«A la gente le da todo igual; mientras no le tiren la basura del otro lado de la tapia, ni le llegue el olor de podredumbre a la terraza, se puede hundir el mundo en mierda». Este pensamiento, puesto en boca de uno de los protagonistas de "En la orilla" (2013), resume el pesimismo con el que Rafael Chirbes (1949-2015) refleja el tiempo en que vivimos. Y busca en el pasado reciente las razones del fango en que se ha convertido nuestra realidad.
Eduardo Nabal @eduardonabal
Martes 17 de noviembre de 2020
Cuando todo está perdido, y la codicia que alimentó los sueños, produce las pesadillas de las que nos quejamos, la mirada de Chirbes pasa del dolor, el exilio y la ruina de la posguerra y el franquismo ("La Larga Marcha"), a la ilusión de un progreso inundado de mafia y corrupción de una transición ("La Caída de Madrid", "Crematorio") que acaba cerrando el círculo de regreso a otra ruina, a otro dolor ("En la Orilla"), que sume a los habitantes de sus relatos en una tragedia interna insuperable. El rascacielos de "Crematorio" se convierte en la ciénaga de "En la Orilla".
Los diálogos expresan tintes de premonición y desesperanza ("Esta ciudad, en vez de analizarla los urbanistas, tendrán que analizarla los teólogos... /... No le llegará la bestia del Apocalipsis, porque le ha llegado ya. Vendrá lo que ya ha venido. Lo que sabemos con certeza es lo que hemos perdido, una forma de vida que teníamos. Es lo que sabemos. Lo que nadie, ni el arte, ni la literatura, ni la historia, puede hacer que vuelva a ser..." -"Crematorio"-), mientras que el ambiente va adquiriendo un peso simbólico y siniestro cada vez mayor, que nos ayuda a comprender la relación entre los seres humanos y su historia; y nos obliga a mirar los espacios que habitan como si fueran espejos de su conciencia (que es la nuestra).
Chirbes es directo en su acusación sobre las responsabilidades de la desgracia: el pasado franquista, con su carga de miseria moral e impunidad, aún presente pese al olvido; y nos pregunta sobre nuestra complicidad en ella. La turbia mezcla entre lo privado y lo público, ya introducida en el subconsciente colectivo, sobrepasa los límites generacionales, y Chirbes la utiliza como eje de continuidad entre padres (del franquismo) e hijos (de la democracia), de modo que su crítica, más que hacia la Transición, la realiza contra la etapa de los gobiernos socialistas y el continuismo que representa, y que conduce a la podredumbre de las relaciones sociales.
Este es el cemento literario de las novelas de Chirbes, que echa la vista atrás, no ya sólo a la guerra civil, sino a la guerra de África ("La Larga Marcha"), donde rastrea muchos elementos que determinarían el conflicto de 1936. Su rigor histórico permite que de la ficción brote la realidad, y que sus personajes adquieran la coherencia de arquetipos, puesto que son representativos de la clase a la que pertenecen, y eso le lleva al mismo desencanto de los escritores del periodo del regeneracionismo como Galdós: "Lo de ahora es un régimen podrido, porque nació del oportunismo de un bando y de otro" (entrevista en "El Cultural", 2013). No es extraño, por tanto, que su última novela, "París-Austerlitz" (2016), sea una novela reflexiva, una gran meditación, donde todo es una constante rememoración del pasado.
Junto a su testamentaria “Paris-Austerlitz”, una de sus mejores novelas, llena de amor y de rabia sobre la vivencia del estado avanzado del Sida, escritas en lengua castellana, “Mimoun” (1988) forma parte de esas rarezas, verdaderos tesoros, en la inmensa y comprometida novelística de Chirbes. Cronista del franquismo, la llamada “transición”, la crisis y sus secuelas, el autor escoge, en esta ocasión, el formato breve para una historia que no deja de ser una hechizante y perturbadora forma de “viaje interior”. Junto a libros tan demoledores como “La caída de Madrid” o “En la orilla”, hermosas, pero turbadoras e incisivas descripciones de dos épocas de la historia de España, Chirbes opta por la novela breve, aunque el alcance de su fuerza expresiva y destreza narrativa no dejan de ser similares y alcanzar otra dimensión más personal.
El autor nos narra la odisea interior de Manuel, que viaja a una aldea perdida de la cordillera de Atlas en Marruecos, para dar clases de español en la, algo gris, universidad de Fez, y poder terminar, al mismo tiempo, su último libro. Pero el personaje se ve imbuido por la atmósfera, a ratos lírica y, en ocasiones, sulfurante de esa aldea perdida donde ha elegido residir y en la que conoce a toda suerte de personajes, variados, lugareños y compañeros de profesión. Ellos y ellas le sumen en un trayecto, en ocasiones errático, donde se entremezcla su fascinación por las zonas luminosas del lugar y las zonas oscuras de personajes como el atormentado Francisco, su compañero de vivienda y, a ratos, también su compañero sentimental, Hassan (del que todos desconfían), su sirvienta Rachida (con tendencia al hurto), o Charpent, ese poeta en ciernes cuyo suicidio casi cierra una narración donde se mezcla una descripción sensual de la influencia del clima y las estaciones en la psicología del protagonista y sus relaciones cambiantes. Encuentros y desencuentros que van de la amistad al sexo con hombres y mujeres que entran y salen, de forma fragmentaria, de su vida, mientras él mismo no sabe si ama o detesta esa remota aldea, condenada a desaparecer.
