Desde el estallido de la crisis capitalista de 2008 han tenido lugar dos grandes ciclos de la lucha de clases a nivel internacional. En el primero vimos en “Occidente” revueltas esencialmente pacíficas, como la de los “indignados” del 15M español. Le siguieron movimientos como el de la Plaza Taksim en Turquía, o el masivo junio de 2013 en Brasil. En situaciones de crisis mayor, como Grecia en 2010, derivaron en procesos de la lucha de clases más agudos que fueron desviados; mientras que, en los escenarios más “orientales” de la “Primavera Árabe” que enfrentaron dictaduras, adquirieron una forma mucho más violenta, como en Egipto en 2011 donde el movimiento de la Plaza Tahrir terminó marcando el inicio de un proceso revolucionario que fue cerrado prontamente a sangre y fuego.
Actualmente atravesamos un segundo ciclo. Su campana de largada la dio la irrupción de los Chalecos Amarillos en Francia hacia finales de 2018. A diferencia de los “indignados”, partieron de un nivel de lucha de clase superior y más violenta, con una represión que hacía tiempo no se veía al interior de las democracias imperialistas. A los sectores que habían sido protagonistas del ciclo anterior, se sumaron importantes contingentes de las capas bajas y precarizadas de la clase trabajadora, especialmente de la periferia. Apuntó contra el gobierno de Macron exigiendo su caída e incluso tuvo elementos de autoorganización como las “Asambleas de las asambleas”, que no llegaron a desarrollarse.
También vemos actualmente mayores niveles de enfrentamiento en el segundo levantamiento catalán que se encuentra en desarrollo, o en las protestas que vienen teniendo lugar en Hong Kong. Por otro lado, se ha reactivado la “Primavera Árabe” con los levantamientos en Argelia y Sudán. En el Irak devastado por la guerra se desarrollaron protestas masivas contra el desempleo y la carestía de la vida con una represión que dejó un reguero de muertos. En el Líbano multitudes se movilizan contra el gobierno. En América Latina, las jornadas revolucionarias que atravesaron Chile, o anteriormente Ecuador en menor escala, son parte de un ciclo de lucha de clases que incluye Puerto Rico, Honduras y Haití, y que también muestran enfrentamientos más agudos y la represión con el ejército en las calles.
El trasfondo de estos procesos no son en general grandes catástrofes (guerras o cracks económicos), como sucedió por ejemplo en la primera mitad del siglo XX, sino una crisis rastrera del capitalismo que desde 2008 ha pasado por diferentes momentos. Esta particularidad se expresa, en especial en este segundo ciclo, en el protagonismo, en términos generales, de dos sectores diferentes.
Uno que podríamos llamar, a falta de una denominación más ilustrativa, de los “perdedores relativos” de la globalización, aquellos que de alguna manera lograron algún avance (aunque más no sea salir de la pobreza) y vieron sus expectativas de progreso frustradas por la crisis. Un amplio espectro de clase que va, por ejemplo, desde los jóvenes universitarios, “sobreeducados” para los estándares capitalistas), subempleados y precarizados, que tuvieron peso determinante en el primer ciclo post-2008 en Europa, hasta la llamada –eufemísticamente– “nueva clase C”, compuesta en gran medida por asalariados, en América Latina, que (bajo el boom de las commodities) salió de la pobreza pero se chocó, por ejemplo, con el estado decadente de los servicios públicos (Brasil).
El otro gran sector, siguiendo los términos anteriores, podríamos llamarlo el de los “perdedores absolutos” de la globalización. Sectores empobrecidos, precarizados, cuando no desempleados, especialmente de clase trabajadora, jóvenes muchos, que quedaron virtualmente por fuera del “pacto social” neoliberal, que en muchos casos han sido expulsados hacia la periferia de las grandes ciudades, siendo en muchos casos estigmatizados desde la burguesía y los grandes medios de comunicación. Este segundo grupo es el que viene dejando su impronta especialmente en este segundo ciclo de lucha de clases. Los vimos irrumpir en las calles del centro de París y rutas de Francia con los Chalecos Amarillos. Los vemos actualmente en el proceso chileno, entre ellos muchos de los más de medio millón de jóvenes “ni ni”, los que son especialmente reprimidos en los barrios y criminalizados.
En este segundo ciclo, ambos sectores forman la argamasa que da cuerpo a las protestas, siendo la irrupción de los “perdedores absolutos” lo que le da un carácter más violento y explosivo a este segundo ciclo de lucha de clases, que sin embargo comparte hasta ahora con el primero una característica común fundamental: la primacía de la dinámica de la revuelta.
