos los empleados tienen veintipico de años. El cocinero es el mayor, con 27. El resto cuenta años de ahí para abajo. El más joven tiene 20. El plantel de seis empleados asiste a un selecto público que acude en busca de comidas finas.
Algunos de los clientes frecuentes son perfectos conocedores del contenido de la carta, buena parte de la cual está redactada en otro idioma. Para pedir comida en este lugar hay que ser casi bilingüe o bien preguntar a los mozos de qué se trata cada plato y guarnición.
Los mozos van y vienen. Llevan platos, postres y el champán con sigilo, sin romper el clima tenue y tan ameno que el dueño quiso construir con el decorado, la iluminación, la música y los colores de las paredes del salón. Como marca el protocolo, disponen los elementos sobre la mesa de la manera correcta. Los cuchillos de tal lado, las cucharas del otro. El vino se sirve así, el champán se sirve asá. La sonrisa al frente y ante todo, el cliente por supuesto, siempre tiene la razón.
Un coleccionista de antigüedades podría pasarse un día entero tratando de decidir cuál es el plato más valioso del lugar. La vajilla, los muebles, las lámparas, ahí dentro todo vale en sí mismo una fortuna por su antigüedad. La cava es un rincón en el que cualquier pareja de gustos melosos quisiera pasar su cena de aniversario o festejar el día de San Valentín. Todo allí es caro. Quien quiera pasar una buena velada con comida abundante, bien hecha y en un ambiente muy cool, puede ir allí, pero debe saber que todo se paga caro. Todo, excepto el trabajo de los seis empleados.
Cada uno de los pibes y pibas de veintipico que hacen de la experiencia en el restaurante algo tan fino y exclusivo cobra por jornada apenas $ 250. Y, por supuesto, está en negro. Todos salvo la bachera, que por desempeñarse en la tarea que requiere menos calificación cobra $ 200, a pesar de que a veces es la última en retirarse.
El turno empieza a las 19 y, según la concurrencia de comensales, puede terminar a las 23, a la medianoche o más tarde. Sin embargo, todos los días se pagan igual.
Los que comen
De un lado de la puerta de la cocina se baten cremas, pero del otro lado, en el gran salón donde se ubican las mesas, se baten otras. El dueño del restaurante es digno afintrión de empresarios y directores de empresas que cada tanto reservan mesa y se juntan para gozar de una buena cena. Mientras comen intercambian consejos para hacer marchar, no platos, sino negocios jugosos.
Los mozos atienden las mesas en el mayor de los silencios y con discresión, mientras los señores intercambian tips sobre cómo ahorrarse problemas con su personal: cómo pagar menos, cómo negrear mejor y cómo zafar cuando andan flojos de papeles.
El dueño del lugar está en su salsa. Cada noche se lleva un buen billete a costa del trabajo de los empleados, que dejan a precio barato sus horas entre las paredes del restaurante.
No sería nada extraño, nada que no pudiera esperarse de cualquier patrón. Sin embargo, hay un dato que no es menor: el propietario es uno de los tantos que se preparan para jugar en la contienda electoral de la ciudad. El patrón, sí señoras y señores, es candidato en las próximas elecciones y hace años que juega en la política local, integrando a veces los equipos gubernamentales del municipio.
Hay un solo detalle que el señor dueño del restaurante, que tanto se ha esforzado por hacer de su negocio un espacio de tan buen gusto, no puede tapar: el olor a cloaca que sale del baño y se esparce entre las mesas. Aunque no se note todos los días, disimulado entre los vapores de los vinos que se secan en las sartenes, el olor del pan horneado o el perfume de la albahaca y el ajo de los pestos, en realidad acá siempre todo huele mal.
*Por razones obvias, esta cronista se reserva tanto el nombre del propietario y, sobre todo, el de los empleados. Hasta una próxima nota.