Eludiendo el exotismo, pero no los pasajes de extraña belleza, Chirbes hace una inmersión casi impúdica en sus relaciones con esos seres que lo acompañarán durante un viaje que, mucho más de lo que esperaba, marcará su vida y sus recuerdos. La literatura, el mestizaje lingüístico, la vida en las calles de la ciudad, el enamoramiento pasajero, la ominosa presencia policial y el fantasma de la soledad, reaparecen en muchos de los breves pero intensos episodios de su paso por Marruecos y, en concreto, de su estancia temporal pero vívida, donde se entremezclan el dolor y la dicha, en esa pequeña aldea donde, en ocasiones, se refugia en el alcohol, los burdeles o las casas de viejos y nuevos conocidos. Las culturas se encuentran sin colisionar, pero todos los personajes no están igualmente preparados para la vida, a la vez áspera y sincera, en un remoto lugar de Marruecos donde el autor no logra recuperar la inspiración, superado por un sinfín de peripecias, trágicas o humorísticas, y por la intrusión, querida o no, de nuevos seres en su vida.
“Mimoun” es una novela breve pero intensa, donde los capítulos muchas veces se conforman con la personalidad de las diferentes criaturas que llega a conocer, con mayor profundidad, un escritor, a la vez hechizado y paralizado, por la mezcla de magia y dureza del ambiente que lo rodea. Si en “La caída de Madrid” (uno de sus más redondos frescos históricos, con ecos de maestros como Agustín Gómez Arcos) se situaba entre los grandes narradores de su generación con una descripción precisa, mordaz y llena de sombras de una serie de personajes durante la larga agonía de Franco, o “En la orilla” nos muestra una España racista, desestructurada y sacudida por la necesidad de la supervivencia, en libros como “Mimoun” deja un legado personal pero de dimensión universal sobre el cambio interior de un personaje, en plena crisis vital y creativa, que entra en contacto con otros mundos y otros seres que, a la vez, pueden volverse cercanos o extraños.
Otra de sus grandes novelas breves es “La buena letra” (2002), donde Chirbes nos sorprende por su capacidad para conjugar el intimismo con el trasfondo social que va a marcar, a su manera, el destino incierto de los personajes. Anna le cuenta a su hijo la historia de su padre, de su tío Antonio y su tía Gloria, de sus abuelos, que todos ellos sufrieron en sus carnes las secuelas de la recién acabada guerra civil española, desde el lado de los perdedores. Con pequeñas pero evocadoras reflexiones la protagonista nos acerca a un periplo sombrío marcado por el miedo, la enfermedad y la muerte, en uno de sus libros mas dolorosos. Pequeñas estampas que sirven también de reflejo de los fantasmas de la España de posguerra, con sus personajes temerosos de ser apresados o represaliados, sus mujeres relegadas a la esfera de lo privado y el intento por sobrevivir a la desaparición, real o simbólica, de tantos seres queridos. A través de una serie de cuadros intimistas donde nos va llevando con soltura de unos familiares a otros, la protagonista traza un esbozo incompleto pero estremecedor de una saga marcada por las heridas de su tiempo. Seres que deambulan por el pueblo, que desaparecen y reaparecen misteriosamente y nuevas figuras humanas como Isabel, esa mujer glamurosa, cuya “buena letra” no sabe trazar palabras sinceras. Pequeños gestos como la gente cantando el cara al sol a la entrada del cine, las salidas de casa en busca de un familiar desaparecido, el desvarío de la tía Gloria o la dejadez del tío Antonio, que empieza a frecuentar bares y tabernas, abandonando la empresa familiar, dan a “La buena letra” un empaque narrativo y una capacidad inusitada para pasar del drama individual a la tragedia colectiva, sin ambages ni grandes palabras, omitiendo el último capítulo, que deja a la imaginación de sus lectores.
Si sus relatos breves tienen una dimensión de orfebrería, de miniatura, en sus obras finales Chirbes pretende reflejar la decadencia del alma de la sociedad actual, anteponiendo la dimensión social y psicológica. Sus relatos son un espejo de responsabilidad colectiva, ya que sus personajes no pueden etiquetarse en grados de "maldad", "bondad" o "inocencia". Todos ellos forman un mosaico en el que tanto la acción como la aquiescencia del "mirar hacia otro lado" aportan el mismo tono de culpabilidad. La sensación de derrota está presente desde "La Larga Marcha". Es una derrota, primero de raíz bélica, pero que pasa a ser casi existencial ("Vivir a cambio de dejar de ser uno mismo: ése era el trato que los supervivientes habían hecho con el vencedor, pero no sólo él, sino la mitad de un país"). Su trayectoria vital da sentido a su visión de la España actual: marxista, licenciado en Historia, apasionado del cine, fue detenido, pasando por los sótanos de la Dirección General de Seguridad, y trabajó en Marruecos como profesor de español (cuya experiencia plasmó en "Mimoun"). Viendo su evolución, se entiende la unidad de su proyecto literario. Las iniciales novelas cortas sostuvieron un andamio que tendría continuidad con las grandes obras que vendrían a partir de "La Larga Marcha", marcando un eje cronológico desde la Guerra Civil hasta los problemas aún no solucionados del presente. "París-Austerlitz", novela póstuma, sería una novela profundamente personal, como lo fue "Mimoun", su primera, cerrando un círculo en el que los sentimientos de culpabilidad y responsabilidad adquieren protagonismo: la conciencia de nuestro bienestar nunca tiene un origen inocente.
Eduardo Nabal
Nació en Burgos en 1970. Estudió Biblioteconomía y Documentación en la Universidad de Salamanca. Cinéfilo, periodista y escritor freelance. Es autor de un capítulo sobre el new queer cinema incluido en la recopilación de ensayos “Teoría queer” (Editorial Egales, 2005). Es colaborador de Izquierda Diario.