Las revueltas y el “Estado ampliado”
Las revueltas se componen de acciones espontáneas que liberan las energías de las masas y pueden tener importantes niveles de violencia. Pero a diferencia de las revoluciones, no adoptan como objetivo reemplazar el orden existente sino presionarlo para obtener algo. No hay un muro entre ambas. Las revueltas contienen en sí la posibilidad de superación de ese estadío de acciones de resistencia o actos de presión extrema. Pueden ser momentos de un mismo proceso que abra una revolución o no. Depende de su desarrollo, especialmente, de si la clase trabajadora y el movimiento de masas pueden ir más allá en su conciencia y organización.
En este nuevo ciclo hemos visto la potencialidad de esta dinámica de la revuelta así como sus límites. Han mostrado cómo frenar los ataques capitalistas en las calles, lo vimos en las jornadas revolucionarias contra Macron en Francia, en Ecuador contra Moreno, ahora en Chile contra Piñera, incluso han tirado gobernantes como Boutleflika en Argelia, Al Bashir en Sudán o a Roselló en Puerto Rico. Sin embargo, las reformas otorgadas –como las que se plantean hoy en Chile– demuestran que son superficiales en el marco de una estructura capitalista que multiplica constantemente la desigualdad y está atravesada por la crisis. Incluso las caídas de gobiernos se dan en el marco de la continuidad de regímenes repudiados por las masas.
Estos límites responden a una característica distintiva de la revuelta que es que el movimiento de masas interviene desorganizado, y que en la actualidad se expresa especialmente en su carácter “ciudadano”. Las redes y las nuevas tecnologías, que en los recientes procesos han sido muy útiles desde muchos puntos de vista, especialmente, por ejemplo, en el caso Chile alrededor de la denuncia a la represión de carabineros y el ejército, también contribuyen a la lógica de la atomización. Grandes convocatorias que se viralizan pero sin generar espacios de deliberación y organización, o favoreciendo una verticalidad que se convierte en obstáculo para la autoorganización, como el caso de Tusunami Democràtic en el levantamiento catalán.
En este marco, la clase trabajadora que controla las “posiciones estratégicas” que hacen funcionar la sociedad (el transporte, las grandes industrias y servicios), se abstiene, salvo excepciones puntuales, de echar mano a esta fuerza decisiva e interviene como parte de la “ciudadanía” diluida en “el pueblo” en general. Desde luego, décadas de ofensiva neoliberal a nivel global no han pasado en vano. Si, por un lado, la clase trabajadora se extendió como nunca antes en la historia, también se hizo mucho más heterogénea y sufrió un amplio proceso de fragmentación. A su vez, la estructura sociopolítica del Estado en la actualidad está diseñada para consolidar esta fragmentación. Un “Estado ampliado”, que va mucho más allá de la “espera pasiva” del consenso y se dedica a “organizarlo” a través de la estatización de las organizaciones de masas y el desarrollo de burocracias en su interior (empezando por los sindicatos) que garantizan la fractura de la clase trabajadora.
Lo vimos en el caso de Francia, donde no solo las burocracias amarillas como la de la CFDT, sino la dirección supuestamente “combativa” de la CGT, se cuidaron de mantener distanciados a los sectores sindicalizados –que ocupan las “posiciones estratégicas”– del movimiento de los Chalecos Amarillos. O en Ecuador con la Conaie retirando de las calles de Quito al movimiento indígena en el momento más álgido de los enfrentamientos contra el gobierno. Lo vemos actualmente en Chile, donde las burocracias sindicales, estudiantiles y sociales de la “Mesa de Unidad Social” pugnan por entrar al diálogo con el gobierno, mientras en las calles resuena el “fuera Piñera”.
La ausencia de hegemonía obrera es determinante para que el movimiento se exprese en forma ciudadana, a pesar de que muchos de sus protagonistas son parte de la clase trabajadora. Sobre este hecho es que prima la heterogeneidad de los movimientos, aquella que referíamos en términos de perdedores “absolutos” y “relativos” de la globalización. Sobre la misma se basan la burguesía, el Estado y los medios de comunicación, para dividir e intentar canalizar las protestas entre los manifestantes “buenos”, “legítimos”, y los “violentos” e “incivilizados”. Para los primeros está la posibilidad de ensayar algún tipo de concesión mínima buscando sacarlos de la calle. Para poder aislar a los segundos y criminalizarlos.
La cuestión estratégica es cómo estas explosiones de odio y lucha de clases que se expresan en las revueltas no terminan agotándose en sí mismas, a partir de reformas cosméticas que no cambian nada sustancial o canalizándose al interior de los regímenes instituidos a través de alguna variante política burguesa (sea por derecha o por izquierda), o posibilitando contragolpes y/o salidas bonapartistas, sino que despliegan su potencialidad y logran abrir el pasaje de la revuelta a la revolución. El elemento clave en este sentido es, justamente, el desarrollo de una hegemonía obrera que logre unir a los diferentes sectores en lucha.
El proceso chileno
En Chile se desarrolla uno de los procesos más importantes del presente ciclo de lucha de clases. Una sociedad marcada por la desigualdad donde el 50 % de los hogares más pobres tiene el 2,1 % de la riqueza neta del país, mientras que el 1 % más rico concentra un 26,5 %. Donde se encuentran aquellos “perdedores relativos”, que son parte de los que han salido apenas de la pobreza por ingresos en la última década (que, según las estadísticas oficiales, pasó del 29,1% en 2006 a 8,6% en 2017) pero que viven en un país donde todo está privatizado y el costeo de la enfermedad de uno de sus miembros puede llevar a la ruina a una familia. Donde el 21% de los jóvenes entre 18 y 29 son deudores morosos. También están los “perdedores absolutos”, aquel medio millón de jóvenes “ni ni”, el millón y medio que a pesar de la bonanza económica quedó sumergido en la pobreza.
Vimos cómo en un principio fue la juventud secundaria que salió contra los aumentos del transporte despertando la simpatía de millones y dando inicio así a las jornadas revolucionarias. Luego la respuesta represiva del gobierno de Piñera que fue escalando, los militares ocuparon las calles del país, arrastrando a la par una ira popular cada vez más masiva en Santiago y la periferia, y luego nacionalmente con barricadas, cacerolazos, colectivos quemados, una gran cantidad de saqueos a grandes establecimientos, quema de cabinas de policía y edificios públicos. Luego empezarían a entrar sectores del movimiento obrero organizado, como los portuarios y un sector de los mineros. La burocracia central de la CUT, a la zaga de los acontecimientos, intentó convocar a un “paro con calles vacías” que luego se transformó en un paro rutinario pero participando de las movilizaciones.
Después llegaría un nuevo momento con la masificación de la movilización del viernes 25, que solo en Santiago superó ampliamente el millón de personas aunque en un clima pacífico y festivo, diferente a las movilizaciones del primer momento. Como respuesta, Piñera saludaba cínicamente la manifestación redoblando, junto con una campaña masiva en los medios, los intentos de separar a los manifestantes “legítimos” (“las familias”), de los “violentistas”, es decir, los pobres de la periferia y los jóvenes que enfrentaban la represión en las calles. La burocracia de la CUT, en las antípodas de la hegemonía obrera que podría haber permitido ligar a los sectores que el régimen quiere dividir, como podría haberse plasmado en el reforzamiento de los piquetes y de la autodefensa frente a los militares que actuaban como virtual ejército de ocupación, selló su participación rutinaria el pasado miércoles impulsando un paro y una marcha donde se cuidó de omitir la consigna de “fuera Piñera”.
Movilización “ciudadana” y poder de clase
Actualmente en Chile, junto con la llamada “agenda social” que concede algunas migajas para proteger al régimen heredero del pinochetismo, están en curso toda una serie de maniobras institucionales con las que Piñera aspira a sostenerse (cambios en el gabinete, negociación parlamentaria con la oposición, etc.). Ante la persistencia de las movilizaciones, aunque con menor intensidad, desde sectores del régimen han empezado plantear algún tipo de constituyente como vía de recomposición institucional. El PC y el FA, que ya han transformado el “fuera Piñera” en una mera “acusación constitucional”, también se han plegado a la idea de un “proceso constituyente” en los marcos del régimen. Así, está planteada actualmente una disputa, tanto en torno al planteo de “fuera Piñera”, como el planteo de una constituyente amañada para salvar al régimen.
A estas maniobras, los socialistas revolucionarios le contraponemos el planteo de una asamblea constituyente libre y soberana que sea capaz verdaderamente de expresar la voluntad popular y tenga plenos poderes, la cual solo podrá ser impuesta por la acción de las masas haciendo realidad el “fuera Piñera” y sobre las ruinas del régimen actual. Consignas democrático-radicales como “asamblea constituyente” pueden cumplir un papel muy importante, no porque haya por delante alguna etapa democrática que necesariamente deba transitar el movimiento de masas, sino porque como señalaba Trotsky: “El proletariado puede saltar la etapa de la democracia, pero nosotros no podemos saltear las etapas del desarrollo del proletariado”.
En este sentido, es importante distinguir que una cosa es que una constituyente como la que acabamos de describir sea capaz de expresar la voluntad popular y otra muy distinta es que tenga el poder, por sí misma, de imponer efectivamente las demandas del movimiento de masas. Esto último implica necesariamente vencer la resistencia de los capitalistas. Como señalaba Lassalle en su clásico folleto ¿Qué es una Constitución?:
El instrumento de poder político del rey [hoy el Poder Ejecutivo], el Ejército, está organizado, puede reunirse a cualquier hora del día o de la noche, funciona con una magnífica disciplina y se puede utilizar en el momento en que se desee, en cambio, el poder que descansa en la nación, señores, aunque sea, como lo es en realidad infinitamente mayor, no está organizado.
La Asamblea Constituyente, al decir de Trotsky, es “la forma más democrática de la representación parlamentaria”, pero el Estado capitalista está basado en un ejército, en unas fuerzas represivas que tienen un carácter de clase, burgués, y que nadie debe esperar que acepten pacíficamente ninguna decisión que vaya verdaderamente contra los capitalistas. Sin ir más lejos, el golpe de Pinochet de 1973 está allí para probarlo. Por eso es necesario contraponerle un verdadero poder alternativo de clase.
En este sentido, la consigna de asamblea constituyente puede cumplir un importante papel pedagógico. En la lucha misma por imponer esas medidas frente a la resistencia del orden burgués con sus fuerzas armadas (y paraestatales), sectores cada vez más amplios del pueblo trabajador pueden hacer hasta el final su experiencia con la democracia representativa y ver la necesidad de superar definitivamente el lugar del “ciudadano” atomizado y organizarse desde las empresas, fábricas, el transporte, las escuelas, las facultades, etc., para desarrollar sus propios organismos democráticos de poder y sus propias organizaciones de autodefensa. Los consejos o soviets surgen justamente de esta forma.
De hecho los Cordones Industriales en los ‘70 tuvieron un desarrollo similar enfrentando a la reacción. En octubre de 1972, con más de 500 tomas y ocupaciones de empresas, fueron la verdadera resistencia frente al primer intento golpista callejero de la burguesía. Sin embargo, no llegaron a transformarse en un verdadero poder (armado) alternativo al Estado burgués y sus fuerzas militares, en buena medida por la política del PC y el PS, que buscaron constantemente limitarlos y a la falta de un partido revolucionario que apueste a su desarrollo como tales.
El objetivo con la consigna de constituyente es si alrededor de ella, o de la defensa de sus resoluciones en el caso de concretarse, es posible derrotar al Estado (burgués) con sus fuerzas armadas y desarrollar los organismos de poder de la clase obrera (soviets y milicias) capaces de sustituirlo [1]. Como señalaba Trotsky, la cuestión es dilucidar “la posibilidad de transformar la Asamblea Constituyente y los soviets en organizaciones de una misma clase, jamás de combinar una Asamblea Constituyente burguesa con los soviets proletarios”.
Hegemonía y partido
De lo que se trata justamente es de no asimilar acríticamente las formas “ciudadanas” que adopta la revuelta en la actualidad sino de luchar para que la clase trabajadora logre intervenir como tal y articular en torno a sí a los diferentes sectores en lucha. De ahí la importancia del desarrollo de coordinadoras y organismos de autoorganización, que en perspectiva puedan ser el germen de futuros consejos, de un poder alternativo de la clase trabajadora y los oprimidos. Así también del combate contra la burocracia sindical que, como vimos en su momento en Francia con los Chalecos Amarillos o como vemos actualmente en Chile, busca encorsetar al movimiento obrero organizado en la lucha sindical, por un lado, y la política “ciudadana” por el otro, separándolo así del resto de la clase trabajadora y coartando la posibilidad de que cumpla un papel hegemónico.
Sería equivocado pensar que la hegemonía obrera y aquellos organismos de tipo soviético se desarrollarán en forma puramente espontánea al agudizarse la lucha de clases. Es necesario que exista una organización política revolucionaria con suficiente peso que sea capaz de moldear a la vanguardia desde esta perspectiva “soviética” bajo un programa para enfrentar no solo a tal o cual gobierno sino al régimen burgués de conjunto. Que forje, como decía Trotsky en su Historia de la Revolución rusa, el equivalente a aquellos “obreros de Lenin” educados en un programa transicional revolucionario a través de la agitación política de los bolcheviques, y que en la revolución rusa de febrero de 1917 fueron fundamentales para derrotar al zarismo.
En Chile, justamente, se siente la ausencia de un partido revolucionario de estas características con presencia nacional. Nuestros compañeros y compañeras del PTR luchan por construirlo. En Argentina, la reciente campaña del FIT-U, llegando a las más amplias masas con un programa transicional para enfrentar al conjunto del régimen, ha contribuido a que la izquierda revolucionaria esté en mejores condiciones frente a eventuales procesos de lucha de clases como el que hoy transcurre al otro lado de la cordillera, o similares. De eso se trata.
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